La zarpa de la esfinge: 07
II - El zarpazo de Esfinge
editarCuando el sub-expreso entró en agujas en la estación de Madrid, Judith Israel, que venía en pie junto a la ventanilla, interrogó por centésima vez a Gutiérrez Sarmiento, epanchigado en un diván:
-¿Qué hora es?
Sonrió él ante la impaciencia de su amiga:
-Las dos y treinta y cinco.
-Llegaremos tarde -murmuró desalentada.
Su amante la animó:
-Teniendo todo preparado para vestirte, en un vuelo estamos en la Plaza.
-No hay más que una hora.
-¡Bah! -objetó él-, todo será que lleguemos empezada la corrida.
-Será tarde, Cipriano mata en el primer toro.
Echose a reír el banquero.
-Ni que tú fueses el ángel de la guarda que tenía que defenderle contra el peligro.
Con sombría fijeza, la mirada lejana y los labios crispados en una mueca de angustia, murmuró:
-Tengo el presentimiento de que si no estoy allí, sucede una desgracia.
-Luego, como leyese una atención entre paternal e irónica en el rostro de su amigo, habló para disimular-: ¡Pobre chico! No quisiera que el bien que le hemos hecho degenerara en un mal irreparable.
Pese a su dominio de sí misma, su voz temblaba, y sus manos se crisparon dentro de los guantes de Suecia gris.
¡Aquel viaje! Treinta y seis horas hacía que, cumplido su contrato, había salido de Londres, y desde entonces, ni una hora, de calma, ni un minuto de paz había disfrutado. Inquieta, nerviosísima, presintiendo una catástrofe, hubiese deseado tener alas y poder volar. El tiempo huía vertiginoso, y en cambio, barcos, automóviles, trenes, parecían acometidos de una súbita lentitud. Las paradas en las estaciones parecíanle eternas, los túneles inacabables, la noche sin fin. No podía estarse quieta, salía y entraba en el coche, sentábase y poníase en pie, abría libros que no acertaba a leer... Y todo el tiempo sentía los ojos irónicos de Gutiérrez Sarmiento fijos en ella, como una curiosidad, levemente matizada de burla. Y tenía que disimular. Era la existencia, la existencia dura, implacable, que le obligaba a mentir, a encerrar el corazón de brasa en la estatua de frío mármol. Su hermetismo, su glaciedad desdeñosa, su rigidez de icono, fundíase, deshacíase, transformábase en cenizas que el huracán pasional aventaba al aire. La danzarina bíblica, la reina cruel e inabordable de la leyenda, la esfinge del desierto, no era más que una pobre mujer enamorada. Quería a Cipriano. Le quería con un amor canalla, apasionado y ardiente. Para ella era la vida, la vida verdadera, no aquella teatralidad yerta y artificiosa, y en plena fiebre de hiperestesia sentimental, soñaba en las noches de frío pasadas en los quicios de las puertas, como en un paraíso perdido.
El tren se detuvo, Judith, seguida del banquero, cruzó rápida el andén y precipitose en el automóvil que les esperaba fuera.
-¡A casa, y muy deprisa!
El coche subió rápidamente la cuesta de San Vicente e internose en la calle de los Reyes. Un carro atascado cortaba el paso y hubo que retroceder. La Israel trepidaba de impaciencia. Volvió a interrogar:
-¿Qué hora es?
-Las tres.
Ahora corría el vehículo por la calle de la Princesa para, por allí, coger los boulevares.
La ciudad tenía un aspecto dominguero que exasperaba los nervios de la inquieta. Las calles, a la vez alegres y tristes, daban esa extraña impresión que dan las poblaciones en día de fiesta a las gentes habituadas a circular durante la semana. Las tiendas cerradas y los zaguanes de casa grande vacíos, contrastaban con los portales modestos en que se formaban tertulias porteriles, los café llenos, los tranvías rebosantes, y sobre todo, la multitud que muy puesta con los trapitos de cristianar lo invadió todo. Veíanse familias artesanas; ellas de mantón, ellos de capa, llevando unos cuantos chiquillos presuntuosamente ataviados. Veíanse también matrimonios de clase media en que las mujeres, pálidas y tristes, lucían mantillas, y los hombres, gabán. Pasaba, en fin, alguna madre gorda, hinchada por el sempiterno cocido, llevando a su lado dos señoritas esmirriadas, ostentando en la cabeza extraños armatostes con honores de sombrero.
Al fin llegaron, y la Israel respiró.
Eran las tres y media.
Acababa de vestirse. El traje, creado bajo su dirección en uno de los mejores modistos de París, era un prodigio de gracia y arte. Judith había puesto a contribución los retratos de Goya y los grabados del XVIII francés, y así resultaba una extraña adaptación del Luis XVI a las modas de la majeza madrileña. Una falda en forma de campana, muy ancha, muy pomposa, de gasa blanca adornada de infinidad de volantes de blanco Chantilly, enguirnaldada de minúsculas rosas, dejaba al descubierto el fino tobillo ceñido por la media de alba seda, y el pie de brevedad de ensueño encerrado en leve chapín de plata. Un corpiño de raso azul muy pálido oprimía el talle cimbreante, y sobre la cabellera negra, sostenida por alta peineta de carey, caía la nevada mantilla de blonda prendida al pecho con una rosa.
Echó la última mirada al espejo y, mujer al fin, sonrió, pero, cuatro campanadas que desgranaba un reloj lejano le hicieron estremecer, e inquietísima dirigiose a la puerta en el momento que el banquero, abriéndola, avisaba:
-Ahí están esos con el auto.
El Mercedes volaba camino de la plaza.
Sus amigos, encantados de haberla recuperado, hablaban todos a un tiempo, loaban como merecía la gracia de su atavío, interrogábanla sobre sus nuevas creaciones y vaticinaban a la artista grandes triunfos en América. Pero ella, impaciente, nerviosa, llena de temores y presentimientos, apenas si prestaba vaga atención a sus palabras.
Mientras subía las escaleras, oyó la confusa algarabía y adivinolo todo. El Cautivo fracasaba. Apretó el paso sin hacer caso de sus compañeros, y entrando rápidamente en el palco y avanzando hacia el barandal, clavó los ojos en el torero con un supremo esfuerzo de fascinación, en que puso la tensión entera de sus nervios. Así permaneció un minuto de pie, las manos en el antepecho y las pupilas de esmeralda líquida clavadas magnéticas, dominadoras, en el lidiador.
Al fin sonó un aplauso y faltándole las fuerzas, palpitante, entumecida por el esfuerzo, dejose caer en el asiento. Habían llegado los demás y rodeábanla bromeando sobre su protegido.
Cipriano, en crisis de valor temerario, toreaba muy ceñido, dejando que los pitones le rozasen la taleguilla. Los demás matadores, que durante la bronca habíanse aproximado a él para auxiliarle y defenderle, entre curiosos y despectivos, alejábanse extrañados de la súbita mudanza. El mismo público, con esa justicia rudimentaria de las multitudes, acusábase ahora de haber pecado de injusto con el muchacho, y deseoso de darle el desquite, jaleaba cada uno de sus floreos, con fervientes aplausos.
El toro cuadró; cansado de encontrar el trapo en vez del hombre que se le escapaba, plantose juntando las pezuñas y bajando la cabeza. El Cautivo disipúsose a clavar el estoque.
Judith tuvo por un segundo la certeza de la catástrofe.
De improviso arrancó la fiera, y empitonando a su enemigo lo arrojó en alto. Fue algo monstruoso, horrendo, el cuerpo del infortunado diestro, volteó en el aire, cayendo pesadamente al suelo. Allí lo recogió el toro, y ensañose con él, corneándole con insaciable furor.
El público, alzado en un impulso supremo de espanto, gritaba ante la tragedia. Los otros toreros intentaban vanamente llevarse al bruto; el Roncalito, cogido a la cola, tiraba de él. Con algunos feroces conatos de embestida dispersoles el toro, y recogiendo en los cuernos el inanimado despojo del Cautivo, paseó su sangriento trofeo por la plaza. Lívido, exánime, desarticulado, la arrogancia de Cipriano pendía de las astas como un sangriento guiñapo. Las ropas desgarradas, manchadas, deshechas, no eran más que un girón de trapos entre los que aparecía semidesnudo, abierto en una inmensa herida, el cuerpo macerado del pobre muchacho.
Judith Israel se irguió trágica, magnífica, y como Sarmiento, adivinando su intención, quisiese detenerla, volvió su furor contra él, y abofeteole, exasperada, loca, reprochándole su redención como un crimen.
-¡Miserable, miserable! ¡Tú tienes la culpa!
Al fin venció el obstáculo, y abriendo la puerta del palco echó a correr por las amplias galerías de la Plaza en busca de la enfermería.
Desalentada, enloquecida, perdida toda noción de la realidad, bajó escaleras, cruzó corredores, volvió a subir, tornó a bajar sin encontrar salida. Oyó gritos, y medio muerta de angustia, acercose a una ventana.
Al través de la arábiga herradura, sobre el castizo fondo del Madrid majo, en el repulsivo cuadro del patio de caballos, entre los cuerpos de los destripados pencos, sobre los que comenzaban a zumbar los moscones, vio pasar el cortejo trágico y grotesco en que, sobre los rojos trajes de los monos sabios, se destacaba la verdosa lívidez del cadáver de su amante.
No pudo resistir más y, dejose caer al suelo. Allí, estática, anonadada ante su inutilidad, ante su impotencia, ante su estupidez. Permaneció, inerte, vencida por la crueldad de la vida, que había hecho de su alma ardiente y apasionada el alma fría y hierática de una figura de misal.