Las mil y una noches:742
Y CUANDO LLEGO LA 777ª NOCHE
editarElla dijo:
"... Cuando el Anciano del Árbol vió que no podía disuadir de su propósito al joven viajero, metió la mano en un saco que llevaba colgado de la cintura y extrajo de él una bola de granito rojo. Y ofreció esta bola al viajero, diciéndole: "Ella te conducirá donde tiene que conducirte. Monta a caballo y arrójala delante de ti. Rodará y tú la seguirás hasta el paraje en que se pare. Entonces echarás pie a tierra y atarás tu caballo por la brida a esta bola, y el animal no se moverá del sitio en que le dejes hasta tu vuelta. Y treparás a esa montaña cuya cima se divisa desde aquí. Y a tu paso verás por todas partes grandes piedras negras, y oirás voces que no son las voces de los torrentes ni las de los vientos en los abismos, sino voces de Los de lo Invisible. Y te gritarán palabras que hielan la sangre de los hombres. Pero no las escuches. Porque si vuelves la cabeza, para mirar detrás de ti mientras te llaman tan pronto de cerca como de lejos, en el mismo instante te convertirás en una piedra negra semejante a las piedras negras de la montaña; pero si resistiendo a esa llamada llegas a la cima, encontrarás allí una jaula, y en la jaula al Pájaro que habla. Y le dirás «La zalema contigo, ¡oh Babul el-Hazar! ¿Dónde está el Árbol que canta? ¿Dónde está el Agua Color de Oro?» Y el Pájaro que habla te responderá: «¡Uassalam!"
Y tras de hablar así, el jeique lanzó un profundo suspiro. Y nada más.
Entonces Farid apresuróse a montar a caballo; y con todas sus fuerzas arrojó ante sí la bola. Y la bola de granito rojo rodó, rodó, rodó. Y al caballo de Farid, que era un relámpago entre los corredores, le costaba trabajo seguirla por entre las breñas que franqueaba, las zanjas que saltaba y los obstáculos que salvaba. Y continuó la bola rodando así, con una velocidad no interrumpida, hasta que tropezó con los primeros peñascos de la montaña. Entonces se detuvo.
Y el príncipe Farid se apeó del caballo, y enrolló la brida en la bola de granito. Y el caballo se inmovilizó sobre sus cuatro patas, y no se meneó más que si estuviese clavado al suelo.
Al punto el príncipe Farid comenzó a escalar la montaña. Y en un principio no oyó nada. Pero a medida que iba subiendo veía cubrirse el suelo de bloques de basalto negro que semejaban figuras humanas petrificadas. Y no sabía que eran los cuerpos de los jóvenes señores que le precedieron en aquellos lugares de desolación Y de pronto dejóse oír entre las rocas un grito, cual jamás en su vida lo había oído el príncipe, y que fué seguido de otros gritos, a derecha y a izquierda, que nada tenían de humano. Y no eran los aullidos de los vientos salvajes en las soledades, ni los mugidos de las aguas de los torrentes, ni el ruido de las cataratas que se despeñan en los abismos, pues eran las voces de Los de lo Invisible. Y decían unas: "¿Qué quieres? ¿Qué quieres?" Y decían otras: "¡Detenedle! ¡Matadle!" Y decían otras: "¡Empujadle! ¡Tiradle!" Y se burlaban de él otras, gritando: "¡Huy! ¡Huy! ¡Joven! ¡Joven! ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! i Ven! ¡Ven!"
Pero el príncipe Farid continuó subiendo constantemente, sin dejarse engañar por aquellas voces. Y tan numerosas y tan terribles hiciéronse las voces bien pronto, y su aliento le pasaba a veces tan cerca del rostro al joven, y resultaba tan espantoso aquel estrépito a derecha y a izquierda, por delante y por detrás, y eran tan amenazadoras, y tan apremiante hacíase su llamamiento, que, a pesar suyo el príncipe Farid tuvo una vacilación, y olvidando la advertencia del Anciano del Árbol, volvió la cabeza al sentir el aliento más fuerte de una de las veces. Y en el mismo momento resonó un espantoso aullido lanzado por millares de voces y seguido de un silencio prolongado. Y el príncipe Farid quedó convertido en piedra de basalto negro.
Y al pie de la montaña sucedióle lo propio al caballo, que hubo de quedar convertido en bloque informe. Y la bola de granito rojo de nuevo emprendió, rodando, el camino del Árbol del Anciano.
Y he aquí que aquel día, como tenía por costumbre, la princesa Farizada sacó el cuchillo de la vaina, que llevaba constantemente al cinto. Y se puso pálida y temblorosa al ver la hoja, limpia y brillante todavía la víspera, toda empañada y enmohecida entonces. Y desplomándose en los brazos del príncipe Faruz, que acudió al llamarle ella, exclamó: "¡Ah! ¿dónde estás, hermano mío? ¿Por qué te dejé partir? ¿Qué ha sido de ti en esos países extranjeros? ¡Desgraciada de mí! ¡Oh culpable Farizada, ya no te quiero!" Y los sollozos la sofocaban e hinchaban su pecho. Y el príncipe Faruz, no menos afligido que su hermana, se puso a consolarla; luego le dijo: "Lo pasado, pasado, ¡oh Farizada! pues todo lo que está escrito debe ocurrir. Ahora me toca a mí ir en busca de nuestro hermano, y traerte, al mismo tiempo, las tres cosas que han ocasionado el cautiverio a que debe estar él reducido en este momento. Y exclamó Farizada, suplicante: "No, no, por favor, no partas, si ha de ser para ir en busca de lo que ha deseado mi alma insaciable ¡Oh hermano mío! ¡si te ocurriera algún contratiempo moriría yo!" Pero estas quejas y lágrimas no disuadieron de su resolución al príncipe Faruz. Y montó a caballo, y después de decir adiós a su hermana le dió un rosario de perlas hecho con las segundas lágrimas que lloró Farizada en la niñez, y le dijo: "¡Si estas perlas ¡oh Farizada! cesaran de correr unas tras otras entre tus dedos y pareciera que estaban pegadas, sería señal de que había yo sufrido la misma suerte que nuestro hermano!" Y Farizada, muy triste, dijo, besándole: "¡Haga Alah, ¡oh bienamado hermano mío! que no sea así! ¡Y ojalá regreses a la morada con nuestro hermano mayor!" Y el príncipe Faruz emprendió a su vez el camino que conducía a la India.
Y al vigésimo día de su viaje encontró al Anciano del Árbol, que estaba sentado, como le había visto el príncipe Farid, con el índice de la mano derecha alzado a la altura de su frente. Y después de las zalemas, el anciano, al ser interrogado, informó al príncipe de la suerte de su hermano e hizo cuanto pudo para disuadirle de su propósito. Pero ,al ver que de nada servía su insistencia, le entregó la bola de granito rojo. Y ésta le condujo al pie de la montaña fatal.
Y el príncipe Faruz se aventuró resueltamente por la montaña, y a su paso alzáronse las voces, pero él no las escuchaba. Y no respondía a las injurias, a las amenazas y a los llamamientos. Y había ya llegado a la mitad de su ascensión, cuando de pronto oyó gritar tras él: "¡Hermano mío! ¡hermano mío! ¡no huyas de mí!" Y olvidando toda prudencia, Faruz se volvió al oír esta voz, y al instante quedó convertido en bloque de basalto negro.
Y desde su palacio, Farizada, que ni de día ni de noche abandonaba el rosario de perlas, y sin cesar pasaba las cuentas entre sus dedos, advirtió que no obedecían al movimiento que les imprimía ella, y vió que estaban pegadas unas a otras. Y exclamó: "¡Oh pobres hermanos míos, víctimas de mis caprichos! ¡iré a reunirme con vosotros!" Y reconcentró en sí misma todo su dolor, y sin perder el tiempo en lamentaciones inútiles se disfrazó de caballero, se armó, se equipó, y partió a caballo, emprendiendo igual camino que sus hermanos.
Y al vigésimo día se encontró con el viejo jeique sentado debajo del árbol al borde del camino. Y le saludó con respeto, y le dijo: "¡Oh santo anciano, padre mío! ¿no has visto pasar, con intervalos de veinte días, a dos señores jóvenes y hermosos que buscaban el Pájaro que habla, el Árbol que canta y el Agua Color de Oro?" Y el anciano contestó: "¡Oh mi señora Farizada, la de sonrisa de rosa! les he visto y les enseñé el camino. ¡Pero ¡ay! les han detenido en su empresa Los de lo Invisible, como antes que a ellos les sucedió a tantos otros señores!"
Al ver que el santo hombre la llamaba por su nombre, Farizada llegó al límite de la perplejidad, y el anciano le dijo: "¡Oh dueña del esplendor! no te engañaron quienes te han hablado de las tres cosas incomparables en cuya busca vinieron tantos príncipes y señores. ¡Pero no te han dicho los peligros que hay que arrostrar para intentar una aventura tan singular como la que tú persigues!" E hizo saber a Farizada todo lo que se exponía al ir en busca de sus hermanos y de las tres maravillas. Y Farizada dijo: "¡Oh santo hombre! ¡mi alma interior está toda turbada por tus palabras, porque es muy asustadiza! ¿Pero cómo voy a retroceder, si se trata de encontrar a mis hermanos? ¡Oh santo hombre! escucha el ruego de una hermana amante, e indícame los medios para librarles del encanto!" Y contestó el viejo jeique: "¡Oh Farizada, hija de rey! he aquí la bola de granito que te pondrá sobre su pista. Pero no podrás librarles hasta que te hayas apoderado de las tres maravillas. Y ya que expones tu alma sólo a causa del amor de tus hermanos, y no impulsada por el deseo de conquistar lo imposible, lo imposible será esclavo tuyo. Porque has de saber que ninguno entre los hijos de los hombres puede resistir al llamamiento de las voces de lo Invisible. Por eso, para vencer a lo Invisible, hay que prevenirse de maña contra ello, pues la fuerza es suya. ¡Y la maña de los hijos de los hombres vencerá a todas las fuerzas de lo Invisible!"
Cuando hubo hablado así, el Anciano del Árbol entregó la bola de granito rojo a Farizada; luego se sacó del cinturón una vedija de lana, y dijo: "¡Con esta ligera vedija de lana ¡oh Farizada! vencerás a todos Los de lo Invisible!" Y añadió: "Inclina hacia mí la gloria de tu cabeza, ¡oh Farizada !" Y ella inclinó hacia el Anciano su cabeza con cabellos de oro por un lado y de plata por otro. Y dijo el Anciano: "¡Con esta ligera vedija triunfe la hija de los hombres de las fuerzas de los que están en los aires y de todas las emboscadas de lo Invisible!" Y partiendo en dos la vedija, metió a Farizada cada mechón en una oreja, y con la mano le hizo seña de partir. Y Farizada dejó al Anciano, y arrojó con ímpetu la bola en dirección a la montaña.
Y cuando hubo llegado a las primeras rocas, y echado pie a tierra avanzó hacia la altura, y a su paso las voces alzáronse de entre los bloques de basalto negro con una algarabía espantosa. Pero ella apenas oía un vago rumor, sin entender ninguna palabra y sin percibir ningún llamamiento, y por consiguiente no experimentaba temor alguno. Y subió sin detenerse, aun cuando era muy delicada y sus pies no habían hollado nunca más que la fina arena de las avenidas. Y llegó sin desfallecer a la cima de la montaña. Y en medio de la explanada que había en la cumbre advirtió delante de ella una jaula de oro sobre un pedestal de oro. Y vió en la jaula al Pájaro que habla.
Y Farizada se dirigió a él, y echó mano a la jaula, exclamando: "¡Pájaro! ¡Pájaro! ¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo! ¡Y no te escaparás!" Y al propio tiempo se quitó, arrojándolos lejos de sí, los tapones de lana inútiles a la sazón, que la habían hecho sorda a los llamamientos y a las amenazas de lo Invisible. Porque ya habían muerto todas las voces de lo Invisible y dormía en la montaña un gran silencio.
Y del seno de aquel gran silencio, en la transparente sonoridad, se elevó la voz del Pájaro que habla...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.