El Tesoro de la Juventud (1911)
El libro de la Poesía, Tomo 6
Las dos grandezas
de Eduardo de la Barra

Nota: se ha conservado la ortografía original

En estos versos, el eminente poeta y publicista chileno Eduardo de la Barra (1839-1900) dice que no hay grandeza que no reconozca como mayor la de Dios, en quien siempre encontrará apoyo y asilo. La idea está expresada mediante la presentación que hace el poeta de dos de los hombres más grandes que ha conocido el mundo: Cristóbal Colón, el inmortal descubridor de América, y Carlos I de España y V de Alemania, monarca tan poderoso, que llegó a soñar con la dominación universal. De la Barra recuerda a Colón pidiendo limosna a la puerta del convento de la Rábida, en los días de miseria que sufrió antes de poder realizar su magno proyecto. Esa grandeza, que aun no había llegado a su cumbre, se humilla reverente ante la Cruz, implorando su amparo. En la segunda parte de la composición, es Carlos V, el soberano en cuyos dominios no se ponía jamás el sol, quien también acude a otro lugar de retiro y oración, al monasterio de Yuste, en solicitud de paz, agobiado por la magnitud de la grandeza alcanzada desde el nacimiento, pero que pesa y fatiga tanto, que ya no puede el soberbio emperador soportarla por más tiempo.


LAS DOS GRANDEZAS

                I

          LA RÁBIDA

A

LA puerta de un convento

Golpea un pobre mendigo;
El sol, el hambre y el viento
Lo baten, y pide abrigo.

Lleva un hijo pequeñuelo,
Pálido y triste el semblante;
Por él pide suplicante
Pan a los hombres y al cielo.

Ha sonado la campana,
Y un monje, con voz serena:
— Aquí hay abrigo y hay cena.
Les dice; os iréis mañana.

— Cena busco y busco abrigo,
Contesta meditabundo:
¡Llevo en mi cabeza un mundo
Y un humilde pan mendigo!

— ¡Al cielo alzad la oración.
Alzad al cielo los ojos!.
Clamó el monje; y vió de hinojos
Ante la cruz a Colón.

                      II

              SAN YUSTE

Sutiles neblinas las sierras envuelven,
El viento silbando sacude los pinos,
De nieve cubiertos están los caminos
Y el lobo a lo lejos se siente añilar.
Cruzaba un viajero con paso seguro
La senda sinuosa que lleva al convento,
Y llega y exclama: — ¡Por Dios, que un asiento
Más alto que el mío yo vengo a buscar!

Abrieron los frailes. — ¿Quién sois? — le preguntan.
— Un hombre que busca corona de espinas.
Corona de gloria con flores divinas,
En vez de la suya que mucho pesó.


— ¿Tuvisteis los dones que el mundo apetece?
— Riquezas y gloria mi reino tenía...
El sol en mis tierras jamás se ponía...
¡Yo soy Carlos Quinto; mi imperio pasó!

                      III

Así, con dolor profundo.
La misma puerta tocaba
El que iba en busca de un mundo
Y el que un mundo abandonaba.

Y en el sagrado recinto,
Libre de humana ambición,
Hubo pan para Colón
Y paz para Carlos Quinto.