Las ilusiones del doctor Faustino: 32


- XXX - Bodas tristes

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Como el doctor no era personaje político, ni poeta popular y conspicuo, pues su grande epopeya estaba por escribir, ni filósofo célebre, porque su sistema estaba siempre preparándose, pocos le conocían en Madrid: no era sujeto de mucho viso. El lance además se había verificado con bastante recato. Así es que ni La Correspondencia habló de aquel lance. Las personas que le sabían tenían interés en callarle y le callaron.

Los pocos medio o menos de medio amigos de secretaría o de la sociedad, que estimaban o querían algo a D. Faustino, vinieron a informarse de su salud, y, como se les dijese que el doctor estaba enfermo de cuidado y no se le podía ver, se contentaron con esto y se fueron.

El ama de huéspedes, que quería bien al doctor, porque el doctor estaba amable con ella, aunque era vieja y fea, se mostró dispuesta a cuidarle con el mayor esmero.

El médico se esmeró también, porque el espléndido marqués de Guadalbarbo, su patrono, le recomendó mucho a aquel enfermo.

A poco de llegar D. Faustino a su casa y de meterse en la cama, le entró la fiebre, mas no con tal violencia que perdiese la cabeza.

Durante todo el primer día que se siguió al duelo, el doctor mantuvo firmes sus facultades mentales.

El marqués de Guadalbarbo vino dos veces a verle, y se consoló mucho con las noticias y pronósticos del médico, que fueron favorables.

D. Faustino tuvo, por último, al anochecer de aquel mismo día, una visita muy extraña. Aunque el médico había prohibido con toda severidad que entrase nadie a ver al enfermo, el ama de huéspedes no pudo resistir a las súplicas, y tal vez a los generosos donativos, de una bella dama que se empeñó en ver a D. Faustino, a quien, según aseguró, tenía que comunicar cosas de suma importancia.

-Sr. D. Faustino -dijo el ama de huéspedes, entrando en el cuarto del enfermo-, hay una señora que desea ver a Vd. ¿Le hará a Vd. daño su conversación? ¿Le digo que entre?

-¿Quién es? -preguntó el doctor alborozado, imaginando que Costancita venía a verle.

-Parece francesa -contestó el ama, y esto confirmó más a D. Faustino en que era Costancita.

-¿Ha dicho su nombre? -volvió a preguntar el doctor.

-Sí, señor; se llama doña Etelvina... no sé cuántos; vamos... un apellido de extranjis.

Ya nombre tan novelesco y apellido tan incomunicable hicieron dudar al doctor de que fuese Costancita la visitanta: «pero ¿quién sabe? -pensó entre sí-. ¿Había de dar Costancita su verdadero nombre a esta mujer?» Tan natural reflexión hizo revivir en su ánimo la esperanza de que fuese Costancita.

-Diga Vd. a esa señora que pase adelante -dijo al fin el doctor.

Doña Etelvina no se hizo aguardar ni medio minuto. En torno suyo se difundía una fragancia exquisita a oppoponax, que era entonces el perfume más chic y de más alta nouveauté que destilaba por sus alambiques the crown perfumery company de Londres. Su traje, su sombrerillo, sus movimientos y sus modales, todo era o aspiraba a ser distinguido. Se diría que el último figurín de La Moda Elegante Ilustrada había tomado humanas proporciones, se había animado por arte mágica, y entraba allí de visita. La cara de doña Etelvina parecía ser linda y graciosa, a pesar o a causa del esmalte de cascarilla y de carmín extendido artísticamente sobre ella. En el borde de los párpados llevaba pintadas unas rayas negras, que hacían más rasgados y brillantes los hermosos y dulces ojos.

Miró el doctor fijamente a doña Etelvina y no la reconoció.

Advirtiéndolo ella, dijo con amistoso desenfado, cuando se fue la pupilera y quedaron solos:

-¡Qué olvidados tiene Vd. a sus amigos, señor D. Faustino! ¿No se acuerda Vd. de mí?

-Perdóneme Vd., señora; pero... francamente... no me acuerdo.

-Yo soy la antigua doncella de la señora marquesa de Guadalbarbo. ¿No se acuerda Vd. ahora de Manolilla?

-¡Ah, sí!...

-He tomado el nombre de Etelvina, porque el de Manolilla era vulgar y prosaico. Serví muchos años a la señora marquesa; me casé con Mr. Mercier, el jefe de su cocina; eminente químico. Luego enviudé, y con los ahorros míos y del difunto, que en paz descanse, dejando la casa de la señora marquesa, he puesto tienda de modas. Ya se conoce que el señor don Faustino es un filósofo, que no se preocupa de estos negocios de cocodetería. Si no, ¿cómo había de ignorar quién es la famosa Etelvina Mercier o la Etelvina a secas? En los círculos aristocráticos no hay persona más conocida que yo en el día de hoy. Hago furor. Estoy muy rechercheé.

-Me alegro, me alegro en el alma. ¿Y qué la trae a Vd. por aquí?

-Vengo a ver a Vd. de parte de mi señora. Ella no puede venir. Sería comprometerse mucho -dijo en voz baja Etelvina o Manolilla.

El doctor nada contestó y exhaló un suspiro. Doña Etelvina prosiguió:

-Aquí traigo una carta para Vd. ¿Podrá Vd. leerla sin fatigarse?

-Sí, -respondió el doctor.

Manolilla entregó la carta, acercó una bujía, y el doctor leyó lo que sigue:

«¡Faustino! Sé tu generosidad. ¡Cuánto tengo que agradecerte! La vida del padre de mis hijos, mi posición en el mundo, mi honra, todo te lo debo. Sin tu generosidad estaría yo viuda y deshonrada, porque el lance y las causas del lance, que así es de esperar que queden en el misterio, se hubieran divulgado entonces, difamándome y difamando el nombre que mis hijos llevan. Si antes te amaba, más te amo hoy. El agradecimiento da más fuerza al amor. Aunque mi marido me ha dicho que no tenga cuidado, le tengo, y envío a Manolilla, única persona de quien me fío, para que me traiga nuevas ciertas de ti. Me es imposible ir yo misma. Importa desvanecer toda sospecha. Lo voy consiguiendo; pero paso tan aventurado pudiera destruir mi obra. No es por egoísmo por lo que procuro disipar los recelos del marqués: es por gratitud. Le debo tanto, es tan bueno, es tan dichoso con mi amor, le haría yo tan desgraciado si le hiciese dudar de él, que la misma bondad de mi corazón me excita al disimulo. Dios me lo perdone. Para ello es menester que, ya que nos amamos, sea este amor más precavido, más misterioso, más callado que hasta aquí, y que sea también de tal suerte que ni tú ni yo tengamos que avergonzarnos de este amor, ni ante el oculto y severo tribunal de nuestra conciencia. Amémonos con el amor purísimo de los ángeles. Impulsada por él te escribo, porque conozco tus nobles sentimientos, considero que estarás inquieto por mí, y quiero tranquilizarte. Dios haga que mi carta sea bálsamo para tu herida. Dios, que ve la pureza de mis intenciones, te dé pronto la salud, como fervorosamente se lo pide tu amantísima prima -Costanza».

En efecto, la carta tranquilizó al doctor, que, sobre el dolor físico que le causaba su herida, sentía el dolor de haber dado motivo a un divorcio. No acertaba a explicarse, le parecía un prodigio, que Costancita hubiese desvanecido lo que ella llamaba sospechas del marqués. «¿Qué demonio de sospechas -se decía el doctor-, si nos vio, y de resultas de habernos visto, me ha atravesado el cuerpo con una bala?»

Aquí hemos de confesar que el doctor hizo además otra reflexión amarga y egoísta. Al cabo, aunque era bondadoso, era de carne y hueso, como los demás mortales. La reflexión fue: «Verdaderamente, soy el hombre más desgraciado que vive bajo la capa del cielo. Costancita comulga a su marido con ruedas de molino y le hace creer lo increíble y negar el testimonio de sus propios sentidos: pero esta comunión y esta negación llegan tarde para mí. ¡Llegan cuando ya estoy herido!» Al pensar esto, el doctor suspiró con mucha tristeza.

Pronto, no obstante, se mitigó la amargura de aquel pensamiento. El doctor era débil, pero era un bendito. Aunque tenía poca fe, tenía muchísima caridad. Fue un consuelo para él la nueva de que Costancita lo hubiese arreglado todo con su marido.

En cuanto al amor purísimo de los ángeles, que ella le ofrecía, también le pareció cosa de gusto. Para un herido de suma gravedad, desangrado, calenturiento, con horribles dolores, no deja de ser un lenitivo excelente el amar y el ser amado con el amor purísimo de los ángeles.

Doña Etelvina era una mujer de pro, experimentada y prudente. Como todas las mujeres ordinarias, que, yendo de un país atrasado como el nuestro, pasan algunos años en París, o en Londres, o en ambos puntos, doña Etelvina se había hecho insufrible de puro denigradora de su patria, que consideraba tierra de bárbaros, y de puro fanatismo y admiración por los primores y refinamientos ingleses y franceses. Casi todo le parecía shocking y grosero en nuestras costumbres. Nuestra lengua no valía para causer ni para hacer esprit. Hasta de amor se hablaba mejor y con más elegancia en francés o en inglés que en castellano. I love you, je vous aime, eran frases encantadoras, delicadas, mientras que ¡te amo! o ¡la amo a usted! tenían un énfasis, una hinchazón, una pompa inaguantables. Doña Etelvina había adquirido estimación desmedida al bienestar material, y a los medios de conseguirle, de modo que a Mr. Mercier, que no se descuidaba antes, le hizo sisar cuatro veces más después del matrimonio. Por último, viéndose ya doña Etelvina tan encumbrada y adiestrada en los trotes del fashion y del dandynismo, tuvo una idea que le dio sumo tormento. Imaginó que debió y pudo haberse casado con algún conde o por lo menos con algún caballerito principal, y que había hecho una verdadera mésalliance casándose con un cocinero. Maldecía a cuantos recordaba que le habían aconsejado que se casase, sosteniendo que la habían hecho déchoir, que habían labrado la desgracia de su vida. Cuando se casó, era tan inocente, según decía ella, que no sabía lo que era matrimonio, y por eso se casó con un hombre que le doblaba la edad. Aborrecía la mentira, vicio propio de los pueblos corrompidos como el español, y como aborrecía la mentira decía con la mayor franqueza al infeliz Mr. Mercier que le detestaba, que se avergonzaba de él, y que soñaba con un caballerito, que era lo que le cuadraba a ella. Mr. Mercier, por no matar a palos a su dulce esposa, tomó el recurso de morirse, y pasó a mejor vida. Libre ya doña Etelvina de aquel monstruo, se hizo modista, ínterin llegaba la ocasión de casarse con un conde y hacerse condesa.

A pesar de sus perversas cualidades, doña Etelvina adoraba a Costancita. El método de la franqueza, tan útil para con Mr. Mercier, no debía adoptarse con el marqués de Guadalbarbo, con quien era indispensable cierto disimulo. Doña Etelvina calculó, pues, rápida y fríamente, que aquella carta podría comprometer a su ama; que el doctor podría morirse y la gente hallar la carta entre sus papeles. Sin mortificar al doctor, con tino y discreción notables, le sacó la carta de la marquesa de entre las manos y allí mismo la hizo pedazos menudos. Luego se despidió con mucha finura y cariño del doctor y se largó a la calle. Para que Constancita no tuviese inútiles pesares, fue a verla enseguida; le dio cuenta del cumplimiento de su misión; y le aseguró que el primo estaría bueno y sano en breve.

Todavía estaba lleno el ambiente del perfume del oppoponax, cuando entró de nuevo el médico en el cuarto del enfermo.

-Señora doña Candelaria -dijo al ama de huéspedes-, ¿qué peste es ésta? ¿A qué demonio hiede? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Van ustedes a matar a este desgraciado?

Doña Candelaria, apurada por el médico, confesó de plano, y dijo la visita de doña Etelvina, por más que el doctor le hacía señas para que callase.

El médico, que sabía todos los secretos del mundo elegante, se explicó al punto la significación y la razón de aquella visita.

-Bien está -dijo-. Es necesario que nadie entre aquí en adelante, ni con perfumes, ni sin ellos. El enfermo, para su pronto restablecimiento, no debe hablar con nadie ni recibir visitas.

El doctor Calvo, que así se llamaba el médico, era el reverso de la medalla del doctor Faustino en dos o tres puntos capitales. El doctor Calvo no tenía ilusiones de ningún género; era un espíritu prosaico y práctico. En cambio, se parecía al otro doctor en no tener creencias y en ser bueno de alma, a pesar de la falta de fe. El doctor Faustino le inspiró vivas simpatías. Fácilmente adivinó el doctor Calvo la causa del lance y de la herida y se lo guardó todo para su gobierno. Consideró que el marqués de Guadalbarbo, reconciliado ya con su mujer, y sin celos, tendría por una desgracia o al menos por una molestia, por una idea que turbaría su reposo y su buena vida, el que por acaso D. Faustino muriese. Como a nada conducía darle este temor y este disgusto prematuro, ocultó al marqués la gravedad de la herida de D. Faustino. Calculó también el doctor Calvo que ni los marqueses de Guadalbarbo, ni doña Etelvina, ni nadie, habían de cuidar al enfermo, por mucho que por él se interesasen; que la misma pupilera doña Candelaria acabaría por hartarse o tendría que dejarle para acudir a los demás huéspedes, y que el pobre D. Faustino estaba muy expuesto a morir más abandonado que un perro de la calle. Esta consideración le llevó a preguntar a doña Candelaria si sabía qué amigos y parientes tenía D. Faustino.

-Amigos aquí en Madrid... -dijo doña Candelaria-, tiene pocos; no tiene ninguno que pueda llamarse tal. ¡Qué quiere Vd.! Es pobre para vivir entre la gente con quien vive. Si hubiera intimado más con los escribientes, sus compañeros, tendría amigos quizás. Así no los tiene... En punto a parientes... él es un señor muy aristocrático, aunque sin blanca casi. Aquí hay tres o cuatro señores y señoras de título que son sus parientes, pero, según me atrevo a conjeturar, el parentesco no le coge un galgo. D. Faustino está solo en el mundo: no tiene padre, ni madre, ni hermanos. Y como es tan pobretón, bien podemos aplicarle la copia que Vd. sabe.

-No, señora, no la sé: ¿cómo es esa copla?

-La copla canta:

El que no tiene dinero
Con el aire es comparado:
Toditos le huyen el cuerpo,
No les largue un resfriado.


Convencido el doctor Calvo de que se podía aplicar la copla a D. Faustino, preguntó a doña Candelaria si no sabía ella que tuviese aquel caballero persona alguna allegada, allá en su tierra, que por él se interesase. Doña Candelaria contestó entonces que le había oído hablar mucho del administrador de los cuatro terrones que poseía en Villabermeja, a quien llamaba Respetilla, y de un cura del mismo lugar, nombrado el Padre Piñón.

El médico notó bien que lo de Respetilla era apodo, y no halló atinado dirigir un telegrama al Sr. de Respetilla en Villabermeja. El otro nombre le pareció menos extraño y sospechoso, y envió aquella misma noche un telegrama al Sr. Padre Piñón, en Villabermeja, provincia de... avisándole que D. Faustino López de Mendoza estaba enfermo de mucho peligro.

No se había equivocado el doctor Calvo. Desde aquella noche se aumentó la fiebre de D. Faustino. Cuando al otro día se mitigó la fiebre, una debilidad y un atolondramiento grandes embargaban sus sentidos y su mente. La idea de la duración, la percepción del tiempo que pasaba y de los objetos exteriores, y hasta la conciencia de su propio ser y de sus estados sucesivos, empezaron a hacerse confusas y vagas en el espíritu del enfermo.

Cada noche era mayor el recargo de la calentura.

-¿Qué pronostica Vd. del enfermo? -preguntaba doña Candelaria al doctor Calvo con algún interés...

-¿Para qué ocultárselo a Vd., señora? -contestaba el médico-; está de sumo cuidado.

-¿Se salvará?

-¿Qué sé yo?

-¿Cuánto tiempo podremos estar en esta duda?

-Quizás más de veinte días. La inflamación ha producido ya la fiebre traumática, y ha atacado además cierta membrana que rodea los pulmones, la cual, por fortuna, creo que no está perforada. Repito que este mal, con el peligro de la muerte, puede durar veinte días; hasta cuatro semanas. Conviene mucho reposo, mucho silencio, dieta rigorosísima, agua de malvas y flor de violeta; las bebidas que han venido de la botica; los cáusticos; en fin, todo lo que he ordenado. Doña Candelaria, Vd. es una excelente mujer. Cuídele Vd. mucho. Vamos a ver si salvamos a este infeliz.

De allí en adelante, cuando la calentura del doctor no era muy intensa, el desfallecimiento, la debilidad le tenía amodorrado. El espíritu, con su actividad independiente, trabajaba en lo interior de su ser, pero con honda confusión y extraordinario desorden.

Tristes pensamientos, melancólicas imágenes cruzaban por el cerebro y poblaban la imaginación de D. Faustino. A veces veía la muerte cercana, como si él se resbalase en el borde de una sima, como si ya fuese cayendo en un abismo obscuro. Por un lado gozaba de amargo deleite al presentir la paz, el sosiego, el aniquilamiento que le aguardaba. Parecíale que se disolvía en un mar infinito; que se unía para siempre con lazo de amor a todos los seres; que la guerra, la lucha, el egoísmo terminaban. Por otro lado, sentía acerbo dolor de ver que se borraban su individualidad y hasta su nombre del libro de la vida. Se le antojaba que se hundía, que se iba a fondo en el piélago de la existencia, sin dejar rastro, ni huella, ni memoria de haber pasado. Toda aquella armonía poética de su alma, todos aquellos conceptos divinos que allí habían germinado, iban a desaparecer, sin despertar eco alguno, sin abrirse y manifestarse a la luz del día. Al caer en el abismo obscuro, veía don Faustino a Costancita, que sonreía graciosamente y le llamaba a sí, y le brindaba con el amor purísimo de los ángeles, de que hablaba su carta. D. Faustino quería asirle la mano para que le detuviese: pero Costancita la retiraba con terror, temiendo que su amante la arrastrase en su caída. Etelvina, entre tanto, bailaba con maravillosa desenvoltura, cantaba cancioncillas francesas muy alegres y se burlaba de todo. El marqués de Guadalbarbo acudía por otra parte exclamando: -¡Qué feliz soy! ¡Mucho me ama Costancita!- D. Faustino envidiaba su felicidad.

Los recuerdos de Villabermeja, de la Nava, de Rosita, de doña Ana, del ama Vicenta, acudían en tumulto en otras ocasiones, a perturbar la mente del doctor, combinándose de mil maneras, a cual más fantástica. La medida que tiene el tiempo en el mundo real escapaba a la comprensión del herido; pero, ya advertía vagamente que había pasado tiempo bastante, cuando creyó percibir, como realidad y no como vana fantasía, que le tomaba la mano, que le miraban con miradas muy tristes y hasta que le decían algunas palabras de consuelo, el Padre Piñón y Respetilla.

Después volvió el letargo; después se hizo más intenso el delirio febril.

La figura de la coya y la imagen de María se confundieron en un solo ser, en un solo espectro, que venía a sentarse a la cabecera de la cama del doctor, que le cuidaba, que le besaba, y que posaba sobre su frente calenturienta una mano suave y amorosa.

Más tarde tuvo el doctor una visión de mayor dulzura y consuelo. Fue como si viese su propia alma, la pura esencia de su ser, que limpia por el dolor de toda mancha, tomaba forma celestial de portentosa hermosura. Era una virgen en la primera flor de su lozana juventud. Sus ojos azules parecían el zafir oriental de serena alborada; su cabellera rubia, oro: su sonrisa, las santas esperanzas de otra vida mejor; su talle esbelto y cimbreante, pimpollo del paraíso; sus mejillas, rosas nacidas en otro clima más apacible y en más genial y grata primavera. El doctor se reconocía a sí propio en aquella visión, en aquella imagen viva. Todos sus ensueños poéticos, que jamás habían adquirido forma adecuada con el ritmo y cadencia del verso y del lenguaje; todo lo sano de su filosofía, exento ya de dudas y de horribles negaciones; toda la virtud de su voluntad, sin vacilación, sin egoísmo y sin incertidumbre; todo se había condensado, había tomado cuerpo, se había determinado en aquel sobrehumano espectro. La virgen, ora fuese ensueño, ora realidad, le miraba con inefable ternura, y don Faustino, como si fuese ella su propia alma, la amaba más que a sí propio, y todos sus pensamientos iban a ponerse en ella.

Imaginaba D. Faustino, que, no bien aquella virgen penetraba en su estancia, cuando la embalsamaba toda un casto perfume de santidad y de tranquila beatitud, que traía salud y descanso, y que era harto distinto del oppoponax de doña Etelvina.

Otras veces veía D. Faustino en aquella visión a su genio bueno, al ángel de su guarda. Blanca estola cubría sus airosas espaldas y su virgíneo seno, y de sus espaldas brotaban alas transparentes, teñidas de clara luz y tornasoladas como el ópalo con azul, carmín y nácar. No andaba ella: se deslizaba en el ambiente, alzándose del suelo. El espíritu del doctor volaba hasta alcanzarla, y parecía que ella se remontaba al empíreo con el espíritu del doctor, y que ambos penetraban juntos en la morada de los bienaventurados: en un yermo ideal, cubierto de perennes flores, donde sonaba dulcísima y siempre nueva y encantadora melodía, y por donde vagaban santas mujeres, piadosos penitentes, sabios llenos de fe profunda, filósofos que no renegaron jamás, héroes, mártires, videntes y poetas inspirados, los cuales enseñaron a los hombres los caminos de la virtud y de la verdadera gloria.

Poco a poco, con el transcurso del tiempo, se fue despejando la mente de D. Faustino. La niebla, al través de la cual los ojos de su espíritu y los ojos de su carne se diría que veían las cosas, fue desvaneciéndose y perdiéndose.

La conciencia acudió de nuevo a D. Faustino, y con ella la intensidad de los dolores físicos, su debilidad, su miserable estado. Horrible angustia se apoderó de su alma. Temió haber perdido los deliciosos ensueños para no ver ni comprender más que una realidad espantable. Aunque sus ojos estaban secos, llegaron a brotar de ellos dos lágrimas, que corrieron lentamente por sus hundidas mejillas, en ligero declive, por hallarse el enfermo tendido boca arriba y con la cabeza levantada en alto por dos o tres almohadas. Casi al través de aquellas lágrimas, percibió el enfermo con indecible júbilo, junto a él, con todas las condiciones de lo real, en un ambiente sin nube ni niebla, a la joven con quien creía haber soñado. Tenía su propio rostro; era más que su retrato, si bien revestido de ideal belleza, radiante de juventud, iluminado de santidad, lleno de inocencia y de puros, inmaculados esplendores.

Haciendo un esfuerzo, con apagada y bronca voz, dijo entonces D. Faustino:

-¿Quién eres?

-Irene, soy Irene -contestó la joven con voz blanda, que sonó en el alma del doliente como música del cielo.

No bien pronunció aquel dulce nombre, entró en el cuarto otra mujer. El doctor la vio claramente. Se le había despejado la cabeza. Había recobrado el uso de todas sus facultades mentales. Aquella mujer era hermosa aún: pero su vida austera y consagrada a la mortificación, sus padecimientos morales y los estragos de las grandes pasiones habían encanecido sus negros cabellos y marcado su frente con algunas precoces arrugas. Era María.

El doctor lo comprendió todo.

-¡Hija del alma! -exclamó-. ¡María! ¡Esposa! -añadió luego.

Ambas mujeres se inclinaron sucesivamente sobre la cama y besaron las hundidas mejillas de don Faustino, recomendándole, por amor de Dios y de ellas, que permaneciese sosegado.

La patrona doña Candelaria estaba de enhorabuena, hacía más de una semana. Todos sus antiguos huéspedes, que pagaban mal o poco y tarde, se habían ido, echados por ella, y en cambio tenía de huéspedes al Padre Piñón y a Respetilla, y, lo que es más importante, al rico capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, con su sobrina doña María y su preciosa hija la señorita doña Irene, y unos cuantos criados, que apenas cabían en la casa.

D. Juan Fernández de Villabermeja, a quien todos llamaron después en su lugar D. Juan Fresco, había adoptado como hija a su sobrina María. Ésta y su hija Irene habían vivido con él en América, hasta que, hacía poco tiempo, habían vuelto a Europa y viajado por Italia, Alemania, Inglaterra y Francia. En París estaban ya, cuando recibieron, desde Madrid, un telegrama del Padre Piñón, parecido al que recibió el Padre Piñón del doctor Calvo. Toda aquella familia tomó al punto el ferro-carril y se vino a esta corte, alojándose en la pobre e incómoda casa de huéspedes, a fin de velar y cuidar a D. Faustino López de Mendoza.

María e Irene acudieron con alborozo a ver al tío Juan, después del reconocimiento, y le dieron aquella nueva de estar despejada la mente de don Faustino como señal cierta de su mejoría. D. Juan Fresco aparentó creer en la mejoría, a fin de no apesadumbrar más a sus sobrinas; pero en su interior, tuvo por mal síntoma el restablecimiento de las facultades mentales.

Cuando vino el doctor Calvo y después que vio al enfermo, D. Juan Fresco habló a solas con él.

El doctor Calvo le dijo:

-Señor D. Juan, siento tener que dar a Vd. la razón. La desaparición del delirio es un mal síntoma. Acabo de ver a D. Faustino. Me temo que ha entrado ya en el tercer período de la enfermedad, del cual pocos salen con vida. Su semblante está más alterado y muy pálido, sus ojos espantados y muy abiertos, dilatadas las pupilas, el pulso más débil y frecuente, la transpiración pegajosa, y cascada y seca la tos. Mucho me temo que esta vuelta del juicio ha sido para que venga la agonía. En la cara del señor D. Faustino empiezan a pintarse todos los rasgos que caracterizan lo que llaman los médicos mors peripneumonicorum.

Afligidísimo D. Juan Fresco tuvo que preparar a María y casi descubrirle toda la triste verdad. Ella le recibió con dolor profundo, pero con la devota resignación de un alma cristiana, bien templada y probada por mil pesares y disgustos.

La hija del bandido, aunque había llegado a ser, o por lo mismo que había llegado a ser una riquísima heredera, y aunque tenía una hija a quien deseaba legitimar y dar un ilustre apellido, no había osado pensar hasta entonces en el matrimonio; ni siquiera había querido buscar de nuevo a su amante. Temía que éste, arrastrado por la ambición, impulsado por el orgullo, agitado por otras pasiones, se hastiase de ella luego que le diese la mano como legítimo esposo. Temía que el espíritu de ella y el de D. Faustino, que por un fanatismo de amor creía ligados con lazo estrechísimo, como dos mitades de una existencia completa, si rompían en la vida presente el vínculo que formasen, se vieran condenados también a un eterno divorcio en la vida futura.

Todo esto había retraído hasta entonces a María hasta de soñar con ser la mujer de D. Faustino López de Mendoza.

Ahora no vaciló un instante en dar su mano al moribundo. Llamó al Padre Piñón y le confió todos sus planes.

Exaltada la mente de D. Faustino con la celestial aparición de su hermosa hija, con la vuelta y el reconocimiento de su amiga inmortal, y con ciertas vislumbres de la eternidad, a cuyas puertas él mismo conocía que se hallaba, columbrando ya la luz de sus inefables misterios, volvió a tener fe y volvió a sentir la dulzura consoladora de las religiosas esperanzas. D. Faustino volvió a ser cristiano, como cuando niño.

Hallando el Padre Piñón tan bien dispuesto a D. Faustino, dio gracias al Altísimo, y oyó la confesión de su amigo y paisano, absolviéndole de sus culpas.

Pocas horas después, comulgó fervorosamente D. Faustino, y enseguida, siendo testigos o hallándose presentes D. Juan Fernández de Villabermeja, el doctor Calvo, Respetilla, doña Candelaria e Irene, casó el Padre Piñón, provisto del indispensable permiso, a D. Faustino y a María, celebrándose y solemnizándose aquellas tristes bodas con el llanto de todos.