II

La pedrada que recibió en las espaldas tía Bernarda, ustedes quieren, la Miruella, o la Bruja, si más les agrada, necesita una explicación que, ya que no justifique, disculpe en parte el atentado de Teresa. Debo a la mujer de Gorio esta reparación en buena justicia, toda vez que del relato precedente, por sí solo, no se saca el necesario acopio de razones en favor de la conducta de aquélla.

Que hay brujas, lo creen todos los aldeanos, y muchos que no lo son, así montañeses como no montañeses. Hasta qué punto creen en ellas y las temen mis paisanos, y cómo son las brujas montañesas, es lo que vamos a ver ante todo.

Cuál es el primer hecho del cual nace la fama de una bruja, nunca se supo: me inclino a creer que esa fama procede de su mismo tipo, porque he observado que están cortadas por idéntico patrón todas las mujeres que he conocido y conozco calificadas de brujas en este país; todas se parecen a la Miruella, y como ésta, han vivido o viven solas, generalmente sin familia conocida ni procedencia claramente averiguada.

La bruja de la Montaña no es la hechicera, ni la encantadora, ni la adivina: se cree también en estos tres fenómenos, pero no se los odia; al contrario, se los respeta y se les consulta, porque aunque son también familiares del demonio, con frecuencia son benéficas sus artes: dan la salud a un enfermo, descubren tesoros ocultos y dicen adónde han ido a parar una res extraviada o un bolsillo robado.

La bruja no da más que disgustos, chupa la sangre a los jóvenes, muerde por la noche a sus aborrecidos, hace mal de ojo a los niños, da maldao a las embarazadas, atizalos incendios, provoca las tronadas, agosta las mieses y enciende la guerra civil en las familias.

Que montada en una escoba va por los aires a los aquelarres los sábados a medía noche, es la leyenda aceptada por todas las brujas.

La de la Montaña tiene su punto de reunión en Cernégula, pueblo de la provincia de Burgos. Allí se juntan todas las congregadas, alrededor de un espino, bajo la presidencia del diablo en figura de macho cabrío. El vehículo de que se sirve para el viaje es también una escoba; la fuerza misteriosa que la empuja se compone de dos elementos: una untura, negra como la pez, que guarda bajo las losas del llar de la cocina y se da sobre las carnes, y unas palabras que dice después de darse la untura. La receta de ésta es el secreto infernal de la bruja; las palabras que pronuncia son las siguientes:

Sin Dios y sin Santa María,
¡por la chimenea arriba!

Y parte como un cohete por los aires.

Redúcese el congreso de Cernégula a mucho bailoteo alrededor del espino, a algunos excesos amorosos del presidente, que, por cierto, no le acreditan gran cosa de persona de gusto, y, sobre todo, a la exposición de necesidades, cuenta y razón de hechos, y consultas del cónclave al cornudo dueño y señor. Tal bruja refiere las fechorías que ha cometido durante la semana; otra pregunta cómo se las arreglará para acabar en pocos días con esta hacienda o con aquella salud; otra manifiesta que la familia de aquí o de allí goza de una alegría y un bienestar escandalosos, y que, en su concepto, debe hacérsela algún daño, etc., etc., etc... A todo lo cual provee el demonio en el acto, en unos casos dando consejos, en otros echando la maldición que saca lumbres; proporcionando a esa bruja ciertos polvos para que se los haga tomar a Petra, a Antonia o a Joaquina, con los cuales es segura la jaldía a las pocas horas; indicando a otra la necesidad de que el vecino X o Z le chupe un par de reses, o haga malparir a su mujer; y, en fin, ilustrando y auxiliando con toda clase de luces y medios materiales al numeroso congreso, para la mayor honra del demonio y desesperación de los pueblos. Estas soirées duran desde las doce de la noche hasta que el alba asoma sus primeros tornasoles sobre las cumbres más altas.

Aceptando esta versión el vulgo como artículo de fe, no bien la fama califica de bruja a una mujer, ya se pone aquél en guardia contra ella. Nadie pasa de noche junto a su casa; no se toca cosa que le pertenezca; se le da en todas partes el mejor sitio, y en cuanto vuelve la espalda, se le hace la señal de la cruz. En la calle se la saluda desde media legua, y las mujeres encinta huyen de su presencia como de la peste; las que ya son madres separan a sus niños del alcance de su vista para que no les haga mal de ojo. Si a un labrador se le suelta una noche el ganado en el establo y se acornea, es porque la bruja se ha metido entre las reses, por lo cual al día siguiente llena de cruces pintadas los pesebres. Si un perro aúlla junto al cementerio, es la bruja que llama a la sepultura a cierta persona del barrio; si vuela una lechuza alrededor del campanario, es la bruja que va a sorber el aceite de la lámpara o a fulminar sobre el pueblo alguna maldición. En una palabra, todo lo triste, todo lo desgraciado, todo lo calamitoso que ocurre en la jurisdicción de una bruja, se atribuye por el vulgo a las malas artes de ésta.

Acontece que las llamadas brujas son mujeres de la misma piel del diablo, es decir, enredadoras, chismosas, borrachas y algo más, en el cual caso explotan en beneficio de sus malos instintos la necia credulidad de sus convecinos; o son como otra persona cualquiera, y acaban por ser completos demonios, acosadas, escarnecidas y vejadas por el fanatismo popular; o son, en fin, mujeres virtuosas y honradas a carta cabal, y entonces viven, las desdichadas, mártires de la más estúpida persecución.

De los tres grupos he conocido brujas en la Montaña. La Miruella pertenecía al último.

Había venido al pueblo bajo los auspicios de una vieja viuda sin hijos que al morir le dejó la casita y el huerto. Era la Miruella [1] (que así se la bautizó al llegar al pueblo por su pequeñez de cuerpo y afición a vestirse de negro) más discreta que el vulgo que la rodeaba, y ésta fue su perdición.

Sus atinadas sentencias, sus sesudos pareceres, dejaban boquiabiertos a los aldeanos; y como además era amiga del retiro, o por lo menos, enemiga de murmuraciones, corrillos y tabernas, diose en decir que tenía pacto con el diablo.

La Miruella notó al asomar sus primeras arrugas y al perder el último diente, que comenzaba a cundir la fama de sus brujerías. De este modo vio pasar toda su larga ancianidad entre el horror y la repugnancia de sus convecinos. No le fue dado en todo este tiempo ni siquiera el placer de hacer un beneficio, porque al conocer su procedencia todos le rehusaban.

Una vez comenzó a arder su casa y no hubo una mano caritativa que le ayudara a apagarla.

Era el verdadero paria a quien se negaba la hospitalidad y hasta la sal y el fuego. Para ella jamás había conmiseración, porque se le atribuían todos los infortunios que sufrían sus convecinos, y si no se le daba cada día una paliza no era por repugnancia al acto en sí, sino por miedo a la venganza de la apaleada, que podía no morir de las resultas.

Teresa, que sobre ser la vecina más desgraciada del barrio, era la más propensa a la superstición, amén de ser la que más cerca vivía de la bruja, fue, por consiguiente la que se creyó más perseguida por ella y más castigada; no la olvidaba un solo instante, y en todos los de su vida el odio que le profesaba era sólo comparable al horror que hacia ella sentía. De aquí su convicción, al arrojarle la piedra cuando la creyó causante también de la descalabradura del rojillo, de que, matando a la bruja, libraba a su familia de la perdición y de una calamidad al pueblo.

Un solo corazón había en él que no fuera insensible a los tormentos que sufría la Miruella; una sola mano que para ella no se cerrara; una sola lengua que no la maldijera: el corazón, la mano y la lengua del señor cura. Este santo varón no se cansaba de consolar ni de socorrer, en cuanto podía, el amargo infortunio de tía Bernarda.

Don Perfecto no era uno de esos sacerdotes ideales que se ven a menudo en el teatro y en las láminas de las entregas de a cuarto, con los ojos vueltos al cielo y los brazos en cruz, que hablan en sonetos y van seguidos de un enjambre de niños a quienes enseña la doctrina y regalan castañas: era un tipo bastante más terrenal, así en figura como en estilo, sin que por ello fuera menos virtuoso. Predicaba el Evangelio del día todos los festivos, y si en su elocuencia no era un pico de oro, en los efectos de sus pláticas podía apostárselas al más inspirado, porque conocía, como las suyas propias, hasta la más liviana flaqueza de sus feligreses, y siempre les hería en lo vivo. Dar al pobre lo que le sobraba a él y vivir con lo más indispensable, le parecía un deber social, cuanto más de conciencia para un sacerdote; sacrificar hasta su vida por la del prójimo, la cosa más natural del mundo, y conquistar al demonio un alma para Dios, el colmo de sus ambiciones. Por lo demás, le gustaba hablar de vez en cuando con sus feligreses de los azares de la cosecha de éstos; oírles discurrir sobre análogas cuestiones; corregirles más de cuatro desatinos, y hasta atufarse un poco con los más díscolos. En cambio todos le querían bien; y eso que nunca le hallaron en la taberna, ni recorriendo las ferias o los mercados de las inmediaciones.

Como a su larga experiencia y natural penetración no se había ocultado la guerra implacable que se venía haciendo a la Miruella, creyéndola bruja el pueblo con la mayor buena fue, a cada paso estaba predicando contra ésta y otras preocupaciones semejantes, tan ocasionadas a excesos de imposible remedio y de incalculables consecuencias. No le gustaba que le tildasen de entremetido, por lo cual prefería este sistema de amonestación indirecta al de acometer de frente al objeto de sus excitaciones, que le era bien conocido; esperaba que los sucesos le proporcionasen una disculpa notoria para adoptar el segundo método que juzgaba más eficaz que el primero, y por eso le hemos visto entrar tan resuelto en casa de Teresa, después de haber presenciado la agresión brutal de ésta sobre la infeliz anciana.

Lo que le dijo durante el diálogo que con ella tuvo y queda consignado más atrás, no era más que el introito de lo que pensaba decirle después; pero habiendo oído la noticia que le dio el pedáneo, creyó de su deber acudir a lo más urgente; y para él no había nada que reclamase su presencia con mayor derecho que un feligrés en peligro de muerte.

Cuando la Miruella, pasado el primer efecto de la pedrada, se empeñó en continuar su camino, no calculó bien la infeliz todas las consecuencias del golpe. Así fue que pocos pasos antes de llegar a la abacería adonde iba a comprar tres ochavos de aceite, volvió a perder el sentido y cayó como un tronco seco sobre los morrillos de la calleja. Viéronla en tal estado el pedáneo y el alguacil, y Gorio que, aunque borracho, no dejó de enterarse del suceso; y ya que no como prójimos los dos primeros, como miembros de la justicia se creyeron en el deber de conducir a la vieja a su casa.

Al entrar en ella don Perfecto, halló a tía Bernarda tendida sobre un jergón que le servía de lecho, con todo el aspecto de un cadáver. Que a su lado no había un alma caritativa que la cuidase, no hay para qué decirlo.

Largo rato pasó sin que la enferma diera señales de vida, durante el cual don Perfecto no cesó de rociarle la cara con agua fresca y de darle a oler un poco de vinagre que halló en un pocillo desportillado. Al cabo abrió los ojos la Miruella y balbució algunas palabras ininteligibles. Cuando su mirada fue algo más firme y pudo conocer distintamente al señor cura, que no se separaba de su lado.

-Siempre es usted mi providencia, don Perfecto -dijo con voz lenta y apagada.

-Es mi deber, tía Bernarda, consolar a los afligidos y auxiliar a los menesterosos -contestó con acento cariñoso el sacerdote- ¿Padece usted mucho? -añadió en seguida, viendo la angustia con que respiraba la anciana.

-No, señor..., al contrario...; ahora que veo que el Señor me llama a sí, me siento muy animada...; porque yo, a no haber ofendido a Dios en ello, muchas veces hubiera deseado la muerte.

-¡Tía Bernarda!...

-Sí, señor cura... Usted sabe muy bien que mi vida... ha sido una pasión... sin tregua ni descanso.

-Más dolorosa fue la de Jesús y era un justo.

-Sí, señor...; y por eso le alabo en mis penas... y bendigo la mano que me azota..., por eso... Pero, padre mío... siento que se me apaga la vida poco a poco... y necesito aprovechar el tiempo que me queda... Quisiera que después de morir yo no fuera mi fama tan aborrecible a mis convecinos... como ha sido mi vida..., y quisiera también, de paso..., volver a alguno... la que está perdiendo por miedo a una falta, que yo sola conozco..., y debo, en conciencia, descubrir a usted, para que devuelva la paz a una familia... y el honor a un muerto.

-¿Y qué puedo hacer yo en beneficio de tan santos propósitos?

-Oírme, si a bien lo tiene... Una noche entró por esa puerta una moza hecha un mar de lágrimas... buscando en el miedo que da esta choza a los demás, el secreto que su estado necesitaba... Engañada por un hombre... con promesas muy formales..., estaba a pique de echar al mundo... el fruto de su falta, que hasta entonces... había podido ocultar... a la poca malicia de su madre... Dolida de su desgracia, le presté toda la ayuda que podía... Siete días estuvo oculta en esta casa.

-Y al cabo de ellos -interrumpió don Perfecto, no sé si por economizar fuerzas a la enfermera o por seguir mejor la pista a alguna sospecha que acababa de adquirir-, quizá su familia comenzó a alarmarse por su ausencia.

-Justamente...; porque ella... según me dijo, para su familia se hallaba en el molino..., a legua y media de aquí...

-Y esa muchacha, como es natural, hoy vivirá llena de inquietudes...

-Y acabando por instantes la vida que le queda... si vida puede llamarse... la pesada cruz que arrastra la infeliz...

-Y probablemente se atribuirá su enfermedad...

-A mis hechizos..., señor.

-Vea usted..., ¡lo que es obra de un remordimiento!

-Y del abandono en que la tiene el desalmado que la perdió.

-Tía Bernarda, la misericordia de Dios es infinita y su justicia infalible.

-En esto confío..., por ella... y por mí también.

-¡Y usted ha sufrido con resignación el odio de esa familia, cuando con una palabra...!

-Antes que decirla... me hubiera arrancado la lengua... La honra del prójimo es para mí más sagrada que la mía... Por eso le descubro este secreto a usted, que sabrá hacer con él lo que se debe..., sin que padezca el honor... de esa desgraciada; que, a tanta cosa, no quiero que valga lo que le he dicho...

-Yo sabré respetar tanta lealtad, tía Bernarda... Pero ¿qué fue del fruto de ese pecado?

-A eso iba, y ello le baste por toda señal... Recibió de mis manos el agua de socorro... y se volvió al cielo... el ángel de Dios... De lo demás... creo que está usted más enterado que yo... Y ahora, padre mío, que dejo arreglada esta última cuenta con el mundo..., pensemos en la que voy a darle a Dios dentro de poco..., y para ello, óigame en confesión.

  1. Miruella se llama en la montaña a la hembra del mirlo.