Las posadas del amor/Capítulo 7
Capítulo 7
De que estuvo atado el hombre, lo arriaron con la cuerda y lo hundieron en el mar; cerróse el agua: su cristal volvió a aquietarse junto al casco de la draga. La cuerda; el tubo -que eran los hilos de una respiración, de una existencia. No se vio más de aquella vida. Otros hombres, en la borda, giraban el ventilador: si se olvidasen un minuto, moriría el del fondo.
Víctor, tendido en el líquen de la roca, pensó que todos y él tenían una escafandra bien pesada de vileza y cobardía -y hermético en el interior, un mísero dios humano sin acción y sin aliento. A cada uno, entre los demás, le daban vida de asfixias de la muerte con una cuerda y por un tubo.
-¡Ah, hermana, pobre hermana en el fondo del convento! En el del mar debía de haber también aquella paz, aquella verde claridad filtrada de los aires; pero saldría este buzo auténtico, del mar, teniendo siquiera la ilusión de quedar sin escafandra al quitarse la de hierro.
Víctor, tendido sobre el líquen viscoso de la roca, sentía en el ser el peso mortal de su escafandra. La roca dominaba desde lejos el convento. Veía la torre, el largo edificio de piedra y de ventanas y la arboleda del parque. Entre sus manos tenía quizá la cuerda salvadora de una niña: Clotilde; y de otra niña: la hermana Nieves-; pero, buzos siempre, buzas las almas en la vida, ¡quién supiese quiénes tendrían juntas después las cuerdas de los tres!
Y tornó los ojos hacia el mar, hacia el buque de afilada proa que veíase no lejos de la draga; era un transatlántico italiano. En este buque, o en otro buque... la mujer-niña, la niña-niña... y él... ¡oh!, ¡podrían partir... hacia la Vida!
Clotilde, con su humildad de mimosa dócil y siempre resignada, nada había vuelto a decirle del campo, de Tur..., ni ahora que convalecía tomando el sol en un sillón detrás del transparente; pero su alma, sus ansias, pedíanle espacio, pedíanle vida, pedíanle amor. La hermana Nieves, con su obediencia de sierva al rigor perpetuo de su suerte, nada había osado decirle nunca con los labios; pero sus ojos, sus ansias, pedíanle espacio, pedíanle vida, pedíanle amor... ¡amor, amor!
Rapto... que no sería el de Don Juan.
Rapto que sería el de una infinita caridad divina de la Vida por la vida. Cuando él (en su loco egoísmo despertado por vivir con ángeles), se llevase al ángel, a Clotilde, a «la hija de los dos»... la «madre» de ella, la «hermana» de él, el otro ángel, sufriría un doble y feroz arrancamiento. Y esto no debiera suceder. La «hija de los dos», mendiga de cariños, arrancada de su madre, podría una noche llegar de la mano de él a la esquina del convento, todo en sueño, para robarse «a su madre».
Pero, ¿qué tendría el rapto de absurdo y de imposible?
Lo ignoraba. Lleno de dudas, miraba Víctor a milla y media el transatlántico y a medio kilómetro el convento. Hoy le diría a la hermana qué subiese a ver desde la torre este buque y otros buques que sabían del alma inmensa de los cielos y las aguas...
Y como sacaban del mar al buzo con su hábito de hierro, la caridad, la caridad, la angustia y la duda enormes de su enorme caridad de vida, alzaron a Víctor de la roca. Iba al convento del Sagrado Corazón. Le parecía que, si tardase, acabarían de ahogarse allí dos almas.
Caminó de prisa, y la duda en torno de él. Cruzó de prisa la ciudad, y salvó con las prisas reprimidas de su anhelo, cuando una monja le abrió, aquel zaguán de azucenas y aquel claustro donde sin pájaros vivían inmóviles las flores.
Clotilde jugaba con la madre a sentar sus once muñecas de biscuit en torno a una mesa de juguete. Saltó a su cuello. Volvió a jugar. Él las miraba. Era el refectorio de un colegio pequeñito, y solamente la madre-muñeca-directora hallábase de pie poniendo orden; los otros, en cueros, vestidos, niños de Dios y bebés, armaban gran tumulto con los brazos por el aire... Mas como el orden debía imponerse sin tardar, la hermana Nieves ayudaba a componer las actitudes...
¡Oh, la hermana Nieves! ¡Niña que no había jugado nunca a las muñecas ni al amor! Se había encendido ligeramente su faz, como siempre, al ver a Víctor, y su inocencia pretendía disimularlo en el otro juego de chiquilla. Pero su inocencia... marcó el opuesto borde de un abismo ante la vida monstruosa del roído por todos los horrores. ¿Cómo lanzar a esta otra dócil vida hecha por las sumisiones todas del mundo y de los cielos... en las duras, en las bravas, en las fieras rebeldías?... Haríala falta, para esto, dolor de mártir, de lucha, que tuvo la excelsa aquella del libro, y no su candidez de Virgen de Jesús, y no su dulce turbación, ahora, de novia enamorada...
Y, sin embargo, novia de candor y de pureza a quien más que a nadie la rebelión se le impondría. Novia sobre la cual pesaba un voto indestructible. Novia que no podría ser jamás la esposa de un hombre ante los hombres y ante Dios, ante su Dios, y sí sólo la maldita, la execrada, la perversa... la vil querida despreciable en la amante errante del grande amor que hubiera de cruzar la tierra entera entre los odios!
¿Sería capaz de tanto este ángel?
Víctor estimó su momentáneo plan de rapto como una insensatez. Casi como una infamia, en una caridad cruelísima de loco. Porque este ángel, restado de la Vida, gozaba, al menos, de una cándida felicidad de renunciaciones inconscientes, cuya paz había envidiado el que tornaba con su grande ensueño inútil de la Vida desde en medio de la vida horrible. ¿Con qué, si la rompiese, iba él a poder sustituirle tal felicidad, más que con la lucha y el tormento? ¿Dónde estaba el soñado mundo tan hermoso que no hiciera del amor de ambos calvario de amarguras? ¡Oh, sí; recordó, recordó: tan bestia el mundo, aún, que él tuvo que enloquecer y matar de locura divina a una adorada para volverla excelsa!
Pero, al fin, la excelsa aquella mereció la muerte por bella salvación de su vileza y su infortunio. ¡Esta otra, era feliz! Otra muerte igual, fuera un crimen estúpido, alevoso -simplemente.
La contemplaba.
¡Feliz, feliz... en su candor y en su cárcel de cristales de la gloria jugando a las muñecas! Y tembló de su imprudencia el infeliz e incansable buscador de la gran felicidad: ¡aun la más pequeña felicidad es tan rara en un ser... tan respetable!
La contemplaba, aquí, restada de la vida en su diáfana cárcel de cristales de la gloria, y veíala como divina y sentía Víctor el pesar de su egoísmo... que angustia de egoísmo fue, y no de caridad, sin duda, lo que impulsó a su corazón por un instante a querer tenerla ángel para sí, para «su hija», los tres en cielo de la tierra... y sin pensar que la tierra y él tenían ya demasiada carga de infierno y maldición para los ángeles. Sí, egoísmo con disfraz de caridad. De este mundano amor imposible, peligroso, que había turbado por contagio a la angélica feliz, se salvaría con oraciones la angélica feliz, volviendo a serlo.
¡Demasiado pura, demasiado alma, ella... y la conoció el buscador de un alma a besos en mil bocas demasiado tarde!... Siendo muy bella, tan bella, no la amaba -de tanta veneración a su pureza. Siendo alma, toda alma, no la amaba, ni podría amarla jamás, acaso, con amor humano, por un casi divino espanto de profanación. ¿Cómo decirla, en sus besos de entrega plena de la vida, que él habíase revolcado en todas las bajezas, en todas las prostituciones...? Para recibir una tal alma pura y viva de la Vida, hacía falta, al menos, un santuario de dolor en juventud, con fe de porvenir en largos años: y esta vida de alma tenía veintitrés y él casi el doble; y necesitaría su redención, desde santa de los cielos a excelsa de la tierra, más que lo que le quedara a él de vivir sobre la tierra...; y sobre la tierra, sin él, excelsa en medio del horror, se quedaría ella mártir y muerta cuando él muriese. ¡Oh, sí, qué tarde la encontraba, qué tarde! ¡Sin tiempo de purificarse él mismo antes de querer magnificarla!
La veneraba, no la amaba. Y venerar es más o es menos, pero... ¡otra cosa! Aunque tarde, deploraba el insensato, también por ella, el recíproco engaño de los dos. Ella no se había incautamente enamorado de él, sino de la Vida; de la otra mitad del amor en carne de la Vida, que ella no conocía, y cuyo efluvio le trajo por primera vez, y un poco bello con su elegíaca tristeza, el Víctor que llegaba del mundo destrozado. Él tampoco se había enamorado de ella, sino de la Vida; de la otra mitad del amor en alma de la Vida, que él no pudo llamar a besos en mil labios de mujeres, y que, en cambio, aquí flotaba intenso e imponente con su paz, exhalado por mujeres y azucenas. ¡Era una doble conversión de engaño! ¡Era una mutua envidia de ambos, dulcemente horrible y dolorosa!
-¡Papá Víctor! ¡Cógeme!
Clotilde cortábale sus reflexiones de horror y de dolor. Fatigada la niña de jugar con las muñecas, las había guardado en sus cajas, como en tumbas. Él la cogió. Empezaba a anochecer, y quería dormirse en sus brazos, igual que todas estas tardes. La hermana Nieves quedóse en otra butaca, enfrente. Y contemplando ahora a este ángel, a esta niña, que les preguntaba a los dos cuándo podrían correr al sol por los jardines, Víctor la estrechaba con una última y trémula caricia. En desprecio heroico a su egoísmo, desistía también de unirla a su vida miserable: siempre aquí, Clotilde, igual, en la diáfana ventura de este limbo de ignorancias e inocencias. Sin decírselo a ella ni a la hermana, había pensado en estas tardes, frente al mar, llevársela a Madrid para vivir a ella consagrado y respirando su pureza en una casa bella, aislada, noble. Pero acababa de ver lo absurdo del propósito, como acababa de ver lo absurdo y lo imposible del que hoy amplió hacia la hermana misma en caridad, y para evitarse más la doble tentación, díjole a la niña:
-Mañana, nenita, ¿sabes?... ¡Mañana me marcharé! ¡Tú ya estás buena!
Muy sorprendida la niña, se incorporó en protesta, rígida, mirando a la madre... mirándole después a él:
-¡Mañana!
-¡Mañana! -repitió la madre con la misma lividez de frío.
Víctor apoyó su resolución con disculpas. Tenía que hacer; no podía tampoco estarse siempre. Volvería a verla, pronto... volvería... Y la resignación de la dócil en forma de silencio, de pena muda que la hizo con avidez acurrucarse en el hombro de «su padre», la durmió... con el halago al menos de esta vuelta. La hermana Nieves se había puesto mientras a leer su santo libro.
Cuando la respiración de la linda palidita pregonó su sueño en la calma de la estancia, la hermana preguntó:
-¿Piensa... volver pronto de veras... o lo ha dicho por calmarla?
-No, hermana. No pienso volver pronto, y acaso nunca.
-¡Oh!
-Si volviese... me llevaría a esta niña conmigo, como lo pensaba ahora, por alivio al imposible afán de estarme siempre aquí... entre niñas, entre hermanas... ¡Y ni esto puede ni debe ser, ni aquello tampoco; la vida de esta niña y la de ustedes son cosa completamente aparte de mi vida miserable!
-¡Oh! -volvió a gemir la hermana, esquiva entre sus tocas.
-Yo quisiera, hermana, haber podido quedarme eternamente en esta casa, respirando almas de mujeres y azucenas... vivir aquí, y en una celda, allá de noche, seguir velando el sueño de Clotilde... para seguir escribiéndole al mundo sin tanto odio mis libros de alma y de dolor y de nobleza. Pero arrancar de aquí un alma ángel para llevármela al mundo... ¡No puede ser, hermana mía! ¡No debe ser!
Y como esta vez la hermana Nieves callaba, él continuó:
-Aquí, hermana, tienen ustedes paz. El mundo, a quien saliese de ella, ¿qué le ofrecería?...Cambiar la evidencia de la dicha por lo incierto, es disparate. Aquí tienen ustedes una sola alma de amor en que se aman todas, y fuera de aquí vive el odio. ¡Oh!, fuera de aquí... ¿qué madre como usted encontraría yo para Clotilde? ¿Qué ternura, qué felicidad más grandes que estas en que vive su candor? Los cuidados míos, hermana, aun suponiéndome capaz de la perfecta abnegación, no hubiesen de bastarla; porque cuando esta niña de siete años tenga treinta, casi empezando a vivir, yo habría muerto... dejándola con su espíritu formado de mi espíritu en el desamparo del mundo. ¡Con un espíritu que por no tener ya el suyo compañero hubiese de sufrir lo que sólo yo, y Dios... y usted, hermana, sabemos que ha sufrido el mío... sin su igual! Pero de mí ¡nada importa!, ¡es mi sino! Vuelvo al mundo arrastrando mis pesares. Ella no, ¿por qué?... Si el amor de paz, en que aquí nació al amor más grande, la enamora, siga para siempre aquí con usted, con mis hermanas, venturosa e inocente. ¡Desde lejos.., yo la adoraré... y a las que la adoran... aun sin verla más, acaso, por no turbar las blancuras de su ser con mi impureza!
Calló Víctor, y en los claustros se oyó la voz de don Antonio.
La directora se alzó, salió veloz... en opuesto sentido de los claustros... Víctor habría jurado que escapaba porque nadie viese el llanto que a él también ocultáronle las tocas.
El doctor entró con la hermana Veneranda.
Y la hermana Nieves no había vuelto cuando él salió con el doctor, que dejó la sala llena del eco de sus voces y apestando a tagarnina.