Las mil y una noches:673
Y CUANDO LLEGO LA 707ª NOCHE
editarElla dijo:
"... Tras de lo cual se acostó en el camastro de la cuadra, y dejó a Alah el cuidado de la cura.
Al día siguiente por la mañana fué renqueando el visir tuerto a levantar el emplasto por sí mismo. Y su asombro y su alegría llegaron a los límites extremos cuando vió que el ojo del caballo estaba limpio como la luz de la mañana. Y llegaron a tanto sus transportes, que puso a Nur su propio manto y en el momento le nombró jefe de sus caballerizas y primer veterinario del palacio. Y le dió por habitación el aposento situado encima de las cuadras, enfrente del palacio en que se hallaban sus propios aposentos, que sólo estaban separados por el patio. Tras de lo cual se fué para asistir a las fiestas que se daban con motivo de sus bodas con la princesa. ¡Y no sabía que el hombre jamás escapa a su destino, y de cuanto prepara la suerte a quienes de antemano tiene reservado para servir de escarmiento a las generaciones!
Había llegado el séptimo día de las fiestas, y aquella misma noche el feo viejo debía entrar en posesión de la princesa. (¡Alejado sea el Maligno!) Y he aquí que precisamente la princesa estaba asomada a su ventana y oía los últimos tumultos y los gritos lanzados a lo lejos en honor suyo. Y pensaba, muy triste, en su bienamado Nur, el vigoroso y hermoso joven de Egipto, que había cortado la flor de su virginidad. Y a este recuerdo bañaba su alma una gran melancolía, y le subían las lágrimas a los ojos. Y se decía ella: "¡En verdad que nunca dejaré que se aproxime a mí ese viejo repulsivo! ¡Antes le mataré y luego me tiraré al mar por la ventana!" Y mientras dejábase impregnar por la amargura de estos pensamientos, oyó debajo de sus ventanas una hermosa voz de joven que en medio de la noche cantaba versos árabes acerca de la separación de los amantes. Era Nur, que en aquel momento, cuando terminó de cuidar a los dos caballos, había subido a su aposento y también se había asomado a su ventana para pensar en su bienamada. Y cantaba estas palabras del poeta:
- ¡Oh felicidad desaparecida; vengo a buscarte lejos de nuestras moradas, en un país cruel, o a hacerme, por lo menos, la ilusión de encontrarte! ¡Ay de mí!
- ¡Mis sentidos equivocados creen reconocerte en todo lo que tiene algo de gracia o algún encanto atrayente! ¡Ay de mí!
- ¡Si en la lejanía suspira sus melodías una flauta o un laúd le responde con sus acordes armoniosos, se me mojan de lágrimas los ojos al pensar en nosotros dos! ¡Ay de ambos!
Cuando la princesa Mariam hubo oído este canto con que el bienamado de su corazón expresaba los sentimientos de su amor fiel, reconoció su voz al punto y se emocionó hasta el límite de la emoción.
Pero como era prudente y avisada, supo dominarse para no hacerse traición ante las doncellas que la rodeaban, y empezó por mandarlas que se marchasen. Después cogió un papel y un cálamo, y escribió lo que sigue:
- "¡En el nombre de Alah el Clemente, el Misericordioso! ¡Y ahora, que la paz de Alah sea contigo, ¡oh Nur! así como Su misericordia y Su bendición!
- "¡Quiero decirte que tu esclava Mariam te saluda y arde en deseos de reunirse contigo! Escucha, pues, lo que te dice aquí, y haz lo que te ordena.
- "A primera hora de la noche, hora propicia a los amantes, coge los dos corceles, Sabik y Lahik, y condúcelos fuera de la ciudad, detrás de la puerta del Sultán, donde me esperarás. ¡Y si te preguntan que adónde llevas los caballos, contesta que los sacas para que den un paseo!"
Luego dobló este billete, lo escondió en un pañuelo de seda, y agitó el pañuelo desde la ventana en dirección a Nur. Y cuando vió que él la había advertido y que estaba ya cerca, arrojó por la ventana el pañuelo. Y Nur lo recogió, lo abrió y se encontró con el billete, que hubo de leer para llevárselo después a los labios y a la frente en señal de asentimiento. Y se apresuró a volver a las cuadras, donde esperó con la más viva impaciencia la primera hora de la noche. Ensilló entonces a los dos nobles animales y salió de la ciudad con ellos, sin que nadie le estorbase el camino. Y esperó a la princesa detrás de la puerta del Sultán, teniendo de la brida a los caballos.
Precisamente en aquel momento, terminadas las fiestas y llegada la noche, el viejo tuerto tan feo y tan repugnante penetraba en la cámara de la princesa para cumplir lo que tenía que cumplir. Y la princesa, al verle entrar, se estremeció de horror, de tan repulsivo como era el aspecto de él. Pero como ella tenía que seguir un plan que no quería hacer fracasar, trató de dominar sus sentimientos de repulsión, y levantándose en honor suyo, le invitó a sentarse junto a ella en el diván. Y le dijo el viejo cojo: "¡Oh soberana mía! ¡eres la perla de Oriente y de Occidente, y a tus pies es donde debiera yo prosternarme!" Y contestó la princesa: "¡Está bien! pero dejémonos de cumplimientos. ¿Dónde está la cena? ¡Tengo mucha hambre, y ante todo debemos empezar por comer!"
Al punto llamó el viejo a las esclavas, y en un instante se sirvieron bandejas cubiertas de los manjares más raros y más exquisitos, que se componían de cuanto vuela por los aires, nada por los mares, anda por la tierra y crece en los árboles de los huertos y en los arbustos de los parterres. Y se pusieron ambos a comer juntos; y la princesa se desvivía por ofrecerle los mejores bocados; y el viejo estaba entusiasmado de tales atenciones y se le dilataba el pecho y se felicitaba de alcanzar sus propósitos con mucha más facilidad de lo que creía. Pero de pronto cayó de espaldas sin conocimiento, dando con la cabeza antes que con los pies. Porque la princesa había logrado echar disimuladamente en la copa un poco de bang marroquí capaz de derribar a un elefante y dejarle más ancho que largo. ¡Loores a Alah, que no permite que la fealdad mancille la pureza ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.