Las mil y una noches:697
PERO CUANDO LLEGO LA 730ª NOCHE
editarElla dijo:
"¡... Oh madre de Latifah! ¡levántate y coge a nuestra hija Latifah y echa a andar detrás de nuestro hijo, el derviche Abu-Bekr, que te conducirá a un palacio donde el destino de tu hija la espera hoy!" Y la esposa del jeique de los derviches obedeció en seguida y se envolvió en sus velos y fué al aposento de su hija, y le dijo: "¡Oh hija mía Latifah! ¡tu padre desea que salgas hoy por primera vez conmigo!" Y tras de peinarla y vestirla salió con ella y siguió, a diez pasos de distancia, al derviche Abu-Bekr; que las condujo al palacio donde les esperaban Zein y Mubarak sentados en el diván de la sala de audiencia.
Y entraste ¡oh Latifah! mostrando tus grandes ojos negros, muy asombrados tras el velillo de tu rostro. Porque en tu vida habías visto otra cara de hombre que la cara venerable de tu padre, el jeique de los derviches. ¡Y no bajaste los ojos, pues no conocías la falsa modestia, ni el falso pudor, ni ninguna de las cosas que de ordinario aprenden las hijas de los hombres para cautivar los corazones, sino que lo mirabas todo con tus hermosos ojos negros de gacela temblorosa, vacilante y encantadora!
Y al verte aparecer, el príncipe Zein sintió que se le huía la razón, porque entre todas las mujeres de su palacio de Bassra y todas las jóvenes de Egipto y de Siria no había visto a ninguna que, de cerca o de lejos, se pudiera comparar a ti en belleza. Y el espejo te reflejó toda desnuda. Y así pudo ver él, acurrucada en lo alto de las columnas, semejante a una pequeñísima palomita blanca, una milagrosa historia sellada con el sello intacto de Soleimán (¡con El la paz y la plegaria!) Y la consideró más atentamente, y en el límite del júbilo comprobó que tu historia ¡oh Latifah! era de todo punto semejante a una almendra mondada. ¡Gloria a Alah que conserva los tesoros y los reserva a sus creyentes!
Cuando el príncipe Zein, gracias al espejo mágico, vió cómo estaba la joven que hubo de buscar, encargó a Mubarak que inmediatamente fuera a hacer la petición de matrimonio. Y Mubarak, acompañado de Abu-Bekr, el derviche, fué al punto a casa del jeique de los derviches, le transmitió la petición de matrimonio y le pidió su consentimiento. Y le condujo al palacio; y se envió a buscar al kadí y a los testigos; y se extendió el contrato de matrimonio. Y se celebraron las bodas con una pompa extraordinaria; y Zein dió grandes festines e hizo muchas dádivas a los pobres del barrio. Y cuando se marcharon todos los invitados, Zein retuvo con él al derviche Abu-Bekr, y le dijo: "Has de saber, ¡oh Abu-Bekr! que esta misma tarde partimos para un país bastante lejano. Y mientras vuelvo a Bassra he aquí para ti diez mil dinares de oro, como remuneración por tus buenos servicios. ¡Pero Alah es más grande, y algún día podré probarte mejor mi gratitud!" Y le dió los diez mil dinares, pensando nombrarle un día gran chambelán, cuando llegara a su reino. Y después que el derviche le besó las manos, dió la señal de partida. Y colocaron a la joven virgen en una litera a lomos de un camello. Y Mubarak abrió la marcha, y Zein marchó el último. Y acompañados de su séquito, emprendieron el camino de las Tres Islas.
Como las Tres Islas estaban muy lejos de Bagdad, el viaje duró largos meses, durante los cuales el príncipe Zein se sentía a diario más prendado cada vez de los encantos de la maravillosa joven virgen convertida en su esposa legal. Y la amó con todo su corazón, porque ella atesoraba en sí dulzura, hechizos, gentileza y virtudes naturales. Y por primera vez experimentó él los efectos del verdadero amor, cuya existencia nunca hasta entonces hubo supuesto. Así es que, con gran amargura en el corazón, vió llegar el momento de entregar la joven al Anciano de las Tres Islas. Y varias veces estuvo tentado de desandar el camino y volverse a Bassra, llevándose a la joven. Pero le retenía el juramento que había hecho al Anciano de las Tres Islas, y no podía dejar de mantenerlo.
Entre tanto, llegaron al territorio vedado, y por el mismo camino y los mismos procedimientos de antes, arribaron a la isla en que residía el Anciano. Y tras de las zalemas y los cumplimientos, Zein le presentó a la joven toda tapada. Y al propio tiempo le entregó el espejo, y sus mismos ojos parecían dos espejos. Y al cabo de algunos instantes se acercó a Zein, y colgándose a su cuello, le besó con mucha efusión, y le dijo: "En verdad, sultán Zein, que estoy muy contento de tu diligencia por complacerme y del resultado de tus pesquisas. ¡Porque la joven que me traes es tal y como yo la anhelaba! ¡Es admirablemente bella y supera en encantos y en perfecciones a todas las jóvenes de la tierra! Además, está virgen y con virginidad de buena ley, ya que se la diría sellada con el sello de nuestro señor Soleimán ben-Daúd (¡con ambos la plegaria y la paz!) ¡Por lo que a ti se refiere, no tienes más que volver a tus Estados; y cuando entres en la segunda sala de loza, en donde están las seis estatuas, encontrarás allí la séptima que te he prometido y que por sí sola vale más que otras mil juntas!" Y añadió: "¡Haz comprender ahora a la joven que me la cedes y que ya no tiene nada de común contigo!"
Al oír estas palabras la encantadora Latifah, que también sentía mucho afecto por el hermoso príncipe Zein, lanzó un profundo suspiro y se echó a llorar. Y Zein se echó a llorar asimismo. Y muy triste, le explicó todo lo concertado entre él y el Anciano de las Islas, desmayándose de dolor Latifah. Y tras de haber besado la mano al Anciano, el joven emprendió de nuevo con Mubarak el camino de Bassra. Y durante todo el viaje no cesaba de pensar en aquella Latifah tan encantadora y tan dulce, y se recriminaba amargamente por haberla engañado haciéndole pensar que era su esposa, y se creía causante de la desdicha de ambos. Y no podía consolarse de ello.
Y he aquí que llegó en aquel estado de desolación a Bassra, donde grandes y pequeños celebraron su regreso con muchos festejos. Pero el príncipe Zein se había puesto muy triste, sin tomar parte en aquellos regocijos, y a pesar de todos los requerimientos de su fiel Mubarak, se negaba a bajar al subterráneo en que debía encontrar a la joven de diamante, tanto tiempo anhelada. Por fin, cediendo a los consejos de Mubarak, a quien hubo de nombrar visir en cuanto llegó a Bassra, consintió en bajar al subterráneo. Y atravesó la sala de porcelana y de cristal, toda llena de dinares y polvo de oro, y penetró en la sala de loza verde incrustada de oro...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.