Las esmeraldas/Capítulo V

Capítulo V

El conde era un caballero de industria, arropado con una ejecutoria.

Derrochó prontamente en juego, galanteos y orgías la pingüe herencia que le transmitieron sus padres, e inútil para todo trabajo, incapaz de avenirse con la pobreza, acudía a las más ruines artimañas, a fin de sostener aparentemente su rango.

Ayudábanle al logro de la empresa su buena fortuna en el juego, el miedo que su bravura imponía a los acreedores, el señuelo de sus títulos nobiliarios, y, más que nada, la sugestión que ejercía sobre las hembras.

Fernando era maestro en rendirlas, en ponerlas a su merced; no tanto lo hacía por disfrutar de ellas, como por tenerlas propicias a sus explotaciones. De ahí que sus queridas fueran siempre damas adineradas.

En brazos de este hombre había caído Leonor. Y fué lo más malo para ella que la vanidad, de una parte; de otra, el dominio que sobre su carne ejercía el buen mozo, la esclavizaban a él. Hallaba en él lo que en su chulo las perdidas de baja condición: un lujo y un amo.

Más de una vez había acudido ya Nuévalos a la duquesa para salir de apuros. Al principio se los comunicaba indirectamente, en forma tal que, sin él demandarlo, ella acudiera a su remedio, por unas horas o unos días, los menester a que reuniera fondos el galán y reintegrase a su amada del anticipo.

Sólo así aceptaba Fernando esta clase de préstamos. Es de consignar que las tres o cuatro primeras veces devolvió pronto los anticipos que le hizo la duquesa, acompañándolos con regalos que, para no ser atribuidos a pago de intereses, apenas tenían valor.

Así obraba al principio. Después, seguro de que la Neblijar sentía hacia él invencible pasión, idéntica a la que sienten el alcohólico y el morfinómano por el veneno que les mata, suprimió las ficciones, presentándose tal como era.

-¿Me quieres para ti sola, por siempre, sin regateos de placer? Sostenme solo y siempre y sin regateos de dinero. Soy un amante caro, verdad: para eso eres rica. A nada te obligo; pero cuenta que, si no renuncias a mí, te has de obligar a todo.

Este fué el ultimátum, presentado, no escuetamente, en forma diplomática, al uso cortés de esas cancillerías que, cuando desbalijan a un pueblo, parece que le hacen un favor.

La duquesa se sometió. ¡Qué someterse! Le envanecía ser quien sostuviera la vida fastuosa del buen mozo; quien le acorriera en el pago de sus trampas de club, en sus angustias de prócer sin recursos, precisando de aparentarlos, para actuar de hombre a la moda, de rey de la varonía aristocrática.

Al cabo Neblijar, antes del matrimonio, reconoció a su esposa una renta vitalicia de diez mil duros, inscrita a su nombre en tal forma, que Leonor podía usufructuarla, sin rendir cuentas de ninguna índole legal. Dicho se está que, extralegalmente, nunca las exigió, ni las exigiría el duque.

Bien podía Leonor cercenar a sus padres, en beneficio de Fernando, la cuantiosa parte que de aquella renta percibían los viejos Pérez de Carmona, para darse en el lugarón andaluz humos de feudales señores.

-¡Que se aguanten! de sobra habían con las fincas que el duque les entregó desempeñadas o readquiridas. ¿Para qué necesitaban más? ¡Dos carcamales llenos de goteras, que el día menos pensado darían en el cementerio de golpe!... ¿No era mejor que los diez mil duros fueran a manos de su amante, del hombre a quien envidiaban todos los sportsman de Madrid y por quien se pirraban todas las damas del gran mundo?

¡Poco gozaba la duquesa cuando, en el paseo, en las carreras, en los teatros, en los bailes y recepciones, veía a su amante rigiendo el freno de soberbios caballos o el guía de magníficos automóviles; distinguiéndose entre los demás por la elegancia de sus ropas, por el buen gusto y riqueza de sus alhajas, por la gallarda varonía de su actitud! ¿Qué satisfacción comparable a la de saber que todo aquel fausto provenía de ella, y que, por tal causa, el buen mozo, que era su dueño, era también su esclavo?

Nada le importaba, en trueque de estas satisfacciones, tener empeñada su renta personal, donde mordían tres o cuatro usureros; nada entramparse con modistos y mercaderes; nada acudir al viejo administrador de la casa en requerimiento de sumas, cuyo empleo no tenía racional justificación.

Y cuenta que algunas veces el atolladero fué mayúsculo, la responsabilidad grave.

Cuando los aprietos serios llegaban, sentíase más brava y orgullosa. Le ocurría lo que a los caballos de sangre al sentir sus flancos desgarrados por la espuela del jinete que los domina: espumeadores, sangrantes, más firmes bracean y yerguen el cuello y sacuden la crin.

Llegó una ocasión en que los usuales expedientes no bastaron a las exigencias del conde.

Según él, había que acudir, dentro de las veinticuatro horas, al pago de una deuda de juego, contraída la noche anterior en el club. ¡Floja era la deuda!... ¡Cincuenta mil duros cabales!... Precisaba satisfacerla en el plazo «de honor», so pena de verse inscripto en la tablilla de tramposos y ser expulsado del círculo. ¡La ruina, el desastre total, para decirlo pronto!

-¿Qué hacer? ¿Qué hacer? -exclamaba, con trágico acento, Leonor, mientras recorría, de uno a otro ángulo, el gabinete del galán.

-¡Horrible!... ¡Horrible!... -decía éste, dirigiendo al espacio miradas rencorosas.

-¡Hora maldita -continuaba- en que me arrimé a la mesa de bacarrat! Si no fuera tan perentorio el plazo, no habría temor alguno de mi parte. No me hubiese acercado a ti, contándote mi angustia, pidiéndote que me ayudaras, trayendo lágrimas a tus ojos, que sólo el deleite tiene derecho a humedecer.

-¡Fernando!...

-¡Soy muy desgraciado!... Quince días, no más quince días de plazo, y conflicto resuelto. Aunque en hipoteca, mis fincas valen el doble de la suma. Malo fuera no hallar prestamista que se llevara, como en saldo, por las doscientas cincuenta mil pesetas, esas fincas y otros valores que poseo. Veinticuatro horas no dejan tiempo a nada. ¡Horrible!... ¡Horrible!... -lo repito-. Es para coger un revólver...

-¡Calla! ¡No hables así! Hallaremos algún arbitrio que nos saque, del ahogo -sollozó la duquesa, sentándose frente a su amante-. ¡Sí pudiera yo reunir los cincuenta mil duros, como hacen falta de momento!... Mi renta personal está empeñada y requetempeñada. Además, esto requiere días. ¡Pedir los cincuenta mil duros al administrador de Alfonso!... No me los negaría pero ¿cómo justificar ante mi marido la inversión de tal suma?... Claro que, reuniendo las mejores alhajas, podríamos obtener la cifra. Sólo que mis conocimientos tienen costumbre de verme con esas alhajas casi, casi a diario. ¿Qué pretexto para convencer de su desaparición a los murmuradores? ¡Así como así, no es nuestra gente suspicaz!

-Dices bien. Fuera dar margen a sospechas que nos pondrían en ridículo. Nuestros amores no son ningún secreto; quién menos, quién más los tiene descontados. Mi pérdida del club no es ningún secreto tampoco. Si coinciden el pago de mi deuda y la desaparición de tus alhajas, excuso decir que, tras perjudicarte, mi descrédito será igual. Si entre tus joyas hubiese alguna de gran precio, que lucieras sólo en los casos extraordinarios... A todo tirar, son dos meses lo que tardo en hacerme con fondos. Más tardará el duque en volver de su viaje a las tierras mahometanas. Casualidad sería que en esos dos meses necesitaras ostentar una joya de semejante condición. Si poseyeras una así...

-La poseo.

-¿Qué?

-Pero son alhajas hereditarias. Como si dijéramos, las alhajas de la Corona.

-¿Las esmeraldas del pirata?

-Las mismas; ya conoces su tradición.

-Y su mérito. Las llevabas puestas, noches después de conocernos, en la recepción de Palacio. Estuve muy cerca de ti entonces y tuve que enterarme del valor de las joyas. Descansaban sobre tu carne, yo no quité de ella los ojos. A no dudarlo, esas esmeraldas nos sacaban de apuros. Ahora, que ni puedo, ni debo imponerte sacrificio tamaño.

-¡Fernando!...

-La joya...

-¡Te quieres callar! ¡Es tu fama, acaso tu vida la que corre peligro!... ¿Dices que no transcurrirán dos meses sin qué te halles en condiciones de hacer frente a la situación?

-Lo aseguro.

-Entonces ¡empeñemos las alhajas de la Corona!

-¡Leonor!...

-Lo que necesitamos -dijo ésta, luego de una pausa, desasiéndose de los brazos de Nuévalos- es buscar un prestamista de gran discreción y de absoluta confianza.

-Descuida. Uno hay, hecho de encargo para este género de asuntos: don Agapito Regúlez. ¡El famoso, el multimillonario, el gordinflón don Agapito! Debes conocerle.

-¿Quién? ¡Yo!...

-No falta una tarde al paseo de coches. Le verás siempre, arrellanado en su «victoria», que arrastran dos caballos magníficos; con las gafas resbalando a lo largo de la nariz; el abdomen sobresaliente, como un globo; la mano izquierda, llena de sortijones, subiendo y bajando, desde el bigote, que retuerce, hasta los anteojos, que afianza. La mano diestra juega con los dijes de un cadenón...

-¡Ya sé de quién hablas!... ¡Repugnante animal! Es una invitación al vómito. Por cierto, que se permite hacerme el amor.

-¿A ti?

-Al menos, sus pupilas de buho quieren indicármelo, tras los cristales de las gafas. ¡Poco tengo reído de él!...

-Es nuestro hombre. Mudo como la esfinge. El mejor para el caso.

-Ahora mismo voy a mi casa por las esmeraldas. Vuelvo aquí con ellas y se las llevas al judío.