Las posadas del amor/Capítulo 4

Capítulo 4

-Madre, ¿por qué tarda?

-¿Tu papá?

-Sí.

-¡Bobita, si son las cinco! Viene siempre a las seis.

Cerró los ojos Clotilde, giró en la almohada la cabeza, y tendió un brazo fuera de las ropas. La directora volvió a arroparla el brazo, y quedóse contemplándola.

Sobre la colcha había dejado el libro de oraciones.

No era el de la niña más que uno de sus lúcidos destellos en mitad de sus delirios, en mitad de su sopor. Le arregló la cofia y los rizos de la frente, sin que lo sintiera. La cama estaba llena de muñecas y de estampas de Nuestra Señora de Tur. Se las traía... el réprobo, el ser incomprensible, que tenía Hostias clavadas con puñales, y que le mostraba a su hija ternuras tan extrañas después de no haberse cuidado ni de verla en tanto tiempo.

Él, desde el segundo día, recordábala en saludo: «Hermana, ¿rezó por mí?». Contestaba ella que sí, y era lo cierto que al dedicarle cada noche una oración, sufría como si en ella misma hubiese una rebelde contumacia al estar implorándole a Dios la salvación de un irremisible condenado. Acaso mientras rezaba ella, la oración estuviera sirviéndole de mofa al sacrílego.

Se le había convertido en obsesión, en turbación de todos los momentos.

Cogió el libro, y púsose a leer. No pudo; el libro tornó a caer sobre la falda.

-¡Oh, papá!... ¡Papá Víctor! -musitaron en vago subdelirio los labios de la enferma.

Quedó ahora de faz a la hermana, en otro inconsciente y brusco girar de la cabeza, siempre cerrados los ojos; y mirándola tan pura, la hermana se estremeció. Ofrecíasele un nuevo e indescifrable aspecto del indescifrable: ¿cómo un ángel así podía querer a un monstruo?... Clotilde, cuando vino al convento, además, era ya un ángel. Ellas no habían tenido que formarla el corazón. Pero si el padre se lo formó, si el padre la había adorado y la adoraba, ¿cómo podía adorar a un ángel un monstruo, y cómo pudo formar a un ángel?

En cuanto a esto, habíale sometido a rígida experiencia. Tan pronto como, engañada ella tal vez por la corrección del perverso, le otorgó la libertad de venir mañana y tarde, acompañando al doctor; tan pronto como después (igualándole, y no más, en la costumbre del colegio con todos los demás padres cuyas hijas enfermaban) se la amplió para quedarse el tiempo que quisiera al lado de la niña, porque ésta, tras un gozo loco de haberle reconocido un día, en una baja de la fiebre, tuvo el asombro doloroso de ver que partía con don Antonio; tan pronto, en fin, como él con sus delicadezas raras aceptó lleno de real e hipócrita prudencia la ansiada concesión... -ella, temiendo que le guiase el satánico designio de turbarle su fe a una religiosa, o la profana curiosidad siquiera de observarla íntimamente, hízole pasar a la alcoba desde luego, le señaló su puesto junto a la cama de la niña, y corrió la colgadura y le dejó allí. Confinada en el salón, se dedicó a espiarle. Por breve espacio le oyó charlar y jugar con su hija y las muñecas; pero la fiebre sumió pronto a Clotilde en su hondo estupor habitual, y el monstruo, el réprobo, el hombre aquél tan extraño, continuó velando y contemplando al ángel media hora..una hora... dos horas... con una expresión de triste dicha en el rostro... con una serenidad de inefable adoración en su actitud... Y lo mismo al otro día, y al otro... ¡lo vio ella, cada vez que entraba a darle medicinas o a ponerle el termómetro a la enferma!

Aquel hombre, pues, amaba con todo el corazón a Clotilde. ¿No sería un infinitamente perverso... infinitamente contristado de su mal? ¿No sería un hereje llamado a arrepentirse... tocado quizás en el fondo del alma bella que tuvo cuando niño, por esta paz de esta casa? Decíalo él: «Yo, hermana, no había estado nunca en un convento». Le placía llamarla «hermana», «hermana», a cada frase de la conversación, como en una dulce nostalgia lejanísima de una madre, de otras hermanas que habría perdido y que no hubiese vuelto a encontrar por el mundo. Y lloraba el hombre aquel. Y pedía oraciones. Y traía estampas de la Virgen.

Poco a poco, desde entonces, la piadosa le había ido concediendo su piedad, en una angustia casi loca de penetrar el misterio horrible y negro de su alma. Las colgaduras de este cuarto no volvieron a correrse; y cuando ella entraba, ayudábanse los dos en los cuidados de la niña. Otras veces era él quien se quedaba en el contiguo saloncito, y charlaban; o la oía leer, con suma devoción, pasajes de un libro santo.

Sonó el reloj: las seis.

Fue por el termómetro la directora, y se lo puso a Clotilde. La pobre ni lo sentía. Ella quedó esperando de pie. Miraba a la niña y abstraíase intentando adivinar si la Virgen de Tur querría salvarla. Luego parecieron querer sus ojos preguntárselo a la Virgen, siempre impasible.

Pero repitió el reloj las seis; y como del corazón, le resurgió la imagen de Víctor al tiempo que le dijo el alma temblando: ¡ya irá a venir!... Hízola inmediatamente volverse un ruido; y puesto que no era nadie, advirtió mejor en la quietud que el corazón le golpeaba con violencia. Una zozobra la invadía: ¿tenía miedo... o ansia de que llegase él?

No pudo contestarse. El ruido había sido cierto; en la puerta de los claustros, y sin pasarla, anunció la hermana Carmen:

-¿Madre?... ¡Don Víctor está aquí!

La directora se oprimió con una mano el pecho bajo el hábito, alzó con la otra el cortinón, y dijo asomándose a la sala:

-Adelante.

Víctor entró, saludándola.

Pasó a la alcoba, besó a la niña y se quedó en su butaca, entre la Virgen y la enferma. La directora, esperando el termómetro, permaneció de pie, al opuesto lado. Un instinto de sutilísimos pudores, del que no se daba cuenta quizás, impedíala sentarse, cuando estaba Víctor, como en una instalación definitiva de los dos cerca de una cama. Esto, por lo menos, lo pensó él, admirando la pureza, la extrema delicadeza de la santa.

Hablaron de Clotilde. Luego, de nada. La directora tenía hoy, aunque dulces, breves las respuestas. Y en el silencio los sorprendió la magia de un preludio de violines.

Miráronse en mutua interrogación. Por la ventana entreabierta a través del transparente y de la doble celosía, la música sutil llegaba de la calle. La directora no pudo comprender; pero Víctor, sí, acordándose de las armoniosas orquestas de ciegos que desde Madrid suelen hacer excursiones. «¡Qué bien!» dijo la hermana, que aun siendo la profesora de piano en el colegio, sin duda no conocía este vals de cadencias sentidísimas.

-Sí, muy lleno de expresión -confirmó Víctor-. Se ha hecho popular, mas no vulgar; se llama Quand l'amour meurt.

-¿Cuando el amor...?

-Cuando el amor muere. Sabiendo el título se recoge mejor su sentimiento, su melancolía. Fíjese, hermana. Es de una bella desolación tremenda.

Quedó la directora con la vista en la raya de luz del transparente, atenta al largo gemir de los violines. Un violonchelo llevaba el dúo. El compás marcábalo con melódica lentitud un suave zumbar de contrabajo. Y todo, los trémolos, la honda y larga queja de las cuerdas, sus agudos finales que se quedaban flotando rotos como sedas de cristal, la hería con ese encanto de las músicas suaves que no se sabe dónde suenan. Su alma, a la vez que la terca sonata vuelta a su ritmo grave sin cesar, vibraba de dulzor y de dolor como una inmensa oquedad sonora también tañida por crueles arcos. Víctor le estaba viendo en el semblante la emoción, a la sensible. Pero notó ella de improviso cuánto él la contemplaba... y giró convulsiva, y partió ligera de la alcoba.

Persistía tenaz el ritmo venenoso. Junto al lecho de la pobre niña, que sin haber amado, sin haber vivido, acaso iría a morir, sólo lo iba recogiendo el triste que tenía tantos amores muertos en el alma. ¡Ah!... Cuando el amor muere... ¡Cuando no puede nacer más de un amor muerto otro amor! Calló la orquesta, y Clotilde removióse -con esa vaga percepción del silencio que tienen los que duermen al cesar los rumores de un arrullo-. Había sacado un brazo y girado la frente en las almohadas -sus dos automatismos del delirio y del fuego de la fiebre. Al arroparla Víctor, vio el termómetro. Lo cogió; lo miró: ¡40 grados! Se lo llevó a la madre.

-¿Hermana?... ¡Esto!

-¡Ah!

¿Qué palidez fue la de la hermana? Ella lo sabía: se había olvidado del termómetro y por primera vez dejaba de ser una máquina de exactitud con la enferma. La música le sonaba dentro... ¡como si a ella tuviesen los violines nada que decirla de los amores que nacen ni de los amores que mueren! Mientras marcaba la temperatura en la gráfica, oyó a Víctor detrás:

-Es bonito ese vals; ¿no lo tocan ustedes?

Ella terminó su anotación pensando una respuesta de severidad para sí propia.

-No -dijo al volverse de la mesa-. Es demasiado alegre para... aquí.

-Cómo, hermana, ¡si es muy triste! Querrá usted decir profano. Mas ni eso. El amor que muere puede lo mismo referirse al amor a un Dios. ¡Qué más pena que haber amado a Dios y no saber amarle!

-¡Oh, el amor a Dios es el único que no puede esa música expresar, porque no puede morir... porque nunca muere!

Se alejó para sentarse, y Víctor respondió con amargura:

-En mí no vive. Al menos, como cuando yo le echaba mis monedas a la Virgen.

Ante la viva prueba, de nuevo sintió la directora una gran turbación y una gran piedad en la conciencia. No contestó. Vio al mísero dejarse abatir en una silla.

Contemplando el espectáculo de su melancolía inmensamente humilde, se calmaban sus terrores de estar implorando la clemencia de Dios para un relapso. Pero invadíala otro íntimo terror por esta posible finitud de la fe divina, y su curiosidad hacia el negro misterio del alma desdichada creció en el egoísmo de querer saber inmortal en la suya la ventura. Este hombre infeliz no debió de haber tenido nunca la fuerte fe que no se pierde.

-Dígame, don Víctor -le interrogó obediente a un impulso irresistible-, ¿creyó mucho cuando niño?

-Mucho, hermana. Recuerdo... que me clavaba a veces las uñas hasta hacerme sangre, por sufrir, como Jesús, delante de su imagen.

Y el fervor del solo recuerdo en esta confesión alzó una humillante niebla de rubores por el alma de la hermana: ella, en una Orden que era más de enseñanza que de rigor de disciplina, jamás había llevado la devoción hasta la material tortura de su carne. Habíase quedado mirando a Víctor con una admiración involuntaria y compleja:

-¡Qué lástima -exclamó- que haya en usted contradicciones tan horribles! Usted... podría ser bueno... ¡acaso mejor que los mejores!

-¡Sí -reflejó Víctor como un eco, siempre mirando al espacio de blanca estera que dejaba entre los dos el ancho de la sala-. ¡Podría ser bueno! ¡Querría ser bueno!

-¿Por qué, entonces, no lo es?

Para contestar, ahora, Víctor levantó los ojos hacia ella, que le sostuvo la mirada limpiamente.

-Serlo, quizás, hermana, lo soy. El parecerlo también no depende de mí. Depende de los demás.

Se rompió la purísima comunidad de las miradas. Ella, bajando la suya al libro, murmuró:

-¡No le comprendo!

Víctor halló preferible que no le comprendiese esta vida inocentísima y se limitó a preguntar:

-Usted, hermana, ¿me cree muy malo?

-Yo... ¡oh, yo...! -vaciló la religiosa. Pero habíala traído el azar a la ocasión de proseguir o desligar con el extraño un voto que hacíala un poco suya de alma y de memoria para siempre, y se atrevió, como en un derecho, como en un deber: -Yo... ¡no le conocía! y al convento ha llegado delante de usted... su mala fama. Rezo cada noche, según le prometí, y me atormenta la duda, sin embargo, de si no prometí con ligereza. La fama dice que en Madrid vive usted en una casa de maldición y sacrilegio.

-De bestialidad y de vileza -tuvo que conceder el contrito- por no decir de ironía, serían mejores nombres: le llaman la posada del amor.

-Dicen que allí hay santas reliquias... para la sola maldad de profanarlas. ¿Es cierto?

-¡Oh, eso no es cierto, hermana!

Calláronse.

La negación había brotado de la sinceridad de Víctor con harta sencillez. No le creería la hermana. Y aquí, en el ambiente de paz que por primera vez se le ofrecía a la fatigada vida en la mansión de almas, y junto a la única alma pura y toda abierta que encontró jamás, ahogábale el afán de parecerle bueno. Jurar o fiar sobre su honor, fuera inútil para con quien juzgábale minado por todos los sarcasmos.

Por los claustros llegó un distante rumor de órgano de iglesia; luego un coro de voces infantiles. Entre esta nueva melodía y la batalla de vergüenza y de dolor que llenaba en silencio al miserable, estaban, y los veía fuera él, la blancura de los mármoles, las columnas finas, la cisterna del jardín. Una vidriera de algún alto ventanal reflejaba un sol teñido de colores hasta el suelo de la puerta. Otra, aquí dentro, tintaba el sol directo de la calle en pálidos rosas y azules al tenderlo por la estera. Y era mayor la calma, la honda calma acusada desde lejos con el órgano y el coro angélico de niñas, y confirmada con el largo cruzar de ensueño de una monja por el profundó reposo del patio, donde vivían sin pájaros e inmóviles las flores, en esta estancia de tibia luz primaveral y de consuelo, en donde había un altar, en donde había una limpieza y un orden de infinita maravilla por los góticos sitiales de firme roble con tallas de corazón de Dolorosa, y en donde había una vida de bellísima mujer todo alma y un alma de eternidad de muerte bella, transcendida desde el ángel de candor que allí cerca se moría.

-Hermana -dijo-, yo quisiera no salir de alguna casa como esta..., vivir en ella siempre..., morir en ella. ¡Qué envidia me da usted!

La hermana alzó los ojos y volvió a bajarlos. Fueron sus párpados, para el ávido de luz, algo así como dos alas de mariposa blanca que abriesen y cerrasen un foco de la gloria.

-¡Ah! -la oyó decir-; las casas como ésta están abiertas para todos. No se le pregunta al que llega quién es, sino si trae un poco de ternura.

-¡Un poco de amor!

-¡A Dios! -amplió la religiosa.

-¡Dios está en todo! -amplió aún el creyente de Dios y de la Vida.

La hizo enmudecer.

Pero acababa de oírla una frase, trasunto cruel de idealidad en su semejanza horrible con la que él le dijo aquella noche a aquella desdichada, y la inversa exactitud del convento santo y del hotel inmundo fue completa. Posada del Amor, esto también, adonde llegaba un mísero, y en donde era la hermana quien le acogía con generoso acogimiento. Aquí, ella, la santa de Dios, que pedía ternura. Allí, él, el santo de la Vida, que pedía belleza. - De la Vida. - De Dios. - Ternura. - Belleza. -¡Todo de un Todo y parte de lo mismo! ¡Todo Amor!

-Hermana -volvió a decir-: como nunca, desde hace mucho tiempo, y con una fe que no volveré a sentir si no encuentro más un alma como su alma, me está quemando el alma un hervor de confesiones. Para un bueno, confesarse es sincerarse; y yo querría, hermana, que pudiese usted creerme no tan malo como dicen por ahí.

-¡Ah! -gimió la hermana.

-No seré tan malo, hermana, cuando de una buena tanto siento que lo crea.

-¿Y por qué dejar, entonces, que lo crea el mundo?

-Porque el mundo no cree en nada: ni en la bondad ni en la maldad. Haría falta otro mundo mejor, que ya vendrá. Y en tanto, a mí me basta tener mi creencia en la conciencia para mí, para Dios... y para usted.

-¡Ah! -volvió a gemir la directora.

-Usted, hermana, y las que son como usted, guardan el alma noble de la Vida para ese mundo que aún no existe. Ese mundo se necesita que sea de niñas, de candideces de ángel en gracias de mujer. Pero hoy la Vida está partida, rota en dos: fuera de estas casas... -Fue Víctor, esta vez fue quien vaciló; mas sí; pensó instantáneo y lo dijo -era sincero-: Fuera de estas casas, fuera de estas santas Posadas del Amor, la gracia de las mujeres se arrastra en otras Posadas del Amor malditas. Y acaso, hermana, en una de ellas, yo he sentido la misma congoja de piedad que usted por mí, por el pobre peregrino a quien escucha. ¡Dios debió de agradecerme la lágrima que brotó en mis ojos con pureza igual que... en los labios de usted mis oraciones!

Lo horrendo, lo humano, lo mundano, lo ininteligible e intensamente turbador de las palabras de Víctor para la religiosa..., quedó sujeto por una fuerte llave de purezas en la invocada «pureza de aquel rezo y de aquel llanto». Pero ella tenía en el alma la sorpresa de que se pudiesen perfumar con ternuras semejantes el alto amor de Dios y las bajas pasiones de la vida; y de confesora, en que habíala instituido sin su voluntad el hombre extraño, se encontraba absorta, alucinada ante la especie de humilde sacerdote de no se supiese cuál religión más ancha y capaz de estar, como el sol, en los fangos y en los cielos.

Le miraba, atraída con fascinación por el fulgor de su bondad en la negra sima abierta de su espíritu, y no la miraba él. Salió del narcotismo al oír que aun la violentaba:

-Hermana, ¿me cree muy malo?

Pedía piedad la voz, y ella le contestó, por no negársela, y concediéndosela, siquiera, con su acento:

-Le... creen... hereje, sacrílego..., malvado hasta con aquellas personas que le quieren; dicen que, a fuerza de tormentos, usted volvió loca y mató a una infeliz, cerca de aquí, en Tur...; y que luego hizo lo mismo con su esposa, con la madre de esta niña.

Vio que Víctor sonreía... como los mártires que llevan dentro una fe.

El órgano sonaba, con su coro angélico de niñas; y más lejano y sordo, por la calle, el mazo de algún vecino carpintero.

-Hermana -dijo Víctor-, muy cerca de aquí, en Tur, conmigo una infeliz vivió loca y murió loca. Ella, durante muchos años, se oyó llamar la perdida, por las gentes. Yo... la supe enloquecer para llamarla excelsa. La locura, y después la muerte, son una forma de única salvación sobre la infamia; y a su divina locura, tan divina que hízola morir besando a mi alma y a Santa Teresa de Jesús, llegó por el tormento. Usted, hermana, conoce algo del tormento espiritual que purifica. Ese la infligí. En un libro casi santo dejé su historia. Si no fuese de otro culto el libro mío, yo le diría: hermana, léalo usted; le puse por título La excelsa, y es excelso.

Sonaba el mazo del vecino carpintero y sonaba más cerca y protector el coro angélico de niñas.

-Hermana -volvió Víctor a decir-, tal es el crimen primero del malvado: muchas veces llora el alma mía los recuerdos de la muerta. El otro crimen... ¡es mayor! Consiste en la fatiga de mi alma, que la impidió querer salvar, querer también matar de la misma muerte de locura a la madre de esta niña. Consiste en que a la madre de esta niña, que no fue mi mujer y ni siquiera mi esposa de amor como la otra, la dejé seguir al lado mío siendo la perdida que había sido también con los demás. Consiste... en haber tenido que sentir demasiado tarde mi indolencia, mi cansancio, mi fatiga... ¡Demasiado tarde, hermana!... Cuando ella, la triste, al morir, espantada por única vez ante lo eterno, me dejó ver el raudal de sus ternuras al pedirme que cuidara de su hija, de su hija..., de este ángel que aquí le dice a usted madre, y padre a mí..., aunque ya tenía tres años cuando yo conocí a su pobre madre en un burdel.

-¡Clotilde? ¡Clotilde?... ¿No es su hija!!

-¡Hija... de alguien! ¡Y vea, hermana, cómo aquí es la hija de los dos, de nosotros, por una misma piedad!

Ahora la hermana Nieves rompió su asombro, su asombro de palideces y de frío, en una repentina abundancia de calor que le subió desde el corazón a los ojos, llenándoselos de lágrimas. Se dobló y se las recogía con el pañuelo bajo el capuz de las tocas.

Y como era la misma emoción en la misma ola de bondad, Víctor, llorando también de gratitud por las lágrimas más puras que supo arrancar en su vida, se fue, para que la santa no lo viese, a seguir llorando en el cuarto de la enferma, del ángel, de la hija de dos almas...