Las ilusiones del doctor Faustino: 02


Introducción editar

Donde se trata de Villabermeja, de D. Juan Fresco y de las ilusiones en general


Mi excelente y antiguo amigo D. Miguel de los Santos Álvarez, pensador optimista, sereno observador de las cosas y razonable filósofo, sostiene con agudeza que en la vejez se gana por un lado lo que se pierde por otro, que no hay motivo ni razón para afligirse y que es díscolo quien se aflige. El vulgo, dice él por vía de ejemplo, imagina que, cuando alguien se queda calvo, es porque falta el jugo que alimenta las raíces de sus cabellos y éstos se caen; pero como sucede siempre que al que se queda calvo le nacen pelos y aun cerdas en las narices y en las orejas, y las cejas crecen y se robustecen de modo que suelen dar sombra a la cara, no puede atribuirse la calvicie a falta de jugos. En las mujeres es más patente aún este fenómeno, apareciendo casi sin excepción en la que pierde el pelo de la cabeza un maravilloso y fecundo florecimiento de cerdas en barba y labio superior, lo cual la hace digna rival de la condesa Trifaldi o de Santa Librada, si bien a estas señoras les ocurrió milagrosamente lo de embarbarse, a una por duro castigo de un mal intencionado encantador, y a otra por especial favor del cielo, a fin de que salvase la joya de su castidad, puesta en grave peligro, mientras que por lo común es ordinaria operación de la caprichosa naturaleza, sin que se vislumbre finalidad alguna, el embarbamiento de que aquí se trata.

Véase, pues, cómo no hay tal carencia de jugos en la vejez, sino cambios de dirección en ellos. Lo mismo sucede o debe suceder con todo lo demás.

Traigo esto a propósito de que cuando joven era yo más severo en mis censuras que ahora que voy siendo viejo, lo cual se comprende, porque no había yo cometido tantos pecados, ni incurrido en tantos errores, ni dado en tantos extravíos como más tarde. Yo censuraba a los otros, no advirtiendo aún, con inocente petulancia, lo mucho que habría que censurar en mí. Hoy, que lo advierto, soy mil veces más benévolo e indulgente con todos, a fin de serlo conmigo.

Entre las infinitas cosas que yo censuraba, era una la afición de ciertos poetas y escritores a encomiar la áurea medianía, el retiro, la vida campestre y el encanto del lugarcillo en que nacieron, así como la propensión que muestran a volver a dicho lugar, y a vivir y morir allí tranquilos, ni envidiados ni envidiosos, lejos del mundo y de sus pompas vanas.

Cuantos así hablaban o escribían se me antojaba que eran hipócritas, que eran como el usurero Alfio o poco menos. Aquello de Martínez de la Rosa, que dice:

Padre Darro, manso río
de las arenas doradas,
dígnate oír
los votos del pecho mío,
y en tus márgenes sagradas
logre morir:



me excitaba la bilis de un modo superlativo. ¿Por qué, murmuraba yo, ha de atolondrarnos este señor con sus ayes y suspiros, estando, como está tan en su mano dejar la embajada de París o la presidencia del Consejo de ministros, o su brillante puesto en las Cortes, y retirarse a los cármenes umbríos y a los solitarios vergeles que están entre los cerros del Generalife y del Sacro Monte, por donde corre mansamente el Darro, y donde la Fuente del Avellano vierte sus cristalinos raudales?

Más tarde me he convencido de que Martínez de la Rosa no suspiraba sin pasión por su Granada. He incurrido, en mi tanto, en el mismo defecto, si defecto es. Desde hace años, lo confieso, ando siempre diciendo que me voy a mi lugar, que deseo vivir allí, ut prisca gens mortalium, cuidando del pobre pedazo de tierra que me dejó mi padre en herencia, y casi, casi haciéndole arar yo mismo por mis bueyes, como Cincinato y otros personajes gloriosos de las antiguas edades. Esto lo decía yo y lo digo con sinceridad, hallando preferible a todo aquella descansada vida, deseando ser uno de los pocos sabios que en el mundo han sido, y no cumpliendo, sin embargo, mi deseo, cuando al parecer sólo de mí depende cumplirle y satisfacerle.

Ahora comprendo y noto las dificultades con que, hasta para cumplir tan modesto deseo, tropieza el más desembarazado y decidido, y perdono a los que hablan con amor y con saudades de la vida rústica desde el bullicio de las grandes poblaciones, y pido perdón para mí y que se considere que no es farsa esta ternura entrañable con que vuelvo los ojos y el ánimo al rincón tranquilo e ignorado donde están los majuelos que crió mi padre y el plantonar que a fuerza de fatigas y de apuros vio crecer y medrar hasta que, llenos de vigor y lozanía, empezaron a dar abundante fruto.

Mi lugar está en la misma provincia y a corta distancia del lugar donde nacieron D. Luis de Vargas y Pepita Jiménez, a quienes supongo que conocen mis lectores; pero no voy a hablar de mi lugar, sino de otro, también muy cercano, a donde suelo ir de temporada, porque tengo allí una capellanía y otros bienes, que me producen, calculando por un quinquenio, cerca de medio duro diario. Este lugar es más pequeño y pobre que el mío y que el de Pepita, y su campo es menos bonito y ameno; pero sus naturales entienden lo contrario, y no dudan de que aquello es lo mejor del mundo.

Situada la población, cuyo nombre se guarda para mayores cosas, a la falda de un árido peñascal o pelado cerro y rodeada de montes por todas partes, abarca sólo el espectador, aunque se coloque en lo más alto del campanario, un horizonte harto mezquino. Apenas hay huertas en las cercanías, sino viñas, olivares y tierras de pan llevar. Sin embargo, en las cañadas, por donde serpentean sendos arroyuelos, se ven hermosas alamedas, y todo aquel suelo parece a sus hijos, que enamorados le cultivan, tan fértil y bendito, que no aciertan a explicarse naturalmente su fertilidad generosa, y sostienen que el trono de la Santísima Trinidad está colocado precisamente sobre sus cabezas y que deja sentir su benéfico influjo por todos aquellos contornos. Creen, además, que el Santo Patrón del pueblo es muy celoso y activo y que siempre está intercediendo con Dios para que todo lo prospere y mejore. Así, y no de otra suerte, logran, según ellos, mediante una especial providencia e intervención divina, la riqueza y hermosura del paraíso en que presumen que viven.

La imagen del Santo Patrón es de plata y no tendrá más de treinta centímetros de longitud; pero el valer no se mide por varas. Según tradición piadosa, en otro lugar inmediato ofrecieron una vez por este santo pequeñito quince carretadas de otros santos de todos linajes y dimensiones, y el cambio no fue aceptado. El santo pagó con usura el amor que sus ahijados le profesan. Los que ofrecieron las quince carretadas, viendo que no lograban por buenas la posesión del santo, es fama que le robaron una noche; pero el santo se escapó bonitamente del sitio en que le habían encerrado y volvió a aparecer en su nicho al otro día. Desde entonces está el nicho defendido por gruesas barras de hierro. Y no se crea que se toman estas precauciones por el miserable valor de la plata que pesa el santo, sino porque es el defensor del lugar y su refugio, remedio y amparo en todos los males, adversidades y peligros.

Confieso que el espíritu crítico de nuestra época descreída ha penetrado también en este lugar, amortiguando el entusiasmo por su Santo Patrono: pero aún recuerdo el frenesí, el profundo afecto de gratitud, con que le aclamaban, años ha, cuando le sacaban en procesión e iba la fervorosa muchedumbre gritando delante de él: «¡Viva nuestro Santo Patrono, que es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios!» expresión sincera de la persuasión en que estaban de que su santo, si es lícito buscar ejemplos en lo profano para lo sagrado y en lo material para lo espiritual, así como tal máquina de vapor tiene fuerza mecánica de tantos miles de caballos, tenía fuerza taumatúrgica nada menos que de cinco mil demonios, a pesar de lo pequeño que era.

Lo que yo no he visto nunca, lo que no quiero creer, lo que me parece invención y habladuría de los pueblos cercanos para dar vaya a los de este pueblo, es el exceso de familiaridad con que trataban en ocasiones a su Santo, llevándole, cuando no llovía, a una fuente que llaman el Pilar de Abajo, y zambulléndole allí para que lloviese, lo cual, se añade, no dejaba nunca de ocurrir en el acto o pocas horas después. Sobre esto de la zambullida devota tengo yo mis dudas. Los lugareños de Andalucía son envidiosos y burladores, y pueden haberlo inventado sin fundamento.

No es, por desgracia, lo de la zambullida la única cantaleta que dan a los del lugar de que hablo. Como hay en él muchos rubios, y hubo hasta pocos años ha, un rico convento de frailes dominicos, los llaman para exasperarlos hijos del padre Bermejo, lo cual ha ocasionado frecuentes pedreas entre muchachos de unos pueblos y otros, y mojicones, y a veces palos y hasta navajazos entre hombres, turbando la paz de que debe gozarse en ferias y romerías.

No es caso singular el que refiero. Apenas hay lugar en toda Andalucía, contra el cual no se haya inventado algún chiste ofensivo en los lugares circunstantes. Del Viso, por ejemplo, se dice que es la tierra de las chimeneas, porque no las hay, y se pregunta si saben allí lo que son piñones, porque apenas si se produce algo más que piñones en todo su término. Sobre Valenzuela y Porcuna se difunden mil epigramas, porque no hay leña ni carbón en muchas leguas a la redonda, y se calientan y guisan con combustible poco oloroso. De Palma del Río aseguran que nadie almuerza allí más que naranjas, y que, no concibiéndose ni la mera posibilidad de que nadie almuerce otra cosa, hacen esta pregunta: ¿donde no hay naranjas, qué almorzarán? A los de Tocina los embroman afirmando que la música de la misa mayor se acompaña con una guitarra, porque no hay órgano en la iglesia. A los de Fuentes de Andalucía, basta llamarlos de Fuentes de la Campana para que se enojen. De otro lugar, donde hay una torre muy primorosa, se dice a que todo forastero que la ve y la admira, procuran los naturales inculcarle en la mente que la dicha torre está hecha allí.

Para no pecar de prolijo no pongo aquí mayor número de ejemplos. Basten los citados para comprender que no es desgracia única la del lugar a que voy aludiendo, y que está en las costumbres andaluzas el darse vaya y cantaleta con algo por el estilo.

Sea como se quiera, creo que debe y puede considerarse al padre Bermejo como a un personaje patriarcal, raíz y tronco de toda una casta lugareña; y así, para distinguirla y nombrarla, sin proferir el verdadero nombre, que ya he dicho que debo callar por ciertos respetos, llamaré a aquellos lugareños los bermejinos, y llamaré Villabermeja al lugar en que viven.

Procedo en esto como los doctos historiadores de los tiempos heroicos y noto en nuestros días, tratándose de lugares de corta población, lo mismo que sucedía en el albor de la historia, en los siglos dorados y poéticos en que los patriarcas vivieron. Perseo dio nombre a los persas, Heleno a los griegos o helenos, Heber a los hebreos, Chus a los chusitas, Jafet a los jaféticos, y así discurriendo, hasta llegar a nuestro padre Bermejo, de donde arranca la denominación de bermejinos.

No debe colegirse de lo dicho que el padre Bermejo fuese un personaje real. Tal vez fue la prosopopeya de todo un pueblo. Muchos sabios de ahora interpretan de esta suerte el nombre y la vida de algunos patriarcas citados en los primeros capítulos del Génesis. Tubalcaín, pongo por caso, es para ellos, no un hombre que vive unos cuantos siglos, sino toda una raza humana, los turaníes o mejor diremos un ramo o varios ramos de los turaníes, llamados acadienses, protomedos, calibes y tibareños, los cuales fueron los primeros que trabajaron los metales y pasaron de la edad de piedra a la de bronce.

No faltan ejemplos tampoco de atribuir con malevolencia y en son de mofa un patriarca grotesco o aborrecible a una nación o casta. Los egipcios, v. gr., suponían que los hebreos nacieron en el desierto de un nefando consorcio de Tifón, dios del mal, cuando caballero en una burra, iba huyendo de Horo y no recuerdo bien si de su hermano Osiris, ya entonces resucitado. De este carácter malévolo se revisten, a no dudarlo, la fábula o mito del padre Bermejo y el apodo de bermejinos; pero no teniendo yo otro nombre mejor a la mano, repito que me he de permitir llamar Villabermeja al lugar que describo y bermejinos a sus habitantes, haciendo todas las salvedades posibles y jurando y perjurando que no trato de inferir la menor ofensa a mis semipaisanos.

Yo los quiero a todos muy bien, y además hay entre ellos una persona, cuyo carácter, entendimiento y afable trato me encantan, y a quien me honro en considerar como uno de mis mejores amigos.

Esta persona es conocida con el apodo de don Juan Fresco, y así la llamaremos, seguros de que no lo tomará a mal. D. Juan Fresco es un verdadero filósofo.

Cuando chico le llamaban Juanillo. Se fue del lugar y volvió riquísimo, ya muy entrado en años y con un don como una casa. Atendidas la novedad y la frescura de este don, la gente dio en llamarle D. Juan Fresco, y no de otra suerte se le conoce y distingue.

Pasa con razón por un potentado, pero como no quiere mezclarse en política ni en elecciones, ni en nada, no es el cacique, como debiera serlo. Villabermeja, contra la costumbre y regla general de los lugares de Andalucía, está descacicada o acéfala.

Al volver a su país natal este varón excelente ha dado, en mi sentir, la mayor prueba de amor a la patria que puede imaginarse, o cuando no, ha dado muestra de una portentosa despreocupación.

En cualquiera otra parte pasaría por todo un caballero: allí tiene por primos o sobrinos al carnicero, al alguacil, a media docena de licenciados de presidio y a otra gente por el mismo orden: pero de esto no se le importa un ardite. ¿Merecería llamarse D. Juan Fresco, si no tuviera tanta frescura?

Por el contrario, mi amigo D. Juan saca de lo desastrado de su familia ciertas deducciones lisonjeras. Asegura que no es casta la suya de ganapanes o destripaterrones humildes, sino de gente del bronce, hidalga, de ánimo levantado, en quien prevalecen los bríos y el vivir heroico y el gran ser de los bermejinos de la Edad Media, que eran guerreros, fronterizos de tierra de moros. Los Frescos, llamémoslos a todos así, no sirven para cavar: tienen que revestirse de la toga o empuñar las armas, y por eso, no habiendo habido mejores medios de satisfacer tan nobles instintos, uno es carnicero, alguacil otro, y no pocos se han echado al camino, en varias ocasiones, ya de contrabandistas, ya de desfacedores de agravios de la fortunilla ciega, enmendando, hasta donde les es dable, el mal repartimiento que de sus presentes y favores ella tiene hecho.

En tales razones funda D. Juan la apología de su familia; no sé aún si con toda seriedad o de broma, porque es el mayor socarrón que he conocido en mi vida.

Tendrá ahora sus setenta años muy largos de talle; pero está más firme que un roble y más derecho que un huso; no le falta diente ni muela, y conserva todo su cabello, que por ser rubio, como de legítimo bermejino, disimula o encubre las canas. Monta a caballo como un centauro y dispara su escopeta con tanto tino como si poseyera las balas encantadas de Freyschütz, o fuera un Filoctetes a la moderna.

D. Juan vive con esplendidez nada común por aquellos lugares. Su casa está situada en la plaza, y como todas las de los ricos de por allí, se compone de dos; una destinada a la labranza, donde hay lagar, bodega, candiotera, molino de aceite, cochera, alambique y caballerizas; otra de comodidad y aparato, con patio enlosado, fuente y columnas de mármol, flores, muebles elegantes, y ¡cosa extraña! una escogida y rica biblioteca. Esta biblioteca no es sólo de adorno. D. Juan lee mucho y sabe mucho también.

De su vida y del origen de su riqueza diré en resumen lo que él me ha contado, excitado por mí, porque es hombre que habla poco de sí mismo.

Nació casi con el siglo y no conoció a su padre. Su madre era viuda o algo parecido a viuda. En estos pormenores no entra nunca D. Juan, a pesar de su filosofía.

A la edad de siete años ya se ingeniaba para contribuir con su óbolo al gasto de la casa. Ora cogía cardillos, espárragos o alcauciles que luego vendía; ora se encargaba de vender zorzales, anguilas o zancas de ranas, que otros cazaban o pescaban. Más entrado en años, esto es, de diez a catorce o quince, iba a escardar o a coger aceitunas, y hasta llegó a cuidar de una piara de cerdos. En este último oficio, le conoció su tío, el famoso cura Fernández, una de las mayores glorias del lugar.

La guerra de la independencia había terminado, nuestro deseado Fernando VII reinaba ya, y el cura susodicho se reposaba sobre sus laureles y había depuesto las armas, después de haber sido, durante cinco o seis años, en la serranía de Ronda y por casi toda la extensión de las provincias de Córdoba y Málaga, caudillo animoso de una cuadrilla de patriotas, que los franceses apellidaban briganes.

El cura Fernández había sido y era el clérigo más jaque, campechano y divertido de que puede jactarse Andalucía. Tocaba con primor la guitarra, cantaba como nadie la caña y el fandango, y tenía la corpulencia y los puños de un jayán. Nadie le había vencido jamás ni en tirar a la barra, ni en luchar a brazo partido, ni en pulsear, ni en poner los labios en el borde de una tinaja de l60 arrobas de vino, bien llena, y rebajarla medio dedo o uno, sin que ni la cabeza ni el estómago padeciesen. Hablaba caló con primor, tenía una conversación muy amena, y contaba mil chascarrillos graciosos.

No se crea, sin embargo, que era un cura inmoral e ignorante. Si era un Viriato de sotana, bajo las apariencias de bandolero había en él un fervoroso católico, un buen sacerdote y un humanista, teólogo y filósofo muy instruido. Hablaba latín con la misma facilidad que castellano, aunque todo con ceceo y acento andaluces. Era terrible en las controversias, argumentando en materia y en forma, como ninguno de su tiempo; y, aunque tomista y escolástico, conocía el movimiento filosófico de los últimos siglos, desde Descartes hasta Condillac y los más recientes sensualistas y materialistas franceses a quienes refutaba.

Acabada la guerra, el cura Fernández, que aún no era cura aunque le llamaban así, se retiró a Archidona, donde daba lecciones de latín y de filosofía, auxiliando más bien que compitiendo con los escolapios. El obispo de Málaga fue por allí a hacer su visita pastoral, y si bien había sido compañero de seminario de Fernández, fijó poco en él su atención. Fernández no se picó, conociendo que las preocupaciones y cuidados del obispo tenían la culpa de todo; pero, como era chancero y alegre, quiso embromar a su antiguo condiscípulo, proporcionándose también ocasión de tener con él una larga entrevista. Cuando el obispo salió en coche de Archidona para proseguir su visita, ya el cura Fernández había salido y le estaba aguardando en la Peña de los Enamorados. Iba el cura con traje de campo muy majo; se había puesto unas patillas postizas de boca de hacha, y llevaba como acólito a un forajido, a quien con sus amonestaciones había traído a mejor vida, alcanzando su indulto. El forajido, ya con esta jubilación, se empleaba en hacer de ángel; esto es, en acompañar a viajeros tímidos o inermes, a fin de salvarlos en cualquier mal encuentro que en el camino se les ofreciera.

Tanto el cura Fernández como su compañero iban en esta ocasión para poner miedo en los pechos más valerosos: ambos a caballo y con sendos trabucos.

Salieron, pues, de improviso al camino, cuando pasó el coche de su Señoría Ilustrísima, desarmaron con rapidez a los dos escopeteros que iban custodiándole, y el ángel dijo con buenos modos al obispo, que echara pie a tierra. Obedeció el santo varón y bajó con su secretario, aunque bastante atribulado. Extraordinaria fue su consolación y grande su contento cuando el cura Fernández se quitó las patillas postizas y procedió a la anagnórisis o reconocimiento, mostrándose como condiscípulo afectuoso y lleno de respeto, que sólo deseaba echar un filete a la amistad y tener un rato de palique. Llevó el cura al obispo a una especie de tienda de campaña, que a un lado del camino tenía preparada, y allí te regaló con rosoli y mistela, con bizcochos y mostachones, y con rosquillos de Loja, que son los más delicados que se comen.

Estuvo tan discreto el cura Fernández, lució tanto en la conversación, y dijo tan buenas cosas, así de filosofía como de teología, que el obispo salió encantado y halló agradable hasta el susto que había recibido.

Pronto, con la protección del obispo, llegó el cura Fernández a ser cura en Málaga, en el barrio del Perchel, donde tenía feligreses muy a propósito para que él los catequizara, y ovejas levantiscas que bien requerían un pastor de sus hígados y arrestos.

Siendo cura en Málaga, vino Fernández a Villabermeja a ver a los de su familia y a respirar los aires patrios. El sobrino porquerizo le pareció despejado y apto para cualquier cosa, y llevósele a Málaga consigo. No se engañó el cura. Su sobrino aprendió a escape cuanto él sabía y más, así de música como de gimnástica, esto es, así de ejercicios corporales como de ciencias y letras. El cura Fernández estaba embelesado de transmitir con tanta prontitud su saber y de ver qué sobrino de tanto mérito era el suyo; por lo cual quiso que se hiciera clérigo, seguro de que llegaría a obispo, cuando menos; pero D. Juan no tenía vocación y declaró repetidas veces que no le llamaba Dios por dicho camino.

Toda su pasión era ver mundo y buscar aventuras, recorriendo tierras y mares. Merced al influjo del tío, entró, pues, en el colegio de San Telmo, de donde a los cuatro años, salió consumado piloto.

Las navegaciones de D. Juan, durante largo tiempo, compiten con las de Simbad, y si como sospecho, él las tiene escritas, serán libro de muy sabrosa lectura el día en que se publiquen. Por ahora, sólo importa saber que, habiendo llegado don Juan Fresco, en Lima, al apogeo de su reputación, fue nombrado capitán de un magnífico navío de la compañía de Filipinas, que debía hacer varias expediciones a Calcuta con ricos cargamentos. Había entonces piratas en los archipiélagos de la Oceanía. La tripulación del navío era harto heterogénea y nada de fiar: los marineros malayos; chinos los cocineros y calafates, el contramaestre francés; inglés el segundo, y sólo cuatro o cinco españoles. Con esta torre de Babel ambulante y flotante, hizo D. Juan tres viajes felices a las orillas del Ganges, donde, mientras se despachaba el navío y se preparaba y cargaba para la vuelta, vivió como un nabab, yendo en palanquín suntuoso, servido por lindas muchachas, querido de las bayaderas, cazando el tigre sobre los lomos de un elefante corpulento, y siendo agasajado por los más poderosos comerciantes de aquella plaza opulenta, emporio del extremo Oriente.

Como, a más de un sueldo crecido, tenía derecho a llevar una gran pacotilla, D. Juan acertó a hacer su negocio, y a la vuelta a Lima de su tercer viaje, se encontró millonario.

La independencia del Perú le obligó a escapar de aquel país con otros muchos españoles; pero, en vez de volver a Europa, se quedó en Río Janeiro, donde abrió casa de comercio. Cansado, por último, de vivir en tierras lejanas, volvió D. Juan a Europa, y después de viajar por Alemania, Francia, Italia e Inglaterra, el amor del suelo nativo le trajo a Villabermeja, donde yo le he conocido y tratado.

Ha comprado cortijos y olivares y viñas, y está hecho un hábil labrador. Nadie descubrirá en él al antiguo y audaz marino. Apenas habla de sus viajes y aventuras.

Ha permanecido soltero toda su vida, y no es de temer que al cabo de ella haga la locura de casarse.

D. Juan Fresco es la providencia de toda su fresca y numerosa familia, si bien no parece hombre de mucha ternura de corazón. Jamás le oí, durante meses, recordar amores ni amistades, ni de América, ni de la India, ni de ninguna parte. A la única persona que recordaba a cada momento, con verdadera efusión de gratitud y cariño, era al cura Fernández, que murió en Málaga querido de todos, pobre porque daba de limosna cuanto tenía, y digno de ser canonizado, si hubiera sabido guardar mejor las que, valiéndonos de un galicismo, se llaman hoy conveniencias; pero como contaba chascarrillos poco decentes a veces, y había hecho la guerra, y había dado bromas como la que dio al obispo, y hasta más pesadas, era harto difícil la canonización.

A pesar de la idolatría que profesaba D. Juan a su tío, no me atrevo a afirmar que le imitase en punto a ser religioso y buen católico. D. Juan era positivista. Sólo daba crédito a lo que observaba por medio de los sentidos y a las verdades matemáticas. De todo lo demás nada sabía, nada quería saber, hasta negaba la posibilidad de que nada se supiese. Era, no obstante, muy aficionado a las especulaciones y sistemas metafísicos, y le interesaban como la poesía. Los comparaba a novelas llenas de ingenio, donde el espíritu, la materia, el yo, el no-yo, Dios, el mundo, lo finito y lo infinito, son las personas que la fantasía audaz y fecunda del filósofo baraja, revuelve y pone en acción a su antojo. D. Juan, no obstante, distaba mucho de ser escandaloso ni impío. Aunque para él no había ciencia de lo espiritual y sobrenatural, esto no se oponía a que hubiese creencia. Por un esfuerzo de fe, entendía D. Juan que podía el hombre ponerse en posesión de lo que el discurso no alcanza, y elevarse a la esfera sublime donde por intuición milagrosa descubre el alma misterios eternamente velados para el raciocinio.

Cuando yo estaba en Villabermeja, solía dar largos paseos por las tardes con D. Juan Fresco, viniendo luego a reposarnos los dos en un sitio llamado la Cruz de los Arrieros, a la entrada del lugar. Esta cruz de piedra tiene un pedestal, de piedra también, formado de gradas o escalones. Allí, al pie de la cruz, nos sentábamos ambos.

A veces nos acompañaba Serafinito, joven de 28 a 30 años, soltero, huérfano de padre y madre, bastante rico para lo que es la riqueza de los lugares, y muy dulce de carácter, aunque melancólico y taciturno.

Desde la Cruz de los Arrieros, sostenía D. Juan Fresco que se disfrutaba de la vista más hermosa del mundo. Yo me sonreía y le miraba con atención para ver si se burlaba al afirmar aquello. En su rostro no se notaba la más ligera señal de que hablase irónicamente o de burla. Era, sin duda, una alucinación patriótica.

Una tarde del mes de Septiembre, D. Juan, Serafinito y yo estábamos sentados al pie de la Cruz de los Arrieros. El sol se había ocultado ya detrás de los cerros que limitan la vista por la parte de Poniente, y había dejado el cielo, por todo aquel lado, teñido de carmín y de oro. Sobre los cerros que están a espaldas del lugar, y aún sobre el campanario, mientras que yacía en sombras todo el valle, daban aún los rayos oblicuos del sol, reflejando esplendorosamente en la pulida superficie de las peñas que coronan la cima de dichos cerros. Pocas y blancas nubes turbaban el limpio azul de la bóveda celeste, vagando a merced de un viento manso y arreboladas y luminosas con los reflejos del sol. La luna mostraba ya su rostro pálido, muy alto sobre el horizonte, y algunos luceros empezaban a columbrarse en la región más obscura del éter y más apartada del disco solar.

Por el lado por donde la vista, en este bajo suelo, podía espaciarse más, se espaciaba una legua. Los cerros terminan allí el horizonte. Paz suave reinaba por donde quiera.

Los olivares y las viñas cubren la mayor parte del terreno cultivable. Los peñascos áridos, que forman las cumbres, no tienen cultivo ni pueden tenerle. Las diversas heredades y haciendas están separadas entre sí, y de los caminos y veredas, por vallados de zarza-mora y pitas. Tal vez, en los terrenos más fértiles y húmedos, se muestran en estos vallados la madreselva, el granado y las mosquetas. En los sitios más resguardados del frío invernal, crece también y fructifica la higuera chumba.

Las hazas del ruedo y demás tierras de pan llevar estaban ya segadas, y sobre la negrura de la tierra amarilleaban el rastrojo, los cardos y toda la yerba seca, que el polvo y los ardores de la canícula habían hecho como yesca. En algunos puntos habían sido incendiados los rastrojos, y la llama corría formando una línea tortuosa, dejando negro el suelo en pos de sí, y levantando densa humareda.

La viña, que es el plantío que allí más abunda, verdeaba aún cubierta de pámpanos lozanos. Estaban ya vendimiando, y por varias sendas y caminos venían al lugar carros y reatas de mulos con el último acarreo de uva de aquel día, que había de quedar amontonado en los lagares para empezar a pisar a la madrugada siguiente. Volvían asimismo a descansar de sus trabajos los vendimiadores, y de vez en cuando se oía una canción alegre, cantada en coro, o se escuchaba allá a lo lejos una copla de playeras con que distraía sus pesares un arriero que tornaba solo con su recua de alguna expedición, o un gañán que volvía de arar con los bueyes o las mulas uncidas aún al arado.

En las cañadas hay arroyos, cuyas orillas están cubiertas de mimbrones, álamos blancos y negros, adelfas, juncos, mastranzos y otras yerbas de olor. Hay asimismo ocho o nueve huertecillos, que no tiene el mayor una fanega de tierra; pero esta tierra está bien aprovechada, y se alzan en ella nogales gigantescos, higueras pomposas, que dan los más dulces higos que se comen en el mundo, y otra multitud de frutales.

El arroyo más caudaloso de la cercanía está a un cuarto de legua de la población, y las mozas que iban allí a lavar, volvían también, terminada ya su faena, con el lío de ropa lavada puesto sobre la cabeza, y con la alegría de la juventud en el alma y el donaire y el brío campesino en todos los gallardos y libres movimientos del cuerpo, bien dibujadas sus formas robustas y elegantes bajo los pliegues de las breves y ceñidas enaguas de percal o del más ceñido y corto refajo de amarilla bayeta antequerana.

D. Juan Fresco contemplaba toda esta escena como en éxtasis, y se ratificaba más y más en que Villabermeja y sus alrededores eran lo mejor del mundo. Creció su entusiasmo, recordando los mejores años de su vida, al ver cierta polvareda que se levantaba en el camino principal. A poco se empezaron a oír mil regocijados gruñidos en todos los tonos, desde el más tiple al más bajo, y luego se distinguió una floreciente piara de cochinos de todas edades y de ambos sexos, guiada por un hábil zagalón de catorce a quince años. Cada vecino del lugar, cada bermejino, tenía alguna dulce prenda en aquella piara; tenía el futuro regalo suyo y de toda su familia entre aquellos sabrosos mamíferos, que habían de convertirse en jamón, tocino, morcillas, longaniza, lomo en adobo, manteca y otros artículos, custodiados en la despensa y preparados para todo evento digno de celebrarse y para cualquier día en que acude un huésped a la casa o repican recio e importa echar el bodegón por la ventana.

Bastaba el zagalón para ser capitán de aquella tropa, cuya disciplina era admirable. Ningún cerdo se descarriaba jamás. No bien llegaban todos a las primeras casas, tocaba el pito el zagalón, y la piara se dispersaba en seguida, trotando y galopando cada uno de los que la componían y cruzando calles y callejuelas hasta meterse en la casa de su amo, saltar por el zaguán y la cocina baja, sin cuidarse de no echar a rodar cualquier trasto que encontrase por medio, y parar sólo en el corral, donde nunca faltaba su pocilga o lagareta.

Pasado un poco el éxtasis de D. Juan, no pude menos de decirle:

-Confieso con franqueza que cada día me maravillo más del sincero entusiasmo que tiene usted por Villabermeja. Se comprende que por ser el pueblo de Vd. le guste más que ningún otro, que viva Vd. en él contentísimo, que prefiera esta rustiquez a todos los esplendores y a todas las elegancias de Madrid o de París. Lo que no se comprende es la ceguedad con que un hombre, que no es como muchos bermejinos que jamás salieron de aquí, sino que ha visto las más bellas comarcas del globo, se empeñe en sostener que este paisaje es superior en hermosura a todo lo que ha visto.

-¿Qué quiere Vd., amigo mío? -contestó don Juan Fresco-. Yo no digo que esto sea mejor que todo, sino que tal me lo parece. Mis viajes y mis estudios, y el haber visto la bahía de Río-Janeiro, y las costas fertilísimas que la circundan, y sus lagos interiores, y las cien islas de la bahía enorme llenas de perenne verdura, y sus sierras gigantescas, y sus florestas seculares, y sus bosques fragantes de naranjos y limoneros, y el haber vivido en la orillas feraces del Ganges y del Brahmaputra con sus pagodas, palacios y jardines, y el haber visitado las márgenes del golfo de Nápoles tan risueño y lleno de recuerdos clásicos, no destruyen en mí la arraigada condición del bermejino, quien jamás cree ni confiesa que haya nada más bello, ni más fértil, ni más rico que su lugar y los alrededores de su lugar. ¿Qué me importa a mí que el horizonte sea aquí mezquino? Mejor: más allá de ese horizonte pongo con la imaginación lo que se me antoja. Si quiero ver en realidad, no ya lo grande, sino lo infinito, ¿no me basta con alzar los ojos al cielo? ¿Desde qué punto penetra más la vista en las profundidades de sus abismos, que desde aquí, donde el aire es diáfano y puro, y rara vez las nubes se interponen entre mis ojos y las más remotas estrellas? Además, aunque sea pequeña la extensión de tierra que abarco con los ojos, ¿no la agranda el conocerla toda punto por punto y el poblarla de memorias y de casos, mil veces más interesantes para mí que los de Rama, Crishna y Buda en la India, y los de Eneas, Ulises y las Sirenas en Nápoles? ¿Qué encanto no tiene el poder exclamar como exclamo: cuantos olivos se divisan por toda aquella ladera los he plantado yo mismo; todo aquel viñedo es también creación mía; aquella casería colorada es la de mi amigo Serafinito y sé cuántas tinajas de vino da cada año; más allá, blanquean las tierras de la capellanía de usted que son algo calizas; aquel huerto le tuvo arrendado mi madre y allí pasé algunos de los mejores años de mi niñez? ¿Ve Vd. aquel cañaveral, que está en medio del huerto, a orillas del arroyo?- Y D. Juan Fresco señalaba con el dedo.

-Sí le veo -contestaba yo.

-Pues allí tuve yo la primera revelación de la belleza artística, la inspiración primera, mi mayor triunfo y la satisfacción del amor propio más pura, más completa y más sin pecado que he tenido en mi vida.

-¿Cómo fue eso? -preguntó Serafinito.

-El cañaveral -respondió D. Juan-, está ahora como a principios del siglo presente, cuando tenía yo diez años o menos. Yo era entonces tan ignorante que más no podía ser; no sabía leer ni escribir ni tenía idea cierta de nada. Me figuraba el cielo como una media naranja de cristal, donde estaban clavadas las estrellas a manera de clavos, y por donde resbalaban la luna, el sol y algunos luceros, movidos por ángeles u otras inteligencias misteriosas. En el seno de la tierra suponía yo un espacio infinito, unas cavernas sin término, un abismo sin límites, lleno de diablos y condenados; y más allá de la bóveda celeste, otro infinito de luz y de gloria, poblado de santos, vírgenes y ángeles, y donde había perpetua música, con la que se deleitaban el Padre eterno y toda su corte. Según la creencia general de los de mi pueblo, estaba yo persuadido de que precisamente en cima de Villabermeja, que es donde más se eleva la bóveda azul, estaba el trono de la Santísima Trinidad. La música celestial era allí mejor que en ningún otro confín de los cielos; y yo me recogía en el silencio de las siestas, y me retiraba al cañaveral, y cerraba los ojos y reconcentraba todos mis sentidos y potencias, a ver si lograba oír algo de aquella música, que no imaginaba muy distante. A tal extremo llegó mi entusiasmo que pensé oírla algunas veces. Yo era aficionadísimo a la música, y si mi manía de ver mundo y mi vida agitada de marino y de comerciante lo hubieran consentido, quizás hubiera sido un excelente artista. Lo cierto es que un día corté una caña de cañaveral, hice varios canutos, y a fuerza de pruebas y tentativas, ya horadando con mi navajilla los canutos de un modo, ya de otro, acerté a dar su justo valor a cada nota, y logré formar una acordada y sonora flauta, con la que tocaba cuantas canciones había oído, y muchas sonatas que se me figuraba que no había oído jamás en el mundo, porque las inventaba yo mismo o eran como reminiscencias vagas de la música del cielo que había logrado oír en mis arrobos. Mi invención de la flauta y mi habilidad para tocarla fueron muy celebradas en todo el lugar y me valieron un millón de besos de mi pobre madre. Consideren ustedes ahora si, teniendo éstos y otros recuerdos aquí, no me han de parecer Villabermeja y sus alrededores más hermosos que todas las zonas habitables del globo terráqueo.

Nada tenía que replicar a esto Serafinito, más convencido que el propio D. Juan de todas las excelencias de Villabermeja. Sólo yo replicaba, pero D. Juan Fresco me sellaba los labios con nuevos argumentos, en los que aparecía un carácter poético que jamás había yo sospechado en aquel hombre.

En vista de esto, di otro giro a la conversación, diciendo a D. Juan:

-No quiero disputar más con Vd., y doy por valederas y firmes las razones que alega, a pesar de ser tan sofísticas. De lo que me permitirá Vd. que hable es de la extrañeza que me causa ver a Vd. lleno de un sentimentalismo tan subido de punto y de tantas ilusiones poéticas, impropias de un positivista.

-Paso por lo del sentimentalismo -replicó don Juan-. Jamás he presumido de tener el alma de alcornoque, si bien no me jacto tampoco de tierno de corazón. En lo que no convengo es en lo de las ilusiones. En mi vida tuve ilusiones, ni quise tenerlas, ni me he lamentado de esta falta, ni he llorado el haberlas perdido. Nada me repugna tanto como las ilusiones.

-¿Cómo que no tiene Vd. ilusiones? ¿Pues acaso no se apoya un poco en ilusiones su amor de Vd. a este lugar?

-No se apoya este amor en ilusiones, sino en realidades. Discutir sobre esto sería, con todo, volver al tema de la primera disputa, y no quiero volver. Quiero, sí, demostrar a Vd. que no tengo ilusiones y que importa no tenerlas: que no hay mal mayor que tener ilusiones.

-Pues qué -dijo entonces Serafinito-, será un absurdo lo que dice el poeta:


Las ilusiones perdidas
son las hojas desprendidas
del árbol del corazón.


-El dicho del poeta no es absurdo -contestó don Juan Fresco-, si se entiende de cierta manera; pero convengamos en que todo el género humano nos está aburriendo en el día con tanto lamentar la pérdida de sus ilusiones, las cuales bien pueden ser las hojas del árbol del corazón, mas no son ni el fruto sazonado ni las flores fragantes y salutíferas.

-¿Qué entiende Vd. por ilusiones? -dije yo.

-Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna -contestó D. Juan-. Ilusión equivale a error o mentira. Perder las ilusiones es lo mismo que salir del error y alcanzar la verdad. Y la adquisición de la verdad, que es el mayor bien que apetece el entendimiento, no debe deplorarse.

-Me parece que Vd. se contradice. ¿No nos decía Vd., poco ha, como sintiendo haber perdido aquella ignorancia, que su ignorancia de niño le hacía ver entonces el cielo y la tierra de cierto modo poético? Claro está que, con el saber de Vd. en el día, no verá ni la tierra ni el cielo del mismo modo.

-Sin duda que del mismo modo no los veo. Pero ¿de dónde infiere Vd. que los veo ahora de un modo menos poético que entonces? ¿En qué se opone a la poesía, no ya mi poco de ciencia, sino toda la ciencia que atesoran y resumen cuantas academias y universidades hay en el mundo? Para saber yo que una ilusión es ilusión y perderla o desecharla, importa que la ciencia me demuestre su vanidad y su falsedad, y aún no me ha demostrado la ciencia la vanidad ni la falsedad de ninguna ilusión cuya pérdida merezca ser llorada. Otro poeta ha dicho: El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida; pero yo sostengo lo contrario: el árbol de la vida es el árbol de la verdadera ciencia.

- No comprendo bien sus pensamientos de Vd.

- Veamos si los comprende Vd. ahora. Dígame Vd.: el concepto de lo conocido por la experiencia en el día, ¿no es mayor, más bello y más sublime que el concepto de lo conocido y sabido por experiencia en cualquiera época de la historia, anterior a ésta en que vivimos?

-Esto no se puede negar procediendo de buena fe. Vd. habla sólo de lo conocido por experiencia. Lo malo está en que, al conocer por experiencia, se pierde la facultad de imaginar y de creer, y de esto nos lamentamos.

-Veo, pues, que Vd. conviene, como no puede menos de convenir, en que lo conocido ahora por experiencia vale más que lo antes conocido. Debemos presumir, por lo tanto, que mientras más se conozca, más bello, más sublime, más noble será el concepto de las cosas todas, en cuanto conocidas.

-¿Pero lo imaginado en ellas no desaparece? -repliqué yo.

-¿Por dónde ni cómo ha de desaparecer? Aunque yo vea ahora el cielo como un espacio inmenso y los astros separados unos de otros por distancias enormes, más allá de donde llegan los ojos y el telescopio, ¿no me queda campo en que imaginar lo que guste y creer en lo que quiera?

-Al menos me concederá Vd. que tendrá que poner muy lejos, muy lejos, cuanto imagina o cree.

-Pues se equivoca Vd. también en eso, porque no se lo concedo. ¿Qué es lo que yo veo y noto, qué es lo que yo averiguo por experiencia, sino algo de extrínseco y somero? De accidentes sé algo; pero la misteriosa esencia de los seres, ¿quién la ve y quién la conoce? ¿Son tan torpes y necias las ondinas y las sílfides, que se dejen aprisionar por el químico para que, al descomponer el agua y el aire, haga su análisis en retortas y alambiques? ¿Qué microscopio, por perfecto que sea, podrá descubrir el espíritu de vida que fecunda los estambres de las flores y pone en ellos el polen amoroso? El duende, el genio, el demonio que me inspira, que directamente se entiende conmigo, que toca sin intermedio en mi alma y se comunica con ella, ¿a qué ley de física o de matemáticas obedece? ¿Dónde está la demostración que me pruebe su no existencia? ¿Quién midió jamás y señaló los linderos de la percepción humana, hasta el punto de afirmar: nadie ve o advierte más allá? No sólo con el sentido interior, sino con los exteriores, ¿ha demostrado alguien que no haya personas que vean y sientan y se comuniquen y traten con otras inteligencias ocultas? ¿Pues qué, no es inexplicable en el fondo el que Vd. y yo nos entendamos hablando, revistamos nuestro pensamiento de una forma sensible y nos le transmitamos, no en realidad, sino en un signo material y convencional que le representa, y que se llama palabra, y que es un mero son que agita el aire y por medio de sus vibraciones llega a nuestros oídos? ¿Quién sabe cómo se entenderán y con quién se entenderán otras personas? ¿Se habla de continuo de lo sobrenatural y de lo natural, como si se conociera perfectamente la distinción, y se marcara el término o la raya que separa lo uno de lo otro, como si hubiésemos explorado en lo extenso y en lo intenso a la naturaleza? No, amigo mío: la frontera entre lo natural y lo sobrenatural o no existe o está borrada. Donde ponemos mugas y señales y hacemos apeo y demarcación es sólo entre lo sabido y lo ignorado, lo cual es muy diferente. Nada más infundado, por lo tanto, que llamar edades de fe a las antiguas edades y edad de la razón a la nuestra, contraponiendo la razón a la fe, como si el imperio de la fe, que es infinito, se menoscabase en lo más mínimo con las conquistas y anexiones que la razón va haciendo en su pequeño imperio. Ciertas ilusiones, que no lo son, no se pierden, pues, con la ciencia. Al contrario, la grande y efectiva ilusión está en creer que la ciencia mata lo que vemos con la fantasía o con la fe, calificándolo de ilusiones. Esta es una ilusión de la vanidad científica. Tal vez sea la más perjudicial de todas las ilusiones, aunque no es la más bellaca.

-¿Cómo es eso? -dijo Serafinito-. ¿Conque tener ilusiones es una bellaquería?

-Casi siempre -replicó D. Juan.

-Vd. habla así -dije yo- porque llama ilusiones a las malas y no a las buenas.

-Ya he dicho que no me ha probado nadie todavía que esas que llama Vd. ilusiones buenas, nacidas de la fe, de un alto sentimiento religioso o de una bien ordenada y discreta fantasía poética, sean tales ilusiones en lo esencial. Quedan, pues, ilusiones malas, o dígase verdaderas ilusiones. Contra éstas combato, y afirmo que no las he tenido nunca, y que si las hubiese tenido alguna vez, no me quejaría de perderlas.

-Ponga Vd. -dijo Serafinito- algunos ejemplos de esas ilusiones.

-Nada más fácil -contestó D. Juan-. Hay una señorita en Madrid, elegante, algo coqueta, no muy rica, y que ha llegado a cumplir veinticinco años, sin casarse. Las ilusiones de esta señorita consistían en coger un marido rico, titulado si fuese posible, sufrido de condición, poco gastador, a fin de que ella lo pudiese gastar todo o casi todo, etc., etc. Como estas ilusiones no se han realizado, la señorita exclama a cada momento que ya no hay amor en el mundo, que pasaron los tiempos de Isabel y Marcilla y de Julieta y Romeo, que vivimos en un siglo de prosa y que ha perdido las ilusiones. Hay una dama casada con un funcionario público, cariñoso, afable, buen papá, marido tierno y enamorado; pero da la maldita casualidad de que uno de sus compañeros, quizás con menos sueldo y quizás con más intermedios de cesantía, se arregla de suerte que tiene para butacas en los teatros y para más moños y trajes, y tal vez hasta para palco en la Ópera o para ir a Biarritz a veranear, mientras que él, trabaja que trabaja siempre, y sin salir de apuros y ahogos. La dama que, en vista del ejemplo, se había forjado sus ilusiones, conoce al cabo que es imposible hacer carrera con su marido, y las pierde. Desde entonces se lamenta a cada instante de que no ha realizado su ideal, de que los maridos son monstruos o zotes, de que la poesía del hogar doméstico no es dable en esta edad infecta en que vivimos, y de que ya no volverán a la vida Baucis y Filemón. Entra a servir en cualquiera casa una cocinera. El ama toma la cuenta todos los días, y procura, informándose de los precios, que la cocinera sise lo menos posible. La cocinera pierde entonces sus ilusiones; dice que la hidalguía, el desprendimiento, la magnanimidad de los señores bien nacidos pasaron para siempre, y que ahora vivimos en un siglo metalizado, ruin, plebeyo y cicatero. Va a Madrid un joven bien plantado, chistoso, ameno, que se viste con el mejor sastre y se pasea en la Castellana. No se enamoran de él las duquesas ni las marquesas, las ricas herederas le dan calabazas, y sólo se le muestra propicia, si acaso, la hija del ama de la casa de huéspedes donde vive. Este joven pierde también sus ilusiones, y decide que las mujeres del día no tienen más que vanidad y soberbia y carecen de corazón. Pierden, por último, las ilusiones, el coplero insufrible que presume de poeta y no halla quien lea sus versos; el periodista ambicioso que no llega a ministro; el autor dramático que es silbado; el médico que no tiene enfermos; el abogado que no tiene pleitos; el hipócrita a quien no creen sus embustes, y hasta el que juega a la lotería y no saca el premio gordo. Para todos éstos la corrupción de nuestro siglo es espantosa, la falta de ideal evidentísima, la carencia de religión horrible; y un destino ciego y perseguidor de la virtud gobierna y dispone los acontecimientos humanos.

-Infiérese de cuanto Vd. alega, que sólo los tunantes, torpes o desdichados, tienen ilusiones y las pierden.

-Son los que más ilusiones tienen y las pierden -prosiguió D. Juan contestando a mi interrupción-. No niego, sin embargo, que hay multitud de personas honradas que se forjan ilusiones y que se lamentan luego de haberlas perdido; pero, si no implica falta de honradez el tener cierta clase de ilusiones y el lamentar su pérdida, implica al menos falta de juicio y poca entereza de carácter.

-Aclare Vd. eso también con ejemplos -dijo Serafinito.

-Voy a aclararlo. Hay una señora pobre y muy virtuosa y honesta, que sabe resistir a toda seducción, y que sufre con su marido molestias y privaciones sin cuento; pero pasan los años, no la saludan con más respeto a causa de su honestidad, porque la fama no ha de ir publicándola a son de clarín, y nadie le da joyas, ni palco, ni coche, porque eclipse a Lucrecia; de manera que sigue tan desvalida y poco considerada como antes. Aquí encaja entonces el que la buena señora empiece a rabiar, a lamentarse de que ha perdido las ilusiones, y a decir que la sociedad es un lupanar inmundo, donde sólo las malas mujeres consiguen ir en landó y vestir sedas y encajes, y adornarse con diamantes y perlas. Las ilusiones de esta señora habían consistido en creer que la virtud podría y debería traer satisfacciones de amor propio y ventajas y regalos materiales, como si la virtud, con tan vil precio, fuese verdadera virtud, y proporcionando su ejercicio lo que la señora quería, no viniese a ser prenda de los más bribones. Este segundo modo de ilusionarse es una terrible enfermedad que se apodera a veces de generosos y nobles espíritus, aunque falsos y extraviados. Consiste en rebajar las más nobles prendas y excelencias de nuestro ser buscándoles una finalidad vulgar, queriendo convertir en útil lo bello o lo sublime. La virtud, el genio, la ciencia, la poesía, podrán ser útiles en ocasiones al individuo que las posee; pero no es su fin principal la utilidad. Es más: el que se propone sacarla de su virtud, de su ciencia o de su poesía, deja al punto de ser sabio, virtuoso o poeta. Para fines bajos importa emplear bajos medios: los medios elevados conducen sólo a fines que lo son también.

-¿Pero y el trabajo, la constancia, el valor y la economía, no son virtudes, y no son nobilísimas virtudes, y no son ellas las que procuran el bienestar material?

-Sin duda que a veces le procuran para el individuo, y siempre para la sociedad entera: pero yo hablo de otras virtudes más altas, más espirituales, y por lo mismo más fáciles de imaginar que las tiene uno sin tenerlas. De modo que en este orden de ilusiones hay dos grados: primero, el de atribuirse las tales virtudes; y segundo, el de empeñarse en que han de tener un valor en el comercio y se han de cotizar en la Bolsa.

-Según Vd., por consiguiente -interrumpió Serafinito-, es verdadero el refrán que dice: Honra y provecho no caben en un saco.

-Lo que yo afirmo nada tiene que ver con el refrán. El refrán es falso. En mil honrados oficios puede cualquier hombre honrado sacar provechos y no pocos. Harto me aproveché yo de la fortuna, y disto mucho de creerme sin honra. Lo que yo afirmo es que hay prendas de entendimiento y de carácter, y obras humanas de tal excelsitud, que no miran al provecho, ni pueden ni deben pagarse: y condeno las ilusiones de los que poseen o creen poseer esas prendas y obrar esas obras, y piden la paga y se desesperan porque no la reciben. Coinciden con esto, en la mente de los así ilusionados, un concepto pueril del orden del mundo y de la Providencia divina, la cual ha de estar siempre premiando al bueno y castigando al malo, y disponiendo las cosas de suerte que lo pasemos muy bien. Los que así discurren están de continuo pleiteando con Dios y pidiéndole cuenta de todo. ¿Para qué me criaste? ¿Por qué he de morirme? ¿Por qué me he de poner viejo? ¿Esta muela, por qué me duele? ¿Este mosquito, por qué pica y arma una música tan molesta? ¿Por qué las perdices no se vuelven todo pechuga? ¿Por qué ha de tener el jamón menos magras que tocino y hueso?

-Vamos -dije yo sonriéndome-, lo que deduzco de todo es que a mi amigo D. Juan le ha pasado algo desagradable con alguien que tenía ilusiones o que se lamentaba de haberlas perdido, y por eso declama tanto contra el tener y perder ilusiones.

D. Juan Fresco puso una cara tan grave al oír mis palabras, que me pareció otro: puso una cara hasta melancólica, y exclamó dando un suspiro:

-Es verdad: algo desagradable, y más que desagradable, me ha pasado. ¡Malditas sean las ilusiones! ¡Infeliz doctor Faustino!

No bien pronunció este nombre, Serafinito, que ya estaba muy cabizbajo y triste, se echó a llorar como un niño de siete años.

Aumentada con esto mi curiosidad, pregunté a D. Juan quién era el doctor Faustino, que tan dolorosos recuerdos suscitaba.

D. Juan entonces prometió contarme la historia del mencionado doctor, y cumplió su promesa, no estando presente Serafinito para que no llorase.

La narración de D. Juan Fresco, arreglada luego a mi modo, es lo que voy a referir; pero entiéndase que no pretendo probar al referirla ninguna tesis contraria a las ilusiones.

D. Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso.

Yo, terminada esta introducción, me retiro de la escena donde me he entrometido como personaje secundario, y me limito a mero narrador de los sucesos.