Las posadas del amor/Capítulo 3

Capítulo 3

DETENTE -fue lo primero que vio Víctor en el pórtico-, EL CORAZÓN DE JESÚS ESTÁ CONMIGO.

Diríase que se lo mandaba a él la santa placa.

Corrióse la mirilla, un fuerte cerrojo después, y por último la llave y el picaporte, y entró delante el doctor. La hermana portera hizo sonar «a médico» dos golpes de campana. Esperaron, presentando don Antonio a Víctor e inquiriendo noticias de la enferma, que había pasado en calma la noche. Pero sonó también un timbre, y la hermana portera, por acudir a la llamada, hízoles pasar a un pequeño recibimiento que estaba a la izquierda del portón.

El cuerpo de entrada, cuyo suelo era de mármol, adornábase con macetas de azucenas.

-¡No sé! Nunca me detienen -dijo don Antonio. -Será porque viene usted. Sus libros, para monjas, ¡claro... deben de darle una fama!

Y no de sus libros, de su vida, que era la forzosa negación de sus libros, sufrió el novelista bochorno. En el ambiente de azucenas advirtióse él mismo la emanación de perfumes acres con que todo lo impregnaban las mujeres del inmundo hotel.

Volvió la portera, invitándolos a entrar. Sabía el doctor adónde, y a su lado cruzó Víctor un claustro de columnas finas que tenía en su centro un jardín y una cisterna. La madre los recibió en una puerta lateral. Por otro ángulo cruzaba leve otra monja, revolando silenciosa su negra túnica por el níveo pavimento.

-La madre directora... El papá de Clotilde -presentó mansamente don Antonio.

La madre inclinó apenas la frente a la reverencia de Víctor, que se admiró de verla tan joven. Si le había mirado, debió de ser con la sagacidad instantánea de quien sólo ansía ser vista con la mirada en el suelo; estaba pálida y serena. Guió. Era alta. Dentro del saloncito, detúvose un segundo ante una colgadura, completándole al doctor detalles de la noche. Al doctor, no a Víctor. Este sentíase restado de la atención de la monja; intruso aquí, no se recibía de él más que al papá de Clotilde, ¡a lo único falso, pero grande, al menos, que había en la realidad de su existencia miserable! La madre alzó la colgadura. Pasaron.

En su dorado lecho yacía la enferma boca arriba, muy pálida. Una cofia recogíale los rizos en las sienes. Dormía. El médico la pulsó, indicándole a Víctor que no le reconocería aunque quisiera despertarla. Él mismo, sin otras inspecciones, respetó este sueño, logrado a fuerza de bromuro. Grande la fiebre; y como la madre llevaba la termométrica observación en un cuaderno, ella y el doctor, para mirarlo, volvieron pronto al saloncito. Sólo entonces, Víctor, él intruso, osó doblarse a contemplar «a su hija».

Tendría siete años. Su cama no era ya la cuna en que la dejó la pobre muerta. ¡Cuánto había crecido! En la celeste colcha marcábanse las puntas de los pies. Bella cómo un arcángel. Resplandecía en su rostro, con la inexpresión de su inconsciencia, una idealidad de gloria y de infinito... una paz de eternidad, tal que si fuese ella el centro mismo de la eterna paz que flotaba en el convento. Olía a inciensos y a éter. Fue a besarla, y un escapulario le contuvo; estaba sobre el embozo, sacado, por el cordón, del cuello de la niña, y justamente en medio de su pecho: DETENTE, EL CORAZÓN DE JESÚS ESTÁ CONMIGO.

En la enorme costra de impurezas que envolvía su alma, Víctor sintió removerse amarga su bondad. Otras almas buenas, grandes, vivas aquí en la muerte de la vida, no podían comprender con su inocencia infantil que también el alma de una madre, viva en la enorme vida de la muerte, estuviese con él, junto al lecho azul y blanco, diciendo: «¡Bésala, sí!... ¡Besa con tu noble amor de humanidad a la hija mía sin padre!». Acabó de inclinarse, y robó un beso, un solo beso en la frente de la niña, como quien robara algo del convento.

¡Oh!, un robo; la pureza y la bondad, en la propia mansión de la bondad y la pureza!

¡Su hija! Las cartas, ¡oh!... «Querido papá». Y en dos años no la vio, y en dos años cambió tanto, que él no la hubiese conocido si la encuentra en una calle. ¡Qué importaba! ¡Su hija, su hija!... Era su dolor, y lo había sido muchas veces, no poder ser lo mismo el padre de todas las niñas como esta. Sin él, ésta vendería en Madrid revistas y caricias con guiñapos...; ésta yacería con su fiebre y con hambre en el banco de un paseo..., lejos de tener aquí besos de buenas, sedas de lujo. ¡Ah, cuán menos la hubiese conocido a los dos años, dejada sola, si la encuentra en Recoletos... y cuánto más importaba, pues, amar que conocer a los hijos!

Clotilde. La contemplaba. ¿Iría a morirse?... El amor de la muerta, de la madre, que ya era amor de Dios, esperábala quizá... y la espectral belleza de alma pedía, envolviéndole: «Si muere, despídela tú...; envíame y recoge en tu pureza con su último suspiro y de su último suspiro el beso de pureza que yo no supe darte!». Dos lágrimas, que cayeron en la frente de la niña, fueron de un corazón la respuesta y la promesa. «Si muere, yo cerraré sus ojos, yo guardaré su último suspiro...». Mas volvía la monja, sin ruido, con su también espectral deslizarse de sandalias en la estera y en la alfombra, y Víctor tuvo veloz que quitarse con los dedos la huella de sus lágrimas... de las dos únicas lágrimas que tan raramente le subían del corazón como una esencia carísima y preciosa.

El médico ordenó desde la puerta:

-¡Salgan! ¡Déjenla dormir!

Una orden para él, para el intruso. Le limitaban su afán, sin duda por indicaciones de la madre, y salió. El doctor, haciéndole sentarse, se puso a contrastarle sus pronósticos, muy graves, con la térmica gráfica.

La madre, mientras, en la alcoba, hacía por confirmar que el réprobo no arrancó el escapulario del pecho de la niña, ni la corona ni las flores a la Virgen. Tenía, además, otro asombro: el réprobo lloraba... ¡Sí, ella le vio húmedos los ojos... y estaba viendo las lágrimas en la frente de la enferma!... ¿Cómo ésto? ¿Por qué lloró?... ¡Un hombre que venía porque le llamaban y que había entrado tan impasible hasta el lecho donde se moría su hija!...

Salió también al saloncillo llena de confusión, de dudas, de miedo... rezando... Cogió un devocionario y se sentó.

Al levantarse don Antonio, Víctor le imitó para salir; aquél dijo:

-No. Siéntese. Puede esperar un poco, ¿verdad, hermana?... mientras yo en la enfermería... Hay otras cinco niñas que ver. A Clotilde la hemos aislado aquí por tratarse de infecciosa.

Aguardaba al médico la hermana Petra en la puerta, y le acompañó.

Víctor habíase quedado inmóvil, mudo.

-¡Siéntese! -insistió la directora.

-Gracias.

Le indicaba lejos el sofá, y Víctor obedeció. Ella leía y él, enfrente, sin ninguna impertinencia, pudo observarla. Su cara se envolvía entre sombras, hacia el libro doblada la cabeza, en el capuz del manto. Sus manos, en cambio, recogían la plena luz de la ventana como un mate marfil. Era fina, con esa finura de raza que se refleja toda e indudable en el aspecto, y acaso la selecta educación de su niñez la tenía violenta en esta actitud de lectora arisca ante un hombre que, fuera lo que fuese, sabía mantener su visita con corrección irreprochable.

A los pocos segundos la turbación de ella era mayor, y acabó por entrecerrar el libro y abatírselo a la falda.

-Hermana, si lo deja por mí -la invitó Víctor-, siga leyendo.

-No, gracias. Terminaba una oración. Dispénseme.

Y como le miró, al contestar, sorprendida por la extrema cortesía del réprobo, se deshizo un poco su visión de cuernos y de rabos. No obstante, añadió, volviendo a bajar los ojos y sin saber si así también, cortés, pagábale, o le oponía una idea de Dios como una valla:

-El médico dice que está la niña muy mal; nosotras le pedimos a la Virgen que la salve. ¿Cómo la encuentra usted?

-¡Oh, no sé! ¡Pobrecilla! Mi impresión ha sido de esperanza. ¡La Virgen la salvará!

Otra vez la religiosa miró al malvado. Su hipocresía le pareció perfecta. No hubiese dicho esto más conmovidamente un justo. Al menos, la halló bien preferible a la cínica y brutal irreverencia que todas esperaban.

Y otra vez bajó los ojos, para decir en sutilísimo reproche:

-¡Es tan buena!... Merece que se la quiera, en verdad. Aquí la queremos mucho.

-En las cartas -concedió Víctor- me habla siempre de una hermana a quien adora y que la adora: la hermana Nieves.

-¡Soy yo! -repuso la directora.

-¡Ah! ¡Gracias, hermana!... ¡Por eso la cuida usted! ¡Gracias!

Y la sorprendida en bondades se apresuró, ruborosa, a atenuar:

-Todas la queremos. La hemos traído a esta sala, que es la Dirección, y yo la cuido, porque las demás tienen que atender a las clases. La fiebre, también, según dice el médico, pudiera contagiar a otras niñas, y yo con ellas tengo, al fin, menos contacto. Soy la profesora de música y dibujo, y otra hermana me sustituye en estos días. Cuando salgo para algo, me desinfecto y me cambio de ropa; pero la que mientras vigila aquí, no entra; espera en la puerta y me llama, si es preciso.

-¿Y de noche...?

-Sí, yo también.

-¿Y no duerme?

-Aquí. En una butaca..., ¡qué más da!

A Víctor le recorrió un calofrío.

-¡¡Oh, hermana!! -murmuró.

Y fue tanta la admiración de su frase (en su vergüenza de canalla de aquel madrileño hotel vuelto a su mente), que la hermana bajó la mirada con enorme turbación.

No volvió a hablar.

Víctor se quedó mirándola. En la penumbra del manto lucía su faz con una blancura eucarística..., con una blancura morena de Hostia, casi tan blanca como la blanca capelina. Su boca era muy pequeña, y muy roja en mitad de tanta palidez, y las dos hileras de pestañas, en los párpados cerrados, muy curvas, muy negras, muy grandes. Principalmente le volvía a admirar su juventud: una chiquilla. Y un respeto más doloroso y santo, hacia esta flor de vida consagrada al sacrificio, tornaba a levantársele en el pecho hasta causarle congoja. ¡Una niña, una virgen... como aquella rubia del hotel! ¡Y qué abismo entre las dos!

Pero dejaron sus ojos de mirarla y de admirarla. Ella sentía esta honda admiración, e inquietábase.

Sin embargo, a Víctor le crecía no se supiese qué afán o qué rabia por acabar de incendiarla con su propia humildad de miserable esta turbación gloriosa, y lanzó trémulamente:

-Hermana..., si usted me lo permite, yo me atrevería a pedirle un favor.

-¡Qué! -inquirió ella con recelo, ante aquel tono imprevisto y tras de aquel silencio, en que se estuvo adivinando contemplada.

-¡Algo... que yo no me merezco! ¡Algo... íntimo, personal, de usted a mí, completamente!... Algo...

La dejó que se estremeciera toda, llegando a la lividez..., tocándola hasta el fondo del alma misma con lo que ella creería inaudita procacidad del perverso, y terminó, más férvido en la súplica:

-Algo, no obstante, que yo les he pedido, y ellas han querido concederme, a cuantas mujeres buenas he encontrado por el mundo: ¡que recen por mí, que pidan a Dios por mí... en sus oraciones!

La aterrada, la indignada, la que ya tenía quizás en la garganta el grito de anatema y de socorro, tuvo que ser... la maravillada. Primero le miró, aún con el miedo de una burla, de una burla que harían sacrílega el lugar y la ocasión; luego, convencida de la extraña fe de semejante ruego por el sello de verdad, por el anhelo del rostro, ya no supo qué pensar ni qué creer.

-¡Ah, rezar! -dijo-. ¡Nosotras rezamos siempre por todos!

-No es eso, hermana. Quiero que recen por mí, ya que no rezo. Me lo prometieron esas otras mujeres buenas, que son lo menos tres, y seguro estoy de que lo cumplen.

-Y usted, entonces, ¿por qué no reza?

-¡No puedo, hermana; no puedo, no sé! Tuve un alma que rezó, que sabía orar, cuando chiquillo; recuerdo, hermana, que mi madre me daba algunas monedas los domingos, y que yo echaba en el cepillo de la Virgen la mitad, y muchas veces, todas. ¡Pero aquella alma la perdí!

Pasó por el silencio de un instante una divina vibración, y concedió la joven directora:

-Desde hoy rezaré por usted.

Vibró en el silencio de otro instante una divina gratitud, y continuó la piadosa:

-¡Yo rezaré por usted todas las noches!

-¡Gracias, hermana! ¡Todas las noches! ¡Toda la vida! ¡Prométalo!

-¡Se lo prometo!

Y lo que vibró esta vez, no en el aire, en las místicas alturas del alma de Víctor, prefirió guardarlo para él: esta bella mujer excelsa acababa de darle un poco de sí misma, de su amor, de su alma, por siempre..., ¡como jamás ninguna de las tantas que creyeron darse enteras en su carne de amorosas!

Se acercaba alguien por el claustro. El médico volvía.

-¿Vamos? -dijo desde la puerta.

Pero entró, a pesar de la maquinal invitación. Tenía que darle cuenta a la directora de las otras enfermitas. Nada importante. Además, por hábito o por cortesía, pasó a ver de nuevo a Clotilde. Y la directora y Víctor, detrás.

La niña seguía durmiendo. Don Antonio la pulsaba. Víctor, en despedida, no osaba sino a tenerle en caricia sobre la frente la mano. Habría querido... más... y... ¡oh, el escapulario... en presencia de aquélla que lo puso como una prohibición!... Pero lo advirtió la buena, la santa; lo guardó debajo de las sábanas... e invitó al protervo con una mirada de celeste amor y casi con una sonrisa... Sólo entonces doblóse Víctor y besó la blanca frente de Clotilde.

-Adiós, hermana. Si me fuese permitido, volvería esta tarde, cuando vuelva don Antonio.

-Puede volver cuando guste -accedió la directora.

Y partieron.