Las ilusiones del doctor Faustino: 11
- IX - Entrevista misteriosa
editarDurante tres o cuatro días se repitió la misma función, si con algunas variantes en los pormenores, idéntica en la substancia.
De día, cercada siempre doña Costanza de amigas y admiradores, no daba ocasión para que su primo le hablase en secreto.
Solía cruzarse sólo entre ambos alguna mirada fugitiva, pero, tan confusa en la expresión por parte de ella, que aun sorprendida por alguien, no hubiera podido ser interpretada de modo que la comprometiese.
De noche, con el mismo recato y las mismas precauciones, se renovaban las citas y los coloquios por la reja del jardín; pero el amor no daba un paso.
La mariposa revoloteaba siempre en torno de la luz y no se quemaba.
La inclinación a amar no llegaba a convertirse en amor.
Las esperanzas de D. Faustino no se realizaban ni se desvanecían.
Mientras él se veía al lado de ella, se sentía bajo el poder de un hechizo. A todo se sometía. Era crédulo como un niño y sumiso como un esclavo. No hallaba razón que oponer a los discursos con que ella sabía contenerle y se consideraba dichosísimo y más que pagado con recibir, a cuenta de sus rendimientos y de un amor ya decidido, aquellas vagas promesas de amor posible, aquella propensión de afecto, aquel preludio de correspondencia con que doña Costanza le traía embelesado y falto de juicio.
Pronto, sin embargo, pasada la primera embriaguez y cuando no estaba en presencia de doña Costanza, empezaron a asaltar al doctor mil pensamientos harto poco lisonjeros.
«¿Por qué este misterio en nuestras relaciones? -se preguntaba-. ¿Qué perdería mi prima en dejar ver delante de gente que hace más caso de mí, que me distingue más, que empieza a quererme un poco? ¿No hay cierta hipocresía, no hay cierta doblez en su conducta?»
La disculpa que hallaba para esto el doctor Faustino salvaba en parte la buena intención de su primita, pero en cambio era desfavorable a la vanidad de él y a sus aspiraciones.
«Mi primita aguarda, sin duda, a que esta propensión que tiene a amarme se convierta en amor ya hecho, a que este germen de pasión nazca y crezca y se desenvuelva. Mientras esto no sucede, ¿estoy amenazado de que su amor muera antes de nacer, o de que no sea amor sino simpatía vaga lo que siente hacia mí? Esta simpatía puede desvanecerse como el humo, y Costancita, previendo que puede desvanecerse, no quiere que deje rastro ni huella. Pero, en el fondo de los melindres y niñerías de mi primita, tan mimada y tan candorosa en apariencia, ¿no hay un refinamiento de disimulo, de sangre fría y de cálculo despiadado? ¿No está jugando con mi corazón, con mis sentimientos y hasta con mi dignidad? ¿No es cruel la incertidumbre en que me deja? ¿Es lícito que le sirva yo como de juguete para que se pregunte: ¿le quiero o no le quiero? y no sepa qué contestar?»
Contra estas cavilaciones ocurrían al doctor varios argumentos que no carecían de alguna fuerza. «¿No seré demasiado exigente? -se decía-. ¿Qué derecho tengo a que me ame ya? ¿Qué derecho tengo ni siquiera a que mi amor sea creído? Hasta hace poco, ¿no he dudado yo mismo de mi amor? ¿Por qué extrañar que dude ella? ¿Cómo, pues, culpar a mi prima porque no cede, porque no me entrega sin reserva su corazón, no estando segura de la sinceridad, de la ternura, de la devoción del mío? ¿Qué pruebas de amor le he dado hasta ahora? ¿Qué sacrificio he hecho por ella? En verdad que ninguno. Ir a verla, a hablarla y a besarle la linda mano por la reja del jardín, lejos de ser sacrificio, es regalo y deleite. Y a trueque de tan dulces favores, ni siquiera sé mostrar un poco de paciencia, ni menos tener alguna confianza en su buena fe y sanos propósitos».
Así acusaba el doctor a su prima, y así la defendía en el tribunal de su conciencia, sin llegar nunca a dictar un fallo definitivo. Entre tanto, siempre estaba deshecho, aguardando la suspirada una de la noche, en que acudía a la reja del jardín, acompañado de su fiel Respetilla.
Los amores de éste no adelantaban más que los de su amo. También seguían en el mismo ser: pero Respetilla se lo explicaba todo, suponiendo que cada tierra tiene sus usos, y que los de aquélla exigían que los amores, tanto señoriles cuanto lacayunos y fregatricios, caminasen con lentitud, y que, en vez de gastar alas, gastasen pies de plomo. -No se ganó Zamora en una hora -añadía Respetilla-. Lo que mucho vale mucho cuesta. Pues qué, ¿no hay más que meterse de rondón en los corazones de tan lindas mozas, como trasquilados por iglesia, y entrar en ellos a saco y a sangre y fuego, sin previa resistencia, sin combate y sin abrir brecha a fuerza de trabajos y fatigas?
En esta situación las cosas, Respetilla vino una mañana al cuarto de su amo, que acababa de despertarse, y le entregó una carta.
Un desconocido se la había dado en aquel mismo instante, en la puerta de la calle, desapareciendo en seguida.
«¿Quién me escribirá? -se preguntó el doctor-. ¿Si será Costancita?»
Esperándolo, sin duda, abrió la carta y leyó con asombro lo que sigue:
«Eterno amor mío: Te has olvidado de mí. Ya no me conoces. Yo no te olvido y siempre te amo. Mi espíritu está ligado al tuyo por un lazo indisoluble que ni el destino adverso ni el tiempo destructor romperán nunca. A través de mil fugitivas existencias, en la rápida corriente de los seres mudables y de las formas pasajeras, mi alma permanece, y tu amor es su esencia. En la vida mortal que hoy tengo en el mundo, el cielo, cuyos fines ignoro y acato, ha puesto entre tú y yo obstáculos casi insuperables. No he querido luchar contra los decretos y designios del cielo. Por eso no me he presentado ante los ojos de tu carne. No quiero que sepas ni el nombre que llevo. Llámame tu inmortal amiga. Velo sobre ti. Te veo sin que me veas. Cuando se rinde al sueño mi cuerpo, mi espíritu vuela a ti y se pone a tu lado. ¿Tan material y distraído te has vuelto que no me sientes en lo más íntimo de tu ser cuando te acaricio y me uno a ti en un místico abrazo? ¿No hay ya brío en tu espíritu para evocar el mío? Los ojos inmortales de tu espíritu ¿no logran la aparición de aquélla a quien tanto has amado en otras edades? ¿No hay, ni durante el sueño ni durante la vigilia, un confuso recuerdo en tu mente de los pasados amores? Empiezas a amar, amas ya a otra mujer, y tengo celos. ¡Qué horrible es el tormento de estar celosa! Nada haré, sin embargo, en contra de ese amor que nace en tu alma. En esta vida mortal, no puedes, no debes ser mío. ¡Sería una locura! ¡Sería un crimen!... No me es lícito, por egoísmo, oponerme a que seas de otra. Lo lloraré; lo lloro; pero sabré resignarme. Con todo, si esa mujer a quien amas es fría de corazón, indigna de ti, y te abandona y te burla, yo te consolaré, dulce bien mío. Mi amor invariable no acaba ni con la rivalidad, ni con el desdén, ni con el olvido tuyo. No quiera Dios que llegues a ser infeliz; mas si lo fueres, evócame, di con toda la energía oculta de tu corazón: «¡acude, consuelo mío!» y me tendrás contigo. Hace días que lucho con el deseo de mostrarme materialmente a tus ojos. Tal vez no pueda resistir a este deseo. Tal vez te llame para verte y hablar contigo y guardar una prenda tuya. ¿Vendrás si te llamo? Sí, yo creo que vendrás. Eres noble y generoso, y no me privarás de este bien. Quiero un recuerdo tuyo, quiero una viva impresión tuya, en los sentidos materiales de que estoy revestida, antes de perderte para siempre en esta existencia transitoria: antes de que seas dichoso con esa mujer, frívola por lo menos. Adiós. Acuérdate de tu inmortal amiga».
Maravillado se quedó el doctor con la lectura de esta carta, haciendo sobre ella mil diversas suposiciones. «¿Será mi primita la que me escribe para burlarse de mi romanticismo con algo más romántico todavía? ¿Será alguna loca que se ha enamorado de mí y cree de veras todos estos delirios? ¿Será el tío Alonso o algún tertuliano de su casa, que trata de embromarme? En fin, sea como sea, lo mejor es quemar la carta y no decir a nadie que la he recibido. Buen chasco se va a llevar el que pensó divertirse con el efecto que la carta iba a producir en mí».
El doctor quemó la carta: ni a Respetilla confió palabra de su contenido, ni a su madre, a quien todo se lo confiaba, le escribió sobre dicho incidente.
Siguió el doctor amando de día a doña Costanza y viéndola y hablando de amor con ella por las rejas del jardín, en las altas horas de la noche; pero cuando se quedaba solo en su cuarto, cuando la prolongada vigilia sobreexcitaba sus nervios, creía sentir extraños rumores a su lado, como si se deslizase junto a él una sombra. Una vez despertó de su sueño temblando casi y con sudor frío, y pensó sentir en la frente la impresión ligerísima de unos labios etéreos, que habían depositado en ella un beso de amor. D. Faustino López de Mendoza, filósofo racionalista, estaba avergonzado de su cobardía y de su momentánea credulidad; pero es el caso que dos o tres noches casi juzgó inevitable la aparición de un espíritu, y sacó de su corazón fuerzas para recibirle con valor y sin amilanarse. «Si es un espíritu, ¿por qué ha de ser terrible? -decía-. El espíritu de una mujer hermosa, de quien anduve yo enamorado, Dios sabe cuándo, no debe ser para asustar, sino para deleitar». Dicho esto, el doctor se serenaba y se reía; pero al punto se trocaban en cuidado la serenidad y la risa, porque se persuadía de que estaba oyendo el andar vago y tácito de un espectro que se alejaba y el susurro de una vestidura levísima, y hasta un suave, profundo y triste suspiro...
¡Cuántas veces resonó en lo íntimo de su alma la última frase de la carta que había quemado: Acuérdate de tu inmortal amiga!
«¿Me iré a volver loco? -se preguntaba entonces-. ¿Tendré una naturaleza miserable, débil, nerviosa, en quien prevalece la fantasía sobre la razón y el discurso? ¿Estaré acaso al arbitrio de cualquier tunante, a quien se le antoje escribirme una carta disparatada, robarme la tranquilidad y sacar de quicio todos mis sentidos y potencias?»
Esta agitación oculta del doctor no impedía que siguiese su vida acostumbrada y que sus amores con doña Costanza creciesen en él y permaneciesen en ella en la misma situación germinal, incierta e indecisa.
A las tres noches, después de recibir la extraña carta, volvía el doctor con Respetilla a casa de doña Araceli. El coloquio amoroso no había sido largo. Eran las dos nada más.
Al revolver de una esquina se acercó al doctor una pobre vieja, y le dijo en voz muy baja:
-Señor caballero, necesito hablar con Vd. sin que su criado lo oiga. Vengo de parte de la inmortal amiga.
Respetilla se había quedado detrás. El doctor aguardó a que llegase y le dijo:
-Vete a casa; no me sigas: espérame despierto hasta las cuatro.
Bien sabe el demonio lo que le ocurrió entonces a Respetilla. Perdónele doña Costanza el mal pensamiento. Respetilla dio a su amo las buenas noches con un tono lleno de malicia, y le miró con envidia y espanto, como quien dice: ¡Que haya logrado éste lo que no logro yo por más que lo pretendo!
Respetilla no tuvo más recurso que obedecer a su amo, dejarle e irse a la casa.
Solos ya en la calle D. Faustino y la vieja, entablaron este coloquio:
-¿Qué me quiere esa amiga inmortal? Si es burla de algún chusco, yo le prometo que habrá de costarle cara.
-No es burla, señor caballero. Es asunto muy serio. Quizás la carta que recibió Vd. se resintiese un poco del estado de la desgraciada. Tenía mucha fiebre cuando la estaba escribiendo; pero hoy está bien de salud y forma un empeño grandísimo en ver a Vd.
-¿Y quién es esa mujer? Dígame Vd. su nombre.
-No lo sé, y aunque lo supiera no lo diría. Mi obligación es decir a Vd. que me siga y venga a verla.
-¿Y cómo aventurarme a ir a ver a quien no conozco?
-¿Tiene Vd. miedo, señor caballero?
-Abuela, yo no tengo miedo. Vaya Vd. delante y guíe. Iré al infierno, si es menester.
-Tengo encargo de no llevar a Vd. sin imponerle algunas condiciones.
-Vamos, dígalas pronto. Me someto a ellas como no sean desatinadas. La curiosidad de ver a mi inmortal amiga puede mucho en mí.
-Son las condiciones, que Vd. no ha de procurar nunca averiguar el nombre de ella; que no la ha de perseguir; que no ha de tratar de reconocer la casa a donde voy a llevarle ahora, que no ha de preguntar mañana, ni pasado, ni nunca, si por acaso la recuerda, quién vive en dicha casa, y, por último, que en el punto que yo le diga a usted vámonos, usted me ha de obedecer, dejar la casa, y venirse conmigo hasta este mismo sitio, donde le dejaré para que se vuelva solo a la suya. ¿Acepta Vd. las condiciones?
-Las acepto.
-¿Me da palabra de caballero de que las cumplirá?
-La doy.
-¿Por lo más sagrado?
-Basta ya. Queda empeñada mi palabra de honor.
-Pues sígame Vd.
Aunque la ciudad era chica, no tanto que no hubiera en ella un laberinto de calles estrechas y tortuosas, por donde se internó D. Faustino precedido de la vieja.
Mientras andaban, iba el doctor formando todo género de hipótesis para explicarse aquella aventura. Podía ser una burla de doña Costanza o de su padre o de algún pretendiente de doña Costanza. Aquel marqués de Guadalbarbo, con quien el doctor había echado las vacas en el casino, presumía de chistoso. ¿No sería él quien le embromaba? De Málaga, de Granada y de Sevilla, habían acudido a la feria algunas mozas alegres, de éstas que llaman ahora traviatas. ¿No sería posible que alguna de estas mozas se hubiese aficionado del doctor, viéndole en la feria, y deseosa de tener con él una cita, hubiese inventado todo aquel aparato novelesco para lograrla y hacerla más picante y más grata? Pero ¿qué moza andaluza de dicha laya, con perdón sea dicho de las del gremio, tiene el espíritu bastante cultivado para escribir la carta que D. Faustino recibió e inventar maraña tan fina? ¿Sería su amiga inmortal alguna vieja casquivana? ¿Sería alguna mujer enferma de enajenación mental?
Discurriendo de este modo, llegaron a la puerta de una casa, donde se paró la vieja. Al llegar el doctor, empujó la vieja la puerta que estaba entornada, y entró e hizo entrar al doctor en el zaguán, entornando otra vez la puerta, y quedando el zaguán oscuro como boca de lobo. El doctor, aunque iba bien armado, tuvo cierto recelo, y puso mano a la pistola que llevaba en el cinto. La vieja buscó a tientas el agujero de la llave de la puerta interior, por donde se entraba en la casa desde el zaguán, y abrió con la llave que guardaba en el bolsillo.
La misma obscuridad que en el zaguán había dentro de la casa.
La vieja tomó de la mano al doctor, y con mucho silencio le hizo subir por una escalera. Luego pasaron por dos cuartos, también a oscuras. Llegaron, por último, a la puerta de otro cuarto, por cuyos resquicios se veía luz. La vieja dio un golpecito en la puerta.
-Adelante -dijo una voz de mujer.
-Entre Vd. señor caballero -dijo la vieja.
D. Faustino entró en el cuarto, y la vieja se quedó fuera.
El cuarto estaba pobremente alhajado, pero muy limpio. No había más que media docena de sillas y una mesa, sobre la cual se veía un velón de Lucena con dos mecheros ardiendo. En el fondo había una puerta, que conducía sin duda a una alcoba.
De pie en medio del cuarto, estaba una mujer alta y delgada, toda vestida de negro. Sus cabellos eran también negros: negros como el ébano. El color de su rostro, trigueño claro. Sus ojos hermosísimos y del color de los cabellos. Todas sus formas, elegantes.
Aunque pálida y ojerosa, en la tersura de su frente y en la frescura de su fez se notaba que era una joven de veinte años lo más.
-Caballero -dijo aquella joven con voz dulce y algo trémula-, perdóneme Vd. que le haya molestado, escribiéndole primero, y después obligándole casi a tener esta entrevista conmigo. Cuando escribí a Vd. la carta, estaba yo muy exaltada; creo que tenía calentura. Esto baste para explicar a Vd. cualquier extravagancia que pudiese haber en la carta.
-Señora, ¿qué he de creer entonces de la carta que Vd. me escribió y que ya califica de extravagante?
-Todo en el fondo. Yo no califico de extravagante sino el estilo, quizás lleno de exaltación.
-Luego es Vd. mi inmortal amiga.
-Lo soy.
-¿Vd. me conoce desde hace tiempo?
-Le conozco a Vd... Vd. es quien se ha olvidado de mí.
-Dígame Vd. algo para que la recuerde. ¿Dónde, cuándo nos hemos visto?
-¡Escucha, Faustino! Perdóname que te hable así; que te llame por tu nombre... ¡Hemos sido tan íntimos!... ¡Nos hemos amado tanto!...
El doctor miró con la mayor atención las hermosas facciones de aquella mujer y llegó a creer que las recordaba; pero de un modo tan confuso que no acertaba a decirse en qué ocasión las había visto. Aún despertaba más en él confusos y perturbadores recuerdos el metal sonoro y simpático de su voz femenina.
-¡Escucha, Faustino! -repitió la mujer-. Ya te lo escribí. Ahora te lo digo. Yo no debo ser tuya en esta vida mortal: pero quería verte y hablarte una vez sola antes de que nos separásemos para siempre. Un destino cruel, horrible, me condena a huir de ti... Ama a esa joven. ¡Dios quiera que sea digna de ti! ¡Dios te haga dichoso!... ¿Me concederás una gracia?
-Pídeme lo que quieras -dijo el doctor, pensando si estaría con una loca, sospechando aún si sería todo aquello una burla, y recelando a veces si él mismo estaría soñando o delirando.
-Dame, como memoria tuya -dijo la mujer-, un bucle de tu pelo rubio.
Apenas lo dijo, se acercó al doctor, que estaba turbado y sin saber lo que le pasaba, y le cortó un bucle con unas tijeras, que tomó de la mesa.
Todo esto fue más breve que el tiempo que tardamos en referirlo.
-Ya me has visto de nuevo -prosiguió la mujer-. No te olvides de nuevo de mí... Si algún día eres desdichado, llámame y acudiré a consolarte. Hoy eres dichoso y no me necesitas... Dímelo con sinceridad. ¿Amas a doña Costanza?... Responde lealmente; responde como debe responder un caballero.
El doctor, así interpelado, no pudo menos de contestar:
-Amo a doña Costanza.
-¡Vete, vete, vete! -dijo la mujer con acento lastimero a par que iracundo.
D. Faustino iba a irse, obedeciendo a aquella voz imperiosa; pero, de pronto, la mujer le echó los brazos al cuello. Sintió el doctor sobre su rostro su aliento juvenil. Luego, la impresión de un beso sobre cada uno de sus párpados.
Tuvo un momento de aturdimiento y de ceguera. Al volver en sí, la mujer ya se había apartado de él y se había ido por la puerta del fondo, cerrándola con llave.
La vieja estaba al lado del doctor.
-Cumpla Vd. su palabra, señor caballero -dijo la vieja-. Sígame Vd., y le dejaré en el mismo sitio en que nos encontramos.
D. Faustino vio que era inútil toda súplica y toda averiguación. La vieja le recordaba su palabra de honor empeñada, y no tuvo más remedio que cumplirla, siguiendo a la vieja.
Ella le llevó por otras calles dando rodeos, adrede sin duda para desorientarle. Al cabo le dejó casi a la puerta de la casa de doña Araceli.