Las mujeres de la independencia/VIII
Entre las mujeres hermosas de 1810, descollaba en primera linea Mercedes Fuentecilla [1]. Sus facciones eran delicadas i graciosas, su cútis blanca i purísima, sus ojos i cabellos negros; sus ojos especialmente eran la espresion de su alma, ardientes, apasionados, deslumbradores; era imposible mirarlos sin inclinarse ante ellos. A los encantos de su rostro unia la majestad de su figura. Como lo ha dicho María Graham, las mujeres de aquella época parecian reinas. El traje en boga, en que dominaba el desnudo; hombros i brazos descubiertos, aumentaba la belleza de las mujeres poniendo de relieve sus bustos.
El hombre mas notable de entónces, José Miguel Carrera, se enamoró de esta mujer i la hizo su esposa. Ella, enamorada tambien i seducida al mismo tiempo por la brillante posicion que se le ofrecia, unió su hermoso destino a ese jénio del bien i del mal que debia lanzarla al traves de todos los abismos i desgracias de su vida. Podria decirse que desde las gradas mismas del altar, sin despojarla aun de su blanco traje de novia, José Miguel Carrera condujo a su esposa al destierro, a los campo de batallas, i que las delicias de su luna de miel fueron los terrores i zozobras de los asaltos nocturnos i los jemidos de los moribundos.
Siguiendo a su esposo por toda la estension de la inmensa pampa arjentina, formando parte del bagaje de su ejército, corriendo todos los peligros de tan tremenda situacion, dando a luz sus hijos en medio del desierto, sufriendo el hanbre i la sed, — ¡ella que habia nacido rodeada de todas las comodidades i halagos de la fortuna! —soportaba alegre i contenta tan terribles pruebas.
Jamas las molestias de su vida errante, la pérdida de sus goces materiales, de su fortuna, de su familia, de su encumbrada posicion social, turbaron el sueño de esa heróica mujer; nunca sus labios dejaron escapar un reproche ni una queja. Enferma a veces, criando dos hijos, durmiendo entre dos cunas, su alma solo sufria ante el incierto porvenir de esos niños i el sombrío destino de su esposo. Amaba a ese hombre desgraciado, a ese espíritu fogoso, a ese jenio proscrito, con toda la fuerza del primer amor. Amenazada constantemente en su cariño por el recuerdo del doble patíbulo de Mendoza, en que perecieron Luis i Juan José Carrera, una secreta voz le decia que el mismo caeria derribado a su sombra. Cuando tales ideas asaltaban su mente, su pasion se transformaba en locura, hubiera querido estrechar eternamente entre sus brazos, aprisionándolo para siempre, a ese ser que se le escapaba, que huia en persecucion de un ideal imposible.
Las exijencias de la lucha en que estaba comprometido Carrera separaron un dia a los dos esposos; ella se fué a vivir en un rancho solitario mientras él seguia la serie de sus victorias i desgracias. Solo de cuando en cuando el destino unia por una hora a los dos esposos. Entónces un rayo de sol descendía sobre la pobre habitación de Mercedes. Una noche, una de esas noches solitarias en que las pasiones profundas asumen de improviso un carácter violento e impetuoso, José Miguel Carrera vió en su pobre estancia una de esas apariciones que nos hacen soñar despierto. Era la esposa enamorada e impaciente que desafiando todo peligro iba a consolar el alma angustiada del guerrillero. ¿Cuántas veces se repitieron esas dulces sorpresas? Cuatro o cinco en el espacio de algunos años; aquellos corazones se comunicaban solo por el pensamiento. Las cartas de José Miguel Carrera a su esposa pasan de doscientas i en ellas se refleja la pasion i vehemencia que perdió a uno de los mas ilustres i al mas desgraciado de los chilenos.
Se cree que aquella mujer pudo hacer variar el destino de José Miguel Carrera disuadiéndolo de sus empresas temerarias; pero en el carácter dominante de este hombre se vé que tal empresa habria fracasado. El amor obra prodijios indudablemente; pero Carrera jamas sacrificó al pié de ese altar el mas insignificante de sus proyectos, la mas pequeña de sus ambiciones. Ella lo comprendia demasiado i de ahí su silencio heróico; o talvez no quiso jamas ser un inconveniente a la gloria de su esposo. Esas almas jenerosas son siempre así, prefieren el sacrificio completo de su vida, tranquilo, sublime, silencioso, átes que la incertidumbre de hacer cambiar un porvenir, de ser un obstáculo a la gloria del hombre amado.
En sus cartas, en sus cartas amables i encantadoras, se dibuja algunas veces una queja, como se dibuja una sonrisa en el rostro de una mujer que sufre. — «¿No seriamos mas felices viviendo siempre juntos, educando a nuestros hijos, léjos de esta eterna zozobra?» No se atreve a mas: parece que arrepentida de su falta de valor ante el cumplimiento de un deber se hubiera dicho: — «¿Por qué he de ser yo un obstáculo a su gloria? Dejémoslo seguir su destino por terrible que sea!» Miéntras tanto el desenlace de la trajedia se acercaba violentamente. En una de las raras visitas que Mercedes hacia a su esposo fué capturada por el ejército arjentino. La desgraciada había llegado al campamento chileno el dia de la sorpresa de San Nicolás, la catástrofe que decidió del porvenir de Carrera. «Sorprendida i aterrorizada por el conflicto de aquel dia, se había refujiado en la iglesia con las mujeres del pueblo; pero el jeneral Quintana, que se pagaba de se ser un jentil caballero, envió un ayudante a tranquilizarla, diciéndole — «que aquella no era guerra de damas.»— Dos días mas tarde el caballeroso Dorrego restituyó su bella cautiva al jeneral chileno, enviándole con ella un cortés saludo». [2]
Desde esa funesta sorpresa Carrera estaba perdido, i su esposa tan íntimamente ligada a él por el amor, era ya una viuda abandonada en pais estraño, con cinco hijos pequeños, sin amigos i sin recursos.
Carrera desesperado, impotente, llevando en su corazon el peso inmenso de sus desgracias, i en su cabeza el fuego inestinguible de su jenio, se lanzó al desierto, a las tolderías indias, buscando aliados entre los salvajes de las pampas. Las tribus le proclaman Pichi-Rei. Emprende nuevas correrías; pero ya no dá batallas militares; no tiene ejército; es solo el jefe de montoneras, de hombres desmoralizados. Así, de caída en caida, aquel hombre que realizó como político i como soldado verdaderos prodijios, llegó hasta el patíbulo de sus hermanos i murió como ellos en todo el vigor de su juventud, sin haber podido realizar sus jigantescos propósitos.
Algun tiempo despues una mujer regaba con sus lágrimas esa tumba. Era Mercedes. Lo mas tremendo para ella era no haber podido recibir el eterno adios de los mismos labios de su esposo. Habria querido arrancar del fondo de la tumba aquel cuerpo idolatrado para darle un último i frenético abrazo. Para tranquilizarla fué necesario separarla violentamente de ese sitio i llevarla al hogar de sus hijos.