Las ilusiones del doctor Faustino: 03

Las ilusiones del doctor Faustino de Juan Valera
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- I - La ilustre casa de los López de Mendoza editar

Villabermeja, como ya queda indicado, ha sido por más de dos siglos lugar fronterizo de tierra de moros.

Aún está en pie el castillo o fortaleza que tenía allí el duque, señor del lugar. Los negros y espesos muros de toscas piedras, las almenas encumbradas, los torreones cilíndricos, todo subsiste aún. Un arco, en cuyo seno hay un pasadizo, pone en comunicación el castillo con la iglesia. Esta es, con todo, mucho más moderna que el castillo, y bastante posterior a la época guerrera de los bermejinos. Cuando andaban batallando sin reposo contra los moros de Granada, se encomendarían a Dios en el castillo mismo o en medio de los campos. Después de la conquista de Granada fue, sin duda, cuando se pensó en la iglesia, y vinieron a edificarla los hijos del glorioso padre Santo Domingo.

La casta belicosa de los bermejinos fue desde entonces doblando poco a poco el cuello al yugo de la teocracia frailuna, y de aquí proviene, en mi sentir, el chiste de hacerlos descender del padre Bermejo.

Durante los siglos de la monarquía absoluta, aquel lugar de hidalgos peleadores se amansó, se emplebeyeció y se democratizó. El duque se fue a la corte, y nadie volvió a verle por el lugar. Ni amado ni odiado, nadie volvió a pensar en él. El administrador del duque era quien arrendaba o daba a censo las tierras.

A principios de este siglo, salvo el ausente e invisible duque, apenas había en Villabermeja, ni siquiera en espíritu, tres o cuatro familias hidalgas. Todo lo restante era plebe, olvidada ya de la gloria de sus ascendientes heroicos. Desde principios de este siglo hasta hace unos treinta años, época en que empieza nuestra historia, esas mismas familias hidalgas o se habían confundido con la plebe, agobiadas por la pobreza, o habían emigrado, Dios sabe dónde, en busca de mejor fortuna. Sólo quedaban los López de Mendoza, alcaides perpetuos de la fortaleza, desde los tiempos de Alamar el Nazarita y del santo Rey D. Fernando.

La hermosa casa solariega de estos López de Mendoza bermejinos se apoya en los propios muros del castillo. La sencilla y elegante fachada, obra del siglo XVI, es de piedra de sillería, y tanto la puerta como el balcón del medio del piso principal están adornados con airosas columnas de mármol blanco. Coronando el referido balcón, resplandece el limpio y complicado escudo de armas de la ilustre familia, primorosamente esculpido, sobre mármol blanco también.

Aunque no tanto como la familia misma, la casa ha decaído y da muestras claras y tristes de la estrechez de los dueños. En muchos balcones faltan cristales; las antiguas puertas, prolijamente labradas y cubiertas de graciosos clavos de bronce, están descuidadísimas; y el amarillo jaramago publica la afrenta de aquella fábrica arquitectónica, brotando por entre las grietas que se han abierto al separarse varios sillares. Las grietas son tan anchas y profundas en algunos sitios, que ofrecen sobrada capacidad para que en su seno se aniden las lagartijas, las salamanquesas asquerosas y los feos y medrosos murciélagos, y para que nazcan, se arraiguen y crezcan allí no pocas higueras bravías y yerbas y maleza. Esta vegetación parásita se desenvuelve mucho en primavera y da a la fachada el aspecto de un jardín vertical. El alero del tejado es tan ancho que deja un espacio grande entre su extremidad y el muro, donde las golondrinas fabrican con predilección sus rústicos nidos.

Sobre el piso principal de la casa hay otro piso de graneros y zaquizamíes; pero como, de mucho tiempo ha, apenas hay granos que llevar a aquellos graneros, sólo los habitan algunos búhos y lechuzas melancólicos y algunos ratones parcos y ascetas.

Todas las casas del lugar, aun las más pobres, se enjalbegan tres o cuatro veces al año, y están más blancas que el ampo de la nieve. La casa de los Mendozas ofrece, pues, una gran contraposición, comparada con ellas, y tiene un aspecto sombrío, con sus piedras, si algo doradas por el sol, más ennegrecidas aún por las lluvias, el descuido de los amos, el transcurso del tiempo y la inclemencia de las alternadas estaciones.

La casa de los Mendozas está además en el sitio más esquivo y apartado, a la espalda del castillo, en un callejón sin salida, mientras que las blancas y alegres casas de los plebeyos más acomodados están en calles abiertas o en la plaza, donde hay fuente con cuatro caños y algunos álamos, y por donde discurren hombres, mujeres y chicos, y se nota movimiento de carros, carretas y caballerías.

No hace muchos años, aún no se había construido, a tiro de escopeta del lugar, el nuevo cementerio, y los muertos se enterraban todos al lado de la iglesia, en un corralón, frente a la casa de los Mendozas. Sólo se enterraban en la iglesia misma los frailes y los mencionados Mendozas, quienes tenían allí bóveda subterránea y una magnífica capilla con retablo lujosísimo de madera dorada, del tiempo y gusto de Churriguera, lleno de profusas e intrincadas labores de talla. En el camarín de esta capilla hay un Jesús Nazareno, con su cruz a cuestas, vestido con túnica de terciopelo bordada de oro, de quien el mayorazgo de los Mendozas es hermano mayor. Después del santo de plata, patrono del pueblo, esta imagen de Jesús es la más querida y la que pasa en el lugar por más milagrosa. El artificio con que la imagen está fabricada no denuncia el mayor ingenio por parte del autor en punto a mecánica, pero ha sido de mucho efecto y lo es todavía, al menos para las mujeres. Nuestro Padre Jesús, merced a una cuerda de que tira el sacristán, separa el brazo derecho de la cruz que tiene asida, y desde el balcón de las Casas Consistoriales, que da sobre la plaza, echa la bendición a la muchedumbre de los fieles, una o dos veces cada año, cuando le sacan en procesión.

Pero volviendo a la casa solariega de los Mendozas, fácil es de comprender lo fúnebre que será con esta vecindad del antiguo cementerio, y de la iglesia, bastante ruinosa ya, y depósito asimismo de osamentas.

La familia de los Mendozas había ido decayendo y no era más alegre que su habitación.

El sino y el estado de esta familia, y sus relaciones con el resto de los bermejinos, tenían algo de extraño. Se diría que, desde que vinieron los frailes dominicos al lugar y el lugar se fue enfrailando, ésta fue la única familia que luchó contra ellos y quiso conservar la secularización, por decirlo así. En lucha tan descomunal había acabado por sucumbir, y eso que había contado, hasta lo último, con varones de notoria aptitud y denuedo.

Nadie en el lugar quería mal a los Mendozas, porque no había memoria de que hubiesen hecho daño a la gente menuda. Nadie tampoco les tenía envidia, porque estaban pobres y empeñados. No obstante, contábanse cosas que podían ofender a la familia.

De un antiguo Mendoza, del tiempo de los moros, se referían ciertos amoríos escandalosos con una cautiva, mora y hechicera. De otro Mendoza, no menos ilustre, que estuvo en las Indias, se afirmaba que se había casado con una judía o con una coya o princesa peruana, que sobre esto no se estaba muy de acuerdo, aunque si bien se nota no implica contradicción, pues, para nuestros lugareños, judío o moro es equivalente a todo lo que no es cristiano, y así de un niño que no ha recibido el bautismo, se dice que está judío o que está moro aún.

Lo evidente para los bermejinos era que la cautiva mora primero y la coya o judía más tarde infundieron en la sangre de los Mendozas cierta levadura de impiedad. En cambio, la judía o coya trajo en dote a su marido una gran cantidad de dinero, con la cual se edificó la casa solariega de que hemos hablado, y se compraron no pocas fincas, perdidas o empeñadas después.

Como complemento y añadidura se aseguraba que la judía o la coya trajo de allende los mares, de aquellos bárbaros palacios en que moraba, multitud de perlas y diamantes, los cuales estaban escondidos y emparedados en un rincón de la casa que nadie llegó jamás a saber. En varias ocasiones, sin embargo, habiéndose enriquecido de repente algún vecino del lugar, sin saber a qué atribuir su riqueza, habíase supuesto que dicho vecino había encontrado parte del tesoro, burlando la vigilancia del espíritu de la princesa india que le custodiaba, o venciéndole y dominándole por artes diabólicas.

Murmurábase también de la aparición casi diaria, en los desvanes de la casa, de un célebre comendador Mendoza; el cual había estado en Francia durante la gran revolución, y por su impiedad, por varios lances trágicos y misteriosos y por la manera con que vivió los últimos años de su vida mortal, andaba penando con el manto blanco de su encomienda y la roja cruz de Santiago en el pecho, aunque sin brazos la cruz, porque, no estando en gracia, no podía llevar cruz perfecta en la otra vida, no faltando quien afirmase que no era cruz sin brazos lo que en el manto llevaba, sino la figura de un sapo sangriento.

Suponían los liberales del lugar que todas éstas eran hablillas que habían difundido los frailes para desacreditar a los Mendozas, los cuales eran de su partido nada menos que desde los tiempos del emperador Carlos V, en que uno de ellos peleó entre los comuneros. D. Francisco López de Mendoza, muerto en 1830, había sido, en efecto, liberalísimo, siguiendo, según en el lugar se afirmaba, el ejemplo de sus antepasados. Desde el año de 1823 hasta que murió, fue muy vejado y perseguido.

En cambio, algunas personas de las más licurgas del lugar, y serviles, como por ejemplo el escribano, aseguraban que los López de Mendoza eran una casta de gente díscola, contraria al espíritu del tiempo en que vivieron, durante más de tres siglos, y que sólo por sus hazañas en las guerras y por su posición habían sido tolerados. Casi todos ellos habían ido a servir al rey, habían corrido el mundo buscando aventuras y garbeando por estilo heroico cuanto se presentaba, y habían vuelto al cabo al lugar, a la casa de sus mayores, con aumento de su fortuna y con mujer legítima forastera. Aunque contrarios en el fondo del alma al pensamiento político de los españoles de entonces, le habían servido con brillantez por su amor a la vida inquieta; pero en la administración tranquila de sus bienes, jamás se habían empleado con acierto, de suerte que, decaída España de su antigua pujanza, sin Flandes, Indias e Italia, donde ir a rehacer o a mejorar patrimonios, el de los Mendozas había caído por tierra del modo más lamentable.

Ya el D. Francisco de que hemos hablado contrajo infinitas deudas, empeñó muchas fincas, y vendió algunas de las vinculadas, cuando quedaron libres, de 1820 a 1823.

Su heredero, el actual mayorazgo, llevaba trazas de consumir cuanto del caudal quedaba, exento ya de toda amortización y vínculo.

Aunque vagamente, bien entendían y daban a entender los críticos que el espíritu liberal de los Mendozas era el espíritu anárquico de la Edad Media, que coincidía en algo con el de los tiempos modernos; que su despreocupación o poca piedad tal vez no había sido tan grande en épocas anteriores y que por lo menos había aumentado mucho desde que el comendador Mendoza estuvo en Francia en tiempo de la gran revolución; y que lo que más caracteriza los tiempos modernos, el orden en el manejo de los negocios, el afán legítimo y atinado de aumentar en paz los bienes de fortuna, lo que llaman algunos el industrialismo, era del todo contrario a aquella familia.

Los ricos nuevos del lugar se burlaban de esto sin compasión, pero el vulgo amaba a los Mendozas. El fondo democrático y algo socialista de la educación frailuna del vulgo no se volvía ya contra ellos, porque no tenían más que deudas, ni contra el señor del lugar, cuyos administradores habían sido siempre generosos con el pueblo y con ellos mismos a costa del magnánimo duque, el cual andaba en Madrid hecho un Mendoza de la corte; esto es, con más trampas que pelos en la cabeza. El furor de la porción menos sana de los bermejinos era contra los ricos de reciente fecha; contra los que se habían enriquecido dando dinero a premio o con el tráfico de vinos, aceites y granos. Muchos de estos ricos nuevos habían hecho su fortuna aumentando el bienestar general, acrecentando el acervo común del haber de la nación, creando riqueza; pero los resabios inveterados de los bermejinos más aviesos, mezclados con la envidia, si bien no de concierto todavía con predicaciones venidas más tarde de fuera de España, no les dejaban ver en los bienes adquiridos por otros un aumento del bien colectivo, sino una dislocación o una absorción de bienes que a todos pertenecían, verificada con infernal astucia. El antiguo refrán que reza: Los ricos en el cielo son borricos, los pobres en el cielo son señores, se oía con frecuencia en los labios de los bermejinos, como pronosticando en son de amenaza, que la habilidad pecaminosa de los ricos no prevalecería en el cielo, donde al fin sería castigada, si antes algún hombre de corazón no adelantaba el castigo, echándose a la vida airada, con armas y caballo.

Entiéndase bien que hablo de la gente peor bermejina. La mayoría es sufridísima y razonable, y lleva sin envidia y con paciencia el encumbramiento de los ricos nuevos, por más que no haya habido toda la limpieza que fuera de desear en el modo de enriquecerse de no pocos.

Había, sin embargo, una razón para que hasta los ricos nuevos mirasen con afecto a los Mendozas. Merced a la actividad fecunda que la moderna civilización imprime en todo, a pesar de nuestras inacabables discordias civiles, cierta cultura de costumbres se había difundido por todo el lugar; y no pocas familias de arrieros o de gañanes, que habían hecho dinero y fundado casa principal, empezaban a tener humos aristocráticos, recordando con orgullo que descendían de valerosos adalides y yendo a ver con satisfacción en los libros de la parroquia que llegaba su ascendencia, por línea recta de varón en varón, y por legítimo matrimonio, hasta uno de los compañeros o hermanos de armas que vino con el primer López de Mendoza a custodiar aquella fortaleza y a molestar a los moros, entrando en algarada por sus tierras y talando sus panes. De aquí nacía un espíritu de igualdad y de dignidad en perfecto acuerdo con el cariño respetuoso a la casa de los Mendozas, gloria común de todos y monumento del antiguo caudillo.

Doña Ana, viuda de D. Francisco, aunque forastera y anciana ya de sesenta años, vivía en el lugar rodeada de finas atenciones. En medio de sus apuros sostenía esta dama respetable el lustre señoril de la casa. El caballo que montaba su marido permaneció regaladísimo en la caballeriza hasta que murió de viejo. Varios retratos al óleo de los López de Mendoza que más brillaron, unos con relucientes armaduras, otros con cuera de ante, bizarros todos, y con plumas, y alguno que otro con bengala, como insignia de mando militar, lucían en la cuadra o salón cuadrado, autorizándole como era justo. Los antiguos criados no se despidieron. Y, por último, la jauría de perros de caza se conservó, hasta que pachones, podencos y galgos, fueron todos sucumbiendo al peso de la edad, siendo ejemplo muchos de longevidad perruna.

En esto de los perros, y sobre todo en los podencos era donde más había resplandecido el afecto de los bermejinos a los López de Mendoza. Los podencos son golosos y ladrones siempre, y más aún cuando están a media ración o a menos de media ración. Los podencos de López de Mendoza se hicieron, por consiguiente, famosos en todo el lugar por sus latrocinios e inesperados asaltos. No había morcilla ni longaniza segura, ni pedazo de jamón o de carne con que se pudiera contar, ni lonja de tocino a buen recaudo. Las travesuras de los podencos, no obstante, más eran solemnizadas con risa que refrenadas con dureza. Sirva de prueba lo que ocurrió una vez con la madre del tendero, señora de cerca de setenta años, la cual yacía postrada en cama con un pertinaz dolor de estómago, donde le habían puesto como reparo, lo que es muy frecuente en Andalucía entre los remedios caseros, media docena de bizcochos con canela y empapados en vino generoso. La fragancia atrajo a los podencos en ocasión que la tendera se hallaba sola en su alcoba. En balde ella, defendiéndose con las manos,

Clamores horrendos simul ad sidera tollit;


la descubrieron, a pesar de sus gritos; y sin que el pudor les pusiese el menor reparo, se comieron el otro, dulce y aromático, que en tan oculto sitio había. La gente de casa acudió tarde para evitar que este reparo pasase al cuerpo de los podencos, mas no acudió tarde para contemplar a la excelente matrona en una inusitada y vergonzosa desnudez.

No puede negarse, a pesar de éstas y otras muestras de simpatía, que la tal simpatía se entibiaba con harta frecuencia por un defecto involuntario, casi fatal de la señora doña Ana, cuya cortesía no tenía límites, pero cuyo entono, circunspección y retraimiento ponían a raya toda familiaridad y toda confianza. La señora doña Ana, encastillada en el fondo de su caserón, apenas salía a la calle, recibía de tarde en tarde visitas con todo cumplimiento y ceremonia, y las pagaba con exquisita urbanidad. No había medio de quejarse de que fuese grosera, ni algo tiesa de cogote, pero no intimaba con nadie y era arisca y poco comunicativa.

Las otras señoras del lugar se despicaban propalando que doña Ana era bruja, aunque no con brujería plebeya de untarse y volar al aquelarre, sino con brujería aristocrática, recibiendo en su estrado a diablos y almas en pena de distinción y alto coturno, y entre ellos a varios individuos de la familia, como la mora cautiva, la coya y el comendador, con los cuales tenía sus tertulias.

Del mayorazgo Mendoza, del hijo de doña Ana, que vivía también en la casa solariega, y que era sujeto menos tratable aún y más retirado de la convivencia de sus compatricios, a pesar de sus veintisiete abriles, se decían cosas mucho más raras; pero tanto lo que de él se decía, como lo que era en realidad, merece capítulo aparte por su mucha importancia.