Las ilusiones del doctor Faustino: 33


Conclusión

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Quiso la suerte, o más bien quiso el cielo en sus inescrutables designios, que contra todas las probabilidades, contra todos los pronósticos de la ciencia, la vida de D. Faustino se salvara. Vencida la crisis mortal de la inflamación de la pleura, que también había afectado los pulmones, la herida se cicatrizó con rapidez, uniéndose, del modo que convenía, los tejidos vulnerados. El restablecimiento fue pronto y completo.

Diez y seis meses después de las tristes bodas, en el mes de octubre del año siguiente, apenas si nadie recordaba ya la larga y peligrosa enfermedad de D. Faustino, su herida, y el misterioso lance en que la había recibido.

Entonces, sin embargo, no era ya D. Faustino un sujeto oscuro e ignorado, sino un personaje de mucho viso y lustre. Sus riquezas, o dígase las de su tío y de su mujer, prestaban brillo, realce y notoriedad a todas sus buenas prendas.

D. Faustino, con poco más de cuarenta y cinco años, parecía joven aún y era buen mozo y elegante. En sus cabellos rubios no se descubría una cana. Vestía con primor y esmero y sin afectación alguna.

Cuando paseaba en la Fuente Castellana, con su bellísima hija al lado, en soberbios caballos ingleses, que él y ella manejaban muy bien, ambos excitaban la admiración y el aplauso de los concurrentes a aquel sitio.

La magnífica casa en que vivían estaba abierta a un círculo de gentes distinguidas, entre quienes empezaba ya a cobrar D. Faustino fama de gran poeta y hasta de sabio.

Rosita, en quien la compasión de ver tan humillado a D. Faustino había mitigado antes el rencor antiguo, volvió a sentirle de nuevo, al ver a D. Faustino tan encumbrado y tan dichoso; y la felicidad y el triunfo de María la Seca, de la hija del bandido, su aborrecida rival, la atormentaron con envidia devoradora.

En la generalidad de las gentes podía más, sin embargo, la simpatía y el amor hacia la familia del capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, que la envidia de su bienestar y opulencia. Así es, que las noticias, difundidas por Rosita, de que María era hija de un bandido, lejos de causar daño a María, le prestaron cierto encanto novelesco, pasmándose todos de su discreción, de su saber, de la nobleza de su carácter, y de cómo, desde origen tan humilde, desde el lodo en que nació, había sabido elevarse, limpia y pura de toda mancha, salvo la de haberse entregado, en su mocedad, a D. Faustino, movida por un amor invencible, lo cual no había alma generosa que no perdonase, y mucho más al ver a Irene, cuya hermosura, candor y claro entendimiento, eran perpetuo asunto de los mayores encomios.

Irene, si era adorada de los hombres, aún era más estimada de las mujeres. La ausencia de toda coquetería hacía que no la mirasen como una rival. Su religiosidad profunda, su disgusto del mundo sin amargura ni acritud, y su amor a las cosas del espíritu, la apartaban de toda vanidad mundana y de las galanterías y vulgares amores, elevando al cielo sus pensamientos, de donde se diría que, al volver a su alma, bañaban su rostro divino en reflejos como de luz increada.

María, su madre, ya hemos dicho que conservaba aún su belleza: pero la austeridad de sus costumbres, los recuerdos de su pecado, los pensamientos que despertaban en su mente la vida criminal de su padre y su muerte trágica, todo concurría a despojarla de aquella ligera afabilidad, de aquella alegría graciosa, de aquel trato fácil y ameno, que son el principal encanto del amor, y por donde la mujer, ajena o propia, seduce, cautiva y rinde al marido o al amante. Su amor hacia D. Faustino era más fervoroso, más sublime, más fuerte que nunca; pero no era el amor, a quien siguen o rodean los juegos, las risas y las gracias, sino el amor severo, metafísico, casi ultramundano, hijo de la Venus Urania, consagrado por el deber y encadenado con un vínculo religioso.

María, además, se hallaba muy quebrantada de salud. Si bien en la sociedad procuraba, y lo conseguía, estar muy amable y no mostrar nada en su espíritu ni en su carácter que causara extrañeza; en la intimidad de su familia tenía prodigiosos éxtasis y arrobos, como si su espíritu volase muy lejos de ella a esferas misteriosas y distantes. Ni siquiera a su marido se atrevía ella a confiar sus ideas, pero dejaba entrever que imaginaba hablar con los espíritus, que recordaba casos de otras existencias pasadas, y que tenía, despierta, algo parecido a las lúcidas intuiciones del sonambulismo: lo que llaman segunda vista. Tristes presentimientos agitaban su corazón; mal reprimidos suspiros brotaban a veces involuntariamente de sus labios; las lágrimas solían nublar sus ojos de pronto, sin ningún aparente motivo.

El doctor Faustino, a pesar de todo, amaba entrañablemente a María. Su amor de padre por Irene era más ferviente aún: pero el doctor Faustino no era feliz tampoco. Con frecuencia, en lo más oculto de su mente, se dolía de no haber muerto el día en que reconoció a su hija y le dio su nombre.

Los coches, los caballos, la casa lujosísima, todo el bienestar y el dinero de que gozaba, eran debidos a la generosidad de D. Juan Fresco: él no había sabido ganarlos con su ingenio, con su actividad, con su saber y con su trabajo. Esto le tenía avergonzado y confuso. La terrible pregunta ¿Para qué sirvo? le atosigaba de continuo; y más aún la terrible respuesta: No sirvo para nada.

Su ambición, ardiente aún, y menos satisfecha que nunca, era para él un tormento incesante. Aún había tiempo de satisfacerla. Ahora, sin tener que pensar en los apuros pecuniarios, con dinero bastante, podía poetizar, filosofar, escribir, mezclarse en los negocios políticos, hacerse elegir diputado. El doctor, no obstante, tenía miedo de acometer cualquiera empresa. Si salía mal, no podría achacar el mal éxito a su falta de recursos, y el desengaño sería más cruel y más duro.

La fe religiosa, que en lo más grave de su enfermedad, en el período crítico, cuando estuvo próximo a la muerte, había venido a consolarle, habíase apartado de nuevo de su alma. El doctor volvió a dudar mucho y a negar más; imaginó que aquella vuelta a las antiguas creencias había sido efecto de su debilidad y de su postración; tal vez de la larga dieta: tal vez de la violenta calentura.

Entretanto, mientras que su entendimiento, su discurso, su dialéctica dudaba o negaba, su alma afectiva, su fantasía de poeta seguían presentándole mil sistemas, doctrinas o teorías, que le agitaban con el deseo o con el temor de que fuesen verdaderas. Ya en el centro de su ser creía columbrar lo infinito, lo divino, lo absoluto de que estaba sediento, ya lo divino le parecía difundido por las entrañas mismas del universo todo, a quien prestaba su vida y su armonía. En suma, el doctor ya era místico, ya era teósofo, aunque en ciernes y sin decidirse.

Sus raciocinios le llevaban a lamentarse o a burlarse de las alucinaciones de su mujer, respecto a espíritus y a existencias pasadas: y sin embargo, hasta aquellas mismas creencias, que despreciaba, destruían la tranquilidad de su mente. En sueños, dormitando a veces, a veces bien despierto, cuando tenía los nervios sobrexcitados, en el silencio de la noche, después de la larga vigilia, el doctor veía a su mujer y a la coya confundidas en una. Entonces le parecía acordarse de cuando él fue guerrero y estuvo en el Perú, y allí la enamoró. Y luego suponía que ella, en el orden moral, había adelantado mucho, encaminándose a la perfección, y que él se iba quedando muy atrás, por más que María le tendía la mano, le alentaba, le guiaba, quería llevársele consigo a más altas esferas y a gozar de condición más noble.

Cuando estaba sereno, cuando sus nervios se habían calmado, a la clara luz del día, el doctor se mofaba en su interior de aquellos delirios, pensando que su mujer estaba medio loca y que por momentos le comunicaba la locura.

La jovialidad de D. Juan Fresco, sus chistes, que todos le reían, en particular después de haber comido en su casa, pues tenía buen cocinero y mejores vinos; el sereno pensar con que aquel bermejino modelo comprendía y ordenaba en su mente los seres todos; la firmeza de su carácter y de sus principios; y el buen tino y la seguridad con que cuidaba de su hacienda y la acrecentaba, todo esto era antipático para D. Faustino, y, sin envidiarlo, le vejaba y rebajaba bastante.

D. Juan Fresco preveía, allá en su interior, que aquellas cosas, que harto bien iba él trasluciendo, no podían tener término muy dichoso: pero no les hallaba remedio y se afanaba por retardar el mal cuanto fuese posible, procurando consolarse ya de él como si hubiera sucedido.

La afición de D. Juan Fresco a los bermejinos le indujo a convidar a Respetilla a que viniese a pasar un mes en Madrid para que viese bien cuanto de notable encierra la corte. Cuando Respetilla había estado la otra vez nada había disfrutado ni visto a causa de la enfermedad de su amo. Ahora, que estaba en Madrid de nuevo, D. Juan Fresco se deleitaba en ser su cicerone. Hizo que el mejor sastre de Madrid le vistiese de levita, y le compró en casa de Aimable un sombrero de copa alta, que Respetilla llamaba gavina, chistera, colmena o castrosa. La admiración de Respetilla por todos los objetos y el modo que tenía de considerarlos encantaban a D. Juan. Mucho gustó a Respetilla la Historia Natural; el palacio le pareció enorme; el Museo de pinturas no le divirtió nada; y donde más gozó fue en los toros y en los bailes del teatro de Rivas, viendo El Descendiente de Barba Azul y Brahma. Aquellas niñas tan ligeras y tan ligeramente vestidas, la luz de bengala, la bajada de Barba Azul del castillo con toda su comitiva, los quitasoles y el dragón chinesco, le traían maravillado. Las niñas, sin embargo, era lo que más le complacía: pero Respetilla hacía ya muchos años que se había casado con Jacintica, la antigua criada de Rosita, de quien tenía la friolera de nueve hijos, como nueve becerros: tenía además muchísimo cariño y muchísimo miedo a su mujer, y ni de pensamiento siquiera se atrevía a cometer la menor infidelidad. Así es que, si por acaso y no reflexionándolo se dejaba entusiasmar por las niñas un poco más de lo justo, luego se le presentaba en la mente la figura de Jacintica toda enojada, y se desataba en vituperios y en injurias contra las bailarinas, como si fuese un Catón cristiano, o mejor diremos un San Pacomio.

Respetilla vio también y admiró en casa de sus amos, donde entraba ella como modista, a su antigua novia Manolilla, pasmándose de que se llamara doña Etelvina, y con cierto orgullo de haber estado en relaciones con persona tan cabal y de cuenta. Los trajes de doña Etelvina, sus bellos colores, rosa de Venus legítima, de la que usaron Lais, Tais y otras heteras de Corinto, Atenas y Mileto, y el perfume que ella exhalaba, no ya de oppoponax, sino de otra esencia más rica, llamada stephanotis, eran circunstancias que tenían absorto y boquiabierto a Respetilla, como si soñase mil portentos: mas ni por esas, y no porque respetase a doña Etelvina, sino porque respetaba a la ausente Jacintica, madre de los nueve, se atrevió Respetilla a propasarse, sino que, de acuerdo ya con su apodo, se limitó a decir cuatro cuchufletas a la modista elegantona, quien, al fin, por lo singular y peregrino del lance, por estar Respetilla muy gracioso con su levita y su chistera, y por los dulces recuerdos de la juventud y de la patria, hay quien sostiene que se le mostraba menos arisca que mansa y más cocida o frita que cruda.

D. Faustino, en cambio, aunque harto poco disculpable, fuerza es confesarlo, no estuvo con Costancita tan firme; no fue tan honrado como su antiguo escudero. El amor purísimo de los ángeles, que Costancita había propuesto y recomendado en su carta, se le guardó D. Faustino para su mujer y para su bendita hija; pero la marquesa de Guadalbarbo perturbaba todo su ser; despertaba en su corazón una tempestad de pasiones. Costancita misma, irritada por los nuevos obstáculos que entre ella y su primo se levantaban, celosa y envidiosa del bien de María, más enamorada que nunca, no soñando ya con el idilio sino con el drama vehemente, rompió todo freno, y con otra astucia, con otro cálculo, con el mayor recato y disimulo, vio y habló a D. Faustino, en sitio que ella imaginaba que nadie averiguaría.

El marqués de Guadalbarbo, si bien creyendo a pies juntillas en la inocencia de su mujer, vivía muy sobre aviso desde la noche de la sorpresa; pero ya Costancita estaba escarmentada, y fueron extraordinarias sus precauciones. El marqués no se percató de nada.

Ni siquiera los maldicientes, que están siempre atisbando, a fin de averiguar y referir la crónica escandalosa, tuvieron el menor indicio del caso.

Desde que empezaron aquellas misteriosas citas, el doctor se halló atormentado, inquieto al lado de María. Sentíase indigno, se avergonzaba de su doblez, de sus mentiras y de su ingratitud; pesábanle más en el corazón su pobreza y su incapacidad y las riquezas y el desprendimiento generoso de D. Juan Fresco.

La segunda vista, la perspicacia espiritual de María de nada valió para descubrir aquel secreto infame. Su enamorado espíritu entraba o creía entrar en lo más oculto del alma de su marido; pero entraba tan lleno de confianza, de veneración y de afecto, que todo lo veía hermoseado por una luz pura y no percibía lo feo y lo deforme.

Atribuyendo María las tristezas del doctor a noble ambición contrariada, y a la especie de humillación de verse pobre, siendo ricos su tío y ella, empleaba los medios más delicados y discretos para realzar aquel ánimo abatido, para darle esperanzas de que sería dichoso en cuanto emprendiese, para hacerle creer que de él dependía subir a la cumbre del poder y de la gloria, y para persuadirle sobre todo de que él era, en absoluto, y singularmente para ella, de tanto valor y de tan gran ser y de precio tan inestimable, que no necesitaba de victorias, ni de triunfos, ni de aplausos mundanos, a fin de corroborar y mucho menos de acrecentar en sí tan reconocidas excelencias.

Esta noble conducta de María mortificaba más y más a D. Faustino exacerbando sus remordimientos; pero el atractivo y la diabólica fascinación que ejercía sobre él Costancita podían más que todo. D. Faustino amaba, reverenciaba, adoraba a María, como algo santo, celestial, suave, sereno y puro, y buscaba, no obstante, a Costancita, arrastrado por el delirio de los sentidos, por el demonio de la vanidad y del orgullo, y hasta por el aguijón punzante de los celos, temeroso siempre de que, si él la dejaba, ella pudiese querer a otro, aunque no fuese sino por despecho.

Mucho hubieran durado así las cosas, sin descubrirse nada, si el doctor no hubiese tenido un enemigo vigilante, astuto y cada día más enconado contra él y contra su mujer. Este enemigo era Rosita.

Los lazos que la unían al general Pérez se habían estrechado cada vez más. Rosita dominaba al conquistador tremebundo; le tenía sujeto, avasallado, cambiado de león en cordero. Si ella le consultaba a veces sobre los moños, vestidos y adornos que debía ponerse, él la consultaba sobre la política. De ella dependía, pues, que el Ministerio durase o cayese: que hubiera o no otro nuevo pronunciamiento; que cambiase de Constitución o de forma el Estado. En España todo lo podía la tropa, con la tropa todo lo podía el general Pérez, con el general Pérez Rosita. De esta suerte, en virtud de tan irrefutable sorites, consideraba Rosita que todo dependía de ella. Ella era la Aspasia de aquel Pericles flamante.

En medio de tanta gloria, la afrenta que le hizo el doctor y la rivalidad de María vivían en su corazón, a pesar de los años transcurridos, y se le corroían como un cáncer.

Como el general no tenía secretos para ella llegó a decirle hasta el mal rato y el picón que le dieron Costancita y el doctor, protestando que si él había pretendido a Costancita había sido con intento de burlarse de ella y de rebajar su orgullo.

Informada Rosita de aquellos amores y suponiéndolos más adelantados de lo que estaban entonces, les siguió la pista con encarnizamiento, sagacidad y sigilo. Supo que doña Etelvina había sido la doncella de Costancita y conjeturó que no podría menos de ser la persona de toda su confianza para ciertos negocios, dado que los hubiese. Bien estimó ella que sería difícil, ya que no imposible, que doña Etelvina, por desalmada que fuera, hiciese a sabiendas traición a su ama. No procuró, por lo tanto, ganarse la voluntad de doña Etelvina, sino la de su principal ayudanta y confidenta la señorita Adela, la cual, por lo mismo que doña Etelvina andaba siempre tan atareada, era la que acudía a casa de Rosita, con modas y trajes.

Ganada del todo la señorita Adela, a fuerza de presentes y obsequios, nada ocurría en casa de doña Etelvina que Rosita no supiese. Así pasó más de un año sin que Rosita averiguase lo que deseaba averiguar; mas, por último, premió sus afanes el diablo.

La señorita Adela se impuso, a pesar del recato con que se hacía, y transmitió en seguida a Rosita su gran descubrimiento, de que la marquesa de Guadalbarbo iba a casa de la Etelvina, o bien muy de mañana, o bien al anochecer, entre dos luces, y que allí veía al doctor que la aguardaba.

Rosita, prodigando entonces el oro, sobornó a la señorita Adela, y la comprometió a introducir a una persona en casa de la Etelvina y a ocultarla en lugar conveniente para que, sin ser vista de nadie, pudiese ver a los amantes en una de sus citas.

Luego la hija del escribano usurero escribió a María un anónimo, revelándole la traición de su marido y ofreciéndole generosamente los medios de cerciorarse de ella.

El día, la hora, el momento de la cita llegó, según la señorita Adela tenía averiguado.

Costancita hubo de quejarse del poco cariño, de la tibieza del doctor. Se mostró celosa de María: dijo que María era más querida que ella.

Embriagado el doctor por las fascinadoras miradas, por la coquetería infernal, por la elegancia, por la hermosura aristocrática y por la juventud inmarcesible de su prima, le aseguró que respetaba a su mujer, pero que no la amaba, que casi la odiaba por su causa.

El doctor confirmó tan abominable aserto con un abrazo.

Entonces creyó oír cerca de sí, penetrando en su pecho como agudo puñal, un sollozo desgarrador y ahogado.

Se apartó lleno de espanto de los brazos de Costancita. Buscó rápidamente, y nada vio en el cuarto en que estaban. Abrió la puerta, por donde habían entrado, y nada vio tampoco. Abrió, en fin, otra puertecilla que daba a otro cuarto interior, que también tenía salida al corredor, y encontró vacío el cuarto, y la puerta de salida cerrada con llave. Interrogó a doña Etelvina sobre las personas que había en casa, y doña Etelvina dijo que no había nadie, salvo la señorita Adela, porque las oficialas se habían ido ya todas. La señorita Adela era además muy de fiar y no sollozaba nunca por tan poco. La señorita Adela, interrogada a su vez por doña Etelvina, sostuvo que nadie había entrado en casa, que ella estaba al cuidado de todo, y que los criados se hallaban en la cocina para evitar que se enterasen de aquellos asuntos.

Costancita decidió entonces que lo del sollozo, que ella no había oído, era una locura del doctor. El doctor acabó por persuadirse de lo mismo.

Desde aquel día en adelante la tristeza de María fue siendo más honda y persistente. Aunque no exhaló la menor queja contra D. Faustino, D. Faustino vio a las claras que todo lo sabía. A pesar de su escepticismo, no hallando modo natural de explicárselo, el doctor imaginó que no era vana la segunda vista de María; que su espíritu, desprendiéndose del organismo, al cual, sólo por un hilo de fluido eléctrico quedaba anudado, volaba donde quería y atravesaba los muros y penetraba en los más ocultos lugares. El sollozo, que él había oído y que no había oído Costancita, le pareció un ay del alma, un gemido espiritual, que arrancó a María de lo hondo de su ser la horrible frase de que él casi la odiaba.

¿Qué satisfacción, qué disculpa, qué palabra de consuelo podía dar D. Faustino a su mujer, si en efecto lo sabía todo, fuese como fuese?

El doctor se limitaba, pues, a estar más amable, más dulce, más rendido que nunca con ella; pero no intentó explicación ni satisfacción alguna. María no se daba por entendida del agravio.

Por último, María cayó postrada en cama con una gravísima enfermedad. Sentía en el lado del corazón más calor que de ordinario, y una opresión y una fatiga muy grandes. Le pesaba algo dentro del pecho. A veces le daban vahídos. Parecíale luego que le apretaban las entrañas. La atormentaban incesantes angustias. El pulso, débil, era desigual y precipitado; la respiración, fatigosa y entrecortada de lastimeros suspiros.

Su severa y majestuosa hermosura resplandecía más, a pesar de las muchas canas que blanqueaban su negra cabellera, porque sus ojos tenían más luz, más viveza que en su estado normal, y porque ardiente carmín daba color a sus mejillas.

De repente solían acometerle fuertes palpitaciones, que imprimían a su seno dolorosas sacudidas; se diría que llegaban a oírse por los que estaban cerca los latidos violentos e irregulares de su corazón inflamado. De repente también parecía suspenderse el movimiento del corazón, y la enferma caía en un desmayo. Siempre, con todo, conservaba María su razón despejada: más bien que turbase o anublarse, su entendimiento mostraba lucidez maravillosa, como si fuese una luz, una llama a la cual se acercan sustancias combustibles.

El doctor Calvo prescribió dieta, reposo, bebidas refrigerantes y sinapismos en los pies; apeló a la homeopatía, y ordenó ignatia, pulsatila y ácido fosfórico. No se atrevió a ordenar sangrías ni sanguijuelas por miedo de la debilidad de la paciente. Al fin confesó a D. Juan que el mal no tenía remedio en lo humano.

Realizándose los desconsoladores pronósticos del doctor Calvo, María, cumplidos ya todos sus deberes de cristiana, estaba próxima a expirar, atendida por su tío y su hija, los cuales reprimían mal el llanto.

D. Faustino, sombrío, mudo, sin lágrimas en los ojos, y con negra pena en el pecho, estaba de rodillas, junto a la cabecera de la cama. No se atrevía a tomar una mano de la moribunda. Apenas si se atrevía a mirarla. Lleno de horror y de vergüenza inclinaba al suelo los ojos.

María hizo un esfuerzo supremo. Miró a su marido con tan benévola mirada, con tan santa sonrisa, con unos ojos tan dulces y tan llenos de perdón y de amor celestial, que D. Faustino la miró también, sin atormentador sonrojo y henchido de gratitud y de arrepentimiento. Después, con mayor esfuerzo, María alargó la mano a su marido, que la tomó entre las suyas y la cubrió de besos respetuosos. Las lágrimas de D. Faustino, que habían estado como hielo hiriéndole por dentro, se liquidaron entonces, y brotaron de sus ojos, y bañaron la mano de María. Con desfallecida voz, con voz muy baja, que nadie sino él pudo oír, entrando clara y distinta por los sentidos en su alma, dijo ella de esta suerte:

-Lo sé todo: lo he visto; lo he oído. Te oí decir que me aborrecías; pero nunca pude creerlo. Lo dijiste en un momento de locura. Yo te perdono, Faustino; yo te amo. ¡Yo te bendigo! Ámame. No te atormentes creyéndote culpado. Vive para nuestra hija. ¡Es tan pura, tan noble, tan santa, tan angelical! Es el lazo de nuestras almas. Viviendo para ella, vivirás para mí. Por ella estamos más ligados que nunca. No hay entre nosotros divorcio eterno, sino eterno consorcio. Te espero allí arriba...

Sin más perceptibles suspiros, sin convulsión ni gesto, con dulzura inefable, más que como separación dolorosa, como tránsito feliz, cual cautivo que recobra su libertad, el espíritu de María abandonó en aquel instante su cuerpo hermoso. Aquel corazón fatigadísimo se había rendido al cansancio: había ido poco a poco moderando su impulso; se dilató al perdonar y no tuvo fuerzas para contraerse de nuevo, impulsando la sangre por las arterias. La circulación cesó para siempre.

D. Faustino, mientras estuvo embelesado, bajo el encanto poderoso de aquella voz amada, simpática, que le perdonaba y le bendecía, abrió su alma a todas las esperanzas: pensó en el cielo; creyó en el perdón de Dios y en su infinita misericordia; juzgó que él mismo sabría perdonarse al fin, y columbró el camino de la perfección, del que se había extraviado, y consideró posible volver a él, venciendo los obstáculos con varonil perseverancia.

Muerta María, ahogada su voz, extinguida la antorcha que le guiaba, las antiguas e inveteradas especulaciones surgieron de pronto en el ánimo de D. Faustino.

«Si he cometido una infamia, si soy un miserable -dijo para sí-, y si hay una vida eterna, eternamente me lo estaré echando en cara. No me limpiaré la mancha. Será un infierno sin redención. Si persiste mi individuo, persistirá el egoísmo, que es la esencia de la individualidad. ¡Ah, no! Lo malo, lo egoísta, lo impuro debe morir. Lo inmortal, lo eterno, lo divino, soy yo, es María, es todo, en lo que tenemos de bueno. Ella no era egoísta; ella era todo devoción y sacrificio. Como se entregó a mí un día, así se ha entregado a la muerte ahora; por completo; toda ella. ¿Qué ha de quedar de ella en otra vida? Ella se dio toda. Dios la recibió en su seno. Ella se perdió en la absoluta esencia».

Miró luego el doctor, con ojos enjutos y fijos el cadáver de María. Vio aquellas formas bellas aún, y las imaginó destruidas, feamente destrozadas, cayendo en pútrida disolución. Un súbito ataque nervioso se siguió a tan crueles pensamientos, no dulcificados ya por el bálsamo de las creencias.

El doctor rompió en una aterradora carcajada.

Acudieron a él su hija y D. Juan; pero fue tarde. El doctor corrió hacia su alcoba que estaba contigua. Su hija y D. Juan le siguieron. Sobre una cómoda había un revólver. D. Faustino le tomó antes que su familia llegase. Se metió el cañón en la boca, afirmándole contra el paladar, e hizo fuego.

La muerte fue instantánea. D. Faustino cayó por tierra sin movimiento.

Irene, de rodillas, con los ojos levantados al cielo, pedía perdón para todos, impetrando la clemencia divina.

D. Juan Fresco estaba trastornado, conmovido espantosamente, horrorizado, a pesar de su frescura.


* * *


Refulgente de inocencia, en medio de tantos horrores, Irene, disgustada del mundo, se decidió a buscar un asilo al pie de los altares. Su alma, toda entregada a Dios, no era capaz de compartir los efímeros y falsos goces de este mundo con ningún espíritu encarnado en cuerpo humano. Serafinito la amaba. Serafinito, que estaba en Madrid estudiando leyes, tenía por Irene una verdadera adoración. Irene le amó sólo como a un hermano.

La pena del excelente y candoroso Serafinito y las observaciones y ruegos de D. Juan no bastaron a persuadirla para que cambiase de propósito.

D. Juan Fresco y Serafinito llevaron a Irene a Ávila, a los dos meses de muertos sus padres, y allí se encerró ella en el convento de San José, fundado por Santa Teresa. No bien pasó el noviciado, Irene tomó el velo y profesó de carmelita descalza, trocando gustosa por la aspereza penitente de aquella austera vida el regalo y el mimo con que había sido criada.


* * *


Tal fue la triste historia que me contó D. Juan Fresco, cuando no estaba presente Serafinito para que no le diese una congoja.

La moral que D. Juan Fresco sacaba de todo el relato era que esta educación del día forma muchos hombres vanos, presumidos, ambiciosos, llenos de mil planes absurdos, que es lo que él llama ilusiones, y sin firme creencia en nada, y sin energía ni para el bien ni para el mal.

-En el día -exclamaba-, los doctores Faustinos abundan:

Terra malos homines nunc educat atque pusillos:


según cantaba el poeta satírico.

D. Juan, no obstante, ora sea porque había cobrado afición a D. Faustino, ora porque fuese cierto, sostenía que el doctor había sido hombre de natural nobilísimo y generoso, aunque viciado por una perversa educación y por el medio en que había vivido.


* * *


Un día, estando yo en Villabermeja, fui a visitar la iglesia con D. Juan Fresco. El Padre Piñón, bueno y sano aún, hacía los honores, enseñando todas las curiosidades.

Nos paramos delante del altar del Santo Patrono de plata, que, como dicen allí, es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios. Entre los milagros colgados junto al altar, el Padre Piñón me mostró un doctor Faustino, hecho de cera, de unas ocho pulgadas de largo. Era una ofrenda votiva del ama Vicenta, la cual afirmaba que el Santo Patrono había salvado al doctor de la enfermedad que se siguió al duelo con el marqués de Guadalbarbo.

-Mal milagro hizo el santo, si le hizo -me dijo D. Juan-. ¡Cuánto mejor hubiera sido que D. Faustino hubiera muerto entonces!

-Señor D. Juan -contestó el Padre Piñón-, no diga Vd. disparates. Si el Santo no lo hizo, lo hizo Dios, y lo que Dios hace bien hecho está, aunque nosotros no penetremos la razón y el propósito.


* * *


Otro día fuimos a ver la casa solariega de los López de Mendoza.

Allí está aún el retrato de la coya, que, en efecto, según asegura D. Juan, se parece mucho a María.

Respetilla, Jacintica y sus nueve vástagos, viven felices en el piso bajo de aquella casa. El principal está reservado a los recuerdos. Todas las habitaciones están cerradas, de modo que en ellas no pueden penetrar sino los espíritus; dado que los espíritus se complazcan en discurrir por los sitios donde vivieron vida mortal, amaron y padecieron.

Todavía queda un rincón de la casa, también en el piso bajo, donde vive la pobre ama Vicenta, quien adora la memoria de su niño Faustinito y no piensa más que en él.

La afectuosa anciana guarda en un arca, como reliquias venerables, todo el traje doctoral, con muceta bordada, bonete y borla, el uniforme de lancero de milicianos nacionales y el uniforme de maestrante de Ronda.

Yo examiné con atención e interés estos objetos, que, cediendo a nuestras súplicas, el ama Vicenta nos mostró con orgullo.

D. Juan Fresco, tan enemigo de las ilusiones, exhalando un suspiro y sin acritud alguna, me dijo aparte:

-Esos objetos simbolizan las causas de la perdición de mi sobrino político. El traje de doctor es la vanidad científica, la pedantería filosófica, la duda y la incertidumbre sobre cuanto importa para ser enérgico en la vida, con energía sana; el uniforme de miliciano nacional es símbolo de la confusión que solemos hacer de la verdadera libertad con el tumulto, la bullanga y el desorden; y el uniforme de maestrante es símbolo de la manía nobiliaria, de donde nacen la pereza, el despilfarro y la incapacidad para las faenas y menesteres que dan riqueza y prosperidad a las naciones.