Las grandezas de AlejandroLas grandezas de AlejandroFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Salen ATALO, capitán, y algunos soldados en tropa, y PAUSANIAS.
ATALO:
Pasad delante, soldados:
no os paréis aquí.
PAUSANIAS:
Detente;
que entre los que están parados
hay algún noble que siente
de pensamientos honrados.
Y eso de alzar el bastón,
no es hecho de capitán
con los que tan buenos son
que respetados están
por sangre de Agamenón
de su hijo Orestes fui
clarísimo descendiente.
ATALO:
¿Cómo me hablas así?
PAUSANIAS:
¿No es respuesta conveniente?
ATALO:
¿Sabes lo que dices?
PAUSANIAS:
Sí.
ATALO:
¿Y que soy Atalo sabes,
cuñado del Rey?
PAUSANIAS:
También;
pero los hombres tan graves
tratan sus iguales bien.
ATALO:
¡Que de igualarme te alabes!
Estoy...
PAUSANIAS:
Harto mejor fuera
que yo mi agravio vengara,
y no dudes que lo hiciera
si a Filipo no mirara,
y su obediencia temiera.
Pero de tu gran malicia
yo le pediré justicia,
y sabrás con su castigo
cómo se han de usar conmigo
las leyes de la milicia.
Que, a no esperar con razón
que sabrá dejar vengada
mi honra en esta ocasión,
yo te volviera la espada
por donde vino el bastón.
ATALO:
¡Prendedle!
PAUSANIAS:
¡Quitaos allá!
(Vase)
ATALO:
Mas dejadle, que él irá
donde le castigue el Rey;
¿así se guarda la ley,
así respuesta se da
a un capitán como yo?
(Sale el REY FILIPO de Macedonia, ALEJANDRO, su hijo LEÓNIDES y EFESTIÓN.)
FILIPO:
¿Cuándo dicen que llegó?
LEÓNIDES:
Ayer dijo este correo.
FILIPO:
De verle tengo deseo.
EFESTIÓN:
Leónides, señor, le vio.
FILIPO:
Tengo notable afición
al Rey de Epiro.
ALEJANDRO:
Has pagado
deudas que tan justas son.
FILIPO:
Fuera de ser mi cuñado,
que era bastante razón,
a Cleopatra concerté
darle en casamiento.
ALEJANDRO:
Fue
muy justo darle a mi hermana.
FILIPO:
Con esto segura y llana
la dificultad dejé
de todas sus pretensiones
y podré al Asia pasar,
porque sus fieras regiones
esta vez han de temblar
mis esperados pendones.
La gente ¿está prevenida?
ATALO:
Y toda tan deseosa,
gran señor, de tu partida,
que a tu corona famosa
añade el Asia rendida.
FILIPO:
De un límite al otro pienso,
poner, Atalo, a tus pies.
ATALO:
¡Plegue a Júpiter inmenso,
que entro los indios les des
mirra y oloroso incienso!
¿Qué hace Alejandro allí
con aquel lienzo en los ojos?
LEÓNIDES:
Llorando está.
FILIPO:
¿Lloras?
ALEJANDRO:
Sí.
FILIPO:
¿Qué es lo que te causa enojos?
¿Quieres tú quedarte aquí?
¿Amas la patria, o en ella
dejas algo de tu edad?
ALEJANDRO:
Ni de mis gustos ni de ella,
si te han dicho el amistad,
señor, de Campaspe bella,
siento soledad aquí;
no son lágrimas livianas;
que son de envidia de ti,
porque, si tú el mundo ganas.
¿qué has de dejar para mí?
FILIPO:
Todo el mundo conquistado,
Alejandro, ¿es poca herencia?
ALEJANDRO:
Mal entiendes mi cuidado,
porque ésta es la diferencia
en darme el mundo heredado.
Que me dejaras quisiera
que yo el mundo conquistara,
y que a mis pies le pusiera,
para que yo me alabara
de que por mí le tuviera.
FILIPO:
¿Qué dices, Efestión?
EFESTIÓN:
Que es virtuosa ambición
la de Alejandro tu hijo.
FILIPO:
Ganarle quiero.
EFESTIÓN:
Eso dijo.
FILIPO:
Buenos pensamientos son.
(Sale PAUSANIAS.)
PAUSANIAS:
Si la definición de la justicia
es dar a cada cual su justa parte,
¡oh, Rey de Macedonia! el que codicia
ser justo rey, su sangre deje aparte;
al estilo común de la milicia,
disciplina política de Marte,
tuve respeto al capitán que tengo,
de cuyo agravio a querellarme vengo;
no hice poco en detener la espada,
que ya la vaína por salir rompía,
quejosa de la mano, que, agraviada,
la debida venganza suspendía;
mas la obediencia a tu valor jurada
silvió de freno cuando más corría;
di la vuelta a la cólera, aunque fiera,
porque a tus pies parase la carrera.
Detenerse en corrillo diez soldados
cuando quieres salir, no es tal delito
que merezcan por él los más honrados
perder su honor, sobre la luna escrito.
¿Bastón a un noble, a mí, que a mis pasados
añado gloria aunque la suya imito?
¡Justicia, Rey, o al Asia te irás solo!
FILIPO:
Tiene razón Pausanias, ¡por Apolo!
¿Quién es el capitán que te ha ofendido?
PAUSANIAS:
Atalo, tu cuñado.
FILIPO:
¿Mi cuñado?
Merece ser, por serlo, preferido,
aunque eres noble, a un popular soldado;
de un hombre que mi hermana ha merecido,
no sé cómo te llamas agraviado;
vete, Pausanias: que el soldado sabio
nunca de su mayor recibe agravio.
PAUSANIAS:
¿De esta manera vas al Asia? Dime,
¿así piensas llamarte Rey de Oriente?
¿Quién quieres que a servirte, Rey, se anime?
¡Qué buen principio de engañar tu gente!
FILIPO:
¿No quieres tú que un capitán estime,
tan generoso, claro y excelente,
más que un soldado?
PAUSANIAS:
No, si es el soldado
merecedor de tu laurel sagrado.
Pero yo te aseguro que esto sea
parte para que el Asia, a que te partes,
jamás tus naves en sus puertos vea,
ni tremolen allá tus estandartes.
ATALO:
Calla, villano, ya.
FILIPO:
¿Quién hay que crea
tal libertad?
ALEJANDRO:
Mejor es que te apartes,
Pausanias, del favor del poderoso.
PAUSANIAS:
¡Forzadme, cielos, a un morir famoso!
(Vase.)
ATALO:
¿Esto has sufrido?
FILIPO:
Es noble este mancebo,
y habló con el agravio; ven conmigo,
que diferir, mientras me parto, debo
de algunas libertades el castigo;
pase la gente que contenta llevo
donde me está aguardando mi enemigo,
que tú verás si la justicia mengua.
(Vanse todos; queda ALEJANDRO.)
ATALO:
Por ti la voz no le clavé en la lengua.
ALEJANDRO:
¡Qué contento al Asia parte
mi padre, y qué triste yo,
a quien con tal fuerza dio
todas sus estrellas Marte!
Ganado me ha por la mano
el ser del mundo señor:
¡cielos, usad de rigor,
haced que venza el persiano!
Dejadme la empresa a mí,
estése queda la fama;
que he menester, pues me llama,
que toda se ocupe en mí.
(Sale OLIMPIAS, madre de ALEJANDRO.)
OLIMPIAS:
¿Estáis ya muy de partida?
ALEJANDRO:
¡Oh mi madre, oh mi señora!
¿Quién duda que estáis agora
cerca de perder la vida?
Vase Filipo, mi padre,
a dificultosa empresa.
OLIMPIAS:
¿De eso piensas que me pesa?
ALEJANDRO:
Tendréisme amor como madre;
pero mayor sentimiento
os dará el Rey mi señor.
OLIMPIAS:
Si yo le debiera amor,
fuera justo pensamiento:
¡plegue al cielo, mi Alejandro,
pues tantos males me ha hecho,
que le sepulte el estrecho
adonde yace Leandro!
¡Plegue al cielo que sus naves
se conviertan en sirenas,
de la quilla a las entenas,
rotas en pedazos graves!
¡Plegue al cielo que su gente
le venda al persa cruel,
y que su verde laurel
ponga la fama en tu frente!
¡Plegue al cielo...!
ALEJANDRO:
Ya los cielos
se enojan; basta, señora:
¿en qué te ha ofendido agora?
OLIMPIAS:
Soy mujer, rabio de celos;
no me estima; quiere bien
esas mujeres que trata.
ALEJANDRO:
Bastante dolor te mata.
OLIMPIAS:
Bastaba el menor desdén;
que celos, no digo en seso,
de mujer, que en el varón
de más alta perfección,
obligan a un loco exceso.
Son, Alejandro, un furor
que, en justo aborrecimiento,
muda con rigor violento
la calidad del amor.
Amor, piadoso por sí,
es con celos tan cruel
que busca el daño de aquel
que adoraba más que a sí.
ALEJANDRO:
Con mi padre no es razón
que uséis de crueldad tan fiera.
OLIMPIAS:
Cuando Filipo lo fuera,
era bastante ocasión:
no es tu padre.
ALEJANDRO:
No han podido
llegar los celos a más,
pues ofendiéndote estás
para dejarle ofendido.
Y entre esas ofensas, madre,
¿no es menor mi bastardía?
OLIMPIAS:
De quien soy, hijo, confía
que te he dado honrado padre.
ALEJANDRO:
Más que Filipo, ¿hay alguno?
OLIMPIAS:
Júpiter, dios inmortal,
¿no es padre más principal
que de la tierra ninguno?
ALEJANDRO:
¡Júpiter! ¿Cómo?
OLIMPIAS:
¿Tú ignoras
que los dioses han gozado
mujeres?
ALEJANDRO:
¿Qué me ha engendrado,
madre, el mismo dios que adoras?
OLIMPIAS:
Júpiter te ha dado el ser,
Alejandro, con que vives;
Divino valor recibes
de su divino poder;
mira si es la obligación
que tienes para actos viles.
ALEJANDRO:
Si de la sangre de Aquiles,
de Pirro y de Agamenón
tanto se precian agora
mil macedones y griegos
desde los troyanos fuegos,
¿qué haré yo de un dios, señora?
Y no dios de humilde esfera,
sino el mayor; dadme, madre,
los pies con tan alto padre.
OLIMPIAS:
Detente, Alejandro, espera;
esos agradecimientos
muestras a los cielos amigos.
ALEJANDRO:
No he menester más testigos
que mis propios pensamientos.
Alma, ¿soy su hijo? Sí,
porque no cupiera en vos,
a no ser hijo de un dios,
lo que he pensado de mí.
Este deseo, este celo
de ser señor de la tierra,
sólo es digno del que encierra
tan alta parte del cielo.
Si tengo este ser divino
de mi gran padre heredado,
no es mucho lo que he pensado
si de su valor me vino.
Olimpias, adiós; que el mundo
es corto para esta mano;
yo seré Alejandro el Magno,
yo Júpiter el segundo;
partiremos cielo y suelo
los dos porque no haya guerra;
yo seré dios en la tierra,
pues lo es mi padre en el cielo.
(Vase ALEJANDRO y entra PAUSANIAS.)
OLIMPIAS:
Notablemente animé
contra su padre el valor.
PAUSANIAS:
No os quejéis, divino honor,
de que venganza no os dé,
porque ya pensando vengo
de dar la muerte a Filipo,
y a la vida os anticipo,
que es el mayor bien que tengo.
Los caballos dejo a punto
en que me pienso escapar.
OLIMPIAS:
¿A quién tratas de matar?
PAUSANIAS:
¡Matar!
OLIMPIAS:
Eso te pregunto.
PAUSANIAS:
¿Miras tú los pensamientos?
OLIMPIAS:
No, que a tu lengua lo oí.
PAUSANIAS:
Señora...
OLIMPIAS:
Fía de mí
mayores atrevimientos,
si mayores pueden ser
que matar a un Rey tirano.
¿De qué te turbas en vano?
PAUSANIAS:
De ver que eres su mujer.
OLIMPIAS:
Es verdad; pero celosa,
que, con rigor de la injuria,
ya no soy mujer, soy furia;
di que soy mujer furiosa.
Pausanias, no hay que temer,
porque no han hecho los cielos
fuego mayor que en los celos,
ni celos como en mujer.
¿Qué te ha hecho este tirano?
PAUSANIAS:
Mayor agravio me ha hecho,
porque no me ha satisfecho
del que me hizo un villano.
Estoy, Reina, sin honor;
pedí justicia a mi Rey;
pero no es común la ley
donde hay interés o amor.
Atalo me puso al pecho
su bastón; Filipo dice
que es justo; yo satisfice
con mi obediencia al derecho
de capitán y de Rey;
mas pues él no me ha vengado,
de vasallo ni soldado
no me ha de alcanzar la ley;
Atalo viva; no quiero
de Atalo venganza ya;
Filipo me pagará
mi honor.
OLIMPIAS:
Defenderte espero;
y ¡por vida de la vida
de Alejandro que te trato
verdad!
PAUSANIAS:
Habla con recato;
que si eres de esto servida,
presto te daré venganza.
OLIMPIAS:
Altos pensamientos tienes:
¿Qué armas traes? ¿Con quién vienes?
PAUSANIAS:
Con mi propia confianza
y aquesta daga francesa.
{{Pt|OLIMPIAS:|
¿Dejas caballos a punto?
PAUSANIAS:
Sí, señora.
OLIMPIAS:
¡Oh, si difunto
le viese! Mas de hablar cesa,
que viene el Rey.
PAUSANIAS:
¡Morir tiene!
OLIMPIAS:
No, no, que no habrá remedio
de escaparte, porque en medio
de dos Alejandros viene.
El uno es el Rey de Epiro,
que viene a ser su cuñado,
y el otro mi hijo.
PAUSANIAS:
El hado
por quien contra el Rey conspiro
me lleva de los cabellos:
¡hoy le tengo de matar!
OLIMPIAS:
Pues déjame ir a buscar
a quien te defienda de ellos. (Vase OLIMPIAS, y salen FILIPO y el REY DE EPIRO, y ALEJANDRO y capitanes.)
FILIPO:
Entre tales columnas, Rey de Epiro,
como dos Alejandros, hijo y yerno,
seguro el templo de mi imperio miro.
REY:
Guarde, Filipo, Júpiter eterno
tu ilustre vida, y con mayor estado
aumente en paz tu cetro y tu gobierno;
la gloria de haber sido tu cuñado
tanto crece con ser tu yerno agora,
que nueva vida y nuevo ser me has dado.
¡Plegue a Dios que tu espada vencedora
vuelva de mil laureles coronada
desde las puertas de la blanca aurora!
FILIPO:
Si ella volviere a Macedonia honrada,
tuyo será el provecho. ¡Hola, Leonides!
¿En qué se tarda mi Casandra amada?
LEÓNIDES:
Ya viene, gran señor.
PAUSANIAS:
¿Por qué me impides,
temor cobarde, de tan alto hecho,
la gloria que ha de dar envidia a Alcides?
¿No he de morir? Pues muera satisfecho. (Dale, y huye.)
FILIPO:
¡Ay, que me han muerto!
ALEJANDRO:
¡Oh, cielos, un tirano
pasó a mi padre el inocente pecho!
LEÓNIDES:
Pausanias es.
REY:
Seguidle.
ALEJANDRO:
¡Oh, fiera mano!
REY:
¡Cielos, tan temerario atrevimiento
pudo caber en pensamiento humano!
ALEJANDRO:
¡Padre! ¡Ah, padre! ¡Ah, señor! Ya en breve aliento,
envuelta el alma noble, al cielo parte,
rompiendo alegre la región del viento.
REY:
Ya tiene igual en sus esferas Marte,
y desde allí, como marcial estrella,
puede, Alejandro su influencia darte.
ALEJANDRO:
Todas mis esperanzas pongo en ella.
Llevad al Rey a Olimpia, capitanes;
arrastrad las banderas y pendones
con que pensaba hacer temblar el Asia;
cubrid las cajas y los blancos yelmos
de negro luto, y den común tristeza
con roncas lenguas las trompetas sordas;
decidle que no, voy acompañándole
por no atreverme a resistir sus lágrimas. (Sale EFESTIÓN.)
EFESTIÓN:
Ya queda el temerario mozo muerto,
atravesado de diversas lanzas;
ya el alma pertinaz baja al infierno,
y éste es el punto que en la barca pasa.
LEÓNIDES:
Iba a tomar un bárbaro caballo,
en que pensó dejar atrás el viento,
cuando llegó la lanza de Lisímaco,
que le paso de esotra parte el hierro.
ALEJANDRO:
¡Gran Rey habéis perdido, macedonios!
EFESTIÓN:
Buen rey nos queda en ti.
REY:
Sobrino mío,
bien dice Efestión; tú reina y vive,
que ya Filipo es muerto.
ALEJANDRO:
Abrid el templo:
daré gracias a Júpiter divino. (Alcen una cortina, y en un altar esté un ídolo y un braserillo junto a él.)
EFESTIÓN:
Aciertas en mostrarte religioso;
que todos los principios favorables
se han de tomar de los divinos dioses.
ALEJANDRO:
Echarle quiero incienso y ofrecerle
mi corazón en víctima.
REY:
Bien haces;
ya sube el humo al cielo.
LEÓNIDES:
Espera un poco.
No pongas tanto incienso en el brazero
que aun no has ganado tú la Arabia félix
donde se cría.
ALEJANDRO:
Para Dios, Leónides,
las manos no han de ser jamás escasas;
podrá ser que, por este incienso, Júpiter
algún día me dé las dos Arabias;
¡Rey, señor, padre, si esta sangre es tuya,
iguala mis sucesos con mi ánimo,
que desde aquí voy a ganar el mundo!
REY:
¡Breve oración!
ALEJANDRO:
Enójanse los dioses
de los hombres parleros e importunos;
cerrad, y vamos donde el Rey de Epiro
se case con Casandra, porque luego
quiero embarcarme al Asia.
LEÓNIDES:
El laurel toma. (Póngale el laurel.)
ALEJANDRO:
Primero, amigos, sacaré la espada.
REY:
No resplandece más gallardo Marte.
EFESTIÓN:
¡Viva Alejandro!
ALEJANDRO:
Júpiter reciba
vuestros deseos.
TODOS:
¡Alejandro viva! (Vanse, y sale CAMPASPE, dama de ALEJANDRO y LISÍMACO.)
CAMPASPE:
¿Qué quieres tú que te dé
por las albricias?
LISÍMACO:
Si es justo
que yo las pida a mi gusto,
y el tuyo, Campaspe, fue,
sólo te quiero pedir
de Alejandro, mi señor,
la gracia.
CAMPASPE:
Él te tiene amor;
poco habrá que persuadir.
LISÍMACO:
Para mí, ninguna cosa
de más valor puede ser.
CAMPASPE:
Si hoy llego a ser su mujer,
¿qué mujer fue tan dichosa?
Que ya es Rey, que ya ha llegado
al laurel de mi deseo;
por ser mi bien, no lo creo,
capitán, ¿hasme engañado?
LISÍMACO:
Júpiter, Campaspe bella,
me fulmine si te engaño.
CAMPASPE:
¡Bravo atrevimiento!
LISÍMACO:
Extraño,
o fuerza de alguna estrella.
No le aprovechó venir
de dos Alejandros tales
en medio.
CAMPASPE:
Somos mortales:
no hay resistencia al morir.
¡Quién le vio ya de partida
para ganar el Oriente,
y ve, Alejandro, tu frente
del mismo laurel ceñida!
No goza el sol ningún hombre
hasta la noche seguro;
mas ¿cómo encubrir procuro,
Rey de mi alma, tu nombre?
Vive tú, reina, corona
tu cabeza; el instrumento
alabo.
LISÍMACO:
¡Justo contento!
CAMPASPE:
Filipo muerto, perdona;
que, como a Alejandro adoro,
deseo verle señor
de Macedonia; su amor
templa de tu muerte el lloro.
Confieso que me ha causado,
más que pesar, alegría,
porque con la vida mía
tu muerte hubiera comprado.
Lisímaco, cierta estoy
que vendré a ser su mujer.
LISÍMACO:
Yo no le he visto querer,
no, ¡por la fe de quien soy!
A mujer con tal extremo:
eres la vida que vive;
mas a verle te apercibe.
CAMPASPE:
Viene el sol, sus rayos temo. (Sale ALEJANDRO muy galán, con laurel, y EFESTIÓN.)
Mil años gocéis, señor,
de Macedonia el laurel:
¡qué bien parecéis con él!
Aumentado habéis mi amor.
No os iguala, mi Alejandro,
con ese bastón famoso,
el vencedor generoso
del hijo fuerte de Evandro.
Ni así pareciera Aquiles
sobre Troya airado y fiero,
aunque más le ensalce Homero
en sus conceptos sutiles.
Dadme a besar esas manos;
bien sabéis que es justa ley,
mi vida, pues sois mi Rey.
ALEJANDRO:
¡Por los cielos soberanos
que si yo te agrado a ti
de verde laurel ceñido,
que nunca me has parecido,
Campaspe, tan bella a mí;
y que diera por tener
un retrato, prenda mía,
del traje con que este día
mi laurel vienes a ver,
todo este reino heredado!
EFESTIÓN:
La alegría siempre aumenta
la hermosura; está contenta
de verte el laurel sagrado.
Y baña en claveles rojos
y pura nieve la cara,
y como en mañana clara
relumbra el sol de sus ojos.
CAMPASPE:
Si de esta suerte os agrado,
hoy me pienso retratar;
que os quiero, Alejandro, dar
de mi alegría un traslado.
ALEJANDRO:
De jazmines y claveles
a lo menos lo darás;
pues no se dilate más:
¡Hola!
EFESTIÓN:
¡Señor!
ALEJANDRO:
Llama a Apeles:
retrate de mi Campaspe
la celestial hermosura,
mientras hace su figura
Lisipo en mármol o jaspe.
¡Viven los dioses, que estoy
loco de mirarte así!
Nunca más reinaste en mí
que hoy, Campaspe, que Rey soy.
Pedidme todos mercedes,
que a ti no hay más que te dar:
que si en mí puedes reinar,
todo cuanto quieras puedes.
(Salen EFESTIÓN y APELES.)
EFESTIÓN:
Con tabla, naipe y colores,
Apeles viene a servirte.
ALEJANDRO:
Apeles, no hay qué advertirte;
hoy las estrellas, las flores,
pintas al cielo y al suelo,
hoy al mismo sol retratas;
tu fama, Apeles, dilatas
con admiración del cielo.
Hoy de la naturaleza
has de ser competidor.
APELES:
Suspenso estoy, gran señor,
de contemplar su belleza.
Nunca tan pródigo vi
al cielo de su hermosura.
ALEJANDRO:
Siéntate. (Siéntense APELES y CAMPASPE.)
APELES:
Está la pintura
corrida de verse aquí.
Las colores no podrán
competir con las que ven;
el arte y mano también
cobardes de verla están.
¡Cielos, pintores divinos!
Es, Prometeo, mi fama,
que os pretendo hurtar la llama:
¡muerto soy! ¡Qué desatinos!
No creo que más turbado
con el carro del sol fue
Faetonte, que aquí se ve
mi pensamiento abrasado.
ALEJANDRO:
¿Qué dices?
APELES:
Digo, señor,
que de una rara figura
nadie entiende la hermosura
como un perfecto pintor.
ALEJANDRO:
Yo sabré quererla bien
si tú entenderla sabrás.
APELES:
Y tú la quisieras más
si la entendieras también.
ALEJANDRO:
Basta al bien, para quererle,
ser bien si no le entendemos;
que también a Dios queremos
y es imposible entenderle.
APELES:
Rindo la ignorancia mía;
que ya sé que tu maestro
Aristóteles más diestro
te dejó en filosofía
que en las colores el mío.
¡Cielos, no acierto a pintar!
ALEJANDRO:
De ver a Apeles turbar
me pesa.
APELES:
En vano porfío.
¿Qué importa poner aquí
toda la fuerza del arte,
si está amor por otra parte
haciendo burla de mí?
Pinta tu belleza Apeles
en este naipe, y amor
al alma con tal rigor,
que hace las flechas pinceles.
Extraña desdicha ha sido,
que en el que yo vengo a hacer
no te puedas parecer
por lo que me has parecido.
Si pinto los ojos, ciego;
si la boca, mudo estoy.
ALEJANDRO:
Amigos, perdido soy;
por la luz conozco el fuego.
¡Vive Júpiter sagrado
que, de retratar Apeles
a Campaspe, los pinceles
el ciego amor le ha tomado!
Y le ha pintado en su cara
de suerte, que he visto en ella
que está muriendo por ella.
EFESTIÓN:
Debe de ser que repara
en su mucha perfección.
ALEJANDRO:
De parar y reparar,
he perdido con mirar
lo mejor del corazón:
deja, Apeles, el retrato.
APELES:
Pues ¿no quieres que le acabe?
ALEJANDRO:
No sabrás.
APELES:
El cielo sabe
que me ha sido el arte ingrato,
ciego de tanta hermosura.
ALEJANDRO:
Muestra a ver: no le parece;
mas no es mucho si se ofrece
aquí como en niebla obscura;
porque si el alma te viera,
adonde la has retratado,
Apeles, con más cuidado,
yo sé que se pareciera.
APELES:
¡Señor!
ALEJANDRO:
No me des disculpa
de amar ni de aborrecer;
que si culpa puede haber,
yo soy quien tiene la culpa.
Mas porque veas que soy
mejor pintor con el dar
que tú para retratar,
el original te doy.
Mira si soy liberal,
y no a tu pincel ingrato,
pues que te pago el retrato
con darte el original.
Allá despacio procura
retratarla, que ha de ser
tu mujer.
CAMPASPE:
¿Yo su mujer?
ALEJANDRO:
Cuelga esta rica pintura
entre tus cuadros, ¡oh Apeles!
APELES:
¿Es tu grandeza o es ira?
ALEJANDRO:
Que soy Alejandro mira.
APELES:
Hoy consagro mis pinceles
al templo del dios de amor:
dame esos pies.
ALEJANDRO:
La belleza
que te he dado es la grandeza
que hasta agora hice mayor;
riquezas y estados di
sin haberlas heredado,
pero el alma no la he dado,
Apeles, sino es a ti.
APELES:
Fama tus hechos te den
perdurable e inmortal;
nunca he pintado tan mal
ni me han pagado tan bien.
Mas yo te juro pintar
un cuadro de aquesta historia,
que al templo de la memoria
sirva de famoso altar.
ALEJANDRO:
¿Lloras, Campaspe?
CAMPASPE:
¿No quieres
que sienta perderte?
ALEJANDRO:
No,
pues Apeles te ganó.
CAMPASPE:
Mira que Alejandro eres;
mira que sin esto es ley
justísima mi dolor,
pues vengo a ser de un pintor
cuando fui reina de un Rey.
ALEJANDRO:
Campaspe, mira que el cielo
se agravia, y su mismo autor,
porque fue el primer pintor
de la fábrica del suelo
en dar vida, en dar belleza
a las cosas con colores;
mira que son los pintores
segunda naturaleza.
De un rey, si tengo valor,
no pudieras tú emplearte
en más elevada parte
que en el alma de un pintor.
Y es justo que te consueles
de ver su hermosa figura,
porque se halle tal pintura
sólo en la casa de Apeles.
CAMPASPE:
Antes dirá, quien supiere
que fui de un rey macedón,
que fue por mi imperfección
cuando en su casa me viere;
que ya no tengo valor,
pues por faltas que me hallaste
a aderezar me enviaste
a la casa de un pintor.
ALEJANDRO:
Mas antes dirá quien vio
que tu amor me satisfizo,
que si Alejandro te hizo,
Apeles te reparó.
Estima el arte divino;
bien casas; tu boda apresta:
ve con Dios.
CAMPASPE:
Grandeza es ésta,
mas parece desatino.
APELES:
Tú verás presto en mi trato,
Campaspe bella, mi amor.
EFESTIÓN:
Triste vas.
ALEJANDRO:
Dile a un pintor
el alma por un retrato.
APELES:
Ven, mi Campaspe, y no llores,
aunque es de amor justa ley;
que si Alejandro era Rey,
yo soy rey de los pintores. (Vanse),
( y salen LEÓNIDES y ATALO, capitanes.)
LEÓNIDES:
Alejandro en Corinto fue elegido
por general del Asia contra Darío.
ATALO:
Parece que comienza a ser temido.
LEÓNIDES:
A lo menos comienza temerario.
ATALO:
Ya, de marciales hábitos vestido
previene el aparato necesario.
LEÓNIDES:
La gente acude.
ATALO:
Aficionada viene:
tal es la fama que en Europa tiene.
Están por lista ya treinta mil hombres.
LEÓNIDES:
Un pecho liberal y generoso
es piedra imán. (Salen VITELO, villano, y AMINTA, dama, en hábito de soldado.)
AMINTA:
Camina y no te asombres;
que no has de ser soldado y temeroso.
VITELO:
Contento voy de que soldado nombres
un villano que ayer, tan perezoso,
los bueyes de su arado iba siguiendo,
y de sudor la tierra humedeciendo.
¿Por quién preguntaremos?
AMINTA:
Éstos creo,
Vitelo, que serán los capitanes.
VITELO:
¿Quién es aquí Alejandro?, que deseo
servirle.
LEÓNIDES:
¡Buenos mozos!
ATALO:
¡Y galanes!
AMINTA:
Déjame hablar a mí.
VITELO:
Si yo me veo
una vez con aquestos tafetanes,
a fe que han de saber los de mi tierra
lo que medran los buenos en la guerra.
ATALO:
Amigos, Alejandro está en palacio:
si os queréis alistar, venid conmigo;
mas vos, ¿cómo vinisteis de esta suerte,
que el traje que traéis no es de soldado,
sino el que trae el que traéis al lado?
VITELO:
En los montes de Corinto
guardaba cabras, señor,
tan pocas que para ciento
faltaban noventa y dos.
Vestíame en el invierno
de los copos de algodón
que descuelga de las nubes
el viento, murmurador.
Y en el ardiente verano,
de los enojos del sol,
haciendo cama la hierba
sobre alfombras de color.
Con poco trigo sembrado
tenía, gracias a Dios,
para cinco tiernos niños
y un ángel que los parió.
Vino por aquella tierra
un envidioso pastor,
que al buen amo que tenía
mis amores le contó.
Quitóme mis prendas caras,
pedazos del corazón,
y enviólas a otra tierra:
lloran ellas, muere, yo.
Quedé como en verde chopo
querelloso ruiseñor,
cuando le comió los pollos
de su nido pardo halcón.
VITELO:
Lloré soledades tristes,
canté endechas de dolor,
como pajarillo en jaula,
y cautivo en la prisión.
Maldije mis enemigos,
pero no me aprovechó;
que nadie sintió mis males,
sino quien supo de amor.
Faltaban horas al tiempo,
sobraban a mi dolor,
porque menguaban los ríos,
y los de mis ojos no.
En medio de estas desdichas,
donde sin remedio estoy,
por mi cabaña una noche
este mancebo pasó.
No le di el faisán preciado,
ni el vino espirando olor;
no sábanas que amortajan
al avariento señor.
Dile en la tejida encella
el cándido naterón,
miel virgen en su alcornoque,
blanco pan, que allí nació;
la cama de pieles blancas,
donde algunas veces yo
no tuve envidia a los reyes
y me envidiara el mayor.
VITELO:
Contóme como pasaba
Alejandro macedón
a la conquista del Asia;
y aunque humilde labrador,
vengo a servir de soldado,
por no ver con ambición
los tántalos de su hacienda,
los sabios de su opinión,
la infamia en camas de seda,
la virtud en un rincón;
en las mujeres el oro,
en los hombres el dolor,
oprimida la verdad,
levantada la traición;
la ciencia en los hospitales,
los necios llenos de honor,
los amigos, todos falsos;
y por eso, huyendo voy
adonde muera sabiendo
la mano que me mató.
LEÓNIDES:
¿Qué te parece el villano?
ATALO:
Habla en sus desdichas bien.
AMINTA:
Mi vida os diera también,
aunque los contara en vano,
notable contento y gusto;
mas viene el Rey.
ATALO:
Ven conmigo;
que quiero hacerte mi amigo
aunque labrador robusto.
VITELO:
Dadme, os suplico, una espada.
Veréis el hombre que soy. (Vanse ATALO y VITELO.)
LEÓNIDES:
A solas contigo estoy;
¿eres mujer?
AMINTA:
Mas no, nada;
hombre y muy hombre.
LEÓNIDES:
No sé
si te crea.
AMINTA:
Bien podrás.
LEÓNIDES:
Malos indicios me das.
AMINTA:
¿No asiento con aire el pie?
¿No piso con bizarría?
¿Tengo afeminada voz?
¿Piensas que en hablar feroz
consiste la valentía?
Pues hombre soy, tan valiente,
aunque me miras burlando,
que puedo solo, luchando,
cansar diez hombres, y aun veinte.
LEÓNIDES:
Ahora bien, en la ocasión
sabremos presto quién eres.
AMINTA:
¡Qué mal pueden las mujeres
encubrir su imperfección!
De Alejandro enamorada,
vengo en el traje en que estoy. (Salen ALEJANDRO, EFESTIÓN y LISÍMACO.)
ALEJANDRO:
Muchacho dicen que soy:
veinte años tiene mi espada;
yo, otros veinte; luego ya,
si hay entre los dos cuarenta,
podremos dar buena cuenta
de lo que a mi cargo está.
EFESTIÓN:
Demóstenes, como sabes,
gran retórico de Tebas,
es autor de aquestas nuevas,
que con palabras suaves
se ha mostrado a la ciudad,
contra tu honor, elocuente.
ALEJANDRO:
Castigaré prestamente
su opinión con mi verdad.
LISÍMACO:
Otros dicen que eres muerto,
y tus capitanes matan.
ALEJANDRO:
¡Qué bien los griegos nos tratan!
ATALO:
Está todo el mundo incierto
de la esperanza que das.
ALEJANDRO:
Atalo, si se ha de poder
algo en el mundo, ha de ser
con la presteza no más;
yo iré con tanta, que vea
el retórico hablador
que, aunque mozo, tengo honor;
y porque más presto sea,
a media noche saldré
de la ciudad donde estoy.
ATALO:
¿Tan presto?
ALEJANDRO:
A fe de quien soy
que no meta en cama el pie;
dame, amigo Efestión,
esa bola de metal.
ATALO:
¿Para qué es invención tal?
ALEJANDRO:
He hecho aquesta invención
para tenerla en la mano,
mientras duermo, de esta suerte,
porque al caer me despierte.
ATALO:
¿Sueño quieres tan liviano?
ALEJANDRO:
En el rey y el capitán,
ha de ser el sueño así;
dejadme un momento aquí:
¡Qué soldado tan galán!
¿Quién eres?
AMINTA:
Quieres dormir,
y quiérote yo despierto.
ALEJANDRO:
Que no dormiré te advierto.
AMINTA:
No te lo quiero decir
delante de tanta gente;
cosa soy que hizo acaso
la naturaleza.
ALEJANDRO:
Paso,
que te entiendo llanamente. (Vanse los capitanes.)
Nunca el hombre quiere hacer
lo que no es su semejante;
término, ha sido elegante,
conozco que eres mujer.
Venme a ver cuando quisieres;
que en tiempo que con rigor
da cuidado el santo honor,
no han de ocuparle mujeres. (Vase AMINTA)
(siéntase ALEJANDRO en una silla con la bola en la mano.)
ALEJANDRO:
[-oi]
Ven, sueño, y no te detengas,
que has de volver cuando vengas;
bien ves la priesa en que estoy. (Duérmese, y entra VITELO ya de soldado gracioso, con cuera, plumas y espada.)
VITELO:
Hasta su mismo aposento
de Alejandro pude entrar:
que en no se mandar guardar
conozco su pensamiento.
Vengo en traje de soldado
a que me conozca el Rey;
conocer es justa ley
el que es dueño al que es criado.
Quiero saber por quién voy
a matar persas, y es bien
que conozca el Rey también
quién le sirve, pues yo soy.
Él está aquí, ¡santo cielo!
¡Sí duerme, durmiendo está!
¡Que éste es aquel de quien ya
tiembla lo mejor del suelo!
¿Qué puede significar
dormir este espanto humano
con una bola en la mano?
¿Si me la quiere tirar?
Sin duda la tiene así
para tirársela a quien
le despertare.
(Cáesele la bola, y despierta.)
ALEJANDRO:
¡Detén
la furia, espera!
VITELO:
¡Ay de mí!
ALEJANDRO:
¡Hércules divino, aguarda!
¿Eres tú?
VITELO:
Yo no, señor.
ALEJANDRO:
¡Criados! ¡Hola, Antenor!
¿No hay un hombre de mi guarda?
¡Leónides, Efestión,
venid, porque os cause espanto:
veréis a Hércules santo,
el hijo de Anfitrión!
VITELO:
Señor, yo soy un soldado
que a servirte vengo aquí.
ALEJANDRO:
¿Tú soldado?
VITELO:
Señor, sí.
ALEJANDRO:
¿Cómo o por dónde has entrado?
VITELO:
Todos estaban durmiendo,
ninguno me resistió.
ALEJANDRO:
¿Quieres algo?
VITELO:
Señor, no.
ALEJANDRO:
¡Ay, cielos, que ya os entiendo!
En sueños estaba hablando
con Hércules, y él me envía
quien me despierte; que el día
se viene ya declarando.
Sígueme, cualquier que seas;
toca al arma.
VITELO:
¡Muerto soy!
ALEJANDRO:
¿No me sigues?
VITELO:
Tras ti voy.
ALEJANDRO:
¿Te vas? ¡Yo haré que me veas! (Vanse)
(y sale DIÓGENES vestido como salvaje, de pellejos, con una escudilla.)
DIÓGENES:
Puro, divino cielo,
libro donde se escribe
la más alta y mejor sabiduría,
al engañado suelo
otras letras prohíbe
de las que en ti se ven la noche y día.
La divina armonía
de tus esferas miro,
tu sol, luna y estrellas,
leyendo siempre en ellas
la omnipotencia de tu autor, que admiro,
pues todo cuanto encierra
influyen a los hombres en la tierra.
¡Oh campos generosos,
que con abierta mano
me sustentáis de frutos diferentes;
jardines siempre hermosos
para el regalo humano,
cubiertos de esos techos transparentes!
A vos, hermosas fuentes,
vengo con sed agora;
no traigo vasos de oro,
[-oro]
que el barro humilde esmalta y sobredora;
que en barro a beber viene
quien es de barro y de quebrarse tiene.
Vivan los altos reyes
de púrpura vestidos;
mortales son: no tengo que envidiallos:
hagan, deroguen leyes,
y tengan oprimidos
reinos, provincias, mares y vasallos;
sin armas, sin caballos,
en estas soledades
fui señor de mí mismo,
del mar, del hondo abismo,
pirámides, palacios y ciudades;
que, aunque aforismo fuerte,
no hay tal filosofar como en la muerte.
(Sale un CORREO.)
CORREO:
Con una carta de Antígono
vengo con notable priesa
a dar aviso a Alejandro
de la libertad de Tebas.
Sed me aprieta: ¡oh fuente clara!,
de limpios cristales hecha,
en ti me echaré de pechos.
DIÓGENES:
¿Es posible que éste beba
sin vaso, y que traiga yo
esta escudilla? ¿Hay simpleza
como la mía? ¿Yo soy
el filósofo de Grecia?
¡Vive Dios que he de quebrarla,
y beber como éste en ella!
CORREO:
Ya he bebido y refrescado
el cuerpo. ¿Eres hombre o piedra?
¿Cuánto habrá de aquí a Corinto?
DIÓGENES:
Habrá media legua apenas.
CORREO:
Pues adiós. (Vase el CORREO.)
DIÓGENES:
Guárdete el cielo,
maestro, pues hoy me enseñas
a beber sin otra ayuda.
¡Oh sabia naturaleza!
Cajas siento, y cerca están;
sin duda es gente de guerra;
dichoso el que vive en paz;
dadme asiento, humilde cueva. (Suenan cajas; salga toda la gente y ALEJANDRO detrás.)
ALEJANDRO:
Antes que me aleje más,
por honra de tanta ciencia,
quiero a Diógenes ver.
EFESTIÓN:
Aquí está entre aquestas peñas.
ALEJANDRO:
Pues Diógenes amigo,
sabiendo que voy a Tebas,
no has venido a visitarme;
¿aún no merezco respuesta?
¿Quieres algo en mi partida
de lo poco que me queda?
Que hoy he dado a mis soldados
mi patrimonio y herencia.
Todos van enriquecidos
de oro, joyas, plata y piedras.
¿Quieres algo?
DIÓGENES:
Que te quites
de este sol que me calienta;
que no me lo puedes dar
aunque Rey del mundo seas,
porque es Dios quien me le envía.
LEÓNIDES:
¿Ésta es la gloria de Atenas?
ATALO:
¡Qué bárbaro!
LISÍMACO:
¡Qué villano!
ALEJANDRO:
No murmuréis de sus letras,
porque en despreciarlo todo
su divina virtud muestra,
y de no ser Alejandro,
ser Diógenes quisiera;
él se va; marchad, soldados;
que larga jornada espera,
que voy a ganar el mundo.
AMINTA:
Pues camarada, ¿qué llevas?
VITELO:
Bota y alforjas.
AMINTA:
Camina.
VITELO:
¿Vióte Alejandro?
AMINTA:
Esta siesta,
y vi en él un gran milagro:
que el sudor de su cabeza
era como mirra y ámbar.