III

Felipe (a) Fantesía, era un mozalbete presumido, con humos y tal cual prueba de seductor. Últimamente se hallaba en matrimoniales proyectos con una huérfana que tenía doce carros de tierra y media casa, aunque en manos de su tutor y tío, gran pleitista y enredador, con quien vivía.

En el momento en que aparece en escena Felipe, a la ventana del cuarto que ocupaba en el portal, especie de lobanillo característico de la mayor parte de las casas de aldea montañesas, la cual habitación se le había cedido porque no molestara a la familia en las altas horas de la noche al volver de sus frecuentes galanteos y francachelas, mirándose la cara en medio palmo de vidrio azogado, aprovecha los últimos fulgores del crepúsculo para atusarse el pelo sobre las sienes, mojando los dedos en su propia saliva.

Antes se había calzado sus zapatos amarillos con lazos verdes y encarnados, y vestido su chaleco de pana con profusión de galones de color en las orejillas de la espalda. Cuando acabó su peinado echó la chaqueta sobre el hombro izquierdo, se colocó un calañés en la cabeza, muy tirado a la derecha, y se dispuso a salir. Aquella noche iba a cantar a su novia, y esperaba que ésta le recibiría después en la cocina. Por eso se pulía tan esmeradamente. En esto oyó sonar la campana grande de la iglesia, con un tañido especial.

-Tocan a administrar [1] -dijo para sí- ¿A quién será?

-Al mismo tiempo oyó llamar a la puerta de su cuarto.

-¡Ave María!

-¡Sin pecado concebida! -respondió abriéndola de par en par.

Y se halló frente a frente con don Perfecto.

-Buenas noches, Felipe.

-Buenas las tenga, señor cura -contestó Felipe muy sorprendido.

-¿Te extraña mi visita?

-A la verdá que... no sé qué pueda traer a usté por aquí a estas horas.

-La cosa más natural del mundo, hijo -replicó don Perfecto entrando en el cuarto y cerrando la puerta-. Cuando el prójimo no viene a nosotros en las grandes ocasiones, hay que ir a buscar al prójimo adondequiera que se encuentre.

-Y, si a mano viene, ¿en qué puedo servir a usté?

-En mucho, hijo, en mucho... Pero ¿estamos solos?

-No hay en casa más que mi padre, y ese anda en la corte arreglando el ganao.

-Corriente; y si me viera, no faltaría una disculpilla que darle... Ahora, óyeme. Hace siete meses fuiste una noche a despertarme y me pediste, por la honra de una mujer, que diera sepultura sagrada al cadáver de un niño recién nacido que traías debajo de la capa... Como me aseguraste que el niño había recibido agua antes de morir, y yo respeté el misterio en que querías envolver el asunto, y mucho más la honra aquélla de que tanto me hablaste, sin meterme en más averiguaciones, que, en todo caso, competían a Dios en el cielo y a la humana justicia en la tierra, di sepultura al cadáver, sagrada como era debido.

-Y Dios le pagará a usté la buena obra- dijo con notoria emoción Felipe.

No se trata de eso ahora, sino de que la madre de ese niño se está muriendo de vergüenza y de pesar; de que esa agonía espantosa se atribuye a otras causas inventadas, que perjudican a la buena fama de una inocente, y por último, de que el único que puede devolver la salud y la paz a esa madre y la honra a la culpada, es el padre del niño que tú llevaste a enterrar aquella noche.

-¿Y qué tengo que ver yo?... -tartamudeó Felipe, más pálido que su camisa.

-Mucho -respondió don Perfecto en tono decidido-; mucho, Felipe; porque tú eres el padre de ese niño y el seductor de su madre.

-¡Bah, bah!..., señor cura -repuso el mozalbete, desconcertado ante aquella estocada a fondo-. Y aunque eso fuera verdá, ¿qué había de hacer yo al auto de...?

-Cumplir una palabra que comprometiste a cambio de una honra que quitaste. Pagar lo que debes a Dios, si eres cristiano, y al mundo si eres honrado.

-Señor cura -observó tímidamente el jaque-, yo... Y, por último, ya hablaremos de eso.

-No, hijo mío, no; tenemos muy poco tiempo que perder, y por eso vengo ahora a tu casa.

-Además, hay otros compromisos para mí de mucho... de mucho aquel, que...

-No hay mayores compromisos que los de la conciencia, Felipe... Y te advierto que si tratas de realizar proyectos que se opongan a lo que hiciste con esa infeliz, que se muere de vergüenza, no te perdonará Dios, ni en el mundo habrá paz para ti.

No era Felipe malo de corazón, pero le tiraban mucho los doce carros de tierra y la media casa de la huérfana; mucho más que los compromisos contraídos en momentos de vértigo amoroso, sin que por eso dejaran éstos de morderle un poco la conciencia a cada seguidilla que echaba a la ventana de su nueva amada: así fue que en el largo rato que duró su conversación con don Perfecto, nada pudo éste conseguir de él sino evasivas más o menos respetuosas.

Entonces fue cuando el cura se resolvió a echar mano del recurso en que había pensado, por lo cual había ido a aquella hora y en aquellas circunstancias a ver a Felipe.

-Ya que no me concedes este favor, que al cabo había de redundar en tu bien -continuó don Perfecto-, no me negarás otro que también vengo a pedirte.

-Hable usté, señor cura -dijo más animado por su supuesta victoria el mozalbete-, que en siendo cosa que yo pueda...

-¿Quieres acompañarme a llevar el Santo Viático a un enfermo?... No tengo quien me ayude, si no es un chico que por caridad se ha prestado a tocar la campana que estás oyendo.

-Eso para mí es una obligación, don Perfecto, y siempre que puedo lo hago, cuanto más ahora que usté me lo pide... ¿Y quién se muere?

-La Miruella, hijo.

-¡La Miruella! ¿Y de qué?... ¡Si la he visto esta mañana!

-¿De qué? De vieja; y además de... de un golpe.

-¡De un golpe!...

-Sí, hijo, de un golpe. Una madre que la tiene odio porque cree que su hija se muere embrujada, ayudada de la ira que la cegó, la tiró con una piedra y...

-Y esa hija... ¿es verdá que se muere?

-Sí; pero se muere de vergüenza, porque a título de casamiento...

-¡Vamos, vamos, don Perfecto, a llevar el Señor a tía Bernarda!... -exclamó aturdido Felipe, como si no quisiera oír más de aquellas palabras que caían sobre su conciencia como gotas de plomo derretido.

Un cuarto de hora después salía de la iglesia el Rey de los Reyes en manos del digno sacerdote. Iban delante Felipe, con un farol y un Crucifijo, y un muchacho que hacía sonar acompasadamente una campanilla; detrás, casi todo el barrio y parte de los más próximos a la iglesia, descubiertos los hombres, y las mujeres con un refajo sobre la cabeza, llevando una luz en la mano cuantas habían podido hallar en casa un mal cabo de vela.

Cuando la imponente comitiva llegó a la plazoleta que conocemos, se vieron, al escaso resplandor de las luces, arrodillados fuera de la portalada, a Teresa, que lloraba; a Juana, que parecía ser ella la que necesitaba el consuelo de la religión; al rojillo, que tiritaba de miedo, y a Gorio que, disipada ya su borrachera, hundía la cara en el pecho como si se avergonzara de exponer tanta abyección y tanta miseria delante de tanta majestad y tanta pureza. Estos personajes se agregaron luego a la comitiva y entraron con ella en casa de la Miruella, no sin grandes apreturas, por la excesiva estrechez de aquélla. Teresa y Gorio no se contentaron con entrar, sino que se pusieron cerca del altar que se había improvisado sobre una vieja mesa cerca del lecho de la enferma. El señor cura había cuidado también de revestir las paredes inmediatas con dos colchas suyas de percal, para hacer aquella pobre morada menos indigna del Huésped que iba a honrarla [2].

Al verle tan cerca de sí, la moribunda anciana quiso incorporarse, pero sus fuerzas no se lo permitieron.

-Teresa... Gorio... Juana... Antonia... Felipe... -dijo en seguida, y a medida que iba distinguiendo las personas que la rodeaban, con una voz que, aunque débil, se dejaba oír de todos, por la pequeñez del recinto y el silencio que en él reinaba-: ¿tenéis algún resentimiento contra mí?

-No -contestaron vigorosamente todos aquéllos que, una hora antes, hubieran dado de buena gana un tizón cada uno para quemarla viva.

-¿Me perdonáis cualquier agravio, cualquier ofensa que en vida os haya podido hacer?

-Sí perdonamos.

-Yo, en cambio, os juro... en presencia de Dios, que voy a recibir... que jamás mi lengua se movió para infamaros, ni mis manos para ofenderos, ni mi corazón para odiaros...; que os hice todo el bien que pude, y que no pagué... con deseos de venganza el mal... que de vosotros recibí...

Teresa, a quien ahogaban los sollozos, no pudiendo contenerse más, avanzó hasta el lecho, y cogiendo entre las suyas las manos de la anciana, exclamó besándoselas al propio tiempo:

-Y yo que tanto la he ofendido a usté, ¿cómo he de esperar que me perdone?

-Hija mía -respondió la moribunda-, si Dios murió por salvar a los que le crucificaban, ¿cómo yo, miserable criatura... no he de perdonarte la falta... de haberme querido mal... porque creías... que así obrabas bien?...

Lo patético de este cuadro conmovía a todos. Felipe, aquel fachendoso que oía la misa de pie en el altar mayor, atusándose el pelo y mirando a las muchachas, clavaba sus rodillas en el suelo, y su vista, turbada por el llanto, en el Crucifijo. El mismo Gorio se mordía los labios, como si en su obstinada dureza quisiera protestar contra los impulsos de su corazón; retiraba de su frente los ásperos mechones de su salvaje cabellera, y se afanaba por ocultar con disimulo debajo de la chaqueta las manchas de vino que afrentaban su camisa. Era la primera vez que sentía asco y repugnancia de sus propios vicios.

El sacerdote, con la Hostia en la mano, brillando en sus ojos las lágrimas como perlas de purísimo rocío al reflejo de la luz que levantaba Felipe en un brazo trémulo, tenía en su semblante algo de sobrehumano, poseído como estaba de la sublime grandeza de su augusto ministerio; más sublime entonces que nunca; entonces, al dar la vida espiritual a un moribundo y acabando de convertir en suave y benéfico rocío de amorosas lágrimas un torrente de malas pasiones.

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Después de comulgar, la anciana pasó algunos minutos en el recogimiento más profundo, observándose en su semblante, cada vez más determinados, los signos de la muerte.

El cura volvió a aproximarse a ella, dirigiéndola fervorosas exhortaciones.

-No me acerco a Dios -dijo la moribunda con voz más débil, pero con evidente deseo de ser oída de los circunstantes-; no me acerco a Dios... con la serenidad del justo...; pero sí con la esperanza del que... no le ha ofendido... ni con blasfemias..., ni con difamaciones..., ni con escándalos... No estoy... tan firme... que no tiemble... cerca ya... de la divina presencia..., porque pecadora soy..., pero... ¡bendito sea el Señor... por tanta gracia!...; libre me veo... del espantoso... tormento... que pasar deben... en este mismo trance... los que dejan... en el mundo... por señal... de sus vicios... hijos sin pan..., familias sin sosiego..., vidas sin honra... ¡Dios mío!..., perdón para... ellos... y para... mí... también...

Y expiró.

-Su alma está ya en presencia de Dios -dijo entonces conmovido el sacerdote, levantando sus ojos al cielo.

En seguida, tomando tema de aquel ejemplo, predicó grandes verdades y muy al caso. El terreno no podía estar mejor dispuesto para recibir la semilla.

Antes de volver a la iglesia el religioso cortejo todos se brindaron a porfía a velar el cadáver durante la noche

-Eso me corresponde a mí -dijo el buen cura-: la acompañé en vida, y no debo abandonarla hasta el sepulcro.

  1. Dar el Señor a algún enfermo.
  2. En las casas muy pobres de la montaña se observa esta costumbre con tan santo fin.