La zarpa de la esfinge: 02
Primera parte
editarI - El cortejo de Terpsícore
editarLa presencia de la marquesa Elvira en el baile de La Dalia fue un escándalo. Toda la concurrencia (y el hecho de ser Martes de Carnaval, agravado por el de celebrar el Niño del Piano, que tantismas-frase estampada en las invitaciones en que se ofrecía la fiesta a dos docenas de jóvenes y señoritas, distinción tan propia como digna de encomio, así como a unos cuantos astros coletudos entre los que brillaba con luz propia el Cautivito, más conocido en los colmados que en las plazas, y más que por los públicos, por las damas que celebran mercado de sus encantos, y que en el caso de Cipriano hacíanse una dulce carga de atender a la satisfacción de sus necesidades y boato, con largueza digna de encomio-, simpatías contaba en el barrio, hacíale imponente) había desfilado ante el grupo formado por la marquesa Elvira de Moncada, Judith Israel, la admirable danzarina, Julito Calabrés, Gregorito Alsina, Wifredo Silvano, el compositor de La Danza de Walpurgis, Fabricio Remanso, el poeta evocador de El Amor de Antinous, y Miguel Ángel Estrada, escultor vidente e iluminado que creara las alucinantes figuras de «La Lujuria» y «La Muerte», el inquietante grupo que en la última Exposición provocó un conflicto de orden público.
Ni una sola de las personas reunidas en el amplio salón de la Sociedad Recreativa de Baile dejó de reconocer, bajo los disfraces vulgares, a la aristócrata y a la artista. Verdad que Elvira, enamorada de las cosas sensacionales, soñando con vivir las novelas de Jean Luis Talón, de Dumas, de Gautier, todas aquellas espagnolades de marquesas y toreros, de bandidos y de damas del gran mundo, no había puesto tampoco gran empeño en pasar desapercibida. En vez de modestas interioridades que, bajo el plebeyo capuchón de percal rosa, diesen la sensación de una criadita u obrerilla lanzada a una noche de juerga, había conservado el mismo traje con que comiera en casa de la vizcondesa de Pancorbo, una toilette firmada Paquín, una creación exquisita de gasa rosa, muy pálida, sostenida por grandes bandas de moaré negro, prisioneras en hebillas Luis XV de brillantes. Los zapatos de antílope negro cerrados con strass, y las medias de encaje, completaban la indumentaria que, semioculta por el hórrido disfraz, denunciaba a la mujer chic. Pero aunque nada de ello hubiese existido, y en vez de muselinas, sedas y blondas, cubrieran su cuerpo menudo, de firmes y armoniosas curvas, el merino, el percal y la batista de las coquetonas servidoras de casa grande, hubiese bastado el oro desvaído de su ondulada cabellera, tan pálida que parecía empolvada, las pupilas de turquesa, ingenuas y soñadoras en que había un breve dejo de ironía, ese matiz de leve burla sentimental de los epigramas de Beaumarchais, la boca de corazón, golosa y sensual, bajo cuyos labios se cobijaba un lunar de terciopelo negro, y, sobre todo, aquella gracia maciza y alada a un tiempo mismo, en una liviana y señoril, gracia frívola, despreocupada y juguetona de ninfa de Versalles, prisionera de largo corsé, que corriera entre corderos lazados de rosa por praderas de esmeraldas sobre los altos tacones de sus chapines de plata, muy siglo XVIII, que le hacía evocar, aun bajo los ceñidos trajes actuales, las pomposas sayas florecidas de rosas y los cuadrados escotes que mostraban apetitosas las duras pomas de los senos. Porque Elvira Moncada era una de esas mujeres, cuyo tipo evoca una época. Hay siluetas que forzosamente hacen vivir ante nosotros el viejo Bizancio fastuoso, y magnífico, y aun entre harapos o con indumentaria chulesca, son viejos iconos nimbados de oro; otras conjuran Grecia, o las misteriosas historias medievales. La marquesa Elvira recordaba el siglo galante, y lo mismo en el suntuoso esplendor de los vestidos de baile que en los trajes de sport o los severos atavíos sastre, era siempre la pastora Watteau, cándida y libertina, que jugaba con sus amantes a Filis y Amarilis en una Arcadia de guardarropía.
Pero como si aun su tipo y su popularidad fuese poco para ser reconocida, la gente que le rodeaba -aquel Julito Calabrés, perpetuo explorador de la noche, que se empeñaba en encontrar en la calle del Grafal a los héroes de Hoffmann y a los escalofriantes personajes de Baudelaire; el inconfundible Gregorito Alsina y, sobre todo, Judith Israel, con su cortejo de artistas decadentes- no hubiera dejado lugar a dudas, aun en caso que hubiese podido haberlas.
¡Judith Israel! La bailarina sagrada que había hecho de sus danzas una evocación del Oriente remoto, la que puso en la canallesca grosería de los Music-Halls la nota exquisita de su arte exotérico, fascinador e inquietante. Sus bailes no eran, tal vez, sino poses artísticas hechas al ritmo de una música sabia y primitiva, música de encantador de áspides; poses semejantes a otras muchas exhibidas por cien artistas de Café-Concierto, pero... Hay muchos que escriben, muchos que pintan cuadros o labran esculturas, infinidad de mujeres que cantan o bailan, y, sin embargo, el chispazo del genio, la varita mágica que hace de la obra vulgar la obra de arte, la obra única, esos pocos la poseen, y Judith tenía su secreto.
Alta, ondulante hierática a una, poseía una hermética belleza de esfinge. El rostro frío, clásico, sereno, blanco e inmóvil como una mascarilla de alabastro, hallábase encuadrado en una cabellera peinada a la moda egipcia, tan espesa y negra que parecía en ébano; sus labios, finos y delgados, eran un leve trazo de púrpura, y en sus ojos raros, verdes, luminosos, triangulares, había un extraño poder de fascinación. Siempre moldeada en blandas y pesadas estofas rieladas de oro y plata, con ajorcas de cabalísticas pedrerías -los ópalos de maleficio, las peridotas, las amatistas de la cábala- en los brazos blancos, delgados y osciladores como reptiles, había en sus gestos, mecidos por la música bárbara de ignoradas melodías, una elegancia ofidiana que contrastaba con su quietud de otras veces, una quietud de esfinge, mejor de Sibila, rígida sobre la piel de Pitón, prisionera en la pesada magnificencia de un templo de oriente.
¡Judith Israel! La leyenda la decía oriunda de muy humilde estirpe, de no sé qué errante familia bohemia; hacíale algo muy miserable, muy bajo, a que el arte, con su salutación, purificara como el carbón ardiente purificó los labios de Isaías. Vivía ahora en las regiones inaccesibles de la gloria, sólo de tarde en tarde la sangre canalla despertaba en sus venas, y entonces echábalo todo a rodar y huía a revolcarse en el fango. Y era la revancha del pasado, unos días de vida miserable y canallesca. Luego volvía altiva, inabordable, más profunda, lejana y misteriosa que nunca.
Amores no se la conocían a Judith Israel. Conocíasela, sí, un adorador viejo apasionado de ella, a quien trataba con glaciedad desdeñosa. Por lo demás, vivía rodeada de pseudogenios que, alucinados por el arte, vivían lejos de las impurezas de la carne en una perpetua maceración espiritual, y para quienes ella encarnaba el símbolo.
Aquella noche, sobre el traje negro irisado de oro, había echado un extraño pañolón de Manila, de un verde rabioso, florecido de monstruosas rosas negras. Desdeñosa en su hermetismo de la mascara, ostentaba, como una careta trágica, el rostro albo y traslúcido encerrado en el sombrío nimbo de su cabellera. La tela, floja y pegajosa del mantón, arrastrada por el peso de flecos y bordados, adheríase a su cuerpo subrayando la rigidez de sus gestos, una rigidez mecánica, casi alucinante.
Pasado el primer momento de estupor, causado por la presencia de los intrusos, el baile habíase reanudado. El organillo cantaba las notas de una habanera, y las parejas, muy ceñiditas, columpiábanse en lentos vaivenes. Eran mujeres de rompe y rasga, hembras de trapío, mozas de partido y alguna trabajadora endomingada que andaba buscándole tres pies al gato. Las más llevaban el castizo pañuelo filipino, unas terciado a la torera, otras clásicamente colgado de los hombros, algunas a la manera gitana que cupletistas y bailarinas han deshonrado por esos tablados de Dios; también había unas cuantas mujeres disfrazadas de japonesas, pierrots y patudos bebés. En cuanto al elemento masculino, formábalo en su mayoría señoritos aflamencados, chulos de mujeres, criados y chauffeurs, y como nota selecta algún torero de barrio, de los que tienen por campo de sus proezas Getafe, Vaciamadrid, Arganda o Morata.
El salón era grande, aunque un tanto ahogado por lo bajo del techo y lo estrecho de las ventanas. Un papel oscuro, con floripondios color chocolate, cubría los muros, que alegraban como gayas notas los hórridos colorines de unos cuantos carteles de toros. Como adorno extraordinario pendían aquella noche, por techo y paredes, polícromas cadenetas de papel.
La concurrencia podía decirse enorme, y aunque la mayoría, después de la bronca del Cautivo con el Posturas -un golfo explotador de las mujeres de baja estofa- habíase refugiado en el ambigú, donde Cipriano refrescaba la sangre irritada por el sofocón, aún quedaba gente para llenar el salón en que las parejas, sudorosas, jadeantes, despeinadas, apenas si podían moverse incrustadas las unas en las otras.
La noche había sido por demás turbulenta. Primero, la expulsión, en nombre del decoro y la moral, de la Chavita y Mercedes, la del Morapio, que, sin saberse a ciencia cierta el por qué, habían descubierto que una de las dos estaba de más en el mundo (por lo menos en el baile), y que como preludio habían atentado a la integridad de sus cabelleras respectivas. Luego, la bronca del Cautivito con el Posturas.
Aquello ya fueron palabras mayores. Una futesa cualquiera, la intemperancia del maleta que desde el trípode de su pseudo gloria de novillero habíase permitido tratar al otro despectivamente, y la legendaria desvergüenza del chulo que contestó con unas cuantas frescas a los desdenes, fueron el origen de la cuestión. Sin embargo, todo hubiese parado en leve tirantez de relaciones, si, en el calor de la improvisación, no se le hubiese escapado al Posturas la palabra miedo.
¡Miedo! Hablar a Cipriano del miedo era mentar la soga en casa del ahorcado, poner el dedo en la llaga o dar en el blanco. ¡Miedo! Aquel era el punto negro en la vida del Cautivo, la muralla de hielo que se alzaba infranqueable entre él y la gloria. Los buenos aficionados, los que llevan escrupulosamente la cuenta de cada estocada y cada capotazo de sus ídolos, recordaban algunas proezas de Cipriano. Una tarde, en Aravaca había toreado por verónicas, que ni los mismos ángeles; otro día, en Talavera de la Reina, puso un par de banderillas al quiebro, que los reyes del toreo no hubiesen desdeñado en su haber; otro aún, y aquel en la plaza vieja de Barcelona, toreó de muleta admirablemente y remató de una estocada hasta la cruz, que hizo a los entusiastas proclamar su aparición como la de un nuevo Rafael Guerra. Pero, sobre todo, lo que ningún buen amante de los toros podía olvidar era el volapié monumental, digno de Mazzantinni, con que arrebató de júbilo a los concurrentes de la plaza de Tetuán de las Victorias. Y, sin embargo, Cipriano Sánchez, el Cautivo, no pasaba de ser un modesto, un ínfimo novillero. Una sombra negra, algo invencible, una fatalidad cruel pesaba sobre su vida deshonrándole, inutilizando sus esfuerzos, manchando sus éxitos. ¡Tenía miedo! Pero no un miedo natural, basado en el instinto de conservación y fácilmente dominable por la voluntad, sino un miedo tremendo, ciego, irrazonado, irresistible, que le hacía huir, temblar, cerrar los ojos, un pánico loco que le arrebataba todo sentimiento de pundonor torero, haciendo de él un animal cobarde y débil, una pavura necia como la que hace gritar a los niños en las tinieblas.
Avergonzado, evocaba en sus horas de desaliento la crisis atroz de su debut en el coso bilbaíno. Era el día de la consagración; la afición de Bilbao, (y sabido es que la vizcaína forma entre las más entendidas y entusiastas de España), agolpábase en el circo taurino deseosa de conocer al nuevo diestro. En el paseo, algunos aplausos le confortaron; luego, en el primer toro unos recortes, un toreo emocionante de rodillas y algunas otras proezas, valiéronle palmas en abundancia, y cuando, tras brindar al pueblo, colocose ante el astado bruto con los trastos de matar en la mano, sin causa justificada, de improviso, el fantasma de su cobardía se alzó ante él. Y comenzó el suplicio. El toro, a sus ojos se ofreció como una bestia apocalíptica, negra y enorme. La gloria, los aplausos, el pundonor profesional, el público, el cielo, el sol, todo se borró, esfumose, desapareció, quedando él solo en medio de un abismo tenebroso, húmedo y frío, cuya glaciedad helábale la sangre junto al toro, de momento en momento mayor, y cuyos cuernos a cada movimiento se agrandaban rozándole el pecho, el vientre, el cuello. El pueblo, asombrado, calló primero con un silencio de muerte, luego, indignado, prorrumpió en hórrido griterío, los silbidos eran ensordecedores, los apóstrofes llovían sobre él. Un huracán de injurias, de groseros insultos, de amenazas llenaba la plaza. Comenzaron a caer a los pies del infortunado diestro todo género de proyectiles: naranjas, botellas, almohadillas. Cautivito cada vez peor, más incapaz de dominar su pánico, acabó por retirarse llorando, entre barreras, mientras los mansos se llevaban al toro a los corrales. Desde entonces, la fatalidad parecía perseguirle, y mientras en las plazas pueblerinas triunfaba en difíciles empresas, cada vez que reaparecía en algún circo de importancia, el miedo, el miedo invencible, tremendo, fatal como una maldición, se erguía ante él.
Seguía el baile: y mientras las parejas giraban lentas en la cansada lascivia de un inacabable abrazo, el Cautivo, rodeado de amigos y admiradores, explicaba a su manera la bronca.
-Porque el Posturas...
Un incondicional entusiasta, deseoso de halagar a su matador, aseguró:
-¡Es un golfo!
Desde lo alto de su posición, Cipriano afirmó desdeñoso:
-¡Un chulo!
-A ver si no pones motes. ¿Estamos? Ni que tu madre hubiese sido la madama Pum-pum, la del «cine».
Al oír la voz de su contrincante, el torero se puso en pie, y empuñando una silla permaneció a la defensiva. El otro había avanzado lentamente, con calma amenazadora, y, por fin, a tres pasos de su enemigo, habíase detenido. Hubo un momento de sobresalto en la concurrencia. Los dos hombres, frente a frente, estaban en actitud expectante. El Cautivo tenía una apostura canalla, un tipo de golfo, sabio en artes de Monipodio y Caco, una gracia innoble, un poco bárbara y otro poco cínica, de colillero ducho en descuidos y en productivos amores de encrucijada. No muy alto, más bien recio de complexión, sin que la reciedumbre perjudicase a cierta agilidad airosa de felino, su cabeza era pequeña y bien moldeada; tenía el rostro muy moreno, los labios gruesos, carnosos, húmedos y rojos, los pómulos salientes, pequeños, pero vivos y llenos de picardía los ojos y estrecha la frente, que hacía aun más pequeña, el pelo recortado en flequillo, que se alargaba en las sienes hasta formar tufos a la manera gitana. El Posturas era más fino, más elegante. Alto, delgado, su tipo era el tipo árabe, no sólo en la distinción serena de los gestos sobrios y armoniosos, sino en la palidez mate del rostro, en los labios delgados, en los ojos grandes, negros, melancólicos y soñadores, y en el pelo negrísimo que caía en una onda de azabache sobre la frente alta y despejada.
Los dos rivales, mirándose desdeñosos, permanecían sin decidirse a acometerse ni tampoco a despejar el campo; algunos amigos oficiosos comenzaron a interponer sus buenos oficios, y parecía que la cosa iba a quedar así, cuando la Discordia, en forma de Pura, la Sencilla (aquel viborezno con faldas, que incapaz de perdonar a la Naturaleza cruel, su cara picada y sus ojos bizcos, complacíase en encizañar a todo el mundo), lanzó su manzana.
-¡Ay, qué miedo! ¡sujetarlos que se pierden... un día de estos, en la calle del mírame y no me toques! -y luego, en voz más baja, siguió refunfuñando-: ¡Madre mía, qué hombres! Mucho de boquilla, pero aluego...
Nadie le hacía ya caso. El Posturas habíase encarado con Cipriano y le conminaba enérgico:
-A ver si va a poder ser que no pongas motes.
El Cautivo escupió desdeñoso:
-Haré lo que me dé la repajolera gana.
Con fría calma, en que había un reto, pidió el otro:
-Repite.
El torero alzó la silla, pero ya Posturas había retrocedido un paso, y con gesto rapidísimo, sacando una navaja del bolsillo:
-Anda.
Otra pausa. A la vista del acero que brillaba, lívido Cipriano, sentía flaquear su valor. La idea del hierro desgarrando sus carnes, la atroz sensación de frío de la hoja fina y puntiaguda, la glutinosa tibieza de la sangre, encogíanle el corazón, y el miedo, aquel miedo instintivo, animal, de las plazas de toros, le acometía, se apoderaba de él, vencíale en una vergonzosa derrota espiritual.
Las gentes se impacientaban. Ellos esperaban hule, y la pasividad, muy parecida al pánico, del torero, les irritaba, defraudando sus secretos anhelos de sadismo salvaje. Con una hermosa crueldad de carnívoros, deseaban una tragedia. La Sencilla, siempre malévola, fue la primera en azuzarles irónica:
-Que avisen a la ambulancia. ¡Socorro, que se matan!
Una voz anónima apostrofó a Cipriano:
-¡Que te mientan la madre!
Y otra:
-¡Déjale a la mamá tranquila, que era del Club de las solteras!
El Cautivo se puso muy pálido. Con un esfuerzo supremo dominose, y encarándose con el chulo amenazó:
-Si vuelves a tomar en tu cochina boca a mi madre, te estrello.
El Posturas, ni pestañeó siquiera.
Ahora, el choteo fue con él.
Una hembra rió:
-Digo, que dije, que he dicho que no he dicho nada... ¡Viva el miedo!
Y la voz incógnita:
-El miedo es libre.
El chulo árabe dio un paso.
-Cipriano, aquí, uno de los dos está de más.
Cipriano retrocedió instintivamente. ¡El miedo! No podía. Apoderábase de él un ansia vergonzosa, ridícula, estúpida de huir, de esconderse, de tirarse al suelo y romper a llorar. Sentía todas las miradas fijas en él, hostiles, malévolas o simplemente curiosas, y todos los juicios suspendidos sobre su cabeza; comprendía que le iba en ello su prestigio de matador, su cartel de Don Juan callejero, su porvenir, hasta su bienestar actual, y, sin embargo, no podía.
Los curiosos y, sobre todo, las curiosas, comenzaban a darse cuenta del miedo, y a cada gesto, a cada movimiento de retroceso una nube de denuestos, de burlas, de groseros desdenes se elevaba. El chungueo hacíase general.
-¡Ay, mamá, que me comen, que me comen!
-¡Que viene el toro!
-¡Árnica!
-¡Azahar, que se desmaya el niño!
-¡Jesús, qué miedo!
-¡Ay, hija!
-¡Miau!
-¡Zape!
El Posturas había avanzado, y la navaja tendíase a un palmo del pecho del torero que, incapaz de vencerse ya, seguía retrocediendo.
En aquel momento dibujose en la puerta la alta silueta de Judith Israel.
Con sus ojos verdes, duros y altivos de reina fabulosa, contempló la escena. De improviso divisaron al Cautivo, y un leve estremecimiento onduló en su rostro. Avanzó un paso y clavó las pupilas triangulares, glaucas y fascinadoras como las aguas de un estanque encantado, con una mirada imperativa en el cobarde, que seguía perdiendo terreno. Súbitamente, Cipriano alzó la cabeza, y sus ojos azorados tropezaron con los de la danzarina. Fue como una descarga eléctrica; sintió calor, vida nueva, algo que era lava y hierro, energía, valor, circulando por las venas. Irguiose, arrojado, magnífico, y, sin importarle la hoja que amenazaba su pecho, saltó sobre el chulo.
Fue una lucha épica, en que el Cautivo, sin más armas que sus manos, defendíase de los certeros golpes de la navaja. Al fin, la navaja cayó al suelo, y los dos hombres enlazados forcejearon un instante formando una masa confusa que al fin se deshizo, rodando el Posturas por el suelo, mientras el torero se alzaba vencedor.
Una explosión de entusiasmo y admiración saludó su victoria; los mismos que un momento antes denigrábanle, cantaban ahora loores al vencedor, mientras unos cuantos amigos llevábanse a su contrincante, maltrecho y pesaroso.
Pasado el primer momento del triunfo, y como calmados los ánimos, habíase reanudado el baile; Cipriano dirigiose a Judith Israel.
La danzarina permanecía rígida, inmóvil en una absurda tensión de arco, como una Pitonisa después del esfuerzo de videncia. El torero se detuvo ante ella y balbuceó turbado:
-¿Quiere usted bailar esta polka?
No respondió ella; desplomose en los brazos del galán, y rota la tensión nerviosa su cuerpo entero moldeose a él.
El Cautivo murmuró con voz velada de emoción.
-¡Cayetana, mi vida, te acuerdas!
Una sonrisa tembló en los labios de la Esfinge. Una voz lejana como un eco, una voz timbrada de no sé qué violencia pasional, musitó:
-¡Cipriano, chaval!
Las notas del organillo brincaban alegres y retozonas, frívolas y sentimentales, desgarradas y chulescas. Judith, abandonada en los brazos del galán que la oprimía contra su pecho, parecía agonizar de voluptuosidad. Todo su cuerpo distendido ceñía en un abandono absoluto al de su pareja. Sus ojos de quimera dormían en los de su caballero, como duerme la luna en el fondo del mar, y en el rostro, muy pálido, los labios de cera sonreían.
Julito rió al oído de Elvira.
-¡Atiza! Parece que se ciñe.
Elvira, entre admirada y envidiosa, se santiguó verbalmente... En el nombre del Padre.
-¡Hijo, qué fresca!
Con dejo chulesco rectificó el otro:
-Siempre será al revés.