Las tinieblas y otros cuentos (1920) de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
Las tinieblas

LAS TINIEBLAS


I

Hasta entonces había tenido suerte en todo lo que había hecho; pero aquellos últimos días le habían sido más que desfavorables hostiles. Como hombre cuya vida entera parecía un juego de azar muy peligroso conocía bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabía aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto había aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenía también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas pequeñas casualidades que no se pueden prever siempre, había puesto a la policía sobre su pista. Hacía dos días que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veía perseguido incesantemente por espías que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No podía hallar un asilo en los círculos donde se conspiraba porque serían descubiertos por los espías. No podía andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habían fatigado de tal modo que temía otro peligro: podía quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policía de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos días, el jueves, tenía que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venía haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le había conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Así, pues, era preciso, costara lo que costara, no dejarse detener hasta aquel día.

En estas circunstancias, una noche de octubre, en el cruce de dos calles, tomó la decisión de entrar en una casa de lenocinio. Hacía mucho tiempo que hubiera recurrido a este medio—que, por otra parte, no era tampoco muy seguro—, pero le había faltado valor. A los veintiséis años era virgen aún, no conocía a las mujeres como tales y jamás había penetrado en un lupanar. En otros tiempos había tenido que sostener una larga y penosa lucha contra su carne, que se rebelaba; pero se había ido acostumbrando poco a poco a dominar sus deseos sexuales y había aprendido a mirar a las mujeres con calma e indiferencia.

Ahora, puesto en la necesidad de tener estrecho contacto con una de esas mujeres que venden amor como una mercancía, quizá hasta en la de verla desnuda presentía toda una serie de pequeños inconvenientes muy desagradables. En rigor estaba dispuesto, si era absolutamente necesario, a aceptar el amor carnal de una prostituta que iba a encontrar en la casa de lenocinio: actualmente, cuando no sentía ya ningún deseo de poseer una mujer, y sobre todo la víspera de un acto tan grave y decisivo, su virginidad no tenía ya importancia ni él se la concedía. Pero aun así era desagradable, como un pequeño detalle repugnante por el que había que pasar absolutamente. Una vez, durante un acto terrorista al que había asistido como lanzador de bombas en reserva, vió un caballo muerto por la explosión, con la grupa desgarrada y los intestinos al aire; y este pequeño detalle terrible y repugnante y al mismo tiempo inútil e inevitable le causó una impresión aun más penosa que la muerte de su camarada, al que la misma bomba mató allí. Y en tanto que pensaba serenamente, sin miedo alguno, hasta con alegría, en lo que de allí a dos días iba a suceder, y en que, muy probablemente, habría de morir, la noche que tenía que pasar con una prostituta, con una mujer que hace del amor una profesión, le parecía absurda, estúpida, algo impropio y caótico...

Pero no había más remedio. Estaba ya tan extenuado que no se podía tener en pie.

II

Llegaba demasiado temprano: las diez de la noche; pero la gran sala blanca con sillas doradas y espejos a lo largo de las paredes estaba ya dispuesta para recibir a los visitantes. Todas las luces estaban encendidas. La casa era de las de primera clase. Ante el piano, cuya tapa fué levantada, estaba sentado el músico, un joven muy correcto vestido con una levita negra. Estaba fumando, poniendo gran atención en que la ceniza del cigarro no le cayera en la ropa, y hojeaba los cuadernos de música. En un rincón, cerca de un salón casi a obscuras, estaban sentadas, unas junto a otras, tres muchachas que hablaban en voz baja... Cuando entró, acompañado por la dueña de la levantaron dos de las muchachas; la tercera siguió sentada. Las dos primeras, que estaban muy descotadas, le miraron a los ojos con una mirada provocativa y al mismo tiempo indiferente y cansada; la tercera, que llevaba un vestido negro muy ajustado al cuerpo, había vuelto la cabeza, y su perfil era sencillo y sereno como si fuera una joven honrada sumida en sus reflexiones. Ella era probablemente la que estaba contando alguna cosa a las otras dos cuando él entró en la sala y ahora seguía pensando en lo que acababa de contar. Y a ésta es a la que eligió precisamente porque reflexionaba en silencio, porque no le miraba y por que era la única que parecía una mujer honrada. No había estado nunca en las casas de lenocinio y no sabía que en todas estas casas, cuando están bien dirigidas, hay una o dos mujeres de ese género; van siempre vestidas de negro como monjas o viudas jóvenes, sus rostros están pálidos y sin colorete, severa la expresión; procuran dar a los hombres la impresión de la honradez. Pero cuando se van con los hombres a la alcoba y comienzan a beber son como todas las demás mujeres de su especie, y a veces peores: promueven escándalos frecuentemente, rompen la vajilla, danzan en cueros, y así desnudas completamente se muestran a veces en el salón; otras veces llegan aun a pegar a los huéspedes demasiado impertinentes. Estas son precisamente las mujeres de que se enamoran los estudiantes borrachos que empiezan a predicarles una nueva vida de honradez.

Pero él no lo sabía. Cuando ella se levantó con un aire disgustado y severo, cuando le miró con sus ojos pintados de negro mostrándole un rostro pálido y mate, se dijo: «¡Si todo su aspecto es honrado!» Este pensamiento le consoló. Pero habituado, gracias a la duplicidad de su vida, a ocultar sus verdaderos sentimientos como si fuera un actor en el escenario de un teatro, saludó como un experimentado hombre de mundo, castañeteó los dedos y dijo a la muchacha, con el tono de quien está habituado de antiguo a las mancebías:

—¡Vamos a ver, chatita mía! Llévame a tu cuarto. ¿Dónde está tu nido?

Ella manifestó su extrañeza, frunciendo las cejas

—¿Ya?

El enrojeció, y enseñando sus hermosos y fuertes dientes respondió:

—¡Pues naturalmente! ¿A qué perder un tiempo precioso?

—Va a haber música. Vamos a bailar.

—Sí; pero... ¿qué es eso de los bailes, mi niña? Una diversión estúpida; la caza de su propia cola... En cuanto a la música, la oiremos desde tu cuarto.

Ella le miró y sonrió.

—¡Ya, ya! No será mucho lo que oigamos desde allí.

Le empezaba a gustar. Tenía una ancha cara rasurada de pómulos salientes; sus mejillas y su labio superior tenían un color ligeramente azulado, como en todos los morenos recién afeitados.

Sus ojos negros eran bellos, si bien había algo de inmóvil en su mirada y se revolvían pesada y lentamente en sus órbitas como si tuvieran que recorrer cada vez una distancia muy larga. A pesar de estar todo afeitado y ser desenvueltos sus ademanes, no parecía un actor, sino más bien un extranjero rusificado o quizá un inglés.

—¿No eres alemán?—preguntó la muchacha.

—Un poco. Acaso inglés. ¿Es que te gustan los ingleses?

—¡Pero si hablas el ruso perfectamente! No se diría que eras extranjero.

Entonces recordó que tenía un pasaporte inglés y que en aquellos últimos días había estado procurando hablar un ruso chapurrado para que se le tuviera por un extranjero; esta vez se distrajo y hablaba un ruso correcto. Esto le hizo enrojecer. Sombrío, descontento de sí mismo, cansado ya de aquella nueva comedia, cogió a la joven por el brazo.

—Soy ruso, ruso. Y bien; ¿dónde está tu cuarto? ¿Es por aquí?

En aquél gran espejo que llegaba hasta el suelo se reflejaban claramente las dos imágenes a cierta distancia: ella, vestida de negro, muy pálida y muy linda, y él, alto, de anchas espaldas, igualmente vestido de negro e igualmente pálido. A la luz de la araña eléctrica aparecían especialmente pálidos su frente abombada y sus pómulos salientes; en el sitio de los ojos, tanto de él como de ella, no se veía en el espejo sino dos agujeros misteriosos, pero bellos. Y ambos parecían tan poco banales entre aquellas paredes blancas, dentro del amplio marco dorado del espejo, que él se detuvo un instante sorprendido y pensó que semejaban dos novios. Estaba tan abrumado por el insomnio, que sus pensamientos eran desordenados, a veces estúpidos; pasado un minuto, al mirar en el espejo aquella pareja negra, severa, diríase que más bien parecían personas que acompañan un ataúd. Las dos comparaciones le fueron desagradables.

Parecía como si la muchacha experimentara el mismo sentimiento: también miró con extrañeza, en el espejo, su propia figura y la de su compañero. Cerró a medias los ojos; pero el espejo no recogió este movimiento y continuó reflejando impasible sus contornos negros e inmóviles. Esto recordó probablemente alguna cosa a la muchacha; sonrió y apretó ligeramente el brazo de su compañero.

—¡Vaya una pareja!—dijo pensativa, haciendo más visibles sus grandes párpados negros.

Pero él no respondió, y con paso decidido echó a andar llevando consigo a la muchacha, cuyos altos tacones franceses golpeaban el suelo. Como en todas estas casas, había un pasillo, a lo largo del cual se veían pequeños cuartos obscuros con las puertas abiertas. Sobre una de estas puertas vió una inscripción: «Luba», nombre de la mujer. Entraron.

—Oye, Luba—dijo él mirando a su alrededor y frotándose las manos, según su costumbre, como si se las lavara con agua fría—. Necesitamos vino y... ¿qué más es lo que hay? ¿Fruta quizá?

—La fruta es cara aquí.

—Eso no importa. Y el vino, ¿es que no lo bebe usted?

Esta vez, por olvido, no la tuteó. Se dió cuenta de ello en seguida, pero no quiso corregir el error; en la forma con que ella le había apretado últimamente el brazo con su codo había algo que le impedía tutearla, decirle sandeces y representar la comedia. También ella sintió algo semejante. Después de mirarle fijamente dijo con un tono indeciso:

—Sí, bebo vino. Espere usted, voy a pedirlo. En cuanto a la fruta diré que no traigan mas que dos manzanas y dos peras. ¿Tendrá usted bastante?

Le trataba también de usted, pero en la manera de pronunciar aquel «usted» había algo de confuso, una ligera vacilación. El no puso atención en ello, y una vez solo comenzó a examinar rápidamente la habitación. Primeramente se cercioró de que la puerta cerraba bien, y quedó satisfecho: la puerta se cerraba con llave. Luego se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia afuera: estaba demasiado alta, en un tercer piso y daba al patio. Hizo una mueca de descontento. Después dió vuelta a las dos llaves de la luz eléctrica: cuando una luz que estaba en el techo se apagaba, la otra, colocada cerca de la cama, se encendía como en los hoteles comm'il faut.

¡Pero en cuanto al lecho!...

Alzó los hombros y puso cara de risa, pero no rió; no fué más que un juego de músculos familiar a todas las personas habituadas a esconder algo cuando se quedan solas.

¡Ah, aquel lecho!...

Le examinó por todos lados, palpó la espesa manta, y de pronto, acometido de un repentino deseo de hacer locuras, comenzó a hacer gestos de sorpresa con los ojos y los labios. Pero un instante después volvió a ponerse serio, se sentó y, fatigado, esperó la vuelta de Luba. Intentó pensar en lo que le esperaba dentro de dos días en aquella estancia suya dentro de una casa de lenocinio... pero los pensamientos no le obedecían. Se encrespaban y se peleaban. Era el sueño contenido cuarenta y ocho horas que se empezaba a rebelar: allá en la calle el sueño se estuvo tranquilo; ahora se enfurecía, atormentaba brazos y piernas, martirizaba todo el cuerpo. El joven comenzó a bostezar hasta saltársele las lágrimas. Para espantar el sueño cogió su browning, tres paquetes de balas, sopló en el cañón del revólver... todo se hallaba en buen estado. Y bostezó de nuevo.

Cuando trajeron el vino y la fruta, y cuando finalmente llegó Luba, él cerró la puerta y dijo:

—Bien, Luba, beba usted, se lo ruego.

—¿Y usted?—preguntó ésta extrañada y mirándole de reojo.

—Beberé después. Mire usted, he estado corriéndola dos noches seguidas y no he dormido ni un minuto. Y así es que ahora...

Bostezó terriblemente.

—¿Entonces?—preguntó ella.

—Entonces... yo quisiera dormir un poco. Nada más que una horita... Pasará en seguida. Beba usted, se lo ruego, no se preocupe... Y cómase esa fruta. ¿Por qué toma usted tan poco?

—Si usted lo permite me podría volver al salón—dijo ella.—. Van a tocar el piano ahora...

Esto no le convenía nada. Allí en el salón se hablaría de aquel visitante extraño que no había ido allí mas que a dormir... Se sospecharía... No, eso era peligroso. Y conteniendo a duras penas sus bostezos, dijo en un tono serio:

—No, Luba, le suplico que se quede conmigo. Mire usted, no me gusta quedarme solo en la alcoba... Es un capricho; pero... Se lo ruego a usted...

—Sí, sí... Desde el momento que usted ha pagado...

—No es eso—él enrojeció nuevamente—. No se trata del dinero que he pagado... Si usted quiere puede muy bien acostarse también. Le dejaré sitio. Pero si le da lo mismo, acuéstese del lado de la pared; ¿tiene usted algo que oponer?

—No; pero... no tengo ninguna gana de dormir. Me quedaré sentada.

—Puede usted leer algo.

—Aquí no hay libros.

—¿Quiere usted el periódico de hoy? Yo lo tengo... Aquí está. Trae algunas cosas interesantes.

—Gracias, no lo quiero.

—Como usted guste. En cuanto a mí, con su permiso...

Cerró la puerta con dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. No se fijó en la mirada llena de extrañeza con que la joven seguía todos sus movimientos. Aquella conversación cortés tan fuera de lugar en aquel sitio miserable donde hasta la atmósfera estaba impregnada de vapores de alcohol y de blasfemias le parecía muy simple, natural y convincente. Siempre con la misma cortesía, como si se encontrara con una señorita en una canoa, preguntó:

—¿Permite usted que me quite la levita?


La muchacha frunció ligeramente las cejas.

—Quítesela usted. Puesto que ha...

Pero no terminó lo que iba a decir.

—¿Y el chaleco?—preguntó él—. Me aprieta un poco...

Ella no respondió y sin que él la viera se encogió de hombros.

—Aquí está mi cartera. Hay dinero en ella. Tenga la bondad de guardarla.

—Hubiera sido mejor dejarla en el despacho. Todo el mundo hace eso aquí.

—¡Oh no vale la pena!— protestó. Y encontrándose con la mirada de asombro de Luba añadió confuso—: La comprendo a usted, pero dejemos eso.

—¿Sabe usted, al menos, qué dinero hay dentro? Hay señores que no lo saben y después son los líos...

—Lo sé, pero verdaderamente no vale la pena...

Se acostó dejando un sitio libre del lado de la pared. El sueño encantado le acarició en la mejilla, sonriéndole, con su pata de terciopelo, le besó dulcemente, le cosquilleó en las rodillas y posó la cabeza sobre su pecho. Tuvo una sonrisa de felicidad.

—¿De qué se ríe usted?—preguntó la muchacha, sonriendo también contrariada.

—De nada. Estoy contento. Son muy suaves sus almohadas. Ahora podemos hablar un poco. ¿Por qué no bebe usted?

—Yo también quisiera desnudarme algo. ¿Me lo permite usted? Tendré que estar muchísimo tiempo sentada.

Había en su voz notas burlonas.

—Se lo ruego a usted—se apresuró a responder él.

Miró ella sus ojos llenos de confianza y añadió más seriamente:

—Mire usted, el corsé me aprieta demasiado. Casi me martiriza.

—Sí, ya comprendo. No tiene usted mas que quitárselo.

Volvió la cabeza y enrojeció de nuevo. El largo insomnio había embrollado demasiado sus ideas; por otra parte, a pesar de sus veintiséis años, era de tal modo ingenuo, que este diálogo tan chusco en una casa donde todo está permitido y donde no hay costumbre de ofenderse le parecía muy natural.

—¿No es usted escritor?—preguntó ella desnudándose.

—¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿Es que le gustan los escritores?

—No, no los quiero.

—¿Y por qué? No son malas personas—dijo él bostezando largamente.

—¿Cómo se llama usted?

Refexionó un momento y dijo:

—Llámeme usted Juan... No, Pedro.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted?—continuó ella.

Le interrogaba dulcemente pero con insistencia, como si lo arropara con sus preguntas. Pero dominado por el sueño no la oyó. En su cerebro, que se apagaba, se iluminó por un solo instante el cuadro de todo lo que había vivido durante aquellos días y aquellas noches de persecuciones policíacas, los hombres y las cosas, el tiempo y el espacio, la luz y las tinieblas. Y de repente todo ello quedó en vuelto en una niebla espesa, cayó en un abismo y perdió sus colores. Como un relámpago se dibujó en su imaginación la vasta sala de un museo sumida en una tranquilidad absoluta y débilmente alumbrada, donde pasó el día anterior dos horas ocultándose de los espías. Y soñó que estaba sentado en un canapé de terciopelo muy confortable y miraba un gran cuadro negro. Era tan dulce mirar aquel cuadro antiguo, sobre el que reposaban los ojos evocaba pensamientos tan agradables, que el hombre, casi completamente dormido, tuvo una sonrisa de felicidad.

En este momento se oyó la música que tocaban en la sala. Millares de sonidos breves y dulces llenaron el aire. «Ahora ya me puedo dormir», se dijo. Y un instante después estaba completamente dominado por el sueño, que le abrazó con fuerza y le arrebató a regiones desconocidas.

***

Una hora, dos horas pasaron. Dormía siempre en la misma posición en que se había colocado al acostarse. Tenía la mano derecha en el bolsillo donde había metido la llave y el revólver. La muchacha, desnudos los brazos y el cuello, estaba sentada frente a él. Fumaba lentamente, bebía coñac y le miraba. A veces para ver mejor alargaba su cuello, y entonces se dibujaban dos pequeños pliegues en las comisuras de sus finos labios. Se había él olvidado de apagar la lámpara eléctrica suspendida del techo y a su luz tenía un aspecto algo fantástico: ni joven ni viejo, ni guapo ni feo, desconocido, lleno de misterio; sus mejillas, su nariz semejaban las de un pájaro; su respiración, fuerte y metódica... Todo en él era misterioso y desconocido para Luba. Sus cabellos negros estaban cortados al rape como los de los soldados; bajo la sien izquierda, muy cerca del ojo, se veía una pequeña cicatriz. No llevaba cruz al cuello.

En la sala la música tan pronto se extinguía como llenaba de nuevo toda la casa de sonidos caprichosos. A veces se oían gentes que cantaban y danzaban. Luba permanecía siempre inmóvil, fumaba cigarrillos y examinaba al hombre. Con mucha atención, alargando el cuello, miró su mano izquierda posada sobre el pecho: era ancha, de dedos fuertes. Le pareció a Luba que esta mano pesaba demasiado sobre el pecho, y dulcemente, para no despertarle, se la quitó de donde estaba y se la puso a lo largo del cuerpo. Luego se levantó bruscamente, apagó la lámpara eléctrica de arriba y encendió la de abajo cubierta por una pequeña pantalla roja.

El no se movió. Los tonos rosa de la lámpara iluminaron su faz inmóvil y tan misteriosa para Luba. Esta volvió la cabeza, se abrazó las rodillas con sus brazos rosados y alzó los ojos al techo. Permaneció así mucho tiempo con el cigarrillo apagado en la boca.

III

Algo inesperado y grave había pasado mientras dormía. Lo comprendió inmediatamente, aunque no se había despertado por completo aún, al oír una voz desconocida y bronca; lo comprendió por ese olfato agudizado que siente el peligro y que era como un sexto sentido en él y sus camaradas. Se sentó en el lecho rápidamente, y escrutando la semiobscuridad rosa de la habitación, su mano apretó el revólver en el bolsillo. Al ver a Luba sentada siempre en la misma posición, con sus hombros rosados y su pecho descubierto y con sus ojos misteriosos e inmóviles, se dijo: «¡Me ha traicionado!» Después, habiéndola mirado más fijamente, lanzó un suspiro y rectificó: «¡No, no me ha traicionado aún; pero me traicionará!»

¡Estaba perdido!

Y dirigiéndose a la muchacha le preguntó brevemente:

—¿Y bien? ¿Qué?

Pero ella no respondió. Sonrió triunfante y sus ojos se fijaron en él con malignidad y siguió guardando silencio; se diría que estaba segura de que era ya suyo, que no se la escaparía y, sin apresurarse, quería gozar de su poder.

—Y bien, ¿qué es lo que dices?.—preguntó él otra vez frunciendo las cejas.

—¿Yo? Lo que te digo es que ya es hora de que te levantes. ¡Basta ya! No hay que abusar. Esto no es un asilo de noche, querido.

—Enciende la otra lámpara—ordenó él.

—No quiero.

La encendió él mismo. A esta nueva luz vió los ojos negros de Luba extremadamente malvados, su boca contraída de odio, sus brazos desnudos. Parecía ahora amenazadora, decidida a algo muy malo, decidida a una mala acción. El se estremeció. Había ahora algo repugnante en aquella prostituta.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Estás borracha?—preguntó con tono serio y lleno de inquietud.

Quiso coger su cuello postizo, pero ella se le adelantó y se apoderó del cuello y sin mirar lo tiró detrás de la cómoda.

—¡No lo tendrás!

—¿Qué es eso?—gritó él con voz ahogada; y cogiendo el brazo de la muchacha lo apretó como con un círculo de hierro. Los dedos de Luba se crisparon.

—¡Déjame! ¡Me haces daño!—protestó.

Apretó menos fuertemente, pero sin soltar el brazo.

—¡Ten cuidado!—le dijo a ella con tono amenazador.

—¿Qué? ¿Me vas a matar, querido? ¿Sí? ¿Qué es lo que tienes en el bolsillo? ¿Un revólver? Pues bien, puedes disparar. Quisiera verlo... ¡Sí que se necesitaría tener cuajo! ¡Viene a casa de una mujer y se duerme como un animal! ¿Está permitido? ¡Tú puedes beber—va y me dice—, yo voy a dormir!» ¡Ah, eso no, qué diablo! Se corta el pelo, se afeita y se cree ya que no le van a reconocer. ¡No, querido! ¡Tenemos policía! ¿Quieres, rico mío, que te eche mano la policía?...

Tuvo una risa alegre y triunfal. El vió con terror la malvada alegría que hizo presa en ella, una alegría salvaje dispuesta a todo. Se diría que aquella mujer se había vuelto loca. La idea de que todo estaba perdido, y de una manera tan estúpida que habría quizá que cometer aquel asesinato cruel, insensato e inútil, y perecer a pesar de ello, le llenó de horror. Pálido como la nieve, pero dominándose, decidido ya, miró a la mujer, siguió todos sus movimientos y reflexionó.

—Y bien; ¿no dices nada?—insistió ella burlándose—. ¿Te ha cortado la palabra el miedo?

Podría apretar aquel cuello de serpiente y estrangularlo allí mismo. Ni siquiera tendría tiempo de gritar. No sentía ninguna piedad por aquella muchacha que retenida por su presión volvía la cabeza como una serpiente a la que se estrangula. Sí, sería fácil acabar así con ella. Pero ¿y después?

—Luba, ¿sabes quién soy yo?

—Sí que lo sé. Eres un revolucionario. Eso es lo que tú eres.

Pronunció estas palabras con firmeza, solemne, escandiendo cada palabra.

—¿Cómo lo sabes tú?

Se sonrió burlonamente.

—No estamos en una selva. Sabemos algunas cosas...

—Pero admitamos que eso es verdad...

—¡Y tanto que es verdad! ¡Pero suéltame la mano! ¡Vosotros no sois capaces mas que de martirizar a mujeres! ¡Déjame!

Le soltó la mano y se sentó, contemplándola con una mirada insistente y pensativa. Su rostro es taba contraído, pero conservaba su expresión serena, un poco triste. Y así, con aquella expresión, de tristeza, ella vió de nuevo en él algo misterioso, lleno de sorpresas.

—¿Qué es lo que miras en mí? ¡Tú no has visto nunca una mujer!—gritó groseramente, y añadió, de una manera inesperada para ella misma, un juramento cínico.

El se sorprendió, pero siguió con los ojos fijos en ella y empezó a hablar con calma, con una voz sorda, como si estuviera muy lejos:

—¡Escúchame, Luba! Naturalmente tú puedes perderme como podría hacerlo cualquiera en esta casa y aun cualquiera que pasara por la calle. Bastaría dar un grito para que docenas, centenares de hombres corrieran inmediatamente a detenerme y quizá a matarme. ¿Y por qué? Nada más que por que no he hecho nunca daño a nadie, porque he consagrado toda mi vida al bien de los demás. ¿Comprendes tú lo que quiere decir «consagrar uno toda su vida»?

—No, no lo comprendo—respondió con firmeza la muchacha; pero le escuchaba muy atentamente.

—Los unos—continuó él—lo hacen por bestialidad; los otros, por maldad. Porque los malvados no quieren a las personas de buen corazón.

—¿Y por qué quererlas?

—No creas que me vanaglorio, Luba. Reflexiona un poco; eso ha sido mi vida, toda mi vida. Desde la edad de catorce años se me ha arrastrado por las cárceles. Se me ha expulsado de los colegios; mis padres me echaron de casa. Una vez se me quiso fusilar y me salvó de milagro. Y así toda mi vida... siempre para los demás; nada para mí mismo. ¡Nada!

—Pero ¿por qué eres tan bueno?—preguntó la muchacha con un tono irónico.

Pero él, sin comprender la ironía, respondió seriamente:

—No sé. Probablemente es que he nacido así.

—Pues bien, yo he nacido mala. Y, sin embargo, los dos hemos venido al mundo de la misma manera, con la cabeza para adelante. ¿Qué tienes que decir a eso?

Sumido en sus reflexiones él no prestó atención a aquellas palabras. Examinando el fondo de su alma, todo su pasado, que veía ahora con tanta claridad en toda su simplicidad y en todo su heroísmo, continuó:

—Ya ves, tengo veintiséis años, mis cabellos empiezan a encanecer y, sin embargo, hasta aquí...

Buscaba palabras, pero acabó su pensamiento con firmeza, aun con orgullo:

—Hasta aquí no he conocido mujeres. Pero que en absoluto, ¿entiendes? Tú, tú eres la primera mujer que he visto de esa manera. Y, para decirte la verdad, me da un poco de vergüenza mirar tus brazos desnudos...

La música llenó de nuevo toda la casa y el suelo temblaba bajo los pies de los que danzaban. En el salón, alguien, probablemente borracho, gritaba muy fuerte, como si condujera un tropel de caballos furiosos. Pero en el cuarto de Luba reinaba un silencio melancólico; en la nebulosidad rosácea se percibían pequeñas volutas de humo de cigarrillo.

—Y bien, Luba, ésa es mi vida.

Permaneció silencioso, con los ojos bajos, como si pensara en su vida, tan pura, tan dolorosamente bella.

Ella guardaba también silencio. Después se levantó y cubrió sus hombros desnudos con una toquilla. Pero al encontrarse con la mirada extraña y agradecida de él se quitó la toquilla con una sonrisa de malignidad, de suerte que ahora se veía uno de sus pechos, opaco, de un rosa tierno.

El volvió la cabeza y alzó ligeramente los hombros.

—Bebe coñac—dijo ella—. ¡Basta de comedia!

—No bebo jamás.

—¿Jamás? ¡Anda! Pues yo sí bebo.

Tuvo de nuevo una sonrisa malvada.

—¿Tienes cigarrillos?—le preguntó—. Dame uno.

—No son buenos.

—Me es igual.

Cuando le dió el cigarrillo, notó con gozo que Luba había subido su camisa más arriba; esto le inspiró confianza y la esperanza de que todo se arreglaría. El mismo sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero fumaba muy mal, sin tragar el humo, y tenía el cigarrillo como una mujer, entre los de dos extendidos.

—¡Ni siquiera sabes fumar!—dijo la muchacha encolerizada.

Y arrancándole el cigarrillo lo tiró al suelo.

—¿Empiezas a enfadarte otra vez?

—Sí, estoy enfadada.

—Pero ¿por qué? Piensa, Luba, que hacía cuarenta y ocho horas que no dormía y no hacía mas que correr a través de las calles como una fiera acosada. ¿De qué te serviría traicionarme? Me detendrían; pero no creo que eso te hiciera ningún bien. Además, yo vendería cara mi vida.

Calló.

—¿Vas a disparar?— preguntó ella después de una corta pausa.

—Sí, voy a disparar.

La música ha cesado; pero del lado del salón se sigue oyendo gritar al borracho; se diría que alguien le tapaba la boca con la mano y los gritos salían ahogados y más inquietantes aún.

En el cuarto de Luba se percibía un olor de perfumes y de jabón de tocador barato; este olor era espeso, húmedo e impuro. Sobre una de las paredes había colgadas, en desorden, faldas y blusas. Todo esto le parecía repugnante y pensaba con tristeza que esto era la vida y que había gentes que vivían entre esas cosas años y años.

Miró con disgusto a su alrededor y dijo a Luba melancólicamente:

—¡Como es todo entre nosotros en esta casa!...

—¿Y qué quieres decir con eso?

Pero él estaba lleno de compasión hacia aquella muchacha que permanecía en pie ante él y no acabó su pensamiento.

—¡Pobre Luba!—dijo simplemente.

—Pero ¿qué? ¡Vamos!

—Dame tu mano.

Y subrayando con su actitud que era para él un ser humano y no una mujer que se vende, tomó su mano y apoyó respetuosamente sus labios en ella.

—¿Pero es a mí a quien besas la mano?

—Sí, Luba, a ti.

Y muy dulcemente, como si le diera las gracias, la muchacha dijo:

—¡Vete de aquí! ¡Vete, idiota!

Al principio él no comprendió.

—¿Qué?

—¡Que te vayas te digo!

Y silenciosa, con paso decidido, atravesó la habitación, recogió del rincón el cuello postizo blanco y se lo tiró con una mueca de disgusto, como si fuera una rodilla sucia y repugnante. Entonces él, también silencioso, con aire altanero, sin dignarse siquiera mirarla, comenzó a ponerse lentamente el cuello. Pero en este momento Luba lanzó un grito penetrante y le golpeó con toda su fuerza en la afeitada mejilla. El cuello postizo cayó por tierra, el hombre se tambaleó, pero siguió en pie. Terriblemente pálido, casi azul, pero siempre silencioso y altanero, fijó en Luba sus densas miradas inmóviles. Toda anhelante, Luba le miró llena de horror.

—Y bien, ¿qué?—gritó desesperadamente.

El callaba siempre. Entonces, enloquecida por su pasividad altanera, presa del terror, no comprendiendo ya nada, como si se encontrara ante un muro de piedra, le cogió por los hombros, le sacudió y le hizo sentarse sobre la cama. Inclinándose hasta poner su cara junto a la de él y mirándole a los ojos, gritó:

—Pero ¿por qué te callas? ¿Qué es lo que haces de mí? ¡Cobarde, cobarde! Eres un cobarde. Me besa la mano... ¡Has venido aquí para burlarte de mí, para hacer alarde de tu bondad, de tu noble corazón! ¡Díme qué es lo que vas a hacer de mí! ¡Oh qué desgraciada soy!

Le sacudía los hombros, y sus finos dedos, abriéndose y cerrándose como las uñas de un gato, le arañaban el cuerpo a través de la camisa.

—¡No has conocido nunca mujeres, cobarde!... ¡Y te atreves a decírmelo a mí, que he poseído a todos los hombres, a todos!... ¿Y no te da vergüenza humillar a una pobre mujer?... Te vanaglorias de que la policía no te cogerá vivo; pero yo, yo estoy ya como muerta. Y sin embargo te voy a escupir a la cara. ¡Toma, cobarde! ¡Y ahora vete!...

No pudiendo contener más su cólera la arrojó lejos de sí. Cayó, golpeándose la cabeza contra la pared. El no razonaba ya, no sabía ya lo que hacía; en aquel mismo instante sacó su revólver. Luba no vió ni aquel rostro furioso que había manchado con su saliva ni el revólver negro. Tapándose los ojos con las manos como si los quisiera hundir en las profundidades del cráneo avanzó hacia el lecho, se echó en él con el rostro hacia abajo y se puso a sollozar.

Todo le desconcertó completamente. No sabía ya qué hacer. Aquello era estúpido, imprevisto, caótico. Encogiéndose de hombros volvió a guardar en el bolsillo al revólver inútil y empezó a recorrer el cuarto a grandes pasos. Dió varias vueltas. Luba seguía llorando. De pronto se detuvo ante ella con las manos en los bolsillos y la miró. Ella lloraba frenéticamente, desesperadamente, con sollozos en que había unos sufrimientos inhumanos, como se llora una vida perdida o bien algo más importante que la vida. Todo su cuerpo tenía pequeños estremecimientos, como si la quemaran lentamente.

La música empezó a oírse de nuevo. Se oía el ruido de los que danzaban y el sonar de las espuelas. Probablemente había oficiales en el salón.

No había oído jamás sollozos tan desesperados. Sacó las manos de los bolsillos y le dijo dulcemente:

—¡Luba!

Ella seguía llorando.

—¡Luba! ¿Por qué lloras?

Ella respondió algo, pero tan bajo que no lo en tendió. Se sentó a su lado en el lecho, inclinó hacia ella su cabeza de cabellos rapados y le puso su mano sobre los hombros. Los sollozos seguían estremeciendo el cuerpo de Luba y el hombre era presa de un temblor nervioso.

—No te oigo, Luba. Más alto.

Ella habló de nuevo con una voz anegada en lágrimas, sorda, como muy lejana:

—No te vayas aún... Están allí los oficiales... Pueden detenerte... ¡Dios mío, Dios mío!

En el mismo instante, sobresaltada, se sentó, juntando dolorosamente las manos, mirando ante sí con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos. Era una mirada terrible. No duró mas que un segundo. Después se volvió a echar sobre la cama y se puso a llorar de nuevo. Allá en el salón seguía oyéndose el ruido de las espuelas y las notas agudas del piano que, agitado o espantado, golpeaba furiosamente el músico.

—¡Toma un poco de agua, Luba mía! Te lo ruego... eso te hará bien...—balbuceó inclinado sobre ella.

La oreja de la mujer estaba cubierta por los cabellos y temió que no le pudiera oír; dulcemente separó de la oreja los cabellos negros con huellas de los papillots poniéndolos a un lado.

—Un poco de agua, te lo ruego...

—No, no quiero... No vale la pena... Ya pasará...

En efecto, se tranquilizó un poco. Tras un último sollozo profundo y sordo su cuerpo quedó inmóvil. El la acarició dulcemente desde el cuello hasta la puntilla de la camisa.

—Estás mejor, ¿no es verdad, Luba, niña mía?...

Ella no respondió, lanzó un largo suspiro y, volviéndose hacia él, le envolvió en una mirada rápida. Después se sentó a su lado, le miró otra vez y con sus largos cabellos le enjugó el rostro y los ojos. Dando un nuevo suspiro, en un movimiento simple y dulce puso la cabeza sobre su hombro; él, con un movimiento simple también, la besó y la estrechó contra su pecho. No le parecía una cosa extraña que sus dedos tocaran el hombro desnudo de la mujer.

Permanecieron largo tiempo de este modo, guardando silencio y mirándose de frente.

De pronto se oyeron voces y pasos en el corredor. Las espuelas resonaban suavemente sobre el suelo. Todos estos ruidos se detuvieron ante la puerta de la habitación donde se hallaban él y Luba. El se levantó rápidamente. Alguien llamaba ya a la puerta: primero con los dedos, después con el puño. Una voz femenina dijo sordamente:

—¡Luba, abre la puerta!

IV

El miró y escuchó.

—Dame tu pañuelo—le dijo ella deteniéndole la mano sin mirarle.

Se enjugó el rostro, se sonó ruidosamente, le tiró el pañuelo sobre las rodillas y se dirigió hacia la puerta.

El seguía mirando y escuchando. Luba apagó la luz y la habitación quedó sumida en las tinieblas.

—Y bien, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué queréis?—preguntó Luba sin abrir la puerta, con una voz un poco airada pero serena.

La respondieron a la vez varias voces femeninas; pero se callaron de pronto como cortadas y se oyó una voz de hombre respetuosa pero insistente.

—¡No, no iré!—declaró Luba decididamente.

De nuevo resonaron las voces femeninas y de nuevo, cortándolas como las tijeras cortan un hilo de seda, se hizo oír una voz de hombre, una voz de joven, convincente, detrás de la cual se adivinaban unos fuertes dientes blancos y unos bigotes. Se oía también el ruido de las espuelas como si el hombre hiciera una reverencia. Luba rió con una risa que parecía extraña en aquel cuadro.

—¡No, no! ¡No iré! ¡Ah, sí! Muy bien... ¡Cómo!, ¿que yo soy su amor? Y, sin embargo, no iré...

Llamaron de nuevo a la puerta, alguien rió, alguien gruñó y luego se alejó todo y todos los sonidos se extinguieron al extremo del corredor. Luba volvió donde él estaba, y no viéndole en las tinieblas, pero habiendo encontrado sus rodillas a tientas, se sentó a su lado. Esta vez no le puso la cabeza sobre el hombro.

—Los oficiales dan un baile—dijo—. Invitan a todo el mundo. Van a bailar el cotillón...

—Luba, haz el favor de encender la luz—suplicó él dulcemente—. Y no te enfades.

Sin decir nada ella se levantó y volvió la llave de la luz eléctrica. La habitación se iluminó. Luba se sentó, no ya sobre el lecho, sino en la silla frente al lecho. Su rostro era severo, triste, pero había en él una expresión de reserva cortés como la de una dueña de casa que espera el fin de una visita demasiado larga y poco agradable.

—¿No está usted enfadada contra mí, Luba?

—No; ¿por qué?

—Me ha sorprendido hace un momento oírla reír tan alegremente.

Sonrió sin mirarlo.

—Todo esto es divertido y me río... Ahora no podrá marcharse usted; espere a que se vayan los oficiales. No tardarán mucho...

—Bien, esperaré. Muchas gracias, Luba.

Ella sonrió de nuevo.

—No hay de qué... ¡Qué fino es usted!

—¿Le gusta a usted eso?

—No mucho. ¿Cuál es su origen de usted?

—Mi padre es doctor... Médico militar. Mi abuelo fué un «mujik». Somos de una familia de viejos sectarios.

Luba le miró con curiosidad.

—¡Toma, toma!... ¿Y por qué no lleva usted cruz al cuello?

—¿Cruz?—dijo él sonriendo—. Nosotros no nos ponemos cruces sobre los hombros como Cristo.

Ella frunció las cejas.

—Tiene usted sueño. ¿Por qué no se acuesta? Será mejor que pasar el tiempo así.

—No, no me acostaré; ya no tengo sueño.

—Como usted quiera.

Hubo un largo silencio molesto. Luba bajó los ojos y se puso a dar vueltas metódicamente a su sortija alrededor del dedo. El miraba en torno suyo procurando no ver a la muchacha. Su mirada se detuvo sobre una copa llena de coñac hasta la mitad. Y de repente se figuró con una claridad sorprendente, casi palpitante, que todo aquello lo había visto ya, lo había vivido, y aquella copa de coñac, y la muchacha que daba vueltas a la sortija lentamente, y él mismo—no este él, sino otro algo distinto—, y la música, que cesaba precisamente en aquel momento, y aquel chocar de espuelas... Todo, todo... Como si ya otra vez hubiera vivido en esta casa o en otra casa que se le parecía mucho; como si él fuera allí algo grave, un personaje importante alrededor del cual se desarrollaran los acontecimientos. Este sentimiento extraño era tan fuerte que le produjo un pequeño escalofrío. Pero este sentimiento desapareció en seguida, casi de repente; quedó como una huella ligera, imborrable, de reminiscencias de algo que no ha existido jamás.

Durante aquella noche agitada se sorprendió algunas veces de que los hombres y las cosas evocaran en él vagas reminiscencias como si llegaran de las lejanas tinieblas del pasado o acaso de la nada. Le parecía que había estado ya otra vez aquí: talmente le era conocido y familiar cuanto le rodeaba. Este sentimiento le era desagradable; le alejaba de sí mismo y de sus camaradas de combate y le aproximaba a aquella casa de lenocinio con toda su porquería y su vida sucia, repugnante.

El silencio le pesaba demasiado.

—¿Por qué no bebe usted?—preguntó.

Ella se estremeció.

—¿Qué?

—Beba un poco. ¿Por qué no bebe usted?

—Sola no quiero.

—Yo, desgraciadamente, no bebo jamás.

—Pues bien, no he de beber sola.

—Yo tomaré una manzana.

—Tómela usted, puesto que las ha comprado.

—Y usted, ¿no quiere una manzana?

Volvió la cabeza sin responderle. Habiendo no tadola mirada del hombre sobre sus hombros desnudos, de un rosa opaco, los cubrió con su toquilla gris.

—Hace frío—dijo.

—Sí, un poco—contestó él, a pesar de que en el pequeño cuarto hacía calor.

De nuevo se estableció un largo y penoso silencio. Se oían los sones de la música ruidosa que venían de la sala.

—Están bailando—dijo él.

—Sí, están bailando.

—Luba, ¿por qué se ha enfadado usted contra mí de ese modo... y me ha pegado?

—Hacía falta; si no, no le hubiera pegado a usted. Puesto que no lo he matado, no vale la pena que hablemos de ello.

Tuvo una risa maligna, le miró fijamente con sus ojos negros, que parecían ahora muy profundos, y con una pálida sonrisa repitió:

—Hacía falta.

Su cabeza era de un aspecto malvado. El pensó con extrañeza que aquella cabeza hacía algunos minutos había estado reposando sobre su hombro y él la acariciaba con su mano.

—Eso no es una razón—dijo malhumorado.

Dió varios paseos por la habitación, tratando de no acercarse demasiado a Luba. Cuando se sentó de nuevo la expresión de su rostro era severa y aun altiva. Se puso a examinar un puntito negro en el techo, probablemente una mosca de otoño despertada por la luz. Se habría despertado en medio de la noche, no comprendía nada y moriría en seguida.

Suspiró.

Luba respondió con una risa.

—Me parece que no hay motivo para reír—dijo él fríamente, y disgustado volvió la cabeza.

—Vale más que no busquemos razones—respondió ella—. Parece usted efectivamente un escritor. ¿No le contraría esto? Los escritores son como usted. Primero le manifiestan compasión a una y después se enfadan porque una no se arrodilla ante ellos como ante un icono. ¡Qué exigentes son! Si fueran dioses no perdonarían nada.

Y rió de nuevo.

—Pero ¿cómo puede usted conocer a los escritores? Usted no lee nada.

—Viene aquí uno.

Reflexionó examinando a Luba con calma. Como hombre que pasó toda su vida rebelándose contra la vida presentía vagamente un espíritu de rebeldía en aquella muchacha. Esto le turbaba. Procuraba comprender por qué había caído precisamente sobre él la cólera de Luba. Ella conocía escritores, conversaba con ellos, tenía a veces actitudes llenas de una tranquila dignidad y encontraba palabras de una maldad inquietante. Esto no era banal y lo reflejaba en sus ojos. Cierto es que le había pegado; pero aquel acto no era el de una prostituta vulgar e histérica: había en él algo más profundo y grave. Antes se indignó, pero ahora se sentía más bien ultrajado que indignado.

—¿Por qué me ha pegado usted, Luba? Cuando se pega a un hombre por lo menos hay que decirle la razón.

Había en sus palabras una severa insistencia, una obstinación; se leía esta obstinación en sus pómulos salientes, en su frente abombada, en sus ojos.

—No lo sé—respondió ella evitando su mirada.

No quería dar razones. ¡Tanto peor! El se encogió de hombros, y sin dejar de examinar a Luba se puso a reflexionar de nuevo. Habitualmente su pensamiento era pesado y lento; pero una vez preocupado empezaba a trabajar febrilmente, con una fuerza y una inflexibilidad casi mecánicas; se convertía en algo así como una prensa hidráulica que cayendo lentamente rompe las piedras, dobla las barras de hierro, aplasta a los hombres si están allí, y todo ello con impasibilidad, lenta e inexorablemente. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a los sofismas, a las alusiones y a las respuestas a medias, manejaba su pensamiento pesadamente, aun cruelmente, hasta asequir el límite extremo de la lógica, detrás del cual no hay ya mas que el vacío y el misterio. No separaba jamás su pensamiento de su persona, todo su cuerpo estaba penetrado de él, y cuando llegaba a una conclusión lógica cualquiera la adoptaba inmediatamente, como todas las gentes de su temperamento para las cuales el pensar no es un juego, una diversión, sino el fondo mismo de su vida.

Ahora, agitado, desconcertado, semejante a una gran locomotora que en medio de la noche negra ha descarrilado, pero continúa moviéndose pesadamente, buscaba el camino, se empeñaba absolutamente en encontrarlo. Pero Luba se callaba y de ningún modo estaba dispuesta a hablar.

—Luba, hablemos tranquilamente.

—No quiero.

¡Todavía!

—Escuche usted, Luba. Me ha pegado usted y yo no puedo estar ya tranquilo.

Ella se echó a reír.

—Bien, ¿y qué? ¿Qué le va usted a hacer? ¿Acaso a presentar una queja a los tribunales?

—No; pero vendré todos los días a su casa hasta que me dé usted razones.

—Todo lo que usted quiera; la dueña se alegrará.

—Vendré mañana, y pasado mañana, y...

De pronto se dijo que ni mañana ni pasado mañana podría venir. Al mismo tiempo le pareció que comprendía por qué Luba le había pegado. Esto le reanimó.

—¡Ahora comprendo! Me ha pegado usted por que la había insultado con mi piedad. Sí, eso fué una estupidez. Se lo aseguro a usted, fué sin querer, pero quizá hay en ello algo de insultante. Puesto que usted es un ser humano como yo...

—¿Como usted?—dijo ella con malignidad sonriendo.

—Basta, Luba, no se enfade usted. Hagamos las paces. Déme usted la mano.

Luba palideció ligeramente.

—¿Quiere usted que le sacuda otra bofetada?

—¡Pero, vamos a ver, Luba! Le ruego que me dé la mano... como camarada—exclamó él con un tono sincero y grave.

Pero Luba se levantó, y después de retroceder algunos pasos le dijo:

—¿Quiere usted que se lo diga? Una de las dos cosas: o usted es idiota... o no le he pegado a usted bastante.

Y mirándole se echó a reír a carcajadas.

—¡Se diría que es mi escritor! ¡Pero que lo mismo! ¿Cómo queréis que no se os pegue?

Probablemente la palabra escritor era para ella un insulto: le daba una significación especial. Y llena de desprecio, no preocupándose ya del hombre que se encontraba frente a ella, como si se tratara de un idiota o de un borracho, dió algunas vueltas por la habitación con aire independiente.

—A lo que parece te había sacudido una buena bofetada—dijo sonriendo—. Probablemente te está doliendo todavía y no haces más que quejarte.

El no respondió.

—Mi escritor dice que yo sé sacudir bofetadas muy bien. Es quizá más sensible que tú: su rostro es fino, de gentilhombre, mientras que a ti, que eres «mujik» de origen, se te puede pegar todo lo que se quiera sin que lo sientas gran cosa. Y has de saber que he abofeteado ya a algunos hombres, pero ninguno me había inspirado tanta piedad como ese pobre escritorzuelo. Cuando le abofeteo grita siempre: «¡Más fuerte, que me lo tengo bien merecido!» Y a todo esto, borracho, repugnante... ¡un canalla!

Hizo que miraba con mucha atención su mano derecha.

—¡Anda! Te he zurrado tan fuerte que me he hecho daño. ¡Pon aquí un beso!

Le tendió groseramente la mano a la boca y se puso de nuevo a pasear. Su excitación aumentaba. Se creería que por momentos la ahogaba el calor: respiraba con dificultad y llevándose la mano al corazón frecuentemente. Por dos veces había llenado la copa de coñac y la había vaciado.

—Pero me había dicho usted que no quería beber sola—le dijo él severamente.

—Es la falta de voluntad, querido—respondió simplemente—. Además ya hace mucho tiempo que estoy envenenada por el alcohol y si no bebo me ahogo. De esto es de lo que tengo que morir.

Y de pronto, como si lo acabara de ver en aquel momento, se puso a mirarlo con extrañeza..

—¡Toma, si eres tú! ¿No te has ido todavía? Pues bueno, ya que estás aquí...

Se quitó el chal enseñando sus brazos desnudos.

—¿A qué diablos taparme? ¡Hace tanto calor!... Era por consideración a ti, a tu pudor... ¡Imbécil! Oiga: puede usted quitarse los pantalones... Si tiene usted los calzoncillos sucios, le prestaré los míos. ¡Sería tan pintoresco! Póngaselos, se lo suplico. ¿Se los va usted a poner, no, querido, rico mío?

Se ahogaba de risa y le tendía las manos en ademán de súplica. Luego se arrodilló ante él, e intentando apoderarse de sus manos continuó:

—¡Déme ese gusto! ¡Se lo ruego, lobito mío! En agradecimiento le besaré las manos...

Se desembarazó de ella y le dijo con una tristeza infinita:

—¡Basta, Luba! ¿Qué es lo que le he hecho a usted? Me parece que no tiene usted queja de mí y, sin embargo, si la he ultrajado a usted le pido perdón: soy tan torpe... No sé conducirme con las mujeres...

Ella encogió los hombros desnudos con desprecio, se levantó y se sentó. Respiraba fatigosamente.

—Vamos, ¿no quiere usted? ¡Qué coraje! Querría haber visto si le entraban bien.

El vaciló, y encontrando difícilmente las palabras le dijo:

—Escuche usted, Luba... Si usted insiste... accederé... Podríamos apagar la luz... ¡Apague usted la luz, Luba!

—¿Qué?—dijo ella asombrada, muy abiertos los ojos.

—Quiero decir que usted... usted es una mujer, y yo... Naturalmente, yo no he hecho bien... No crea usted, Luba, que esto es por piedad... nada de eso... Al contrario, yo mismo... Apague la luz, Luba.

Con una sonrisa confusa tendió las manos hacia ella: era una caricia torpe, de hombre que jamás había tenido nada con mujeres. Ella apoyó su mentón sobre sus dedos cruzados; sus ojos se habían hecho enormes y miraban con un horror indescriptible, una tristeza y un desprecio sin límites.

—¿Qué tiene usted, Luba?—dijo él asustado.

Y llena de un horror frío, en voz muy baja, le dijo ella:

—¡Ah canalla! ¡Dios mío, qué canalla!

Rojo de vergüenza, rechazado, ultrajado por la que él mismo había querido ultrajar, dió un golpe en el suelo con el pie y lanzó palabras groseras a los ojos ampliamente abiertos de la mujer.

—¡Cochina prostituta! ¡Puerca! ¡Cállate!

Ella balanceó suavemente la cabeza y repitió:

—¡Dios mío, qué canalla!

—¡Cállate, criatura vendida! ¡Estás borracha! ¡Estás loca! Si crees que necesito tu sucio cuerpo... ¡Oh no! No es para una criatura como tú para quien yo he guardado celosamente mi virginidad. En cuanto a ti no mereces mas que golpes...

Levantó la mano para pegar, pero no pegó.

—¡Dios mío, Dios mío!—seguía repitiendo la mujer.

—¡Y decir que hay personas que tienen piedad de estas mujeres! ¡Habría que exterminar esta porquería y lo mismo a los bribones que estén con vosotras... a toda esta banda! ¿Tú osabas creer que yo... yo...?

La cogió con fuerza por las manos y la tiró contra la silla. A ella le acometió de pronto una alegría loca.

—¡Ahora veo que eres bueno, honrado!

—¡Sí, bueno, honrado toda mi vida! Yo soy puro, mientras que tú... ¿quién eres tú, desgraciada?

—Sí, tú eres bueno—decía ella ebria de alegría, triunfante.

—¡Naturalmente! No como tú... Pasado mañana sacrificaré mi vida por los demás, mientras que tú... te acostarás con mis verdugos. Llama aquí a tus oficiales. ¡Te los arrojaré a los pies como se arroja el alimento a las fieras hambrientas: tómalos!...

Luba se levantó lentamente. Y cuando la miró, agitado por la cólera, fiero, altivo se encontró con su mirada igualmente fiera y aun más despectiva. Se diría que había piedad en los ojos de la prostituta, que de repente se alzaba sobre un pedestal muy elevado y desde lo alto, con una severa y fría atención, miraba algo pequeño y miserable que había a sus pies. Ya no reía; estaba serena. Los ojos buscaban inconscientemente las gradas del trono sobre el que se había elevado.

—Y bien, ¿qué?—preguntó él retrocediendo, siempre colérico pero dominado poco a poco por la mirada serena y altiva de la mujer.

Entonces ella, con una voz severa y cortante, tras de la cual se oía a millones de seres aplastados, mares de lágrimas, una rebeldía contra la injusticia secular, preguntó:

—¿Qué derecho tienes tú a ser bueno mientras que yo soy mala?

—¿Qué?—exclamó él horrorizado de pronto ante el abismo que se abría a sus pies.

—Hace mucho tiempo que te esperaba.

—¿Que me esperabas? ¿Tú?

—Sí, esperaba al bueno. Le he esperado cinco años o quizá aun más. Todos los que venían aquí se calificaban ellos mismos de cobardes, de canallas. Y eran verdaderamente canallas. Mi escritor me aseguró primero que era bueno; luego me confesó que era también un canalla. No tengo necesidad de esas gentes.

—¿Qué es lo que necesitas entonces?

—Tú, eres tú lo que necesito, querido. ¡Sí, tú! Tú eres precisamente lo que me tiene cuenta

Le examinó atentamente de arriba abajo e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

—Sí, es justamente esto lo que me hacía falta. ¡Gracias por haber venido!

El, que jamás temió a nada, fué presa del pánico.

—Pero ¿qué es lo que quieres?—preguntó retrocediendo.

—Me hacía falta abofetear a un bueno, querido; a un verdadero bueno. Los otros, toda esa canalla, no vale la pena de que se la abofetee. Eso es ensuciarse las manos. Pero cuando te he abofeteado a ti he sentido mucho placer. Voy hasta a besar la mano que te ha pegado. ¡Manita querida, bien has trabajado hoy!

Con una risa de contento acarició su mano derecha y la besó tres veces seguidas. El miró a la mujer con un aire salvaje. Sus pensamientos, tan lentos de costumbre, se precipitaban ahora en una danza vertiginosa. Sentía la aproximación de algo terrible como la muerte.

—¿Qué es lo que has dicho?

—He dicho: es vergonzoso ser bueno. ¿No lo sabías?

—No, no lo sabía—balbuceó.

Sitiado por todo un mundo de pensamientos in esperados cayó sobre la silla olvidándose casi de la mujer.

—Bien; puesto que no lo sabías es preciso que lo sepas.

Hablaba tranquilamente; pero su pecho levanta de por la respiración agitada revelaba la profunda turbación de su alma, el grito de rebeldía largo tiempo ahogado y dispuesto a hacerse oír.

—En fin, ¿lo has aprendido ahora?

—¿Qué?—preguntó él como si acabara de despertarse.

—¿Lo sabes ahora?—repitió ella.

—¡Espera un poco!

—Bueno, esperaré. Cinco años hace que espero; puedo esperar aún cinco minutos.

Se sentó, y como si presintiera una gran alegría juntó sus manos sobre la nuca y cerró los ojos con una sonrisa de felicidad.

—Esperaré, querido. ¡Todo lo que quieras, rico mío!

—¿Has dicho que es vergonzoso ser puro?

—Sí, mi lobito, es vergonzoso.

—Entonces...

Se detuvo asustado.

—Sí, querido, eso es. ¿Te da miedo? Eso no es nada. No es mas que el principio lo que da miedo...

—¿Y después?

—Te quedarás conmigo y sabrás lo que pasa después.

No comprendió.

—¡Cómo!, ¿quedarme contigo?

Ella a su vez se manifestó sorprendida.

—Pero después de eso ¿adónde podrías ir ya? Ten cuidado, querido, no valen trampas. Tú no eres un canalla como los otros. Si eres puro, honrado, te quedarás aquí y no irás a ninguna parte. No ha sido en vano el estarte esperando.

—¡Pero tú estás loca!—gritó con cólera.

Ella le miró fijamente, con severidad, y le amenazó con el dedo.

—Eso está mal. No se dice eso. Puesto que la verdad viene a ti, salúdala muy humildemente, pero no digas: «¡Tú estás loca!» Mi escritor es el que tiene la costumbre de decir eso; pero ése es un canalla, mientras que tú, tú debes ser honrado.

—¿Y si no me quedo?—dijo él con una pálida sonrisa en sus labios contraídos.

—¡Te quedarás!—afirmó ella con certidumbre—. ¿Adónde vas a ir? No tienes ya a donde ir. Eres honrado. Un canalla tiene ante sí muchos caminos; un hombre honrado no tiene mas que uno solo. Lo comprendí cuando me besaste la mano. «Es estúpido, pero es honrado», me dije en aquel momento. No hay que reprocharme el haberte llamado estúpido; la culpa fué tuya. ¿Por qué me has querido hacer el regalo de tu inocencia? Probablemente te dijiste: «Le haré ese regalo y me dejará tranquilo.» ¡Dios mío, qué ingenuo eres! En el primer momento hasta llegué a sentirme insultada; me parecía que hacías eso porque me despreciabas demasiado. Luego he comprendido que lo hacías porque eres demasiado bueno. Tu cálculo era bien sencillo: «Voy a sacrificarle mi pureza—te dijiste—, y con ello aun me haré más puro todavía. De ese modo tendré algo así como una moneda de oro incambiable y eterna. Se la puedo dar a los mendigos, pero vuelve siempre a mi bolsillo.» No, querido, no te valdrá eso.

—¿No?

—No, querido, no soy tan estúpida como todo eso. He visto ya mercaderes así: amontonan millones con todas las injusticias y luego dan diez céntimos para la iglesia y creen que han salvado su alma. No, querido, construye tú mismo la iglesia, da todo lo que es amado por ti. Tu inocencia no es gran cosa; quizá me la ofreces porque no tienes necesidad de ella; está ya caducada, llena de polvo... ¿Tienes novia?

—No.

—Pero si la tuvieras, si te esperara mañana con flores, besos y palabras de amor, ¿me habrías ofrecido tu inocencia?

—No sé.

—¿Lo ves? Tenía yo razón. Me habrías dicho: «Toma mi vida, pero no toques a mi honor.» Das lo más barato. No, rico; dame lo más caro, sin lo que no puedas vivir.

—Pero ¿por qué razón?

—¿Cómo por qué razón? Pues muy sencillamente: para no tener vergüenza.

—Luba—exclamó él extrañado—, pero es que tú misma eres...

—¿Quieres decir que si yo misma soy buena? ¿Sí? Pues bien, ya lo había oído. Pero eso no es verdad. Yo estoy prostituida, eso es todo. Pronto lo aprenderás cuando te quedes conmigo.

—Pero no me quedaré—gritó él apretando los dientes.

—No vale la pena de gritar, rico. La verdad no teme los gritos. Es como la muerte: cuando viene hay que recibirla tal como es. La verdad es a veces penosa, bien lo sé yo.

Bajó la voz y añadió mirándole fijamente a los ojos:

—Dios también es bueno, ¿no es eso?

—¿Y bien?

—Nada más. Reflexiona, yo no te diré nada mas... Hace cinco años que no he estado en la iglesia... Sí, es muy complicada la verdad...

¡La verdad! Un nuevo horror que no había conocido de cerca ni frente a la vida ni frente a la muerte.

Con sus concepciones simplistas, no sabiendo resolver todos los problemas mas que por un «sí» o un «no», pasaba ahora una revista rápida a su vida de punta a cabo. Se descomponía como una barraca mal hecha bajo las intemperies de otoño y entre sus escombros era muy difícil reconocer todo lo bello que hubo en el interior. Los hombres que había amado y con los que había laborado mano a mano, unido a ellos en las alegrías y en los sufrimientos casi le parecían ahora desconocidos. Su vida, incomprensible; su obra, inútil, privada de sentido. Era como si alguien con manos de hierro hubiera quebrado su alma como se quiebra un palo contra la rodilla. No hacía mucho tiempo que esta ha aquí, unas horas apenas que había llegado de allá, de su mundo; pero le parecía que había pasado aquí toda su vida, al lado de esta mujer medio desnuda, oyendo la música y el ruido de las espuelas, que no había salido jamás de aquella casa. No sabía si se encontraba en la cúspide de la vida o en un abismo; lo único que sabía era que estaba contra todo aquello que hoy aún era su vida, su alma.

«¡Es vergonzoso ser puro!»

Se acordó de sus libros, los que le enseñaron la vida, y una sonrisa amarga contrajo sus labios. ¡Los libros! He aquí el libro: aquella mujer con los ojos cerrados, los brazos desnudos, fatigado el semblante, que esperaba con impaciencia. «¡Es vergonzoso ser puro!»

De pronto comprendió con horror que la otra vida había acabado por siempre para él, que ya no podía seguir siendo puro. Y, sin embargo, esta pureza era toda la alegría de su vida, todo su orgullo. Ahora se acabó. Es el reino de las tinieblas que llega. Que se quede allí, que vuelva donde los suyos, todo se acabó: ha roto con su mundo. ¿Por qué vino a aquella casa maldita? Hubiera valido más seguir en la calle, a merced de los espías, dejarse prender y conducir a la prisión. La prisión no le asustaba ya: allí podía seguir siendo puro. Ahora ya era demasiado tarde: ni la prisión le salvaría ya.

—¿Lloras?—preguntó Luba.

—¡No!—respondió con firmeza—. Yo no lloro jamás.

—Eso está bien. Nosotras las mujeres podemos permitirnos llorar; vosotros los hombres no. Si vosotros llorarais también, ¿quién respondería de esas lágrimas ante Dios?

—Pero ¿qué hacer, Luba, qué hacer?—exclamó con la muerte en el alma.

—Quédate conmigo. Ahora eres mío para toda la vida.

—¿Y los otros?

Ella frunció las cejas.

—¿Quiénes?

—¡Los hombres! ¡Los hombres, por quienes he trabajado! ¡No era por mi gusto por lo que llevaba, esta pesada cruz... por lo que yo estaba dispuesto a matar!

—No me hables de los hombres—dijo severamente Luba temblándole los labios—. Vale más no hablarme de eso. Te voy a dar de bofetadas. ¿Lo oyes?

—Pero vamos a ver, Luba...

—Ten cuidado, rico. Basta de esconderse ya detrás de los hombres; no podrás jamás esconderte ante la verdad. Si verdaderamente amas a los hombres, a los que sufren, heme aquí, tómame a mí. O yo te tomaré a ti.. ¡Sí, querido!...

V

Permanecía siempre sentada, los brazos enlazados alrededor del cuello, feliz, sonriente, como loca. Sin abrir los ojos, para gozar mejor de sus pensamientos, hablaba lentamente, casi cantando.

—Sí, rico mío. Vamos a embriagarnos; vamos a llorar juntos lágrimas dulces llenas de felicidad. ¡Te quedas conmigo para toda la vida! Cuando entraste hoy en el salón y vi tu imagen en el espejo me dije: «¡Aquí está mi amado!» No sé si eres mi hermano o mi amante, pero eres para mí.

El recordó la pareja negra, como de duelo, que había visto en el espejo del salón, y ante este recuerdo sintió un dolor tan agudo que sus dientes rechinaron. Se acordó también de su revólver, que llevaba en el bolsillo, de los dos días y dos noches de persecuciones policíacas, de su llegada a aquella casa, del sucio lacayo que le abrió la puerta, de la dueña de la casa que lo introdujo en el salón, de las tres mujeres desconocidas...

Y su dolor se apaciguaba poco a poco. Comprendió al fin claramente que era el mismo de antes, que estaba completamente libre y que podía ir a donde quisiera.

Recorrió la habitación severamente con su mirada, como el que despierta de una pesadilla y se encuentra en un lugar desconocido.

—¿Qué es esto? ¡Qué insensatez! ¡Qué pesadilla!

..........

Pero la música seguía sonando. Y Luba se guía siempre en la misma posición, los brazos al rededor del cuello, llena de una felicidad desconocida, inaudita. Pero esto era la realidad y no un sueño.

..........

—Entonces, ¡qué! ¿Es verdad todo esto?

—Sí, querido. Ahora estamos unidos para siempre.

Entonces ¿todo esto es verdad? Aquellas faldas colgadas en la pared, aquel lecho sobre el cual millares de hombres gozaron delirios sexuales, aquel olor a pecado que llenaba toda la habitación, aquella música y aquel chocar de espuelas, finalmente, aquella mujer de rostro esmirriado y de sonrisa de bestia feliz... ¡Todo aquello era la verdad!

Cogió entre sus manos su cabeza pesada, y mirando alrededor como un lobo perseguido por los perros, pensaba: «¡Sí, hela aquí la verdad! Ni mañana ni pasado mañana saldré de aquí, y todo el mundo sabrá por qué me he quedado aquí con una prostituta pecando y bebiendo. Se me va a calificar de cobarde, de traidor, de canalla. Algunos comprenderán quizá y me defenderán... No, vale más no esperar. Lo mejor es no esperar ya nada. Esto se acabó. ¡Vivan las tinieblas! ¿Y después? No sé. Un horror cualquiera. ¡Conozco tan poco esta nueva vida! Tendré que aprender a ser canalla como todos en esta casa. ¿Quién me enseñará? ¿Luba? No; ella misma no sabe. Pero encontraré un medio. Me haré un canalla cumplido, lo romperé todo... ¿Y después? Después, un buen día, en casa de Luba o en cualquier otra casa sospechosa, o en presidio, diré: «Ahora ya no tengo vergüenza; ahora ya no tengo nada que reprocharme respecto a vosotros, porque me he convertido en sucio, en desgraciado y en miserable como vosotros.» O bien me plantaré en medio de una plaza cualquiera y diré: «¡Miradme, ved lo miserable que soy! Yo tenía todo: espíritu, honor, dignidad y hasta la inmortalidad, y todo eso lo he arrojado a los pies de una prostituta solamente porque es impura!...» ¿Qué es lo que dirán aquellas gentes? Se quedarán sorprendidas y me llamarán idiota. Y tendrán razón. Sí, yo soy idiota. Pero no era mía la culpa si yo era puro. Luba y todo el mundo debe ser puro. Cristo mandó que cada uno distribuyera sus bienes entre los pobres, y dijo que hay que dar no solamente la vida, sino también el alma, que es más. Pero ¿es que Cristo pecó con las mujeres perdidas y se emborrachó? No; las perdonaba solamente y aun las amaba. Y bien, yo también perdono a Luba, la compadezco, la amo. ¿Es que se necesitaría que yo mismo pecara también?...»

—¡Esto es terrible, Luba!

—Sí, querido, siempre es terrible mirar a la verdad cara a cara.

«Ella habla aún de la verdad. Pero ¿por qué tengo miedo? Puesto que lo quiero no hay nada que temer. Allá en la plaza, delante de aquella muchedumbre extrañada, yo sería superior a todos. Sucio, miserable, harapiento, sería con todo el profeta, el heraldo de la verdad eterna ante la cual Dios mismo se debe inclinar.»

—¡No, Luba, esto no es terrible!

—Sí, querido, es terrible. Tanto mejor si no tienes miedo.

«He aquí, pues, como he acabado. No es esto lo que yo esperaba de mi joven y bella vida... ¡Dios mío, esto es la locura! Desvarío. No es tarde aún. Todavía puedo irme...»

—¡Querido mío, mi bien amado!—susurraba la mujer.

La miró. En los ojos medio cerrados de Luba, en su sonrisa, leía un hambre atroz, una sed insaciable, como si hubiera devorado ya algo enorme, pero que no hubiera matado su hambre.

Lentamente, sin darse prisa, se levantó. Quiso hacer el último esfuerzo para salvar su razón, su vida, su vieja verdad. Y siempre sin apresurarse comenzó a hacer su toilette.

—Oye, ¿no has visto mi corbata?

Ella abrió los ojos.

—¿Adónde quieres ir?

Dejó caer sus manos y se volvió bruscamente hacia él.

—¡Me voy!

—¿Tú? ¿Que te vas? ¿Adónde?

El sonrió amargamente.

—¿Crees que no tengo a donde ir? Voy a donde mis camaradas.

—¿A donde los buenos, pues? ¿A donde los puros? Entonces ¿me has engañado?

— Sí, a donde los buenos, a donde los puros—y sonrió de nuevo.

Su toilette estaba ya hecha. Se miró los bolsillos.

—Dame mi cartera. Se la dió.

—¿Y mi reloj?

—Ahí está, en la mesa de noche.

—¡Adiós, Luba!

—¿Tienes miedo, pues?—preguntó con voz tranquila, simple.

La miró. Estaba en pie, alta, de brazos finos casi infantiles, con una sonrisa en sus labios pálidos.

—¿No tienes valor?

¡Cómo había cambiado! Hacía algunos minutos estaba altiva, casi terrible; ahora está triste, abatida... es más bien una jovencilla tímida que una mujer. Pero es igual; se irá.

Dió un paso hacia la puerta.

—¡Y yo que creía que ibas a quedarte!...

—¿Qué?

—Creía que te ibas a quedar... conmigo...

—¿Para qué?

—Contigo sería mejor... La llave la tienes en el bolsillo.

El metió la llave en la cerradura.

—Bien, vete puesto que quieres irte... Vete a donde los buenos, a donde los puros... En cuanto a mí...

...Y entonces, en este último minuto, cuando no tenía mas que abrir la puerta para volver a encontrar a sus camaradas, cometió algo incomprensible y absurdo que lo perdió. ¿Era la locura que se apodera a veces de repente de los espíritus más robustos y serenos? ¿O quizá había descubierto verdaderamente en aquella mancebía, bajo la impresión de aquella música desordenada y de los ojos de aquella prostituta, la verdadera, la terrible verdad de la vida, incomprensible para todos los demás? Adoptó aquella verdad sin vacilaciones, como si fuera algo inexorable.

Se pasó la mano lentamente por los cortos cabellos, y sin volver siquiera a cerrar la puerta retrocedió y se sentó sobre la cama.

—¿Qué pasa? ¿Has olvidado algo?—preguntó sorprendida Luba, que de ningún modo esperaba que volviera.

—No.

—Entonces ¿por qué no te vas?

Y él, tranquilo como una piedra en la que la vida acabara de esculpir un nuevo mandamiento terrible, respondió:

—No quiero ser puro.

Ella no se atrevía a creer, y al mismo tiempo es taba asustada por la realización de lo que había deseado tan ardientemente. Se arrodilló ante él. Y con la sonrisa de un hombre que ha encontrado lo que buscaba, él puso su mano sobre la cabeza de la mujer y repitió:

—No quiero ser puro.

Arrebatada de alegría empezó ella a agitarse a su alrededor, a desnudarle como a un niño pequeño, a desabrocharle los botines; le acariciaba los cabellos, las rodillas. De pronto, mirándole a los ojos, exclamó llena de angustia:

—¡Qué pálido estás! ¡Toma en seguida una copita! ¿Te sientes mal, Pedrito mío?

—Me llamo Alejo.

—Es igual. Si quieres voy a echarte coñac. Pero ten cuidado, es muy fuerte... Y para ti que no tienes costumbre...

Y lo miró cómo bebía a pequeños tragos. No sabía beber y empezó a toser.

—Eso no es nada. Veo bien que aprenderás pronto a beber. ¡Bravo! Estoy muy contenta de ti.

Lanzando breves chillidos de alegría saltó sobre sus rodillas y le cubrió de besos, a los que él no tenía tiempo de responder. Aquello le parecía chusco: apenas si le conocía ella y, sin embargo, sus besos ¡eran tan fuertes! La besó, la apretó contra sí de manera que no se podía mover, como si quisiera experimentar sus fuerzas. Dócil y alegre ella le dejó hacer.

—¡Está bien, está bien!—repetía él con un ligero suspiro.

Luba parecía loca de felicidad. Se diría que la pequeña habitación estaba llena de mujeres alegres, agitadas, que hablaban sin cesar, besaban, acariciaban. Le servía de beber y bebía ella misma. De pronto se sobresaltó.

—¿Y tu revólver? Le habíamos olvidado. Dámelo, voy a llevarlo al escritorio.

—¿Para qué?

—Me da miedo. Puede escaparse la bala.

El se sonrió.

—¿Crees tú? ¿Se puede escapar la bala? Tomó el revólver, y como si le pesara en la mano, se lo devolvió a Luba, así como los cartuchos.

—Llévalo al escritorio.

Cuando se quedó solo sin su revólver, del que no se había separado hacía largos años; cuando por la puerta que Luba había dejado entreabierta oyó más distintamente la música y el ruido de las espuelas, sintió toda la inmensidad del fardo que se había echado sobre los hombros. Dió algunos pasos por la habitación, y volviéndose hacia la puerta, en la dirección del salón, pronunció:

—¿Y bien?

Se detuvo, con los brazos cruzados, los ojos fijos en la puerta.

—¿Y bien?

Había en esta pregunta un desafío, un adiós a todo su pasado, una declaración de guerra a todos, incluso a los suyos, y una queja dulce.

Luba volvió, siempre agitada, sobreexcitada.

—¿No vas a enfadarte, querido? He invitado a las demás mujeres... No a todas; a algunas. Quiero presentarte como mi bien amado. Son buenas muchachas. Nadie las ha elegido esta noche y están solas en el salón. Los oficiales están todos en los cuartos con las otras muchachas. Uno de los oficiales ha visto tu revólver y le ha gustado mucho... ¡No te enfadarás porque las haya llamado? ¿Verdad que no, querido?

Lo cubrió de besos muy fuertes.

Las otras mujeres estaban ya en la habitación haciendo mohines y risitas. Se sentaron unas al lado de otras. Eran cinco o seis, feas, muchachas aviejadas casi todas, enjalbegadas, los labios teñidos de rojo. Unas ponían cara de molestia; otras miraban al hombre con o aire tranquilo, le saludaban, le daban la mano y esperaban a que se les diera de beber. Probablemente se iban ya a acostar, pues estaban vestidas con ligeros peinadores de noche; una de ellas, gorda, perezosa y flemática, venía aún en enaguas, mostrando sus gruesos brazos desnudos y su grueso pecho. Esta, así como otra que parecía un ave de rapiña, con abundante cosmético en las mejillas, estaban ya completa mente ebrias; las demás, un poco. La pequeña habitación se llenó de voces, de risas, de malos olores corporales, de vino, de perfume barato.

Un criado sucio, vestido con un frac demasiado corto, trajo coñac, y todas las mujeres le saludaron a coro:

—¡Markuscha, mi querido Markuscha!

Probablemente era costumbre de la casa saludarle de este modo, pues hasta la mujer gruesa, completamente borracha, le gritó:

—¡Markuscha!

Todo esto era nuevo, extraño. Se empezó a beber; todas las mujeres hablaban a la vez, gritaban. La que parecía un ave de rapiña hablaba con rabia de un visitante que le había hecho no sé qué porquería. Se oían juramentos que las mujeres no pronunciaban con el tono indiferente de los hombres, sino subrayándolos como un desafío, cínicamente.

Al principio casi no ponían atención en el hombre. El mismo callaba y las miraba severamente. Luba, feliz, estaba sentada a su lado, sobre la cama, abrazada a su cuello. Bebía muy poco; pero llenaba sin cesar la copa de él. De vez en cuando le susurraba al oído:

—¡Querido mío!

El bebía mucho, pero no se emborrachaba. El alcohol en vez de embriagarle transformaba poco a poco todos sus sentimientos. Todo lo que había amado en la vida, todo lo que había conocido, sus libros, sus camaradas, su trabajo, se eclipsaba, se derrumbaba; pero a pesar de todo esto él mismo se sentía más fuerte. Se diría que a cada nueva copa se iba acercando más y más a sus antepasados, a aquellos hombres primitivos cuya religión fué la rebeldía y en los que la rebeldía se convertía en religión. La sabiduría que había sacado de los libros se evaporaba, y desde el fondo de su alma se alzaba algo de otro, salvaje y obscuro como la voz de la tierra. Esto recordaba el espacio infinito, los bosques vírgenes, los campos vastos como el océano. Se oía en ello el grito de angustia de las campanas, el ruido de las cadenas de hierro, la plegaria desesperada, la risa diabólica de seres misteriosos.

Permaneció así, con su rostro ancho y pálido, tan próximo a aquellas desgraciadas criaturas que aullaban a su alrededor. Su voluntad se afirmaba en su alma devastada y se sentía capaz de demolerlo todo como de crearlo todo.

Golpeó la mesa con el puño.

—¡Luba, hay que beber!

Y cuando ella, dócil y sonriente, llenó todas las copas, levantó la suya y proclamó:

—¡A la salud de los nuestros!

—Es decir, ¿de tus camaradas?—preguntó ella muy bajo.

—¡No; bebo a la salud de estos, de los nuestros! ¡A la salud de todos los canallas, de los bribones, de los cobardes, de todos los que están aplastados por la vida, que mueren de sífilis!...

Las mujeres rieron, pero la gorda le dijo con tono de reproche:

—¡Eso es ya demasiado, querido!

—¡Calla tú!—gritó Luba—. Es mi bien amado.

—Bebo a la salud de los ciegos de nacimiento. Saquémonos los ojos porque da vergüenza mirar a aquellos que no ven. Si nuestros ojos no pueden servirnos de linternas para iluminar las tinieblas de la vida arranquémoslos y ¡viva la noche! Si todo el mundo no puede entrar en el paraíso, no lo quiero para mí. ¡Abajo la luz, vivan las tinieblas!

Se tambaleó un poco y vació su copa. Su voz era lenta, pero firme, clara y neta. Nadie comprendió su discurso; pero las mujeres estaban encantadas con aquel hombre pálido que decía cosas chuscas.

—Es mi bien amado—decía Luba con orgullo-—. Se quedará aquí conmigo. Era honrado, tiene camaradas; pero se quedará conmigo.

—¡Puede reemplazar aquí a nuestro criado Markuscha!—dijo la gorda borracha.

—¡Cállate, Manka, o te sacudo una bofetada!—gritó Luba—. Se quedará conmigo. Y, sin embargo, era honrado.

—Todas fuimos honradas una vez—dijo la vieja de perfil de pájaro.

Y las otras se pusieron a gritar:

—¡Y yo fui honrada hasta los cuatro años!

—¡Y yo he sido honrada hasta ahora!

Luba lloraba casi de rabia.

—¡Callaos, montón de canallas! A vosotras se os ha tomado vuestro honor, mientras que él lo ha sacrificado él mismo, de buen grado. Sí, ha renunciado voluntariamente a su honor; no ha querido más ser honrado. Vosotras sois unas sucias prostitutas, y él, él es todavía inocente como un bebé...

Luba se echó a llorar; las otras, borrachas, rieron a carcajadas hasta llenárseles los ojos de lágrimas; al reír se caían unas contra las otras, se retorcían, no podían sostenerse en las sillas. Era una risa loca, como si todos los diablos del infierno se hubieran reunido en aquella pequeña habitación para asistir a los funerales de aquel pobre honor que el hombre acababa de sacrificar. Al fin, él mismo se echó a reír.

Solamente Luba no reía. Temblando de indignación se retorcía las manos y acabó por arrojarse, cerrados los puños, sobre una de las mujeres.

—¡Basta!—gritó él; pero nadie le escuchaba.

Por fin se restableció la calma.

—¡Esperad!—dijo—. Os voy a hacer reír todavía.

—¡Déjalas!—protestó Luba enjugándose las lágrimas—. Hay que echarlas a todas.

—¿Tienes miedo?—preguntó él—. ¿Quieres la honradez? ¡No piensas mas que en eso, bestia!

Y sin ocuparse ya de Luba se volvió hacia las otras mujeres alzando las manos en alto.

—¡Oídme bien! Os lo voy a mostrar. Mirad mis manos.

Las mujeres, alegres y fatigadas, miraron las manos y esperaron con curiosidad alguna sor presa.

—He aquí—continuó—que tengo en mis manos mi vida. ¿Lo veis?

—¡Sí! ¿Y bien?

—Era bella mi vida. Era pura y seductora mi vida. Era como un hermoso vaso. Y, sin embargo, mirad, ¡la tiro al suelo!

Hizo un brusco movimiento, y todos los ojos se volvieron al suelo como si buscaran en él los pedazos de un hermoso vaso, de una bella vida humana.

—¡Pisoteadla con vuestros pies!—gritó él—. Más fuerte, hasta que no quede intacto ni un solo pedazo.

Y como niños contentos de haber encontrado un nuevo juego, todas las mujeres, gritando y riendo, se pusieron a pisotear el sitio donde debían encontrarse los pedazos del vaso. Poco a poco se enfurecían. No gritaban, no reían ya. No se oía mas que el ruido de los pies y la respiración pesada.

Luba, como una reina ultrajada, observaba esta escena. De pronto, como si lo hubiera comprendido todo, se arrojó como loca en medio de las mujeres y se puso ella también a pisotear el suelo ferozmente. Se pudiera creer que era una danza cualquiera, de un género especial, sin música ni ritmo.

El la miraba tranquilo y severo.

***

En la obscuridad se oyeron dos voces.

La de Luba, fina, sutil, manifestando un poco de miedo, como la voz de toda mujer en la obscuridad, y la voz del hombre, firme, tranquila, como lejana.

—¿Tienes los ojos abiertos?—preguntó la mujer.

—Sí.

—¿Piensas en algo?

—Sí pienso.

Una pausa; después, otra vez la voz de la mujer:

—Cuéntame algo de tus camaradas... si quieres...

—¿Por qué no? Eran...

Hablaba de ellos en pasado como si se tratara de muertos o como un muerto pudiera hablar de los vivos. Hablaba tranquilamente, con indiferencia, como un viejo que contara a los niños un cuento heroico de los tiempos antiguos. Y en las tinieblas de la pequeña habitación, que parecía agrandarse desmesuradamente ante los ojos encantados de Luba, pasaba un puñado de hombres muy jóvenes que no tenían ni padre ni madre, hostiles al mundo, contra el que luchaban como a aquel por el que luchaban. Soñando en el porvenir lejano, en los hombres-hermanos que no han nacido aún, pasan por la vida como sombras pálidas cubiertas de sangre. Su vida es terriblemente corta; todos perecen en el patíbulo, en el presidio o se vuelven locos. Hay entre ellos mujeres...

Luba lanzó un grito de dolor.

—¿Mujeres? ¡Pero qué es lo que dices!

—Sí; muchachas jóvenes, cariñosas. Valientes, desafiando todos los peligros, siguen a los hombres y perecen.

—¿Perecen? ¡Oh Dios mío!

Y Luba, sollozando, se apoyó en su hombro.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Eso te conmueve?

— Esto no es nada, querido. Sigue contando.

El continuó. Y cosa extraña: a medida que hablaba, el hielo se transformaba en fuego y los tonos fúnebres de su canción de despedida sonaban para Luba como el «hossanna» de una vida nueva, bella y seductora. Le escuchaba ávidamente, con los ojos muy abiertos; sus lágrimas se secaban en seguida como devoradas por el fuego. Cada palabra del hombre era para ella un martillazo que forjaba un alma.

De repente exclamó con una voz nueva, desconocida:

—¡Pero, querido, también yo soy mujer!

—¿Y qué?

—Pues que puedo vivir como ellas... como las mujeres de que me hablas.

El no dijo nada. Aquel hombre que vivía junto a todos aquellos mártires, que era su camarada, inspiró a Luba tanto respeto que le dió vergüenza de estar acostada así con él en el mismo lecho y de besarle. Se apartó un poco y quitó la mano de su hombro. Y olvidándose de su odio a los puros y a los honrados, de todas sus maldiciones, de los largos años de su vida en aquella casa, se sintió tan conmovida por la belleza de la vida de que él le hablaba, que ahora sólo un temor la martirizaba: que aquellos hombres no la quisieran.

—Di, querido, ¿me aceptarían? ¿O quizá no me querrán? Quizá me digan que no tienen necesidad de mí, de una muchacha perdida, prostituida.

—Sí te recibirán—respondió él tras una pequeña pausa—. ¿Por qué no?

—¡Oh qué buenos son!

—Sí son buenos—afirmó él.

—¡Sí, sí! ¡Y cuánto!

Tuvo ella una sonrisa tan feliz, que se diría que las tinieblas se habían iluminado de repente. Luba veía ahora otra verdad que la llenaba de alegría.

—¡Vamos, pues, donde esos hombres!—dijo—. Tú me llevarás allá, ¿no es eso, querido? ¿No te dará vergüenza llevarme desde una casa de lenocinio? Comprenderán cómo tuviste que venir aquí y no te lo reprocharán. Cuando a un hombre le persigue la policía se oculta donde puede... En cuanto a mí haré todo lo posible por que no sientan el haberme aceptado... Pero ¿no dices nada?

El seguía callando.

—¿Te da vergüenza llevarme donde esos hombres?

—No iré. No quiero ser bueno.

Un nuevo silencio, como si un gran pájaro negro desplegara sus alas sobre el lecho. Luba se levantó con precaución y descendió al suelo.

—¿Qué haces?—preguntó él.

—Voy a vestirme. Se vistió y se sentó en la silla. El silencio se hizo tan profundo, que parecía que en la habitación no había nadie.

—Creo que todavía queda un poco de coñac—dijo él—. Toma una copita y vuélvete a la cama...

VI

Era de día ya cuando la policía entró en la casa dormida. Después de largas vacilaciones, causadas por el temor a un escándalo y a la responsabilidad, la dueña de la casa envió a Markuscha al puesto de policía con una relación detallada sobre el extraño visitante y hasta con su revólver. Allí comprendieron en seguida que era él el hombre a quien se buscaba desde hacia tres días; sus últimas huellas se perdían precisamente en aquella callejuela. La policía incluso tenía intención de hacer un registro en todas las casas de lenocinio de aquella calle; pero alguien la había puesto sobre otra pista.

Se previno por teléfono al jefe de policía, y media hora mas tarde un gran destacamento de policías y de espías se dirigían hacia aquella casa, en una madrugada fría de octubre. A la cabeza, lleno de angustia y de temor, iba un oficial de policía, hombre de alta talla, ya de edad, cubierto con un abrigo demasiado ancho. Bostezaba nerviosamente y pensaba de mal humor que valdría más llamar en su auxilio a los soldados; que sin soldados era demasiado peligroso atacar al terrorista célebre, solamente con sus torpes policías, que ni si quiera sabían tirar. Se figuraba ya que muy pronto iba a convertirse en una «víctima del deber» muerta por el terrible terrorista, y este pensamiento le daba escalofríos.

Conocía bien aquellas casas de lenocinio, que le pagaban grandes sumas por ocultar sus pequeños escándalos. No tenía ninguna gana de morir. Cuando se le despertó aquella noche examinó detenida mente su revólver e hizo que le limpiaran su uniforme, como si se preparara para alguna solemnidad. La víspera, cuando en el puesto de policía se habló de aquel terrorista que despistaba a los espías tan hábilmente, aquel oficial había declarado francamente que era un héroe, mientras que él mismo, el viejo policía, no era mas que un crapuloso que no valía nada. Cuando los demás policías se echaron a reír añadió que sin aquellos héroes la vida sería demasiado monótona, y que eran buenos por lo menos para que se los ahorcara.

—Es un verdadero placer ahorcarlos, por nosotros y por ellos. Ellos están contentos porque van derechos al paraíso; nosotros, porque todavía quedan gentes bravas, intrépidas.

Los otros no tomaban en serio estos sofismas y seguían riendo. Acabó por reírse él también, pues en su borrachera eterna ya no sabía diferenciar la verdad de la mentira. Pero ahora, en la madrugada fría de otoño, sentía que sus ideas habían cambiado, que aquel terrorista no era ya un héroe para él, sino simplemente una fiera peligrosa.

«¡Estúpido de mí, llamarle héroe!—pensaba—. ¡Dios mío, si ese canalla se mueve lo mato como a un perro!»

Y reflexionaba por qué era tan apegado a la vida, él tan viejo, enfermo de la gota. Se volvió a los hombres que iban tras él y gritó con cólera:

—¡No os disperséis! ¡Marchad en orden y no como carneros!

El viento se le metía por debajo del abrigo y del uniforme, tan anchos, que parecía había adelgazado de repente. A pesar del frío le sudaban las manos.

Se rodeó la casa de tal forma que dijérase que no había dentro un enemigo sólo, sino toda una compañía. Y sin hacer ruido, de puntillas, penetraron por el corredor hasta la puerta terrible. Se oyeron gritos, amenazas, puñetazos. Cuando los policías, haciendo caer a Luba medio desnuda, llena ron la habitación con sus fusiles, sus uniformes y sus botas, vieron al terrorista en camisa, con los pies desnudos sentado sobre la cama. No decía nada. No había allí bombas ni nada terrible. No veían mas que la sucia alcoba de una prostituta, aun más repugnante a la luz del alba; una ancha cama en desorden, las ropas tiradas aquí y allá, una mesa llena de manchas de vino y el hombre afeitado, medio dormido, sin vestirse sobre el lecho.

—¡Las manos arriba!—gritó el oficial empuñando su revólver.

Pero el terrorista no le hizo caso y seguía callado.

—¡Registradle!—ordenó el oficial.

—¡Pero si no tiene nada!—exclamó Luba—. El revólver está en el escritorio. ¡Dios mío, Dios mío!

También ella estaba sólo con la camisa, y los dos, casi desnudos, daban una triste impresión entre aquellos hombres vestidos con uniformes y capotes. Registraron sus ropas, el lecho, la cómoda, todos los rincones, pero no hallaron nada.

—¡Pero si yo misma llevé el revólver al escritorio!—repetía Luba automáticamente.

—¡Cállate, Luba!—ordenó el oficial.

La conocía bien, y hasta había pasado con ella dos o tres noches. Estaba seguro de que decía la verdad; pero le alegraba tanto que el asunto tomara un cariz tan afortunado, que tenía necesidad de gritar, de mandar.

—¿Cuál es su nombre?

—No lo diré. No responderé a ninguna pregunta.

—¡Naturalmente!—arguyó con ironía el oficial.

Pero se apoderó de él la angustia. Examinó durante algunos instantes a aquel hombre casi desnudo, a Luba, que temblaba con todo su cuerpo, la habitación toda, y comenzó a dudar.

—¡Quizá no sea él!—dijo al oído de uno de los espías—. ¡Es tan extraño esto!...

Pero el otro hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—No; es él; sólo que se ha quitado la barba. Le he conocido por los pómulos.

—Sí, es verdad; tiene pómulos de bandido.

—Y mire usted sus ojos; por esos ojos le habría reconocido entre mil personas.

—Sí, tiene unos ojos... Enséñeme la fotografía.

El oficial examinó la fotografía largo tiempo. Representaba un joven muy hermoso y elegante, con una larga barba y una mirada tranquila y clara. En cuanto a los pómulos, no se le veían.

—¡Mira, aquí no hay pómulos!

—Porque están escondidos bajo la barba.

—Sí, pero... Mira esa cara... ¿Bebe él quizá?

—No, esos no beben nunca—dijo con una sonrisa irónica el espía, un hombre delgado con una pequeña perilla que abusaba demasiado del alcohol.

—Sé que no beben, pero aun así...

El oficial se acercó al terrorista.

—Escuche usted: ¿era usted el que tomó parte en el asesinato de...?

Pronunció respetuosamente el nombre de un alto dignatario muy conocido.

Pero el otro no respondió. Se sonreía y balanceaba uno de sus pies desnudos y peludos.

—¡Hay que responder cuando se pregunta!

—Déjele, no responderá. Esperemos al oficial de gendarmes y al procurador. Ellos sabrán hacerle hablar.

El oficial rió, pero estaba visiblemente de mal humor.

—Y tú, Luba, ¡nombre de Dios! ¿Por qué no le denunciaste inmediatamente?...

—Pero puesto que yo...

El oficial le dió a Luba dos bofetadas.

—¡Atrapa eso! ¡Yo te enseñaré a esconder gentes peligrosas!

El terrorista hizo un movimiento.

—¿No le gusta esto, joven?—dijo el oficial, que le menospreciaba cada vez más—. ¡Tanto peor! Habrá usted cubierto de besos. a esta puerca, y nosotros...

Y añadió un juramento cínico. Los agentes de policía tuvieron una sonrisa de confusión. Pero lo que era extraño, Luba sonrió también. Miraba benévolamente al viejo oficial como si admirara su buen humor y su alegría. Desde la entrada de la policía no había mirado al terrorista ni una sola vez, traicionándole ingenua y francamente. El lo comprendía y guardaba silencio, sonriendo con la sonrisa extraña de una piedra.

A la puerta se veían mujeres medio desnudas. Entre ellas estaban las que pocas horas antes habían estado en la habitación. Le miraban indiferentes, con una curiosidad estúpida, como si le vieran por primera vez. Lo habían olvidado todo.

Se las echó pronto de allí.

Ahora el día había avanzado y en la claridad de la mañana la habitación era todavía más repugnante. Dos oficiales que habían pasado la noche en la casa entraron, vestidos y lavados ya.

—No, señores, no puedo permitirlo—protestó débilmente el viejo oficial de policía.

Pero los otros no le hicieron caso, se acercaron y se pusieron a examinar al terrorista y a Luba, cambiando sus observaciones despreocupadamente.

—¡Es guapo!—dijo uno de ellos, el más joven, el que había invitado a Luba a bailar. Tenía hermosos dientes blancos, bigote cuidado y ojos tiernos de jovencita. El terrorista le inspiraba un profundo disgusto y hacía muecas como si fuera a romper a llorar.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!—repetía.

—¡He aquí un anarquista!—dijo el otro oficial de más edad—. Os gustan las muchachas lo mismo que a nosotros, viejos pecadores...

—Pero ¿por qué diablos ha entregado usted el revólver en el escritorio?—decía el joven—. Al menos se podía usted haber defendido. Todavía comprendo que haya usted venido a esta casa... Eso le puede suceder a cualquiera... Pero ¿por qué no se guardó usted el revólver? ¿Qué dirán sus camaradas? Figúrese usted—añadió volviéndose a su colega—, tenía una browning y una veintena de balas. ¡Es verdaderamente estúpido!

El terrorista, con una sonrisa burlona, miraba desde lo alto de su nueva y terrible verdad al joven oficial y balanceaba con indiferencia su pie desnudo. No tenía la menor vergüenza de su desnudez, de sus pies sucios. Aunque se le hubiera llevado a una gran plaza, en medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, habría permanecido con la misma tranquilidad, balanceando su pie y sonriendo.

—¡Estas gentes no tienen vergüenza!—dijo el viejo oficial de policía mirando con severidad al terrorista—. Les ruego, señores, que no le hablen. Tenemos instrucciones formales...

Pero en el cuarto han entrado otros oficiales mirando, cambiando observaciones. Uno de ellos que conocía al oficial de policía le tendió la mano. Luba coqueteaba con los recién venidos.

—Figúrense ustedes—refirió el joven—que te nía una browning con una veintena de balas... ¡Es idiota! Yo no lo entiendo.

—¡Tú no lo comprenderás jamás!

—¡Y, sin embargo, no son cobardes!...

—¡Tú eres un idealista!...

El viejo oficial de policía, que les escuchaba sonriéndose, se aproximó de pronto al terrorista, se plantó ante él y gritó, poniendo los ojos muy furiosos:

—¿No le da a usted vergüenza? ¡Póngase al me nos los pantalones! Le están mirando unos señores oficiales... ¡Esto es un héroe! ¡Con una prostituta! ¿Qué dirán tus camaradas? ¡Canalla!...

Luba escuchaba con el cuello extendido. Había allí tres verdades diferentes: el viejo policía borracho y deshonesto; una mujer perdida, turbada por los relatos de otra vida llena de heroísmos y de sacrificios, y él. Las palabras insultantes del viejo policía le turbaron visiblemente; se diría que hasta había querido responder, pero acabó por conservar su sonrisa enigmática.

Poco a poco los oficiales fueron saliendo; los agentes de policía se habían acostumbrado a aquella habitación y a aquellos dos seres humanos medio desnudos, y permanecían tranquilos y flemáticos. Su jefe pensaba tristemente en que no se podría acostar, pues se habría de pasar el día entero en el puesto de policía.

—¿Puedo vestirme?—preguntó Luba.

—No.

—Es igual; puedes seguir así.

El viejo oficial no la miraba. Ella se volvió hacia el terrorista y susurró algo a su oído. El alzó los ojos hacia ella. Entonces ella repitió:

—¡Amado mío! ¡Amado mío!

El la sonrió con benevolencia. Y esta sonrisa, que le decía que no había olvidado nada y que seguía tan bueno y tan bravo, y que estaba casi desnudo y despreciado de todos, inspiró repentina mente a Luba un amor sin límites y una cólera loca, ciega. Se puso de rodillas dando un grito y besó sus pies desnudos.

—¡Vístete, amado mío! ¡Pronto, vístete!

—¡Déjalo, Luba!—le gritó el viejo policía—. No lo merece.

Pero Luba se levantó bruscamente.

—¡Cállate, viejo crápula! ¡Es mejor que todos vosotros!

—¡Es un canalla!

—¡No, el canalla lo eres tú!

—¡Cómo!—gritó fuera de sí el viejo policía—. ¡Prendedla!

Luba lloraba de rabia.

—¡Amado mío! ¿Por qué entregaste tu revólver? ¿Por qué no has traído una bomba? Los hubiéramos a todos... a todos...

—¡Apretadle a ésa el gaznate!

Ahogada, sofocada, en silencio, luchaba la mujer contra el policía intentando morderle los dedos. El policía, torpe, que no tenía costumbre de luchar con mujeres, pretendía tirarla al suelo. En el corredor se oían ya voces numerosas, chocar de espuelas de los gendarmes. Se oía también la voz de barítono, seductora, dulce, del oficial de gendarmes. Se diría que era un cantante que hacía su entrada en escena y que ahora iba a empezar la verdadera representación.

El viejo oficial de policía se disponía a recibir a sus jefes.