Las grandezas de Alejandro/Acto II

Acto I
Las grandezas de Alejandro
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen DARÍO, Rey de los persas, MENÓN, TELEO y soldados.
DARÍO:

  ¿Que se atreverá, Menón,
ese Alejandro a pasar
al Asia?

MENÓN:

De la opinión
que ya empieza a ganar
podrás saber la razón.

DARÍO:

  ¡Por Júpiter, que estoy loco
si son ciertas esas nuevas!
[...]
[...]
[...]

MENÓN:

  Tan ciertas, que yacen muertos
noventa mil hombres ya,
que estaban de verle inciertos.

DARÍO:

Y ¿dónde dicen que está?

MENÓN:

Muy cerca de nuestros puertos;
  que los esclavos vendió,
y a sus soldados les dió
todo aquel grande tesoro;
que a precio de plata y oro
sus voluntades compró;
  los que de su poca edad
se burlaban, ya le nombran
incendio, rayo y deidad.

DARÍO:

Son griegos los que se asombran
de esa vil temeridad.
  No somos así los persas;
son nuevas esas fortunas,
comienzan veces diversas
a ser prósperas algunas
para acabar en adversas.
  Como eres griego, Menón,
alabas al Macedón.

MENÓN:

Griego soy, más su contrario
después que te sirvo, Darío,
con la lealtad que es razón.
  Y con ella no cumpliera
cuando aquí no te avisara
que dejes la guerra fiera
con Alejandro.

DARÍO:

Repara.

MENÓN:

Esto es verdad.

DARÍO:

Considera
  que soy Rey de Persia.

MENÓN:

Advierte
que ese mancebo orgulloso
viene en hombros de la suerte.

DARÍO:

Si es Alejandro dichoso,
yo soy, Menón, rico y fuerte;
  estorba luego su entrada
en Asia desde este puerto.

MENÓN:

Ésta es mi vida y mi espada.

DARÍO:

Parte con gente, encubierto,
animosa y bien armada,
  y ese muchacho atrevido
envíamele azotado
luego que le hayas vencido.

MENÓN:

No será poco cuidado
si el paso a Alejandro impido;
  vaya Vuestra Majestad
seguro de mi deseo.

DARÍO:

Ea, soldados, marchad,
que ya a vuestras plantas veo
su loca temeridad.
  Decid a ese temerario
mozuelo, atrevido, ciego,
arrogante, loco y vario,
para que se rinda luego,
que sois la gente de Darío.

(Vase.)


MENÓN:

  ¡Qué fácil le ha parecido
el rendir este mancebo!

TELEO:

También tú, Menón, has sido,
siendo su nombre tan nuevo
y apenas del Asia oído,
  con el Rey muy porfiado.

MENÓN:

¿Quién te mete a ti, soldado
de la guerra, en los consejos
donde no hablan los viejos
y viene el Rey engañado?

TELEO:

  La razón de ver que asombres,
con Alejandro y sus viles
soldados, tan fuertes hombres.
¿Qué Héctor, qué Eneas, qué Aquiles,
para que a Darío le nombres?
  Es un muchacho liviano,
cuyas grandezas fingidas
ocupan al viento vano.

MENÓN:

No digas más.

TELEO:

No me impidas...

MENÓN:

¿Cómo no?

TELEO:

¡Detén la mano!

MENÓN:

  ¡Detener! con esta daga
detendré tu injusta mengua.

TELEO:

¡Muerto soy!

MENÓN:

No te doy paga
para que diga la lengua
lo que la espada no haga.
  Si eres a Darío fiel,
sirve de otra suerte a Darío;
que no llevas sueldo dél
por decir mal del contrario,
mas por pelear con él.
  Ea, soldados; si es justo
obedecer, alto al puerto,
contra el Macedón robusto
buen ánimo, aunque os advierto
de que no voy con mi gusto.
  Llámele Darío, mozuelo;
que, aunque llevamos ventaja
en gente, en armas y en celo,
yo pienso que al Asia baja
el mayor rayo del cielo.
(Vanse.)
(Dentro.)
  ¿Tierra, tierra, soldados; ésta es Asia,
tercera parte, y la mayor, del mundo!

TODOS:

¡Tierra, tierra, desata esos barcones!
¡Acosta, llega!

(Véase ALEJANDRO armado, en una proa de una nave, de pie, con una lanza en la mano.)
ALEJANDRO:

Nadie tome tierra,
soldados, antes que desde esta nave
Alejandro la hable y desafíe;
ni salte en ella, pena de la vida,
antes que yo, ninguno.
(Dentro.)
¡Hola, soldados!
Vaya pasando la palabra a todos:
que nadie sea osado a tomar tierra
primero que Alejandro.

ALEJANDRO:

Aquesta lanza,
Asia enemiga, por señal que vengo
a hacerte guerra, de esta suerte arrojo
desde mi nave, porque en ningún tiempo
digas que me acogiste y te doy guerra.

(Tira la lanza y quitase.)
(Dentro.)
EFESTIÓN:

Ya la tierra ha sentido de Alejandro,
antes que el pie, las armas; ya no puede
quejarse de que fue huésped ingrato.
¡Hola, acostá esas barcas, echad planchas,
guarnid esos montones, poned cuerdas;
guindemos lo primero los caballos!

(Dentro.)
LISÍMACO:

¿Hay resistencia?

(Dentro.)
EFESTIÓN:

No.

(Dentro.)
LISÍMACO:

Pues si no hay guerra,
¡acosta, acosta; salta; tierra, tierra!

(Sale ALEJANDRO solo.)
ALEJANDRO:

  Puesto que salgo del mar,
no te beso, madre amada,
que era traición si mi espada
hoy te viene a ensangrentar;
  no dirás que entro a engañarte,
pues desde el mar, madre tierra,
te notifiqué la guerra
que Alejandro viene a darte.
  No dirás que te pisé
huésped, y que fui traidor,
pues que fue mi embajador
la lanza que te arrojé.
  Como me has visto saltar
en ti del mar el primero,
cree que seré el postrero
que vuelva después al mar.
  Ya sale toda mi gente;
Asia, tiembla; que ha salido
del mar el fuego, encendido
que ha de abrasar el Oriente.

(Salen todos los que puedan del ejército de ALEJANDRO, EFESTIÓN, LEÓNIDES, AMINTA, con su hábito de hombre, y VITELO.)
EFESTIÓN:

  Danos a besar los pies.

ALEJANDRO:

Haberme los pies besado
con que hoy el Asia he pisado,
agüero de imperio es.
  Alzaos todos; pues, Aminta,
¿vienes buena?

AMINTA:

Y de tal suerte,
que triunfando de la muerte
hoy el corazón me pinta;
  no traes soldado aquí
que tenga más corazón.

ALEJANDRO:

Efectos, Aminta, son
de los brazos que te di.
  Quien a Alejandro se llega,
participa su valor;
que el valor es como olor,
que adonde toca se pega.
  Pues, amigo Efestión,
ya estamos en Asia, ya
Alejandro en Asia está,
¿qué te dice el corazón?

EFESTIÓN:

  Que tu valor y ventura,
del mundo te harán señor.

ALEJANDRO:

Mucho el celestial valor
tan grande empresa asegura;
  la parte que tengo humana,
es de Alcides; la divina,
de Júpiter, que me inclina
a empresa tan soberana.
  Todos sabéis que soy dios
igual al que rige el suelo;
que este imperio y el del cielo
tenemos entre los dos.
  Del mundo seré señor;
y si mi padre no fuera,
no sé si el cielo estuviera
seguro de mi valor.

(Salen VITELO y ARIOBARZANO, persa.)
VITELO:

  Aunque el más humilde y roto
de los que en tu campo vienen,
y en la guerra y la paz tienen
para tus consejos voto,
  soy el primero que preso
te traigo en Asia un persiano.

ALEJANDRO:

No te has alabado en vano:
la obligación te confieso.
  ¿Dónde le hallaste?

VITELO:

Venía
por esas peñas al mar,
codicioso de mirar
tu armada.

ALEJANDRO:

Extraña osadía.

VITELO:

  Derribéle de un flechazo
el caballo, y cayó en tierra,
y después en buena guerra,
cuerpo a cuerpo, brazo a brazo.

ALEJANDRO:

  Hombre fuiste de valor,
que el persa lo muestra en sí;
yo me serviré de ti
en ocasiones de honor:
  denle treinta mil ducados.

VITELO:

No tengo en qué los llevar,
pero quiérotelos dar
a cambio, señor, prestados,
  para que cuando volvamos
a la patria me los des.

ALEJANDRO:

¿Qué quieres por su interés
cuando a Macedonia vamos?

VITELO:

  Sólo que digas que fui
quien dineros te prestó.

ALEJANDRO:

Sí haré, si dices que yo
fui quien los mismos te di.
  Di, persa, ¿está lejos Darío?

ARIOBARZANO:

Cerca, y más cerca Menón.

ALEJANDRO:

¿Quién?

ARIOBARZANO:

Un griego de nación,
capitán de tu contrario.

ALEJANDRO:

  ¿Espérame?

ARIOBARZANO:

Junto a un río
que por fuerza has de pasar.

ALEJANDRO:

Luego ¿querrá pelear?

ARIOBARZANO:

Ya lo verás en su brío;
  aunque a Darío, aconsejó
que a Macedonia enviase
su armada y te molestase,
y el persa no lo creyó
  forzado de la arrogancia
de su gente.

ALEJANDRO:

¿Contra mí
tienen arrogancia?

ARIOBARZANO:

Sí,
y esperanza de ganancia.
  Y agora que yo te veo
tan mozo, estoy por pensar
que te debe de engañar,
más que el valor, el deseo.
  Para decir a una dama
requiebros, estás galán,
mas no para capitán
que emprende tan alta fama.
  ¿Es posible que en tus años
han cabido pensamientos
de tantos atrevimientos?
¡Ay de tus locos engaños!
  ¿Quieres oír de qué suerte
camina Darío?

ALEJANDRO:

¡Pues no!

ARIOBARZANO:

Escucha.

ALEJANDRO:

Haz cuenta que yo
soy este mármol.

ARIOBARZANO:

Advierte.
  El fuego sacro, inmortal,
viene delante en braseros,
rodeado de los magos,
que vienen cantando versos.
Tras él, de color vestidos,
vienen trescientos mancebos,
y sesenta y cinco más,
porque significan éstos
los días que tiene el año.
Un carro triunfal tras ellos,
a Júpiter consagrado,
y un caballo, cuyo freno,
dedicado al sol, se precia
en igual valor que un reino.
A éste siguen doce carros
de plata y oro cubiertos,
regidos con varas de oro
de sus aurigas soberbios.
Luego la caballería
de doce naciones, puestos
en orden con varias armas,
plumas y trajes diversos.
A éstos siguiendo vienen
diez mil de a caballo luego,
que llaman los inmortales.

ALEJANDRO:

Pues ¿porqué?

ARIOBARZANO:

Porque, en muriendo
uno de ellos peleando,
se arroja el otro tan presto,
que no hace falta su vida,
y así están siempre viviendo;
todos ellos llevan ropas
de brocado, y todos éstos
guarniciones de oro y perlas,
y collares de oro al cuello.
Luego vienen los parientes
de Darío, persas y medos,
que son hasta quince mil.

ALEJANDRO:

¿Quince mil?

ARIOBARZANO:

Sí.

ALEJANDRO:

¡Santo cielo!

ARIOBARZANO:

Decirte de éstos el traje
es imposible, mas puedo
asegurarte que al sol
le pueden servir de espejo;
piedras y telas que visten
le desafían ardiendo;
las piedras vencen sus rayos,
las telas a sus cabellos.
Luego vienen los que traen
todos los vestidos regios,
en maletas de brocado
cordones de aljófar llenos.
Tras éstos camina Darío
en un carro, donde creo
que, sin poderse vencer,
arte y poder compitieron.
Sobre diez caballos blancos
un yugo de piedras hecho,
donde hay diamantes tan grandes
que es locura encarecellos;
sobre él dos estatuas de oro,
la Guerra y la Paz, y en medio,
con una imperial corona,
el águila de su imperio.
Doscientos hombres le cercan
de sus más cercanos deudos,
cuyos sayos persas cubren
soles de perlas a trechos.

ARIOBARZANO:

Con éstos viene la guarda
de catorce mil piqueros
con las picas plateadas
y de oro puro los hierros.
Luego treinta mil soldados
cierran todo el rico ejército,
formando un jardín las plumas
sobre las alas del viento.
Luego, quinientos caballos
conducidos de los frenos,
con otros tantos criados
vestidos de blanco y negro.
En medio, de otro escuadrón
viene un carro y tronco excelso
con Sisigamba, la madre
de Darío, en un rico asiento.
En otro sus bellas hijas
y su mujer, y en doscientos
caballos mansos sus damas,
hermosas por todo extremo.
Luego los hijos de Darío,
sus amas y amos con ellos,
y los eunucos, vestidos
de carmesí terciopelo,
guardan trescientas mujeres
amigas del Rey.

ALEJANDRO:

Trofeos
de capitán valeroso.

ARIOBARZANO:

Luego, en seiscientos camellos
y mil acémilas, viene
el tesoro, en cuyo cerco
vienen treinta compañías
de caballos y de arqueros.
Tras esto vienen las damas
y mujeres de los deudos
del Rey, y luego el bagaje,
criados y vivanderos,
con la retaguardia, a quien
treinta capitanes medos
gobiernan con sus banderas,
no menos ricos y diestros.
De esta suerte marcha Darío;
mira, ambicioso mancebo,
contra quién pasas al Asia,
desnudo, pobre y soberbio.

ALEJANDRO:

  Soldados, no diréis que os engañaba;
haced fiestas, soldados; la riqueza
que os prometí cuando en la mar entraba
os trae Darío, y con mayor grandeza.
Mirad qué de oro y plata os esperaba,
guardado del temor y la belleza
de un campo de mujeres, y que todas
no van a guerra, no, que van a bodas.
  ¡Oh, buen persiano, vete libremente!
Mas ¿qué te podré dar de albricias? Dudo.
Dadle el laurel más rico de mi frente,
aunque dice que estoy pobre y desnudo
en ella, y dos diamantes que el Oriente
no vio valor igual, ni el sol les pudo
dar mayor luz, no, haciéndolos del fuego
con que a los que le miran deja ciego;
  dadle el mejor caballo y diez soldados
que le acompañen.

ARIOBARZANO:

¡Si quién soy supieras!

ALEJANDRO:

Aguarda, ¡por los dioses consagrados!
[-eras]

ARIOBARZANO:

 [...] No por tus soldados,
que enriquecer de nuestra plata esperas,
dejaré de decirlo, pues me obliga
tu generoso pecho a que lo diga;
  mas si lo diga, cierto estoy que luego
seré preso de ti.

ALEJANDRO:

Dilo, persiano;
que yo soy Alejandro: habla te ruego.

ARIOBARZANO:

Yo soy, Rey macedón, Ariobarzano;
hijo de Darío soy, que vine ciego,
por afición, a tu gallarda mano:
los deseos de verte me han traído
donde de este soldado fui vencido.
  Mi padre, con la gente y la riqueza
que te digo, te espera, aunque primero
Menón, griego de insigne fortaleza.

ALEJANDRO:

Dame esos brazos, abrazarte quiero:
¡vive el cielo, que envidio la grandeza
con que has fiado, ilustre caballero,
tu nombre, tu valor, a un enemigo
que desde agora llamarás tu amigo!
  Si te di libertad sin conocerte,
mejor agora, y este anillo mío.

ARIOBARZANO:

Recíbolo, por prendas de quererte;
y ¡por el claro, sol, que al padre mío
tengo de dar con estos brazos muerte
para darte de Persia el señorío!

(Vase.)
ALEJANDRO:

Espera, Ariobarzano.

EFESTIÓN:

Ya se parte.

ALEJANDRO:

Bárbaro, en fin; alegre estoy, ¡por Marte!
  Ea, soldados, que Menón espera;
venzamos éste, y demos sobre Darío.

LEÓNIDES:

¡Por Júpiter, que es mozo temerario!
Antes que saques la temida espada,
visita el templo de la gran Minerva.

ALEJANDRO:

¿Es éste?

EFESTIÓN:

¿No le ves?

ALEJANDRO:

Abrid las puertas.

LEÓNIDES:

Ya están, señor, a tu grandeza abiertas.

(Sobre un altar se ve a una mujer en forma de la diosa, con un arnés y un morrión, su lanza en la mano, y en la otra un escudo.)
ALEJANDRO:

  Minerva, querida hermana,
mi viaje empieza aquí;
la divina que hay en ti,
ayude mi parte humana.
  Hijo de Júpiter soy;
alarga ese fuerte escudo
con quien tanto el griego pudo;
que la palabra te doy
  de no te le hacer cobarde.

AMINTA:

No tomes nada a la diosa;
por menos la belicosa
Grecia tomó a Troya tarde.
  ¿No te acuerdas de la cierva?

ALEJANDRO:

No se le quiero tomar,
que los dioses saben dar;
dámele, hermosa Minerva.
(Alargue la diosa el escudo, y désele.)
  Soldados, notable agüero
de nuestra felicidad:
dióme el escudo; marchad,
mía es el Asia. ¿Qué espero?
  Ven, Aminta, y no te asombres.

AMINTA:

Minerva a tu lado viene.

EFESTIÓN:

Hasta con los dioses tiene
ventura.

LISÍMACO:

Es rey de los hombres.

(Vanse)


(sale ROJANE, amazona, vestido corto, muchas plumas, daga y espada, y otras dos con ella al mismo traje, TAMIRA y LISANDRA.)
ROJANE:

  ¿Con esta carta te envía?

TAMIRA:

Ésta, señora, me ha dado.

ROJANE:

No debe de haber hallado
lo que por ti le pedía.

LISANDRA:

  Lee la carta, y sabrás,
Rojane, la causa.

ROJANE:

Creo
que lo fue ser mi deseo
menos cierto cuando es más.
  ¿Al campo, llegaste?

TAMIRA:

Fui
de Arsaces bien recibida.

ROJANE:

Y ¿suénase la venida
del gran Alejandro?

TAMIRA:

Sí;
  ya está en Asia, y tomó tierra
junto a Propontis y Troya.

ROJANE:

Toma, ¡oh, Tamira!, esta joya.

TAMIRA:

¿Albricias temiendo guerra?

ROJANE:

  ¡Ay, amigas, tiempo es ya
que sepáis mi atrevimiento!
Ningún mortal pensamiento
seguro de amor está.
  La fama de este mancebo
por mis oídos entró
al alma, donde estampó
este Aquiles, este Febo.
  Yo, de sus hechos vencida,
quise las señas saber
de su persona, y poner
adonde el alma la vida,
  si conformaba su talle
con su nombre generoso,
para que este mi amoroso
deseo fuese a buscalle,
  y tuviese un hijo de él,
como es costumbre amazona.

TAMIRA:

Y señas de su persona
no pueden, Reina, caber
  en el pliego que te he dado.

ROJANE:

Retrato le pedí yo.

(Abre la carta.)
LISANDRA:

Lee.

ROJANE:

¡Ay, Dios!

LISANDRA:

¿Qué te envió?

ROJANE:

Un Alejandro cifrado
  dentro este naipe venía.

LISANDRA:

Muestra a ver.

TAMIRA:

¡Qué mozo es!

LISANDRA:

Aún no tienen veintitrés
años tanta valentía.

TAMIRA:

  Veinte dice en letras griegas.

LISANDRA:

¡Bello rostro, hermoso mozo!

ROJANE:

Es en los hombres el bozo,
si a considerarlos llegas,
  como en el árbol la flor:
la barba, el fruto; las canas,
las ramas secas, cercanas
del frío invierno al rigor.
  Árbol florido es agora
Alejandro.

TAMIRA:

Si has de ser
de un hombre mortal mujer,
¿qué es lo que aguardas, señora?
  Si has de tener hijos ya,
¿de quién serán más valientes,
ni más hermosos?

LISANDRA:

Que intentes
buscarle en razón está.

ROJANE:

  De manera me ocupé,
Lisandra, en mirarle aquí,
que la carta no leí,
ni letra apenas miré.
  Dadme licencia, retrato
de un hombre que es sol, que es Dios,
para que pueda sin vos
estar este breve rato.
  ¿Qué decís? Dice que sí;
parece que hablando está.

TAMIRA:

Vivo te parecerá.

ROJANE:

Vivo está, pues vive en mí.
(Lee así:)
  «Tantos retratos había
de Alejandro en toda Grecia,
por lo que ya el mundo precia
su grandeza y valentía,
  que muchos malos pintores
le retrataban, por ver
que ganaban de comer
con el nombre y los colores.

ROJANE:

  Y así, Alejandro mandó
dar licencia sólo a Apeles,
de cuyos raros pinceles
este retrato salió.
  Para sacarle de Darío,
que le quiso conocer,
tú puedes echar de ver
lo que ha sido necesario.
  Haz cuenta que viendo estás
su rostro, porque es pincel,
que dice el arte que en él
no puede alcanzarse más.
  Porque en sus colores mengua,
y todos le dan la palma,
es ése el rostro; que el alma
se ha de pintar con la lengua.
  De la cual sólo diré,
ya que en lo imposible toco,
que el mundo parece poco
para estampa de su pie.»
  ¿Qué os parece?

LISANDRA:

Que la fama
no ha sido en esto parlera.

ROJANE:

¡Oh, espejo en quien reverbera
del sol del alma la llama!
  ¡Oh, imagen de aquel valor
de quien ya tiembla la tierra,
nuevo dios Marte en la guerra,
nuevo Cupido en amor!
  ¡Oh, mancebo generoso,
a quien ya la envidia tira
rayos de venganza e ira,
guárdete el cielo piadoso!
  Que primero que te acabe
tu misma virtud, diré
dónde te retrataré
sin ser yo pintor tan grave.
  Haya sucesión de ti
en retratos verdaderos,
y sean de los primeros
los que has de tener en mí.
  Vamos, Lisandra, Tamira,
vamos a ver el mancebo
más bello que ha visto Febo
en cuantas naciones mira.

TAMIRA:

  ¿Determínaste a que sea
Alejandro el que te goce?

ROJANE:

Pues ¿cuál hombre se conoce
que tantas glorias posea?
  Si nuestro reino amazón
ha de ir, Tamira, en aumento,
no hemos de pedir al viento
la humana generación.
  Esposo ha de haber; pues ¿quién
cómo Alejandro será,
que rindiendo el mundo está?

LISANDRA:

Con razón le quieres bien;
  y pues hijos es forzoso
que procures, de ninguno
como de Alejandro.

ROJANE:

A Juno
pudiera servir de esposo.
  Vamos, que en mil causas fundo
mi amor.

TAMIRA:

No hay más que decir.

ROJANE:

¿Por qué no me ha de rendir
hombre que sujeta el mundo?

(Váyanse, y entre ALEJANDRO con toda su gente después de haber tocado una caja.)
ALEJANDRO:

  ¿Aquí me decís que está
el gran sepulcro de Aquiles?

EFESTIÓN:

Porque su fama aniquiles,
mira sus cenizas ya.

ALEJANDRO:

  ¡Ojalá de ellas pudiera
ser fénix!

EFESTIÓN:

¡Bravo blasón
del griego!

ALEJANDRO:

En mi condición
será la humildad primera.
  ¿Es éste el sepulcro?

EFESTIÓN:

Él es.

(Véase un sepulcro.)
ALEJANDRO:

¡Oh, mancebo, generoso!
no envidio el ver que famoso
pusiste a Troya a tus pies;
  no envidio que a Héctor dieses
la muerte, ni tus hazañas,
ni que en naciones extrañas
gloriosa tu espada hicieses.
  Envidio que hayas tenido
aquel divino poeta
Homero, a quien no sujeta
tiempo, envidia, muerte, olvido,
  por coronista famoso,
pues con su verso divino
a hacer inmortales vino
tu fama y nombre dichoso.

EFESTIÓN:

  ¿Lloras?

ALEJANDRO:

¿No he de llorar?
Por más que Aquiles hiciera,
si Homero no lo escribiera,
ya se empezará a olvidar.
  Y de aquí a un siglo presumo
que no hubiera de él memoria,
porque tanta fama y gloria
debe su espada a su pluma.
  Dadme esas flores, que quiero
cubrir el sepulcro adonde
el tiempo veloz esconde
tan gallardo caballero.
  Coronad con esos ramos,
soldado, al grande Aquiles;
que no son envidias viles
éstas con que aquí lloramos.
  Sino de grandeza llenas,
con que la virtud nos llama,
si hay pluma que nos dé fama;
que en un siglo hay una apenas.

VITELO:

  No digas eso, señor;
que por muchas que hay en Grecia,
en tu campo hay quien se precia
de coronista mayor:
  y no éste sólo, que hay mil.

ALEJANDRO:

Vitelo, escribir a todos
se concede de mil modos;
pero es un cansancio, vil
  cuando no es con perfección:
el poeta ha de nacer.

VITELO:

¿En qué se han de conocer
los que verdaderos son?

ALEJANDRO:

  En el arte y natural
que hacen las obras perfetas,
y que todos los poetas
de aquél sólo digan mal;
  porque es más claro que Apolo
que no le iguala ninguno,
cuando todos se hacen uno
para perseguir a un solo.

VITELO:

  Si quieres ver al poeta
que tus hazañas escribe,
yo le traeré.

ALEJANDRO:

¡Marte vive,
que me huelgue!

VITELO:

Sólo aceta,
  señor, su buena intención.

(Vase por él.)
ALEJANDRO:

Cuando yo se lo mandara,
con la intención me pagara.

(Salen VITELO y el poeta con un libro.)
VITELO:

Aquí viene Demofón.

DEMOFÓN:

  Dame tus pies.

ALEJANDRO:

¿Eres, di,
el que escribe mis victorias?

DEMOFÓN:

Yo intento cantar tus glorias.

ALEJANDRO:

Lee a ver.

DEMOFÓN:

Comienzo así:
(Lea.)
  «Canto del hijo divino
de Júpiter y de Marte
las armas.»

ALEJANDRO:

Ya en esa parte
has dicho un gran desatino.

DEMOFÓN:

  ¿Cómo?

ALEJANDRO:

Dos padres me das.
Hablo yo de los planetas
a quien nacieron sujetas
tus inclinaciones; mas
  Júpiter te dio el reinar;
y Marte te dio el vencer.

ALEJANDRO:

Éste debe de saber...

DEMOFÓN:

Sólo procuro imitar.

ALEJANDRO:

  ¿Estudiaste?

DEMOFÓN:

Sí, señor.

ALEJANDRO:

¿Dónde?

DEMOFÓN:

En Atenas oí
a Xanto.

ALEJANDRO:

A escribir de mí,
¿qué te movió?

DEMOFÓN:

Tu valor.

ALEJANDRO:

  Prosigue, y venme a leer
lo que escribes cada día;
que aún sospecho que podría
valerte mi parecer. ¿Peleas?

DEMOFÓN:

  Cuando no escribo,
y escribo si no peleo.

ALEJANDRO:

Tengo de honrarte deseo,
y lo pienso hacer si vivo.
  Hazle dar para papel
veinte mil ducados luego.

DEMOFÓN:

Indigno a tus plantas llego.

ALEJANDRO:

Vete, Efestión, con él.
  ¿Así vuelve?

DEMOFÓN:

¿Qué me quieres?

ALEJANDRO:

La tinta se me olvidó;
denle otros diez mil.

DEMOFÓN:

Si yo
tengo de escribir quién eres,
  muy poco papel me has dado,
y poca tinta, señor.

VITELO:

Olvidaste lo mejor.

ALEJANDRO:

¡Cómo!

VITELO:

Pluma.

ALEJANDRO:

Haste engañado;
  yo, para cualquiera suma,
puedo darle lo que él llama
tinta y papel; mas la fama
es quien le ha de dar la pluma.

AMINTA:

  ¡Divino ingenio!

ALEJANDRO:

Esperad;
cajas son éstas.

LEÓNIDES:

Señor,
apercibe tu valor,
pide a Júpiter deidad:
  ¿ves este río?

ALEJANDRO:

Muy bien.

LEÓNIDES:

Pues el paso, que es forzoso,
te defiende el valeroso
Menón.

ALEJANDRO:

La gente prevén,
  que le habemos de pasar.

LEÓNIDES:

¿El río? ¿Cómo, señor?

ALEJANDRO:

Imitando mi valor,
porque yo os quiero guiar.

AMINTA:

  Tente, Alejandro, y advierte
que es un hecho temerario.

ALEJANDRO:

No quiero que piense Darío
que acá se teme la muerte.

AMINTA:

  Él dice que viene luego
para ayudar a Menón.

ALEJANDRO:

Entrad, que estas aguas son
pequeñas para mi fuego.

AMINTA:

  ¿No veis que da al mar tributo
por aquí?

ALEJANDRO:

No hay que temer;
yo me las sabré beber,
y pasaréis a pie enjuto.

(Saque la espada, y síganle, y éntrense, y después de haber fingido un poco de guerra, salen DARÍO y ARIOBARZANO, su hijo.)
DARÍO:

  ¿Dónde quieres hablarme?

ARIOBARZANO:

Es de importancia
que te retires, gran señor, conmigo.

DARÍO:

Del campo no ha de ser larga distancia,
que está cerca el ejército enemigo.

ARIOBARZANO:

¡Cielos! Aunque es cruel exorbitancia,
y que obliga a temer vuestro castigo,
matar un hijo a un padre yo no creo
que nace de mí mismo mi deseo;
  secreta fuerza vuestra he sospechado
que me ha forzado a que le dé la muerte;
salid, daga, y pasad.

DARÍO:

Qué, ¿estás turbado?

ARIOBARZANO:

Túrbame, padre, una ocasión tan fuerte;
miro tan cerca al enemigo airado,
con ánimo y con fuerza de ofenderte...
Agora es tiempo.

DARÍO:

Déjale blasone,
para que de sus triunfos me corone.

ARIOBARZANO:

  ¿Qué aguardo? ¿Qué me turbo?

DARÍO:

Ya sospecho,
que le tendrá mi capitán vencido;
del río el paso es por extremo estrecho;
ya de su sangre correrá teñido.

(Sale ARSACES, capitán.)
ARSACES:

Al gran valor de tu invencible pecho,
de ese Alejandro, macedón temido,
un capitán, que quiere hablarte, pide
licencia.

DARÍO:

Llegue luego; ¿quién le impide?
  ¿qué me querrá Alejandro, Ariobarzano?

ARIOBARZANO:

Estará de pasar arrepentido
al Asia viendo tu invencible mano,
y por volverse pedirá partido.

(Entra LISÍMACO.)
LISÍMACO:

Este papel es de Alejandro Magno.

DARÍO:

¿No dices más?

LISÍMACO:

No vengo apercibido
de otra oración.

DARÍO:

¿Tú sabes que soy Darío?

LISÍMACO:

Y ¿tú sabes qué soy de tu contrario?

DARÍO:

  Si son los capitanes macedones
de esta manera fieros y arrogantes,
¿qué será vuestro rey?

LISÍMACO:

No son razones
en tiempo de las armas, importantes.

DARÍO:

¿No pide aquí partido?

LISÍMACO:

Las naciones
del Asia espero que, a sus pies triunfantes,
le pedirán antes que pase el año.

DARÍO:

Quiero leer.

LISÍMACO:

Verás el desengaño.
(Lee.)
  «Para que veas que quiero
vencerte con mi valor,
y no porque algún traidor
bañe en tu sangre su acero,
  guárdate de Ariobarzano,
que te quiere dar la muerte,
quitándole de vencerte
la gloria Alejandro Magno.»
  ¡Válgame Júpiter santo!
No estimo tanto el saber
que hombre a quien he dado el ser
se atreva conmigo a tanto,
  como el ver que mi enemigo
diga que me guarda así,
sólo por vencerme a mí,
y él solo honrarse conmigo.
  Ya le comienzo a temer;
sin duda es cierta su fama.
¡Arsaces!

ARSACES:

¡Gran señor!

DARÍO:

Llama
a quien me dé de beber.

ARSACES:

  Ya voy.

DARÍO:

Dile, embajador,
a Alejandro, que agradezco
su intención, y que me ofrezco,
al premio de este favor,
  en que, cuando esté a mis pies,
le pienso dar libertad;
y a ti, por esta amistad,
pues en efecto lo es,
  te quiero, ofrecer un don
como a enemigo.

LISÍMACO:

No tengo
licencia; a esto sólo vengo.

DARÍO:

Sé más cortés, macedón;
  darte mi espada quería
de un hijo. ¿Es igual favor,
Ariobarzano?

ARIOBARZANO:

¡Señor!...

DARÍO:

La tuya es la propia mía.
  Dásela.

ARIOBARZANO:

De buena gana.

LISÍMACO:

Por ser arma, la recibo;
que a volverla me apercibo
a vuestros pechos mañana.

(Toma la espada, y vase.)


DARÍO:

  ¡Qué arrogante!

ARIOBARZANO:

Con los fieros
nos quieren hacer temer:
cuando los he menester,
me quita el Rey los aceros.

DARÍO:

  ¡Ay, cielos!

ARIOBARZANO:

Señor, ¿qué tienes?

DARÍO:

Un gran dolor que me ha dado
en los pies.

ARIOBARZANO:

Andas cansado,
vas al ejército y vienes.

DARÍO:

  Ponme sobre ellos las manos.
Llega.

ARIOBARZANO:

¿Descansas ansí?

(Póngase de rodillas a asirle los pies, y él le da con la daga.)
DARÍO:

¡Hoy me libraré de ti,
por los cielos soberanos!

ARIOBARZANO:

  ¡Ay, padre! ¿Por qué me has muerto?

DARÍO:

La daga quiero esconder.
¡Gente! ¡Ah, gente! ¿Puede ser
tan notable desconcierto?

(Salen ARSACES y gente.)
ARSACES:

  Señor, ¿qué es esto?

DARÍO:

¡Ay de mí!
Que el embajador villano,
porque dijo Ariobarzano
que hablase compuesto aquí,
  le sacó su misma espada,
y pasándole se huyó
con ella.

ARSACES:

¡Que le vi yo,
y no reparase en nada!
  Seguirle quiero.

DARÍO:

Camina:
llevad mi hijo de aquí.
(Llévenle.)
Instrumento he sido así
de la justicia divina.

(Sale MENÓN.)
MENÓN:

  Tras este suceso triste,
¡oh famoso Rey del Asia!,
hecho el ánimo tendrás
para menores desgracias.
Bien te aconsejé que fuera
a Macedonia una armada,
que divirtiera a Alejandro
la temeraria arrogancia.
¿Qué sirvió guardar el río?
Que con la desnuda espada
pasó delante de todos,
haciendo senda en las aguas.
No va con el viento en popa,
todas las velas echadas,
la nave con más furor
rompiendo las ondas canas,
que el temerario mancebo,
a cuya furia se apartan,
dando lugar a su gente
que acometa mis escuadras.
Mató Alejandro a Dirceo,
a Dulindo y a Pirasta,
fuertes capitanes tuyos,
con que los demás desmayan.
A ejemplo del macedón,
entran, rompen, desbaratan;
catorce mil quedan muertos,
treinta capitanes faltan.
Con mil despojos y escudos
a Grecia envió su armada
con nuevas de la victoria;
daránla de nuestra infamia.
Otros dicen que no ha sido
esta arrogancia la causa,
sino porque los soldados
y nobles que le acompañan,
vean que, pues ya no hay naves,
no les queda confianza
de que han de volver a Europa
menos que ganando el Asia.

DARÍO:

No digas más; que bien veo
que mi fortuna contraria
trajo este rayo del cielo.

MENÓN:

Ya ganó a Lidia y a Caria,
donde estaba el mausoleo
de Artemisia, celebrada
por maravilla del mundo;
ya el reino de Frigia pasa
sin que ciudad se lo estorbe.

DARÍO:

Yo muero de envidia y rabia;
mas ¿cómo, siendo quien soy,
tan vil cosa me desmaya?
¿Cómo perder diez mil hombres?
Mañana mi gente salga
para estorbarle que pase
de Cilicia y Caramania.
¡Ánimo, Menón!

MENÓN:

Señor,
los que juegan, cuando ganan
al principio, después pierden.

DARÍO:

¡Toca al arma!

MENÓN:

¡Toca al arma!

(Vanse, y sale ALEJANDRO y su gente.)
ALEJANDRO:

  Ésta es la ciudad de Midas:
¿dónde está el yugo encantado?

EFESTIÓN:

Aquí está aquel lazo atado
con las coyundas torcidas.

LEÓNIDES:

  Quien desatare aquel nudo
del hado, es precisa ley
que sea del Asia rey;
pero hasta aquí nadie pudo.

ALEJANDRO:

  ¿Sabe alguno cómo fue?

VITELO:

Yo, que he sido labrador,
supe la historia, señor.

ALEJANDRO:

Pues dila.

VITELO:

Yo la diré:
  Gordio, un labrador, un día
iba en su carro de bueyes,
cuando el ave de los reyes,
símbolo de monarquía,
  que es el águila real,
sobre el yugo se sentó.
Él la causa preguntó
a una serrana su igual,
  y le dijo que sería
rey, por cuya majestad
entonces en la ciudad
la nobleza competía.
  El oráculo de Apolo
les dijo que al que topasen
en un carro, coronasen
por rey, en el campo y solo.
  Salieron, y haciendo rey
al que humilde el campo aró,
a Júpiter consagró
las coyundas de aquel buey:
  pero atadas de manera
que el reino después gozase
quien el lazo desatase;
pero es imposible.

ALEJANDRO:

Espera,
  ¿dónde está el yugo?

AMINTA:

Aquí está,
del templo en la puerta asido.

ALEJANDRO:

Quiero probar.

AMINTA:

No han podido
mil que lo han probado ya.

(Véase el yugo con los lazos colgados, dados sus nudos como se pintan en las armas del rey don Fernando; pero las cuerdas han de estar plateadas.)
ALEJANDRO:

  ¡Válgame Júpiter santo,
qué intrincado y qué confuso!

AMINTA:

No dudes de que se puso
para confusión y espanto.

ALEJANDRO:

  Pues ¿cómo a Alejandro ¡oh nudo!
te resistes?

AMINTA:

No podrás.

ALEJANDRO:

¿Tú te defiendes no más
de quien el Asia no pudo?
  Pues no te pienses quedar
con esos lazos atados;
que tanto monta, soldados,
cortar como desatar.
(Saque la espada y córtele, y cantan dentro.)
  Rey serás gran Alejandro,
del Asia por esta hazaña,
que más hace en lo imposible
quien corta que quien desata.
Este yugo y sus coyundas
tendrán los reyes de España
por empresa de tus hechos,
y por letra tus palabras.

EFESTIÓN:

Los reyes de España dicen
que el yugo tendrán por armas,
y por letra el «Tanto Monta».

ALEJANDRO:

Mi valor al cielo agrada.
Oid: ¿qué gente es aquésta?

LEÓNIDES:

Tres amazonas bizarras
que te vienen a buscar.

(Salen ROJANE, LISANDRA y TAMIRA.)
ROJANE:

Dame esos pies, rey del Asia.

ALEJANDRO:

¡Oh, generosa amazona!

ROJANE:

De tus grandezas la fama,
Alejandro valeroso,
me trae rendida a tus plantas:
yo soy la reina Rojane;
Decirle mi nombre basta
para que sepas quién soy.

ALEJANDRO:

Hoy por la mano me ganan
tus deseos, Reina bella;
que en extremo deseaba
verte y servirte.

ROJANE:

Yo soy,
divino Aquiles, tu esclava;
tus hechos y tus virtudes
hasta las aves los cantan
por los campos del Oriente,
donde como rayo pasas;
esto me obligó a buscarte,
pero agora a darte el alma
el resplandor, la hermosura
de tu persona gallarda;
honra con tu sucesión
las mujeres de mi patria,
¡así te guarden los cielos!

ALEJANDRO:

Si para tuyo me guardan,
no menos contento estoy
de tu belleza.

VITELO:

¡Oh, qué gracia!
¡viven los cielos, Aminta,
que vienen estas guitarras
a que les pongan bordones!
hijos quieren las borrachas.

AMINTA:

Muriéndome estoy de celos.

VITELO:

¿Qué importa aquésta, entre tantas
como Alejandro persiguen?

AMINTA:

Bien dices, como se vayan
luego que los hijos tengan.

VITELO:

A las dos que la acompañan
lleguemos a hablar los dos.

AMINTA:

¡Ah, mi señora!

TAMIRA:

¿Quién llama?

AMINTA:

Un soldado que ha sabido
que en su tierra no se casan,
sino que buscan varones
cuando les viene la brama;
si le agrada, suyo soy.

VITELO:

Si yo merezco agradarla,
no soy malo para padre.

LISANDRA:

¿Eres noble?

VITELO:

¿Es de importancia?

LISANDRA:

¿No lo echas de ver?

VITELO:

Yo soy
hombre que en esta campaña
presté treinta mil ducados
a Alejandro.

LISANDRA:

Menos basta
como él lo diga.

VITELO:

Sí hará:
señor, ¿no es cosa muy llana
que te presté treinta mil
escudos, y que me pagas
réditos de ellos?

ALEJANDRO:

Sí es.

VITELO:

Toca.

LISANDRA:

Ya es tuya Lisandra.

AMINTA:

Yo te daré información
de quién soy.

TAMIRA:

Como tú hagas
que yo conozca quién eres,
ya tu persona me agrada.

AMINTA:

¡Pese a tal! Soy una perla,
aunque ésta fue la desgracia,
que, como perla nací,
me pueden poner en sartas:
paje de Alejandro soy.

TAMIRA:

¿Del escudo?

AMINTA:

Y de la lanza.

TAMIRA:

Pues Tamira es tu mujer.

AMINTA:

El eco te desengaña.

ALEJANDRO:

Vamos, Rojane querida:
verás mis fuertes escuadras,
verás con quién gano el mundo.

ROJANE:

Veré, Alejandro, las armas;
que bien he visto, con verte,
con lo que las almas ganas,
porque ganaras mil mundos
si fueran mundos las almas.

(Vanse los dos de las manos.)
VITELO:

Toque, y véngase conmigo,
verá mi rancho en seis ramas;
mas para yegua de vientre
cualquiera establo le basta.

(Vanse los dos.)
AMINTA:

Y ella se venga conmigo.

TAMIRA:

Ya estoy de ti enamorada.

AMINTA:

Pues sepa que si es traviesa...

TAMIRA:

Diga

AMINTA:

Que en las dos hay pata.