Las esmeraldas/Capítulo X

Capítulo X

Apenas vió Leonor atravesar el carruaje de Alfonso por la puerta de su palacio, se envolvió en un abrigo, y ganando las escaleras de servicio, se hizo conducir a casa de Nuévalos en un automóvil de alquiler.

Brevemente, como el caso lo requería, dió conocimiento a Fernando de la terrible situación. Había que salvarla en veinticuatro horas.

-En las mismas que yo te salvé a ti -dijo la duquesa a su amante.

-No tengo los cincuenta mil duros -repuso éste-, ni puedo hallarlos en el plazo que fijas; pero existe un medio infalible, si no de recuperar las alhajas, de tenerlas en tu poder el tiempo necesario para que el duque no sospeche.

-¿Cuál es ese medio?

-Recurrir a la generosidad de don Agapito.

-¿Cómo?...

-Tratándose de ti, no dirá que no. Cítale en cualquier sitio donde nadie pueda tropezar con vosotros. Él acudirá, estoy seguro. Le cuentas lo que ocurre, apelas a su caballerosidad, y hombre al agua.

-¿Olvidas que ese hombre tiene conmigo pretensiones?...

-No lo olvido; tengo en cuenta para el buen éxito esas pretensiones.

-Y me aconsejas...

-El único camino libre.

Todo el orgullo de su raza resucitó en Leonor momentáneamente. Crispados los puños, despectivo el gesto, despótico el mirar, avanzó hacia el conde, gritando:

-¡Eres un perfecto canalla!

-¡Canalla!... ¡Canalla!... ¡Todas las mujeres sois iguales!... Cuando está uno a punto de ahogarse no mira si es de un bandido o de un santo la mano que se extiende hacia él, ofreciendo la salvación. La moral y la dignidad son dos cosas muy relativas.

-¡Fernando!...

-Déjate de romanticismos! Cuando los hechos son, son. ¿A qué discutirlos o recusarlos? Yo no puedo reunir el dinero para desempeñar las maldecidas esmeraldas; tú no puedes reunirlo tampoco. El baile es el jueves. Si antes de esa fecha no está el aderezo en tu poder, tu honra, tu crédito, tu posición social y tu bienestar material, concluyen de un golpe. El duque de Neblijar no pertenece al número de los maridos que perdonan. ¿Quién puede evitar la catástrofe? Don Agapito. No hay más que él. Si hablo de recurrir a él, es porque no hay más que él.

-¿Olvidas lo que recurrir a él supone?

-No.

-¿Y eres tú, ¡tú!, quien me aconseja una entrevista con ese hombre?...

-¿Crees que aconsejártela no me desespera?... Pues, ¿qué? ¿Hago poco inmolando mi amor propio, mi pasión por ti, para librarte de un público e irreparable deshonor?... Sacrificio por sacrificio, mayor es el mío que el tuyo.

-¡Mayor!...

-Sí, mayor. Imaginas que, a ser ello posible, no te dijera yo ahora mismo: «¡Adelante! Todo primero que pechar ante el prestamista. Rompe los lazos de respeto y consideración que te unen a Alfonso, y huyamos juntos, arrastrando todas las consecuencias: tú, la deshonra; yo, el encuentro de cara a cara con el duque».

-¡Si lo hiciéramos!...

-No es posible. A poco esfuerzo reflexivo verás que no es posible. ¿Dónde vamos a ir por el mundo, yo arruinado, tú perdidos el rango y el caudal? La miseria por exclusivo porvenir. La miseria es para nosotros el ridículo y la ignominia; más ignominia y más ridículo del que pueda significar tu entrevista con el repugnante usurero. Casos de esta naturaleza son, como te dije antes, casos de vida o muerte. No vale indignarse. Es preciso escoger.

Leonor, trémula, clavándose en las palmas de las manos las uñas, mordiéndose los labios hasta hacer de ellos brotar sangre, se dejó caer contra el diván y prorrumpió en sollozos.

El conde, en pie, fruncidas las cejas, esperaba.

Mucho tardó la Pérez de Carmona en recobrar la serenidad.

Al fin, enjugándose con rabia los ojos, murmuró secamente:

-Está bien.

Fué hacia el escritorio, escribió algunas líneas sobre un plieguecillo de papel, cerró el sobre y, dejándole encima de la mesa, habló así:

-Ahí tienes la carta. Si quieres, la puedes enviar. Ten por seguro que yo no faltará a la cita.