Había una vez
HABIA UNA VEZ
I
Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.
—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.
Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.
La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.
—¡Este es su sitio!—dijo la mujer indicándole una cama limpia y alta a cuyo lado había una mesa de noche.
No era mas que un rinconcito de la sala, pero precisamente por eso le agradó a aquel hombre agotado por la vida. Apresuradamente, como si se librara de alguno, se quitó la blusa y las pantuflas y se acostó. Y a partir de aquel momento todo lo que le había irritado y atormentado aún aquella mañana perdió su importancia para él. Por su memoria como un relámpago pasó toda su vida anterior: la enfermedad traidora que día tras día devoraba sus fuerzas; la soledad en medio de gentes egoístas y ávidas; la atmósfera de mentira, de odio y de terror; la huida allí, a Moscú. Luego se borró todo, no dejando en el alma mas que un dolor sordo. Y sin pensamientos Lorenzo Petrovich se durmió con un sueño pesado y profundo. La última cosa que vió antes de dormirse fué un rayo de Sol sobre la pared. Después llegó el olvido largo y absoluto.
Al día siguiente pusieron en su cama, sobre su cabeza, una placa negra con la inscripción siguiente: «Lorenzo Koscheverov, comerciante, cincuenta y dos años, admitido el 25 de febrero.» Placas semejantes estaban sobre las camas de los otros dos enfermos de la misma sala. En una de ellas se leía: «Felipe Speransky, chantre, cincuenta años.» En la otra: «Constantino Torbetsky, estudiante, veintitrés años.» Sobre las placas negras se destacaban lindamente inscripciones hechas con yeso que recordaban las que se hacen sobre las tumbas: aquí, en esta tierra húmeda y helada, yace un hombre.
El mismo día se pesó a Lorenzo Petrovich. Pesó 102 kilos.
—¡Es usted el hombre más pesado de todas las clínicas!—bromeó el practicante.
Era un hombre que hablaba y obraba como el médico mismo porque se debía al azar el que no hubiese recibido instrucción universitaria. Esperó a que Lorenzo Petrovich respondiera con una sonrisa como hacían todos los enfermos cuando el médico les dirigía una broma cualquiera. Pero aquel enfermo estaba visiblemente de mal humor. Sus ojos miraban al suelo y sus labios estaban apretados. Esto fué una desagradable sorpresa para el practicante: se creía un gran fisonomista, y el nuevo enfermo, al ver especialmente su cráneo calvo, fué clasificado por él entre las personas de buen humor. Ahora había que clasificarle entre los malos. Ivan Ivanovich, que éste era el nombre del practicante, se dijo que, así y todo, habría que pedir algún día un autógrafo al nuevo enfermo para juzgar su carácter.
Después de haber sido pesado los médicos examinaron por primera vez a Lorenzo Petrovich. Llevaban largas blusas blancas, lo que les daba un aire de mayor importancia aún. A partir de aquel día le examinaban diariamente una o dos veces, ya solos, ya seguidos de estudiantes. A su demanda se quitaba la camisa, y siempre dócil acostaba en el lecho su masa enorme. Los médicos le auscultaban el pecho por medio de un pequeño martillo y un aparato especial, cambiando observaciones e indicando a los estudiantes tal cual particularidad. Le preguntaban con frecuencia sobre su vida anterior, y él respondía con docilidad, por más que le enojara aquello. De sus respuestas se podía deducir que comía mucho, bebía mucho, le gustaban mucho las mujeres y trabajaba mucho. A cada uno de estos «muchos» él mismo se asombraba y se preguntaba cómo podía haber llevado una vida tan antihigiénica y tan irracional.
Los estudiantes le auscultaban también. Venían frecuentemente en ausencia de los médicos y le pedían que se desnudara, unos con resolución y otros tímidamente. Y otra vez se ponían a examinar su cuerpo con interés. Graves y serios escribían todos los detalles de su enfermedad en un cuaderno especial. Se diría que él no se pertenecía ya y durante todo el día su cuerpo era accesible a todos. Y obedeciendo a los asistentes llevaba pesadamente su cuerpo a la sala de baño, desde donde le dirigían a la mesa en que comían o tomaban el te los enfermos que podían andar.
Se le palpaba, se le examinaba por todos lados como jamás se había hecho antes, y a pesar de esto durante todo el día se sentía profundamente solitario. Le parecía que iba de viaje, que todo aquello era pasajero solamente como en el vagón del ferrocarril. Las paredes blancas sin una mancha, los altos techos, no eran como los de una casa donde las personas se instalan por mucho tiempo. El suelo estaba demasiado limpio y brillante, el aire mismo estaba demasiado regulado y no se percibía ninguno de esos olores especiales que se perciben en toda casa particular. Se diría que el aire aquí era indiferente. Los médicos y los estudiantes eran siempre amables y corteses. Bromeaban dándole familiarmente golpecitos en los hombros con la mano, procurando consolarle; pero después que se iban le parecía que eran empleados de un tren que le llevaba a un destino desconocido. Habían transportado ya millones de hombres y continuaban transportándolos diariamente, y todas sus conversaciones y sus preguntas no se referían mas que a los billetes del tren.
Cuanto más se interesaban por su cuerpo, más solitario se sentía.
—¿Qué días se admiten aquí las visitas?—preguntó una vez a la asistenta sin mirarla.
—Los domingos y los jueves. Pero el doctor puede autorizarlas también otros días.
—¿Y qué es lo que hay que hacer para que no se admita a nadie que venga a verme?
La asistenta, muy sorprendida, respondió que eso era posible, y él quedó contento. Estuvo todo el día de buen humor, y aunque casi no hablaba, escuchaba más benévolamente la charla alegre e interminable del chantre enfermo.
El chantre había venido del distrito de Tambov un día antes que Lorenzo Petrovich; pero ya conocía a fondo a los habitantes de las cinco salas que había en aquel piso. Era pequeño y tan delgado que cuando se quitaba la camisa se veían claramente todas sus costillas, y su cuerpo, blanco y limpio, parecía el de un muchacho de diez años. Tenía largos y espesos cabellos medio grises, que formaban un marco demasiado grande para su cara pequeña, de trazos regulares y minúsculos. Al ver que tenía cierta semejanza con los santos de los iconos, Ivan Ivanovich el practicante le había clasificado al principio entre los severos e intolerantes; pero después de la primera conversación con él cambió de opinión, y aun su fe en la ciencia fisonómica quedó quebrantada por algún tiempo.
El padre chantre, como se le llamaba, hablaba con placer y sin ocultar nada de sí mismo, de su familia y de sus conocimientos; preguntaba sobre los mismos asuntos a los otros con tan ingenua curiosidad que nadie se ofendía y le respondían con satisfacción. Si alguno estornudaba gritaba de lejos alegremente:
—¡Cúmplanse tus deseos!
Nadie venía a verle. Su enfermedad era grave, pero él no se sentía desgraciado. Trabó conocimiento no sólo con los enfermos, sino con los que visitaban la clínica, y no se aburría. A los enfermos les deseaba varias veces cada día una curación rápida, y a los sanos que pasaran el tiempo divertidos. Sabía decir a todo el mundo algo agradable. Todas las mañanas felicitaba a sus vecinos por la llegada del nuevo día. Siempre afirmaba que hacía buen tiempo, aun cuando lloviera o nevara. Al decirlo soltaba a reír dulcemente y golpeaba entusiasmado sus rodillas con las manos y palmoteaba. Daba las gracias a todo el mundo, y frecuentemente sin saber de qué. Habiendo tomado el te al mismo tiempo que Lorenzo Petrovich, le dió las gracias calurosamente:
—¡Qué bueno estaba!—dijo entusiasmado—. Un verdadero paraíso; ¿no es eso, padrecito? ¡Gracias por haberme hecho compañía!
Estaba muy orgulloso de su título de chantre, que llevaba desde hacía tres años. Preguntaba a todos, a los enfermos y a los sanos, de qué talla eran sus mujeres.
—La mía es muy alta—decía con orgullo—. Y los niños también. Verdaderos granaderos; palabra de honor.
Todo lo que veía alrededor suyo—la limpieza, a amabilidad de los médicos, las flores en el corredor—le parecía delicioso. Tan pronto riendo como haciendo la señal de la cruz manifestaba su entusiasmo a Lorenzo Petrovich con palabras abundantes.
—¡Dios mío, qué hermoso es esto! ¡Un verdadero paraíso!
El tercer enfermo de la sala era el estudiante Torbetsky. Casi nunca abandonaba la cama. Todos los días venía a verle una joven de alta estatura, con los ojos bajos modestamente y de paso ligero y seguro. Esbelta y graciosa con su vestido negro atravesaba el corredor con paso rápido, se sentaba a la cabecera del enfermo y permanecía allí desde las dos hasta las cuatro, hora en que según el reglamento las visitas debían irse y las criadas servían el te a los enfermos. A veces hablaban con animación, sonriendo y bajando la voz; pero así y todo se les oían algunas frases, precisamente las que ellos no hubieran querido se oyeran: «¡Te amo!» «¡Mi dicha!», etc. A veces callaban largo tiempo y se contentaban con cambiar miradas veladas. Entonces el chantre, tosiendo, salía de la sala con aire de hombre muy ocupado, y Lorenzo Petrovich, que fingía dormir en su cama, veía con los ojos entreabiertos cómo se besaban los dos. Su corazón empezaba a latir mas rápidamente y se sentía extrañamente turbado. Y le parecía que las blancas paredes tenían una sonrisa triste y rara.
II
La jornada en la sala comenzaba temprano: cuando los primeros resplandores del alba la inundaban de una luz grisácea. A las seis se servía a los enfermos el te y lo bebían lentamente. Luego se les tomaba la temperatura. Algunos enfermos, y entre ellos el chantre, se enteraron allí por primera vez de que tenían temperatura. Les parecía ésta algo misterioso, y cuando se les colocaba el termómetro ponían un aire grave. El tubito de vidrio con sus líneas negras y rojas se convertía en cosa providencial; y según indicara una décima más o menos los enfermos se ponían alegres o tristes. Hasta el chantre, a pesar de su buen humor habitual, se ensombrecía por un instante cuando la temperatura de su cuerpo era más baja que la que se les decía ser normal.
—¡Esto sí que es una gaita!—decía a Lorenzo Petrovich con el termómetro en la mano y examinándolo con aire de reproche.
—Colócate el termómetro otra vez y quizás obtengas una temperatura más elevada—le recomendaba el comerciante burlándose dé él.
El chantre seguía el consejo, y si lograba obtener una décima más se ponía alegre y le daba las gracias calurosamente por el buen consejo.
Durante todo el día cada cual se preocupaba de la salud, y todo lo que los médicos recomendaran se hacía puntualmente, con exactitud. El chantre era el más grave; y al tener el termómetro o al tomar una medicina cualquiera ponía el rostro severo como durante la ceremonia de su promoción al grado superior. Cuando se le daban para el análisis varios vasitos los colocaba en un perfecto orden sobre su mesa bien numerados; como tenía mala letra pedía al estudiante que le escribiera los números. Reñía paternalmente a los enfermos que descuidaban las prescripciones de los médicos, sobre todo al gordo Minayev, que estaba en la sala número 10; los médicos habían prohibido a Minayev que comiera carne, pero él se la cogía a escondidas a sus vecinos de mesa y se la tragaba hasta sin masticarla.
Hacia las siete la sala se inundaba de una luz clara que pasaba por las inmensas ventanas. Había tanta claridad como en los campos; las blancas paredes, las camas, el suelo, la vasija de cobre, todo brillaba. Rara vez se acercaba alguno a las ventanas: la calle y lo que pasaba fuera de la clínica había perdido para los enfermos todo interés. Allá la vida estaba en su plenitud: pasaba el tranvía lleno de viajeros, destacamentos de soldados grises, bomberos con cascos brillantes, se abrían y se cerraban las tiendas. Aquí no había mas que personas enfermas que permanecían en la cama, frecuentemente sin fuerzas ni para volver la cabeza, o se paseaban, con sus blusas grises, sobre el suelo encerado; aquí se sufría y se moría. El estudiante recibía todas las mañanas un periódico, pero ni él ni los demás enfermos le leían apenas. Una pequeña irregularidad en las funciones del estómago de un vecino cualquiera turbaba más que la guerra y los acontecimientos de importancia mundial.
Hacia las once venían los médicos y los estudiantes y se consagraban horas enteras al examen minucioso de los enfermos. Lorenzo Petrovich se quedaba acostado tranquilamente, las miradas clavadas en el techo, y respondía a las preguntas con un tono de descontento. El chantre, emocionado, hablaba tan abundantemente y de una manera tan incomprensible, intentando complacer a todo el mundo, que con frecuencia no se podía comprender lo que quería decir. De sí mismo se expresaba en los términos siguientes:
—Cuando tuve el alto honor de llegar a la clínica...
De la asistenta decía:
—Cuando tuvo la amabilidad de purgarme...
Sabía siempre al minuto a qué hora se levantaba, se acostaba, se sentía mal. Después que se iban los médicos se ponía más alegre, se entusiasmaba, daba las gracias, y estaba más contento si había tenido la suerte de saludar separadamente a alguno de los médicos.
—¡Esto está tan bien, tan bien!—exclamaba entusiasmado. Y contaba de nuevo a Lorenzo Petrovich, que no decía nada, y al estudiante, que sonreía, de qué modo había saludado primero al doctor Alejandro Ivanovich, luego al doctor Semenio Nicolayevich.
Su enfermedad era incurable y sus días estaban contados; pero no lo sabía y hablaba con efusión del viaje que tenía proyectado a un monasterio después de curado, y de su manzano, que aquel año debía dar mucha fruta. Y cuando hacía buen tiempo; cuando las paredes y el suelo estaban abundantemente inundados de rayos de sol, incomparables de vigor y belleza; cuando las sombras en los lechos blancos como la nieve eran de un azul opaco, cantaba plegarias con voz conmovida. Su voz de tenor débil y tierna temblaba de emoción, y, procurando no ser visto de sus vecinos, se enjugaba las lágrimas que ascendían a sus ojos. Luego se acercaba a la ventana y admiraba la profunda bóveda celeste, tan alejada de la tierra, tan serena en su belleza que ella misma parecía un divino cántico.
«¡Sé clemente conmigo,. Dios omnipotente!—rezaba el chantre—. ¡Perdóname mis pecados y dirígeme por tus caminos!...»
A horas fijas se servía el almuerzo, la merienda y la comida. A las nueve se cubría la lámpara eléctrica con una pantalla de tela azul y en la gran sala comenzaba la larga noche silenciosa.
La clínica se sumía en el sueño. Solamente en el corredor iluminado, ante el que permanecía abierta la puerta de la sala, velában las asistentas haciendo media y hablando entre ellas con voz ahogada. A veces, haciendo ruido con su andar pesado, atravesaba el corredor un asistente cualquiera. Hacia las once morían los últimos ruidos del día y un silencio sonoro sensible a los más leves rumores comenzaba a reinar. Este silencio recogía ávidamente todo ruido ligero, transmitiendo de una en otra sala el ronquido de los enfermos, sus toses y sus gemidos. Con frecuencia eran ruidos engañosos, llenos de misterio, y no se sabía si era un ronquido apacible o la agonía de la muerte.
Excepto la primera noche, cuando Lorenzo Petrovich lo olvidó todo en un profundo sueño, no dormía ninguna noche, asaltado por una multitud de pensamientos conturbadores. Las manos cruzadas bajo la nuca, inmóvil, fijaba la mirada en la lámpara eléctrica cubierta con una pantalla. No creía en Dios, no tenía apego a la vida y no temía la muerte. Había derrochado todas sus fuerzas vitales estúpidamente, inútilmente, sin ningún placer. Cuando todavía era joven y tenía hermosos cabellos robaba el dinero a su amo; le pegaban cruelmente con frecuencia y odiaba a los que le pegaban. Convertido él mismo en amo aplastaba con su dinero a la gente baja, a quien despreciaba y a la que inspiraba odio y terror. Cuando vinieron la vejez y la enfermedad comenzaron a robarle a su vez, y si cogía a alguno le pegaba cruelmente, sin compasión. Tal era toda su vida. Estaba llena de odios y de injurias. Las chispas de amor se extinguían en seguida en aquella atmósfera, no dejando tras sí mas que frías cenizas en el corazón. Ahora quisiera aislarse de la vida, encontrar el olvido. Despreciaba profundamente su propia estupidez y la de los demás. No podía admitir que hubiera gentes que amaran la vida, y en sus noches sin sueño volvía frecuentemente la cabeza hacia el lecho donde dormía el chantre. Examinaba largamente los contornos de su vecino, que roncaba bajo la ropa del lecho, y se decía, con los dientes apretados:
«¡Qué idiota!»
Después miraba al estudiante, que también dormía, y rectificaba:
«¡Dos verdaderos idiotas!»
Cuando llegaba el día su alma se sumía en el silencio y su cuerpo ejecutaba dócilmente cuanto se le ordenaba. Pero este cuerpo era cada día más débil y permanecía como una masa inerte y pesada sobre el lecho.
El chantre se debilitaba también. No se paseaba ya a través de las salas, reía rara vez; pero cuando el sol inundaba la clínica se ponía a charlar alegremente, a dar gracias al Sol y a los médicos y a hablar de su manzano. Luego empezaba a entonar un cántico religioso, y su rostro enflaquecido se ponía más sereno y adquiría una grave expresión. Cuando terminaba de cantar se acercaba a la cama de Lorenzo Petrovich y le contaba otra vez los detalles de la ceremonia de su promoción al grado de chantre.
—Me dieron un enorme certificado así de grande—y extendía los brazos—, y todo lleno de letras. ¡Había hasta letras doradas, a fe mía!
Levantaba los ojos hacia el icono, hacía la señal de la cruz y añadía, con respeto para su propia persona:
—Al pie del certificado estaba el sello del mismo obispo. ¡Un sello enorme! ¡Ah qué hermoso era todo aquello!...
Reía muy contento, feliz. Pero cuando el sol se iba de la sala ocultándose tras una nube gris y todo se ponía triste y sombrío a su alrededor el chantre suspiraba y se metía en la cama.
III
En los campos y los jardines había nieve aún, pero las calles estaban ya libres. A lo largo de las casas corrían arroyuelos que formaban pozos en el asfalto. El sol inundaba la sala con torrentes de luz, y calentaba tanto que obligaba a esquivar sus rayos ardientes como en el verano, y era difícil creer que detrás de las ventanas el aire fuera aún frío y húmedo. A esta luz la sala con su alta techumbre parecía un estrecho rincón, pesado el aire oprimido por las paredes. El ruido de la calle no penetraba por las dobles vidrieras; pero cuando se abrían las ventanas por la mañana la sala se llenaba de pronto con las voces alborotadas de los gorriones. Ahogaban todos los demás sonidos, que se eclipsaban modestamente, se apoderaban de los corredores, subían las escaleras, penetraban con impertinencia en el laboratorio. Los enfermos, a los que se hacía salir al corredor, sonreían al escuchar los gritos de los gorriones, y el chantre susurraba con una alegre extrañeza:
—¡Cómo alborotan los gorriones esos!
Pero las ventanas se volvían a cerrar y el ruido moría tan de repente como había nacido. Los enfermos volvían apresurados a la sala como si aun esperaran oír el eco de aquel ruido y respiraban ávidamente el aire fresco.
Ahora se acercaban con más frecuencia a las ventanas y permanecían junto a ellas mucho tiempo, enjugando los cristales con los dedos, por más que estaban bien limpios. Gruñían cuando les tomaban la temperatura y no hablaban mas que del porvenir. Todos se figuraban aquel porvenir sereno y bueno, hasta el muchachito de la sala 11, el que se llevaron a una habitación especial y había desaparecido después. Algunos de los enfermos le vieron cuando le transportaban sobre su lecho, la cabeza hacia adelante; estaba inmóvil y sólo sus ojos profundos miraban a su alrededor; había tanta tristeza y desesperación en sus miradas que los enfermos volvían la cabeza. Todos adivinaban que el muchacho había muerto, pero nadie estaba ni turbado ni asustado por aquella muerte: allí como en la guerra la muerte era un fenómeno trivial y simple.
La muerte se llevó casi por aquel mismo tiempo a otro enfermo de la sala número 11. Era un viejecito muy vivo atacado de parálisis. Se paseaba con aire despierto a través de la clínica, con un hombro hacia adelante, y contaba a todos siempre lo mismo: la historia de la conversión de Rusia al cristanianismo bajo el rey Woldemar el Santo. No se podía comprender por qué esta historia le había conmovido tan profundamente; hablaba muy bajo, de una manera incomprensible, lleno de entusiasmo, agitando su mano derecha y moviendo su ojo derecho, pues todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba paralizado. Si estaba de buen humor terminaba su relato con una exclamación ardiente y triunfal: «¡Dios está con nosotros!» Luego se iba apresurado, con una risa confusa, tapándose la cara con la mano derecha. Pero con más frecuencia estaba triste y se lamentaba de que no le pusieran un baño caliente, que le habría curado por completo, seguro estaba de ello.
Algunos días antes de su muerte se le declaró que por la noche tendría su baño caliente; durante todo el día estuvo agitado y repetía: «¡Dios está con nosotros!» Cuando se encontraba ya en el baño, los enfermos que pasaban por allí cerca oían su voz contenta y rápida: contaba por última vez al vigilante la historia de la conversión de Rusia al cristianismo bajo Woldemar el Santo.
No había grandes cambios en la salud de los enfermos de la sala número 8. El estudiante Torbetsky iba mejor, mientras que Lorenzo Petrovich y el chantre estaban más débiles cada día. La vida y las fuerzas les abandonaban de una manera un perceptible y no se daban cuenta de ello, como si fuera muy natural que no se pasearan ya por la sala y que estuvieran todo el día acostados.
Regularmente venían los médicos con sus blusas blancas, y los estudiantes; examinaban a los enfermos y cambiaban sus opiniones.
Un día condujeron al chantre a la gran sala de conferencias y cuando regresó estaba agitado y charlaba sin cesar. Reía nerviosamente, se santiguaba, daba gracias y de cuando en cuando se enjugaba los ojos, que estaban enrojecidos, con el pañuelo.
—¿Por qué llora usted, padre mío?—preguntó el estudiante.
—¡Ah, querido, si usted hubiera visto aquello! ¡Era tan emocionante! Semenio Nicolayevich me hizo sentar en un sillón, se puso a mi lado y dijo a los estudiantes: «¡He aquí el chantre!»
Su rostro adquirió una expresión grave; pero las lágrimas ascendieron de nuevo a sus ojos y, habiendo vuelto pudorosamente la cabeza, continuó:
—¡Tiene un modo de decir las cosas ese Semenio Nicolayevich! Es tan conmovedor que le par te a uno el corazó
... Sollozó levemente.
—Había una vez, dijo Semenio Nicolayevich, había una vez un chantre... Había una vez...
Las lágrimas le cortaron la palabra. Después de haberse acostado ya susurró con voz ahogada:
—Ese buen Semenio Nicolayevich ha contado toda mi vida. Cómo viví en la miseria mientras no fui más que ayudante del chantre... todo... No ha olvidado tampoco a mi mujer... El buen Dios se lo recompense... ¡Era tan emocionante, tan emocionante! Como si yo estuviera ya muerto y se me hiciera la despedida... Había una vez un chantre... había una vez...
Al oírle hablar así todos comprendieron que no tardaría en morir. Era tan evidente como si ya estuviera allí la muerte, a su cabecera. Parecía que su lecho estaba ya envuelto en un frío de tumba, y cuando calló tapándose la cabeza con la sábana, el estudiante se frotó nerviosamente las manos, que se le habían quedado frías. En cuanto a Lorenzo Petrovich tuvo una risa brutal y se puso a toser.
Los últimos días Lorenzo Petrovich estaba muy turbado y volvía la cabeza sin cesar hacia el cielo azul que se entreveía por la ventana. Ya no se quedaba inmóvil como antes; se agitaba en la cama, gruñía y se enfadaba con los enfermeros. Manifestaba su mal humor aun con el doctor. Este era un hombre de buen corazón y una vez le preguntó con afecto:
—¿Qué tiene usted?
—¡Me aburro!—respondió Lorenzo Petrovich con el tono de un niño enfermo, cerrando los ojos para ocultar sus lágrimas.
Aquel día se anotó en el diario donde se inscribía la temperatura, así como todo el curso de su enfermedad: «El enfermo se aburre.»
El estudiante seguía recibiendo las visitas de la joven a quien amaba. Las mejillas de su bien amada estaban teñidas de un color vivo cuando llegaba de la calle, y era agradable y al mismo tiempo un poco triste el mirarla.
—¡Mira qué calor tengo en las mejillas!—decía acercando su rostro a los ojos de Torbetsky.
Este miraba, pero no con los ojos, sino con los labios, largamente y muy fuerte, pues estaba mucho mejor y sus fuerzas aumentaban. Ahora no se preocupaban de la presencia de los otros enfermos y se besaban sin recatarse. El chantre volvía delicadamente la cabeza; pero Lorenzo Petrovich no fingía ya que dormía y miraba a los amantes con una provocación burlona. Y ellos querían al chantre y no querían a Lorenzo Petrovich.
El sábado, el chantre recibió una carta de su familia. Hacía una semana entera que la esperaba. Todo el mundo sabía que la esperaba y participaba de su inquietud. Activo y alegre ya iba de una a otra sala mostrando la carta, recibiendo felicitaciones y dando las gracias. Todo el mundo sabía desde hacía mucho tiempo que su mujer era muy alta; pero aquella vez contó un nuevo detalle, inédito hasta entonces:
—¡Lo que ronca mi mujer! Cuando duerme se le puede pegar con una maza, que no se despertará: ¡sigue roncando! ¡Lo mismo que un granadero!
Luego el chantre, frunciendo maliciosamente las cejas, añadió con un tono de orgullo:
—Y esto ¿a que no lo habéis visto? ¿Eh?...
Al decirlo enseñaba un pequeño extremo del papel sobre el que se veían los contornos irregulares de una mano de niño, en medio de la cual había una inscripción: «Tosia te envía sus saludos.» La manita, antes de ser puesta sobre el papel, estaba probablemente muy sucia; por lo menos había dejado manchas en la carta.
—¡Es mi hijito! ¡Es muy travieso! No tiene mas que cuatro años; pero ¡tan inteligente, tan inteligente!... ¡Ha puesto su manita el picarillo!...
Y retorciéndose de risa se golpeaba las rodillas con las manos. Su cara tomaba por un instante la expresión de un hombre sano y al mirarle no se diría que estaban contados sus días. Hasta su voz se tornaba robusta y sonora cuando se ponía a cantar su cántico religioso favorito.
Aquel mismo día llevaron a la sala de conferencias a Lorenzo Petrovich. Se puso agitado, temblorosas las manos y con una sonrisa de maldad en los labios. Rechazó con cólera al enfermero, que le quería ayudar a desnudarse, se acostó y cerró los ojos. Pero el chantre esperaba con impaciencia a que los volviera a abrir, y cuando llegó este momento empezó a hacer preguntas a su vecino sobre lo que había pasado en la sala de conferencias
—Es emocionante, ¿no es verdad? Han dicho probablemente: «Había una vez un comerciante...»
Lorenzo Petrovich encolerizado echó sobre el chantre una mirada llena de desprecio, le volvió la espalda y cerró de nuevo los ojos.
—No te pudras la sangre—continuó el chantre—. Pronto curaras y todo irá bien.
Echado de espaldas miró pensativo al techo, donde se veía un rayo de Sol venido no se sabe de dónde. El estudiante había salido para fumar. En la sala reinaba un silencio cortado por la respiración lenta de Lorenzo Petrovich.
—Sí, padrecito—decía lleno de alegría el chantre—. Si te encontraras por casualidad en nuestro pueblo ven a verme. No está más que a cinco kilómetros de la estación. Cualquier campesino te conducirá a mi casa. Vas a verme, a fe mía; te recibiré como a un rey. Tengo allí una sidra superior, de una dulzura incomparable.
Suspiró, y tras una corta pausa continuó:
—Antes de entrar en mi casa visitaré el monasterio, la catedral; luego me lavaré bien en los famosos baños de vapor... ¿Cómo se llaman?...
Lorenzo Petrovich callaba siempre y era el chantre mismo quien se respondía:
—Baños del Comercio... Después iré a mi casa...
Se calló muy contento. Durante algunos instantes no se oyó mas que la respiración irregular de Lorenzo Petrovich, que parecía la de una locomotora mantenida en una vía de reserva. Y antes de que el cuadro de felicidad próxima imaginada por el chantre hubiera desaparecido de sus ojos, oyó palabras terribles; terribles no solamente por su sentido, sino también por la maldad y la rudeza con que fueron pronunciadas.
—No es a tu casa, sino al cementerio adonde irás—dijo Lorenzo Petrovich.
—¿Cómo, padrecito?—preguntó el chantre sin comprender.
—¡Digo que es el cementerio lo que te espera!
Se volvió hacia el chantre para que lo oyera mejor, para que ni una sola de aquellas palabras crueles se perdiera, y añadió:
—O bien puede ser que te corten en pedazos aquí mismo, a la gloria de la ciencia y para instruir a los estudiantes...
Tuvo una risa larga y malvada.
—Pero vamos, padrecito, ¿qué es lo que dices?— balbuceó el chantre.
—Digo que se tiene aquí una manera chusca de enterrar a los muertos: primero cortan al desgraciado un brazo y le entierran; luego una pierna, y la entierran igualmente, y así sucesivamente. Si el muerto no tiene suerte su entierro se puede prolongar todo un año.
El chantre miró con horror a su interlocutor, que continuó diciendo palabras terribles y repugnantes por su cinismo.
—A decirte verdad, pobre chantre, me causas extrañeza: a pesar de tu edad avanzada eres tonto como un santo. Haces proyectos para el porvenir. Tienes intención de visitar el monasterio, la catedral; hablas de tu manzano y, sin embargo..., no tienes mas que una semana de vida...
—¿Una semana?
—Sí, viejo mío; nada más. No soy yo quien te lo dice; son los médicos mismos quienes lo afirman. Ayer, cuando tú no estabas aquí, les oí hablar entre ellos... Creían que yo dormía. «Nuestro chantre es cosa acabada—dijeron—: no tiene mas que una semana de vida...»
—¿Nada más que una semana?—balbuceó el otro con una voz apenas comprensible.
—Nada más, viejo mío. La muerte no esperará. No tiene piedad.
Y habiendo alzado su enorme puño añadió, después de mirarle un instante:
—¡Mírale! ¿Es forzudo eh? Podría matar a cualquiera y, sin embargo... Yo también... ¡Sí, yo también! ¡Ah, mi pobre chantre, qué tonto eres! «¡Visitaré el monasterio, la catedral!...» No, viejo; ya no visitarás nada...
El rostro del chantre se había puesto amarillo. No podía ni hablar, ni llorar, ni gemir. Silencioso dejó caer la cabeza sobre la almohada, y esquivando la luz del día se tapó la cara con la sábana. Pero Lorenzo Petrovich no tenía ganas de callarse, como si aquellas palabras crueles le hicieran un bien. Y con una hipócrita honradez continuó:
—Sí, mi padrecito; una semana nada más. No tendrás tiempo de ir a los baños del Comercio. Quizá te pongan un baño caliente en el infierno... Es muy probable...
En este momento entró el estudiante y Lorenzo Petrovich calló. Se tapó también la cabeza con la sábana; pero se la quitó en seguida, y mirando con ironía al estudiante le preguntó, con la misma hipócrita hombría de bien y con una sonrisa de maldad:
—¿Y la señorita? ¿Tampoco hoy vendrá?
—No... no está bien de salud—respondió fríamente el estudiante.
—Es lástima. Pero ¿qué es lo que tiene?
El otro no respondió. Quizá ni siquiera había oído la pregunta. Hacía tres días que no veía a la joven. El estudiante hacía como que miraba por la ventana sólo por distraerse; pero, en efecto, espiaba la entrada del hospital con la esperanza de ver venir a su amada. Así pegado el rostro a los vidrios, nervioso, tan pronto esperando como desesperado, pasaba las dos horas durante las cuales se admitían las visitas en la clínica. Cansado, pálido, tomó un vaso de te y se acostó sin darse cuenta del silencio inhabitual del chantre ni de la locuacidad, inhabitual también, de Lorenzo Petrovich.
—¿No ha venido hoy la señorita?—decía el último con una sonrisa malvada.
IV
Aquella noche era desmesuradamente larga. La lámpara eléctrica cubierta con una pantalla iluminaba débilmente la sala. El silencio era turbado a veces por los ronquidos o los gemidos de los enfermos. Una cuchara cayó al suelo y el ruido producido por su caída fué como el de una campanilla y vibró largo tiempo en el aire, tranquilo e inmóvil.
Nadie durmió aquella noche en la sala número 8; pero todos estaban quietos en sus camas y parecían dormir. Sólo el estudiante Torbetsky, no haciendo caso de los demás, se volvía de todos lados y suspiraba. Por dos veces hasta salió al corredor para fumar un cigarrillo. Al fin se durmió con un sueño profundo y su pecho se levantaba en una respiración regular. Probablemente tenía sueños de dicha, pues en sus labios florecía una sonrisa de contento. Aquella sonrisa parecía muy extraña, casi misteriosa, en el rostro de un hombre dormido.
El reloj, que se encontraba en el compartimiento vecino, anunciaba las tres cuando Lorenzo Petrovich, que empezaba a dormitar, oyó un pequeño sonido tembloroso y tierno como una canción lejana y triste. Prestó oído: el sonido se prolongó, se hizo más fuerte y parecía ahora el llanto de un niño pequeño encerrado en un cuarto obscuro, que teniendo miedo a las tinieblas y al mismo tiempo a los que le han encerrado trata de contener sus sollozos. Lorenzo Petrovich, completamente despierto, comprendió inmediatamente lo que pasaba: era una persona mayor que lloraba sofocada, tragándose las lágrimas.
—¿Qué es eso?—preguntó asustado.
Nadie le respondió.
Los sollozos cesaron. La sala se había vuelto todavía más triste. Las paredes blancas estaban un pasibles y frías. No había nadie a quien poderse quejar de la soledad y del miedo y pedirle protección.
—¿Quién llora, pues?—insistió Lorenzo Petrovich—. ¿Eres tú, chantre?
Los sollozos, que por el momento se habían como escondido muy cerca de Lorenzo Petrovich, volvieron a empezar de nuevo. No contenidos ya, llenaron ahora la sala. La sábana que cubría el cuerpo del chantre se bajó y la plaquita metálica adosada al lecho temblaba.
El chantre lloraba cada vez más fuerte. Lorenzo Petrovich se sentó en la cama y después de reflexionar un instante bajó al suelo. Tuvo un vértigo y le costó trabajo sostenerse sobre las piernas; parecíale que alguien hacía girar en su cerebro bolas pesadas de piedra. Su corazón latía tan fuerte como si le golpearan con un martillo desde dentro del pecho.
Se acercó, respirando con dificultad, al lecho del chantre, que se encontraba a un metro del suyo. Extenuado por este esfuerzo tocó con su mano el cuerpo del chantre, que sin decir nada le cedió un pequeño sitio para que se pudiera sentar.
—¡No llores! ¡Eso no vale la pena!—dijo Lorenzo Petrovich—. ¿Temes tanto a la muerte?
El otro se estremeció en su lecho y exclamó con tono lastimero:
—¡Ah, eso es tan!...
—¿Qué? ¿Tienes miedo?
—No, no tengo miedo... no tengo miedo...—bal buceó sollozando con más fuerza aún.
—No te tienes que enfadar conmigo por habértelo dicho... Sería tonto enfadarse...
—Pero si no estoy enfadado. ¿Y por qué había de enfadarme? No eres tú quien ha llamado a mi muerte... Viene ella sola...
—Entonces ¿a qué lloras?
Esto no era piedad: Lorenzo Petrovich quería solamente comprender, mirando atentamente el rostro del chantre y su pequeña perilla gris, que se veían apenas en la semiobscuridad.
—¿Por qué lloras, pues?—insistió.
El chantre se cubrió el rostro con las manos y, balanceando la cabeza, respondió con una voz lastimera:
—¡Ah, padrecito!... Es el sol lo que siento... ¡Si supieras cómo brilla en nuestra casa... en nuestro país!... Es algo maravilloso...
¿De qué sol hablaba? Lorenzo Petrovich no comprendía y se enfadó. Pero un instante después se acordó del torrente de luz que inundaba la sala aquella mañana; se acordó de cómo brillaba el sol en su país, sobre el Volga, en el bosque, en los senderos campestres, y dejando caer con desesperación sus brazos a lo largo del cuerpo cayó sollozando sobre la almohada, al lado del chantre. Así lloraron los dos. Lloraron el sol que no verían más, el magnífico manzano que daría fruta cuando ellos no estuvieran ya en este mundo, las tinieblas que los envolverían pronto, la vida tan ardientemente deseada y la muerte tan cruel. El silencio de la noche agarraba sus sollozos y los repartía por las salas mezclándolos con los ronquidos de los enfermeros cansados del trabajo del día, con los gemidos de los enfermos graves y la respiración de los convalecientes.
El estudiante dormía, pero la sonrisa había desaparecido de sus labios y sombras azules se posaron en su rostro, inmóvil y triste en su inmovilidad. La lámpara eléctrica alumbraba la sala con su luz imperturbable y las blancas paredes seguían impasibles.
La muerte se llevó a Lorenzo Petrovich a la noche siguiente, al amanecer. Se había dormido con un sueño profundo; luego se despertó de pronto, comprendió que se iba a morir en seguida y que había que gritar, pedir socorro, hacer la señal de la cruz. Pero no tuvo tiempo, pues perdió la conciencia. Su pecho se alzó y se bajó de nuevo, sus piernas tuvieron un entumecimiento, su cabeza resbaló de la almohada. El chantre, al oír un leve ruido en la cama de su vecino, preguntó sin abrir los ojos:
—¿Que tienes, padrecito?
Nadie le respondió y se durmió otra vez.
Cuando vinieron los médicos le aseguraron que no tenía que temer a la muerte y que viviría aún mucho tiempo, y él tuvo en aquello plena confianza. Desde la cama saludaba con la cabeza y daba las gracias muy dichoso.
El estudiante era también feliz y durmió con sueño tranquilo: recibió la visita de su amada, que le besó muy fuerte, y estuvo a su lado veinte minutos más que de costumbre.
El Sol había salido.