Las mil y una noches:153
PERO CUANDO LLEGO LA 122ª NOCHE
editarElla dijo:
Y la anciana, después de haberme deseado la paz, me dijo: "Hijo mío, ¿sabes leer?" Y yo contesté: "Sí, mi buena tía". Ella me dijo: "Entonces te ruego que cojas esta carta y me leas su contenido". Y me alargó la carta. Yo la cogí, la abrí y leí el contenido. Decía que el firmante de ella estaba bien de salud, y mandaba recuerdos y un saludo a su hermana y a sus parientes. Al oírlo levantó la vieja los brazos al cielo, e hizo votos por mi prosperidad, pues le anunciaba tan buena nueva.
Y exclamó: "¡Plegue a Alah que te alivie de todas tus penas, como has tranquilizado tú las mías!" Después cogió la carta y siguió su camino.
Entonces sentí una necesidad apremiante, y me arrimé a una pared y satisfice mi necesidad.
Me levanté después, habiéndome sacudido bien, y me arreglé la ropa, dispuesto a proseguir mi camino. Pero entonces vi venir a la vieja, que me cogió la mano, se la llevó a los labios, y me dijo:
"Dispénsame, ¡oh mi señor! pero tengo que pedirte una merced, y si me la concedes será para mí el colmo de los beneficios, y seguramente te remunerará el Retribuidor. Te ruego que me acompañes cerca de aquí, para que leas esta carta a las mujeres de mi casa, pues seguramente no querrán fiarse de mí, sobre todo mi hija, que tiene mucho afecto al firmante de esta carta, un hermano suyo que nos dejó hace diez años, y cuya primera noticia es ésta, desde que le lloramos por muerto.
¡No me niegues este favor! No tendrás que tomarte ni siquiera el trabajo de entrar, pues podrás leer esta carta desde fuera. Ya sabes las palabras del Profeta ¡sean con él la plegaria y la paz! respecto a los que ayudan a sus semejantes: "Al que saca a un musulmán de una pena de entre las penas de este mundo, se lo tiene en cuenta Alah borrándole setenta y dos penas de las penas del otro mundo".
Accedí, pues, a su petición, y le dije: "¡Anda delante de mí, para alumbrar y enseñarme el camino!" Y la vieja me precedió, y a los pocos pasos llegamos a la puerta de un palacio magnífico.
Era una puerta monumental, chapada toda de bronce y de oro rojo labrado. Me detuve, y la vieja llamó en lengua persa. Enseguida, sin que tuviese tiempo de darme cuenta, por lo rápido que fué el movimiento, se entreabrió la puerta y vi a una joven regordeta que me sonreía. Llevaba los pies descalzos sobre el mármol recién lavado, se sujetaba con las manos, por miedo de mojarlos, los pliegues de su calzón, levantándolo hasta medio muslo. Y las mangas las llevaba también levantadas hasta más arriba de los sobacos, que se veían en la sombra de los brazos blancos. Y no sabía qué admirar más, si sus muslos como columnas de mármol o sus brazos de cristal.
Sus finos tobillos estaban ceñidos con cascabeles de oro y pedrería; sus flexibles muñecas ostentaban dos pares de pesados y magníficos brazaletes; llevaba en las orejas maravillosas arracadas de perlas, al cuello triple cadena de joyas insuperables, y a la cabeza un pañuelo, de finísimo tejido, constelado de diamantes. Y debía estar entregada a algún ejercicio muy agradable, porque la camisa se le salía del calzón, cuyos cordones estaban desatados.
Su hermosura, y sobre todo sus muslos admirables, me dieron enormemente qué pensar, y recordé estas palabras del poeta:
- ¡Virgen deseada, para que yo adivine tus tesoros ocultos, procura levantarte la ropa hasta el nacimiento de tus muslos! ¡Oh alegría de mis sentidos! ¡Después, tiéndeme la copa fértil del placer!
Cuando la joven me vió, quedó muy sorprendida, y con su ingenuo aspecto, sus ojos muy abiertos y su voz gentil, más deliciosa que todas las que había oído en mi vida, preguntó: "¡Oh madre mía! ¿Es éste el joven que nos va a leer la carta?" Y como la anciana contestase afirmativamente, la joven me alargó la carta que acababa de entregarle su madre. Pero cuando me inclinaba hacia ella para recibir la carta, me sentí violentamente empujado hacia adentro por un cabezazo en la espalda que me acababa de asestar la vieja. Me empujó hacia el interior del vestíbulo, mientras que ella, más veloz que el relámpago, se apresuraba a entrar detrás de mí, y cerró apresuradamente la puerta de la calle. Y así me vi preso entre aquellas dos mujeres, sin saber lo que querían hacer de mí. Pero no tardé en enterarme de todo. Efectivamente...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente hasta el otro día.