Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XV


El gran dia de O'Higgins.


El 5 de abril de 1818, miéntras se libraba en los llanos de Maipo la batalla mas reñida i talvez la de mayores consecuencias para los destinos de la América, Santiago ofrecía el aspecto mas sombrío; la fisonomía de la ciudad se asemejaba a la de un reo en capilla. Esperaba ver entrar por momentos a los vencedores o a los vencidos. La ciudad estaba desierta, solo habian quedado en ella, las mujeres i los niños, los ancianos i los heridos; — los gloriosos heridos de Cancha Rayada!

Como un contraste misterioso, la naturaleza sonreia: el cielo estaba azul, puro, transparente; un sol ardiente lo iluminaba todo. Era el espléndido sol de Maipú. «Las aves — dice un testigo de aquel dia — cantaban como de costumbre en los huertos, i el perfume de los naranjos en flor embalsamaba la brisa.» Sí, la naturaleza sonreia como que ella sola poseia el secreto de ese dia, el secreto de nuestros destinos.

O'Higgins acababa tambien de abandonar la ciudad. Dominado por la terrible fiebre que le causaban sus heridas i los contínuos insomnios de sus noches de trabajos, i mas que todo talvez por el sentimiento de no ser útil a la patria en ese gran dia, no habia podido sofocar su ardor i saltando sobre su caballo de batalla se dispuso a salir de la ciudad. El pueblo asombrado rodeó al héroe. No habia entre esa animosa pero impotente muchedumbre un solo brazo aprovechable en aquellos supremos momentos. Los viejos soldados cubiertos de heridas lloraban de impaciencia; los cadetes, niños de diez a once años, pedian a gritos se les condujera al lugar de la batalla; las mujeres, mas violentas que los hombres, pedian armas. Ah! las mujeres, olvidadas en ese instante de su debilidad, rodeaban a O'Higgins i le comunicaban la fiebre de su delirio. Entre esas mujeres habia muchas de elevaba posicion social. Al fin O'Higgins se puso en marcha rodeado de sus cadetes. Queria llegar oportunamente para presenciar la apoteosis de la victoria o morir en medio de sus viejas i gloriosas lejiones. Mas de una de esas mujeres al ver partir a los soldados infantiles que rodeaban a O'Higgins se inclinaron hácia ellos para besar su frente. Eran los adioses de las madres.

Momentos despues se escuchaba en Santiago el ruido lejano de la batalla. Todos los corazones palpitaban violentamente dominados por la mas terrible ansiedad. Las mujeres oraban. Aquella oracion suprema ¿llegó hasta el trono del Dios de las victorias?