Las ilusiones del doctor Faustino: 10
- VIII - Al pie de la reja
editarTodo aquel día estuvo el doctor alborotado y lleno de ansiedad aguardando contestación de doña Costanza.
Vio a su prima en el paseo y en la tertulia. Le habló delante de los otros amigos y amigas que la cercaban. No notó ningún signo de que Costancita hubiese recibido bien su carta. Antes al contrario, le pareció que Costancita estaba con él más seria que de costumbre. Sus miradas eran menos benévolas y frecuentes. El doctor se dio a sospechar que había caído en desgracia y se puso más melancólico que de costumbre.
Respetilla no había podido ver en todo el día a la doncella favorita. D. Faustino le preguntó en balde sobre la suerte y paradero de su carta.
Aquella noche volvió el doctor a las doce de la tertulia de D. Alonso a casa de la tía Araceli. En vez de desnudarse, rogó a su criado que fuese cuanto antes a hablar con Manolilla, y que a la vuelta entrase a hablarle, que él le aguardaba despierto y vestido.
Así lo hizo, y se quedó sentado a la mesa leyendo un libro de filosofía; pero no acertaba a entender ni un renglón siquiera. Sobre las páginas graves del libro brincaba la imagen de Costancita, riéndose, enamorándole y distrayéndole de todo.
Transcurrieron dos horas mortales. Después de las dos oyó D. Faustino pasos de puntillas en los corredores. A poco levantó Respetilla el picaporte y entró en el cuarto.
-¿Por qué has tardado tanto? ¿Traes contestación? -preguntó el doctor.
-Vaya, señorito, ¿cree su merced que es tan fácil entrar en esta casa? El chico que me abre la puerta falsa se había dormido como un tronco y por poco no me quedo a dormir al sereno.
¿Traes carta? -volvió a preguntar D. Faustino.
-No se apure su merced.
-¿Qué hay? No me apuro -dijo el doctor, contradiciendo lo apesadumbrado y lastimero de la voz lo mismo que expresaba-. No me apuro. Dí ¿qué hay?
-Pues digo que no hay carta. Doña Costanza ha regañado a Manolilla porque le entregó la de su merced, a la que dice que no quiere contestar.
-¡Bien me lo decía el corazón! Yo soy poco dichoso. No quiero seguir aquí tonteando. Mañana nos volvemos a Villabermeja.
-Señorito, yo creo que las cosas no están tan mal como su merced se las figura.
-¿Y por qué lo crees?
-Lo creo porque doña Costanza, que no quiere contestar a su merced, le ha entrado de repente una manía rara.
-¿Qué manía?
-Ha dicho a Manolilla que hace ahora un tiempo delicioso, que el jardín está que da gusto, y que por las noches, con la luz de las estrellas y con el perfume del azahar, debe de estar mejor. Manolilla le ha contestado que sí; que el jardín está encantador de una a dos de la noche; y la señorita ha replicado que tiene el capricho de bajar mañana al jardín, a la referida hora.
-¡Ay, Respetilla, apenas quiero creer mi ventura! ¡Me da una cita! ¡Quiere verme y hablarme por la reja del jardín!
-Señorito, yo no digo eso. No saque su merced de mis palabras lo que en ellas no se contiene. Estos son asuntos muy dificultosos y resbaladizos. Ni doña Costanza a Manolilla, ni Manolilla a mí, han dicho nada de cita. No se ha hablado de su merced para nada. Sólo se sabe que doña Costanza tiene el capricho de bajar y bajará mañana al jardín, a la una de la noche, para oler el azahar y contemplar el cielo estrellado; pero como en el jardín hay dos rejas que dan a la callejuela, su merced puede ir por allí, porque la calle es del rey, y nadie le prohíbe a su merced estar en la del rey, y su merced puede oler también el azahar a la hora que se le antoje.
-Iré, Respetilla; iré sin falta.
-Añade Manolilla que su merced debe ir muy embozado en la capa para que no le vean. En este pueblo son muy chismosos y maldicientes. Y cuando estemos los dos en la callejuela, su merced se podrá acercar a la reja, como para ver el jardín y oler las flores, y entonces podrá ocurrir la casualidad de que vea su merced allí cerca a la prima, y por casualidad podrá hablarle.
-Ojalá que tan feliz casualidad se realice -dijo el doctor suspirando.
-No suspire Vd., señorito. Ensanche su merced el pecho, que hay casualidades que parecen providencia.
El doctor se puso contentísimo. Era generoso, y en albricias dio a su criado una monedilla de cuatro duros, equivalente a ocho arrobas del vino superior de su candiotera, y a poco menos de la duodécima parte de su haber en metálico.
Al otro día hubo paseo, tertulia, todo lo de los días anteriores. Costancita, como de costumbre, ni más ni menos afectuosa: más bien menos. D. Faustino la vio, ya al lado de su padre, ya cercada de amigas y adoradores. La habló... y como si tal cosa.
La impaciencia devoraba al doctor. El día le parecía eterno. La tertulia interminable; pero no hay plazo que no se cumpla, y llegó la una de la noche.
Ya D. Faustino había acompañado a la tía Araceli desde la tertulia a casa, y había cenado con ella. Estaba listo.
No bien la casa quedó en silencio y todos recogidos, el doctor se escapó con Respetilla por la puerta falsa, de sombrero calañés, embozado en la pañosa, y con una pistola y un puñal en el cinto.
Antes de que diese la una en el reloj de la iglesia mayor, ya estaban el doctor y Respetilla en la callejuela. Las tapias del jardín eran muy altas, y había en ellas dos ventanas con rejas de hierros cruzados, pero sin celosías ni puertas de madera. Todo lo interior del jardín se descubría perfectamente, en cuanto lo consentía la espesura frondosa de naranjos, limoneros, jazmines, rosales de enredadera y otros árboles y plantas. En la callejuela había profundo silencio, y más silencio profundo en el jardín. Sólo se oía el murmurar de la fuente, que estaba en el centro.
No había luna; pero era tan clara la noche y brillaban tanto las estrellas, que iluminaban las senditas del jardín y rielaban en el agua del arroyo, por donde se desahogaba la fuente para que no rebosase. En ambas orillas del arroyo había, sin duda, muchas violetas, pues su aroma sobresalía por cima del de las rosas, azahar y demás flores.
-Aún no han bajado, señorito -dijo Respetilla.
-Calla y aguardemos -dijo el doctor.
Transcurrieron en silencio tres o cuatro minutos.
-Ahí vienen ya, ahí vienen -dijo Respetilla-. Ea, no se quede su merced así... tan delante de la ventana, hecho un espantajo; no se asusten estas palomas y se escapen. Arrímese su merced al muro, y deje la ventana libre a ver si acuden.
El doctor obedeció con docilidad a Respetilla; se apartó de la ventana y se pegó contra el muro. Entonces oyó ruido de pasos ligeros y el crujir agradable y provocativo de la seda y de las leves faldas. Doña Costanza y Manolilla estuvieron a poco en la ventana donde se hallaba el doctor.
-¡Qué hermosa noche, Manuela! -dijo doña Costanza-. ¡Cuánto me alegro de haber bajado al jardín! Estaba desvelada... Pero tengo miedo. ¿Nos habrá sentido papá? Dios quiera que no lo sepa. ¡Dios mío! ¡Qué furioso se pondría!
El doctor no sabía cómo salir de su escondite y empezar el diálogo.
Por último, se desembozó y se acercó a la reja, donde estaba su prima.
-¡Ay! -dijo ésta asustada.
-No te asustes, Costancita, soy yo; tu primo Faustino.
-¡Hola, hola, primito! -dijo doña Costanza, riéndose-. ¡Vaya un susto que me has dado! ¡Miren qué diablura de coincidencia! Hemos tenido el mismo antojo los dos.
-Así es, primita. Yo también estaba muy desvelado, y he salido a tomar el fresco y a respirar el ambiente embalsamado de tu jardín. Buena dicha ha sido el hallarte.
-Sí, hijo mío; pero ¡qué compromiso! Papá, si supiera que yo estaba hablando contigo a estas horas, y por la reja, ¡sólo Dios sabe lo que haría!
Al llegar a este punto de la conversación, advirtió D. Faustino que ya Respetilla y Manolilla se habían apartado discretamente sin decir «queden ustedes con Dios», y estaban hablando muy cerquita el uno del otro, en la otra reja, como quienes quieren dar buen ejemplo.
El doctor imitó a su criado, y se aproximó cuanto pudo. Costancita sin duda que no lo advirtió, porque no se retiraba, antes insensible y naturalmente, sin caer en la cuenta, se acercó también un poco. Por momentos estuvieron tan próximos, que el doctor aspiró el fresco y perfumado aliento de la boca de doña Costanza, y sintió que el fuego de su mirada se le entraba en el alma y como que la encendía.
-Te amo, te adoro -exclamó entonces el doctor en voz baja, aunque vehemente-. Para esto quería verte a solas. Esto quería decirte. Ámame o mátame. Eres mi cielo, mi gloria, mi esperanza. Con tu amor y por tu amor me siento capaz de todo. De ti depende mi muerte y mi vida. Tú puedes salvarme o perderme. Eres más linda que las flores, más fresca que la aurora, más graciosa que las ninfas que imaginaron los antiguos poetas. Vales más que todos mis ensueños, aunque llegaran a realizarse.
-Cállate, primo, cállate y no seas loco. Esa vehemencia de expresión me aterra. Ten juicio o no vendré otra noche.
-¿Vendrás otra noche? ¿Vendrás todas?
-Vendré, vendré un ratito; pero es menester que seas muy callado y muy juicioso.
-Pero ¿no me quieres?
-Pues ¿si no te quisiera, vendría?
-¿Con que me quieres de amor?
-Mira, Faustinito, yo no debo engañarte. Yo te quiero, y te quiero mucho como a primo, y como se quiere a un amigo, y como se quiere a un hermano. Todo esto lo sé, lo siento y lo comprendo: pero de amor, ignoro lo que te diga. Soy muy niña y no sé qué debo sentir, ni siquiera qué debo pensar. Dame espera para que yo me interrogue a mí misma y me estudie.
-Perdona mi fatuidad, Costanza; pero ese cariño de que me hablas, ese afecto de prima, de amiga y de hermana, ¿qué es más que amor?
-No trates tú ahora de engañarme, Faustinito. Harto se me alcanza que amor es algo más. No sé lo que es, no sé en qué consiste; pero es algo más. Y en prueba de ello, voy a hacerte una confianza.
-¿Cuál, bien mío?
-Que si no te quiero de amor, quiero quererte de amor, y ya esto es mucho. Cuando me paro a pensar en esto, ¿sabes lo que se me ocurre?
-¿Qué se te ocurre?
-Que mi alma anda, como la mariposa, revoloteando, revoloteando en torno de la luz, que la atrae de un modo singular. Esta atracción la siente ya mi alma hacia ti, pero no es amor todavía. Es inclinación a amar. Si mi alma cae en la luz y se quema, entonces la llamaré enamorada.
-¡Ojalá caiga pronto!
-Cruel, hombre sin caridad, ¿tan mal quieres a mi alma? ¿Qué te hizo la pobrecilla?
-Herirme, matarme de amores.
-¡Qué exagerados y enfáticos sois los poetas! No sé qué pensar cuando te oigo. ¿Serán frases, me digo, serán figuras retóricas o sentirá éste de veras lo que dice?
-¿Dudas de mi lealtad y buena fe?
-Entiéndeme bien. Yo no dudo. Te ofendería dudando y más aún diciéndote que dudo de que eres sincero. Pero acaso te engañas a ti mismo. Este jardín, esta noche tan apacible y serena, este aroma de flores, la novedad de la cita, el silencio poético de las altas horas, ¿no pueden ser parte de tu entusiasmo? Si en vez de estar yo aquí, estuviese aquí otra mujer joven como yo, y bonita como yo, pues que me dices que soy bonita, ¿no te entusiasmarías lo mismo, y no la llamarías también, con la misma sinceridad, gloria e infierno, salvación y condenación, y todo lo restante que me dijiste?
-No, no la llamaría. Tú sola eres para mí todo eso.
-Pues bien. Yo haré por creerlo. Permíteme que dude todavía. No quiero ser crédula y fácil. No quiero que me alucine la vanidad. Lisonjea tanto ser amada como tú dices que me amas, que no me atrevo a dar crédito a lo que afirmas. Dispénsame esta modestia. Adiós. Hasta otra noche.
-¿Por qué te vas tan pronto? ¡Apenas has llegado y ya me dejas!
-Estoy llena de inquietud. Temo que me sorprenda mi padre. Cualquier ruido me espanta. Un soplo de viento entre las hojas me hace temblar. Vete.
-¿Vendrás mañana a la misma hora?
Costancita vaciló un rato. Luego dijo:
-Vendré mañana.
-¿Estarás más tiempo hablando conmigo?
-Estaré, si eres bueno, si pierdo un poquito el temor, si me voy convenciendo de que me quieres.
-Y tú, ¿me querrás?
-Ya te he dicho que quiero quererte. Bien sabes tú que el amor es cosa terrible para una mujer. Me siento atraída hacia él y retrocedo al mismo tiempo espantada, como si viera a mis pies una sima sin fondo, muy oscura y llena de misterios. A la vez que quiero amarte, tengo miedo de amarte. Adiós. Déjame por hoy. Pídele a Dios que me dé un sueño tranquilo. Si no duermo nada esta noche, mañana estaré pálida y con ojeras, y papá empezará a hacerme preguntas, y quién sabe lo que recelará, porque es muy caviloso. Vete ya, Faustino.
Don Faustino se preparó a partir. Dirigió una tiernísima mirada a Costancita, y le dijo:
-Dame la mano.
Doña Costanza no podía tener el mal gusto de negarle allí la mano que le daba en público.
El doctor la estrechó entre las suyas y la cubrió de besos.
Poco después, él y Respetilla salieron de la callejuela y se fueron muy alborozados hacia la casa de doña Araceli, siguiendo su camino por las calles de menos tránsito, a fin de no llamar la atención.
Orgulloso de su triunfo, prendado como nunca de Costancita, levantando, no ya castillos en el aire, sino alcázares hadados, paraísos, olimpos y jardines de Armida, se durmió aquella noche don Faustino López de Mendoza, al son de una serenata magnífica, con que le arrullaban el sueño todos los genios del amor y de la esperanza.