Las posadas del amor/Capítulo 8
Capítulo 8
La noche tenía una inmensidad de maravilla.
Víctor detuvo perezosamente su marcha de pereza ante el hotel. Si quería, podía entrar. Si quería, podía seguir paseando de un modo filosófico las calles. Le abrumaba su eterna horrible libertad. Los focos voltaicos se perdían como en sucesión de lunas, por la avenida desierta, alumbrando las acacias.
Abrió la cancela, y el minúsculo jardín le sumió en la perfumada sombra de sus cersis. Un hotel tan bizarramente bello como un bello panteón. En la meseta, a la altura de las copas de los árboles, volvió la indecisión a detenerle; ¿a qué entrar, si no tenía sueño?... Pero ¿adónde ir?... Sus ojos, por lo menos, sí se fueron largo... a las estrellas...; no había luna, y brillaban como llamas las de Orión. Él estaba a la puerta del bello panteón bizarro, como un muerto que hubiese salido a mirar el infinito.
Este pedazo azul de infinito se orientaba al Norte, y al mar, y a dos almas. Veintidós horas de tren le habían apartado de dos almas y del mar noventa leguas. ¿Qué fue... aquello que vio contra el crepúsculo de rosa... en la alta ojiva de la torre... cuando el tren partía?... Todo se removió... en marea de cosas... alrededor del viajero que corría en su ventanilla: buques, Versala, los árboles y el convento...; todo cruzaba fugitivo; y aérea, allá en la altura de la torre, en otro ventanal rosado contra el cielo donde habíase puesto el sol, una voladora visión se disolvía: una monja, quizás; una niña, quizás...; dos blancos pañuelos, también, debajo de una campana..., no supo bien; pero él sacó el pañuelo suyo y lo dejó tremolar al viento de la marcha como un idiota que no sabe si se despide de un tesoro... Luego, nada: la noche... y el viajero que cayó a dormirse con la misma pesadez que un fardo transportado sobre ruedas.
El tren, a las ocho de esta noche, le había dejado en Madrid, porque paró en Madrid. Si no, él habría seguido. ¡Daba igual! Bajaron del tren veinte viajeros y cien banastas de sardinas. Nadie le despidió. Nadie le esperaba. Fue a su restorán y cenó y bebióse entera la botella. A Dámaso le dio tres pesetas de propina y el talón, para que mañana hiciese traer sus maletas a este hotel..., a esta posada. Él se olvidó del equipaje. ¡Daba igual!
¡Oh, la botella! ¡Cuántas formas de la felicidad en pedazos... y cuán no mal brinda la suya una botella! Feliz, por seis reales de rioja, le oyó a unos ciegos, tomando dos reales de café, Quand l'amour meurt, en un café de la calle de Alcalá. Después le oyó La Geisha, en un circo, a una compañía italiana. Después paseó por el Hipódromo. Y ahora estaba aquí. ¡Las dos!
Sacó la llave y abrió la puerta. El hotel parecía esta noche abandonado. Silencio, quietud, obscuridad. Llegó a su gabinete con la luz de una cerilla, y allí encendió la eléctrica. Delante del sofá había una bota de mujer. ¿De cuántos días perdida u olvidada?... Olía a perfumes de mujeres esta posada del amor, siempre, desde que se pasaba la escalera. Sobre la mesa había cartas.
Víctor se sentó.
Cartas perfumadas. Cartas de mujeres.
Mery le enviaba besos desde Londres, y Ricarda desde Niza.
Otra carta decía, con el sobre puesto a un editor: «Soy una admiradora suya desde hace tiempo, y un poco caprichosa. Ardía en deseos de conocerle, y hasta ahora no he tenido libertad. ¿Quiere usted esperarme mañana, a las cinco de la tarde, frente a Lara?... Tenga esta carta en la mano para que yo no dude.-Elena».
El bruto, el vuelto a su vida horrible por una maldición del mundo, que era más fuerte que su ensueño, sonrió. Esta noche abrazaría a Mery, a Ricarda, a Elena..., ¡y hallábanse tan lejos! Pensó que había hecho una insigne estupidez metiéndose en casa sin sueño y con ganas de abrazar. Sin embargo, se daba cuenta tarde. La pereza no le consentía salir de nuevo..., buscar a cualquiera otra fiel amante suya, que tendría, quizás, a otro amante en los brazos...
¿Quién... esta Elena, esta ignota? La carta era de muchos días atrás, y no tenía la menor indicación para que él pudiera escribirle. Tembló, por lo mismo, de un poco de emoción. En toda desconocida le era siempre dable suponer a la ideal..., a la soñada... ¿Cómo sería esta Elena? ¿Quién sería?
En un rato, le preocupó. Al fin, pensando que, si tenía un poco de alma, ella le volvería a escribir al mismo sitio y en forma que él la pudiese contestar, si también la cita le llegase tarde, se levantó y se dirigió hacia el dormitorio.
Alzó la colgadura, entró y encendió la luz. Al mismo tiempo que la luz, surgió un ligero grito. La luz, fuerte en su pantalla blanca, que la enfocaba al lecho, acababa de despertar en el lecho a una mujer. Medio alzada en susto, sobre el codo, sonrió:
-¡Ah, eres tú!...
Era rubia. Era muy linda, muy blanca, muy joven. Era Lucía.
-¡Ah, eres tú!... -repitió lo mismo Víctor.
-Sí, ¿sabes? -explicó ella, resguardándose los senos con un puñado de la sábana. -Mi hermana Claudia está durmiendo con Julio, ahí; y con Marcial, una Eléctrica. Y como han dado en venir todas las noches..., y este cuarto estaba libre y es mejor que el de la estufa..., ¿dónde andabas?..., pues yo me estaba acostando en este cuarto.
-¡Bravo, Lucía! ¡Muy bien!
-Sí. Ya sabes que, sola en casa, tengo miedo. ¿Dónde andabas?
-Por ahí, lejos... Llego esta noche. Siento haberte despertado, mujer. Pero duerme..., duerme..., sigue. Me iré al cuarto de la estufa.
El ademán de apagar la luz para retirarse, Lucía se lo contuvo amablemente.
-¡No! Si traes sueño -dijo, sacando entre la camisa de seda una admirable pierna, de las ropas, pronta a partir- seré yo quien se cambie al otro cuarto-. Sin embargo, contúvose invitando -: Pero si no tienes sueño, y quieres quedarte aquí... conmigo...
-¡Aaah! -hizo Víctor gratamente.
-Sí, mira, Víctor (y ya ves que no he olvidado tu nombre); desde que te fuiste, desde aquella noche, cree que he estado sintiendo mucho el no haber podido entonces acceder a tu deseo... ¡Bah, tú pensarías que soy interesada..., y después de estar en tu casa comiendo, tan bien tratada por vosotros!... Bueno, hombre; vosotros lo comprendéis; ¡no tenemos más remedio!... Ahora ya ves..., estos pendientes..., estas sortijas..., son indispensables en nosotras, si no hemos de parecer unos guiñapos. ¡Las que tenía aquella noche eran falsas!
Giraba la cabeza mostrando los pendientes, y tendía las manos; Víctor apreció indudables los destellos de la fina pedrería.
-¡Ah! -volvió a exclamar-. Luego... tu conde...
-Lo encontré. Un poco viejo. ¡Daba igual para una noche! -Volvió a mostrar las manos, y acabó-: ¡Esto y algo más..., y la libertad con mis amigos! Pregunta... Pueden decirte Julio y Marcial si yo soy interesada. Conque..., ¿tienes sueño?
Víctor, sonriente, por respuesta se quitó la americana. Ella, sonriente, se recogió bajo las ropas, a esperar.
Y mientras acabó de desnudarse Víctor, con agria incitación a una pequeña felicidad, semejante a la que bebió en una botella, y que era triste, muy triste en su alma, contemplando a la ex virgen rubia del burdel, se acordaba de la virgen del convento.
Posadas del Amor, el convento y el burdel. Aquél guardábale el alma de la gracia a la bella grande Vida «que no vive todavía». Este, la carne de la gracia. ¡Tal vez en la íntima fusión del burdel con el convento hubiera de surgir la íntegra mujer de una tierra de la gloria!...