La vuelta al mundo en la Numancia/VIII
VIII
El 8 de Enero del 65 salió la Numancia de Cartagena para Cádiz, llevando a bordo una Comisión de primates de la Marina, que debía informar de las condiciones de la fragata. Toda la travesía fue una serie de probaturas. Dócilmente obedecía la nave, haciendo todo lo que se le mandaba, y vieron y apreciaron los señores su andar a máquina, variando el número de calderas encendidas y los grados de expansión, y el tiempo que tardaba en dar una vuelta en redondo. Probose asimismo el andar a la vela, desplegando en los mástiles la enorme superficie de lona. Era un encanto ver cómo el coloso, sensible a las caricias del viento, hacía sus viradas por avante y en redondo con suprema elegancia y precisión.
Reventaba de gozo Ansúrez viendo estas pruebas, singularmente las de maniobras de vela, que eran su fuerte y su orgullo. En ellas ponía su brío y ardimiento, expresados por su potente voz; ponía también su corazón, pues solo ya en el mundo, privado de todos los amores que embellecen la vida, había encontrado en la fragata un amor nuevo que le salvaba de la tristeza y sequedad anímicas. En pocos días se encendió en él la llama de aquel cariño nuevo: la fragata era su hija, su esposa y su madre, y en ella veía el lazo espiritual que al mundo le ligaba. La Numancia, personalizada en la mente del Oficial de mar, era el conjunto de todas las maravillas de la ciencia y del arte; un ser vivo, poderoso, bisexual, a un tiempo guerrero y coquetón. La bravura y la gracia componían su naturaleza sintética. No cesaba de alabar sus múltiples atractivos, y ya decía «¡qué valiente!» ya «¡qué elegante!».
Había recorrido, de sollado en sollado, los innumerables departamentos y divisiones de la interior arquitectura del barco, los cuales correspondían a las necesidades de la guerra, de la vida y de la navegación. Todo lo había visto y examinado con prolijidad, conservando en su mente los pormenores de tantas y tan diferentes partes, de cuya proporción y armonía resultaba la hermosura total. Las baterías le enamoraban, y la máquina y carboneras encendían en él entusiasmo tan hondo como el velamen gigantesco. Tenía la nave corazón, sangre, alas, pies, y un rostro bellísimo, que era la peregrina disposición de las viviendas donde tantos hombres según sus categorías se albergaban, la opulencia de las cocinas y despensas, y todo lo concerniente al buen comer, indispensable función de los hombres de guerra.
El 4 de Febrero salió de Cádiz la soberbia fragata, con mar llana y Noroeste fresquito. En cuanto se zafó del puerto, puso rumbo a Canarias con cuatro calderas encendidas. Por la tarde se aprovechó la mayor frescura del viento, largando las gavias y algunas velas de cuchillo, con lo que se ayudó el andar a hélice. A la cuarta singladura vieron los navegantes el grandioso Teide, que desde las brumas del horizonte les daba el quién vive. Hacia él maniobraron, y a media tarde dejáronlo por estribor, pasando entre las islas de Gran Canaria y Tenerife. No fue tan bonancible la travesía de Canarias a San Vicente, porque se les presentó mar tendida y gruesa del Noroeste, que les cogía de costado; y la señora fragata, que hasta entonces no había sufrido tal prueba, bailó graciosamente, con diez balances de 25 grados por minuto, demostrando que si grande era su ligereza, no era menor su estabilidad... En San Vicente se detuvieron el tiempo preciso para reponer el carbón gastado desde Cádiz. Un calor pegajoso, un barullo de negros y mulatos, que como solícitas hormigas metían el combustible en las carboneras, incomodaron a los tripulantes en los tres días que permaneció el barco frente a la isla inhospitalaria, desnuda de toda vegetación.
En sitio tan desapacible reverdecieron las melancolías de Ansúrez, y se turbó la serenidad que desde el embarque en Cartagena traía en su alma. Una tarde, invitado a la mesa de los maquinistas por uno de estos, que era su amigo, se entabló conversación sobre cosas y personas cartageneras, y el tercer maquinista, hombre simpático, mestizo de francés y catalán, hizo alusión muy transparente al rapto de la hermosa Mara. Saltó Diego con exclamación pronta y viva, como si avispas le picaran. Mediaron palabras de curiosidad, excusas, interrogaciones ardientes, y por fin dijo el maquinista que nadie como él hablar podía de aquel suceso, porque era muy amigo de Belisario Chacón, y se sabía de memoria su carácter, sus cualidades y defectos. El estupor de Ansúrez subió de punto. Nunca pensó que en medio de los mares, a tanta distancia del escenario de su drama de familia, viniese repentina luz a esclarecerlo. A las manifestaciones que antes hizo, agregó el maquinista que podía contar muchas cosas que el padre de Mara ignoraba. La curiosidad ansiosa de este fue muy semejante a los balances que había dado la fragata en la última travesía... Pero como no era discreto hablar del caso entre tanta gente, en la confianza de la sobremesa, acordaron reunirse los dos a prima noche, después de picar las ocho. Bien podían charlar sin reserva cuando uno y otro estuviesen francos de guardia.
A la hora prescrita, arrimados al castillo de proa, hablaron largamente Ansúrez y el maquinista Fenelón, sin más testigo que el vientecillo terral, que una vez entrados los conceptos en el oído de Ansúrez, se los llevaba mar adentro. Si no fuera discreto el terral, podría repetir cláusulas de aquel coloquio en que el semi-extranjero refería sucesos reales y daba sinceras opiniones. Cogidos en la onda del viento se reproducen algunos trozos que no carecen de interés. Véase la muestra: «Ha de saber usted, amigo mío, que en aquellos días de Octubre tenía Belisario mucho dinero. Del bolsillo sacaba puñados de monedas de oro y fajos de billetes. ¿Piensa usted que este dinero era mal adquirido? Yo creo que no. Belisario es una cabeza destornillada, como la de todo el que anda en tratos con la poesía; pero no pone su mano en lo ajeno: esto me consta; he podido comprobar su honradez en las ocasiones de mayor pobreza. Dice usted bien que ese dinero no pudo ganarlo en su comercio de fruslerías... pura farsa romántica... Se disfrazaba de vendedor... ponía en verso los números... Me pregunta usted si sé la procedencia del dinero, y contesto que Belisario hacía también la farsa del guardador de secretos... Presumo que recibió fondos del Perú, enviados por su madre para que se restituyese a la patria».
-¿Y por qué -observó Ansúrez prontamente- no me habló... en plata, para pedirme la hija? Aunque ni pobre ni rico me gustaba el peruano, con ese adorno de la riqueza... quiero decir... no viniendo el pretendiente a palo seco, mi contestación hubiera sido muy otra de lo que fue.
-Pues... Belisario no habló a usted de intereses -repuso Fenelón-, porque es lo que llamamos un romántico... ¿se entera usted, amigo?... porque llevando las cosas por derecho y obteniendo la mano de la niña según el estilo corriente, no resultaba poesía... Lo poético era meterse por el camino más largo y más difícil, manteniendo la ilusión, que es la salsa de que se alimentan las almas románticas. Palabra de honor, que es así.
-No lo entiendo, ni creo que tenga sentido común nada de lo que usted me dice...
-Pues añadiré que también su hija de usted es una romántica de marca mayor -afirmó Fenelón riendo-. Romántica vino al mundo; el aire andaluz agravó lo que bien puede llamarse enfermedad, y las lecciones de las monjitas acabaron de rematarla... ¿Tampoco lo entiende?
-¿Conoció usted a mi hija?
-La vi una sola vez. Sus ojos y las pocas palabras que le oí, me revelaron su romanticismo agudo. Después, la he conocido mejor por el reflejo de su alma en el alma de Belisario... Pues como decía, siendo los dos románticos furiosos, bien puede asegurarse que desecharon todo proceder antipoético, para lanzarse a los fines de amor por los espacios rosados y lindísimos de lo ideal... ¿Tampoco lo entiende?
-No, señor, y líbreme Dios de entender esas monsergas... Por lo que usted me dice, voy comprendiendo que también es usted de esa cuerda o vitola... ¿Cómo llaman eso?
-Romanticismo... Pero sepa que yo no soy romántico, ni mis locuras, que también las tengo, son como las de Belisario y su hija de usted. Yo, así por el lado catalán como por el lado francés, soy esencialmente práctico y positivista. Si me hubiera encontrado en el caso de Belisario, habría ido derecho a la confianza de usted alargando la mano llena de dinero. Yo no desprecio el dinero, no lo llamo vil, no lo tengo por prosa, sino por la más alta poesía...
-Hombre, ni tanto ni tan poco -dijo Ansúrez con inflexión jovial-: quedémonos en un término medio... Pues ahora me ha entrado curiosidad de usted... Dígame quién es, cómo ha venido a la vida de perros de los maquinistas de vapor, y dónde y cuándo aprendió lo que sabe, y el aquel que tiene para calar a las personas.
-Yo soy hijo de francés y española; me crié en Cataluña, y mi primera educación fue para mejor oficio que este de maquinista. Mi padre ha sido Director de Forges et Chantiers, y aún desempeñaba el cargo cuando se puso la quilla de esta magnífica fragata. Hoy está retirado por su mucha edad, pero conserva en los talleres y en la Dirección tanta influencia como cuando todo estaba bajo su mano... Yo fui muy aplicado en mis años primeros, como acreditan las certificaciones de mis estudios prácticos en el Creuzot, y los diplomas que gané en Lyón y en París... Ya que nombro a París, diré que en aquella ciudad tan grande y bella se inició mi perdición, al tiempo que me asimilaba la cultura y el saber ameno que allí flota en el aire y se le introduce a uno, como si dijéramos, por los poros. Yo me di grandes chapuzones de lectura; me puse al corriente de todo lo antiguo y moderno, así en novela y poesía como en las demás artes, sin olvidar por eso mi profesión científica. Pero mientras metía en mi entendimiento tanta y tanta luz, mi voluntad se la llevaban los demonios, y me lancé a una vida desarreglada y al delirio de los goces... Veo que me oye usted con la boca abierta, como si yo le contara un cuento fantástico. Usted, hombre sencillo y patriarcal, no comprende nada de esto... Abrevio mi cuento, y vengo a parar en que mis escándalos tuvieron fin por intervención de mi familia. Mi padre me sentenció a trabajos duros para corregirme, por imponerme más segura penitencia, me embarcó de tercer maquinista en la Numancia. Ya sabe usted que la Compañía Forges et Chantiers corre con el servicio de máquina hasta que la fragata vuelva de su expedición.
-Viene usted, pues, como galeote -dijo Ansúrez-, que así llamaban a los criminales y perdidos que iban a remar en las galeras del Rey. Bien, señor Fenelón. Ya veo que es usted hombre de historia, muy corrido en trapisondas de tierra adentro, y sabedor de cosas de novela y poesía... que para mí son letra muerta, pues de ello no entiendo palotada. Y veo también que no sólo corrió usted las borrascas en aquella Babilonia de Francia, que llamamos París, sino que también debió de andar por España como bala perdida, y en España fue amigo del sinvergüenza de Belisario. ¿Andaba usted por la costa de Levante en Septiembre y Octubre de año pasado? Sin que me responda, entiendo que sí. Cuando el maldito peruano me robaba la niña, estaba usted en Cartagena... y cuando el ladrón y la joya robada se embarcaban no sé para dónde, usted tomaba la vuelta de Tolón, donde su señor padre le trincó y le impuso el castigo de galeras en nuestra fragata.
Afirmaba el francés, rechazando al propio tiempo toda complicidad en el robo de Mara.
«¿Y cómo me explica usted -preguntó Ansúrez, que se resistía bravamente a entrar en el terreno legendario-, cómo me explica que teniendo aquel pirata sus bolsillos estibados de buena moneda, sirviera de segundo mayordomo en un vapor de mala muerte?...».
-Romanticismo, pura farsa romántica. El hombre satisfacía un irresistible anhelo de disfrazarse y hacerse pasar por lo que no era, siempre a la mira y asechanza de su propósito novelesco, tal como lo que había visto en dramas y leído en libros de imaginación. Hacía, por ejemplo, el Montecristo, y derramaba el oro para escribir en su vida una página sorprendente de interés y emoción.
-No lo entiendo, no lo entiendo -dijo Ansúrez llevándose las manos a la cabeza-; y como usted es también poeta, por su desgracia, no puede contarme las cosas como son, sino como las ve en el farol de poesía que tiene dentro de su cabeza. Y si esto no me entra en el magín, menos entrará que Belisario pudiera seducir y engañar a mi niña sin emplear artes de brujería, bebedizos o algún requilorio enseñado por los demonios. ¿Cómo pudo ser, Señor, que se dejara trastornar mi hija por un charlatán sin seso; ella, que era buena de su natural, y además traía fresca la enseñanza de las Madres, que la instruyeron de moral, y me la pusieron tan modosita y tan recatada que daba gloria verla y oírla?
-Las Ursulinas, amigo Diego -afirmó el francés-, no enseñaron a la señorita nada, absolutamente nada. Salió del convento tan borriquita como entró en él. Lo único que aprendió fue el disimulo de su romanticismo... Y también digo a usted que el alma romántica tiene su mejor cultivo en el misterio y soledad del claustro, mi palabra de honor... El misticismo le pone luego el capuchón para que se disfrace y pueda engañar más fácilmente al mundo.
Enorme confusión llevó esta idea al pensamiento de Ansúrez. No sabiendo cómo contradecir al francés, calló... y ambos perdieron sus miradas en el mar sosegado y dormido que delante tenían. Pensó el contramaestre que su compañero de navegación había cargado la mano en las dosis de Jerez con que se confortaba después de las comidas, y que por esta causa, más que por su embriaguez de cultura literaria, estaba el hombre a medios pelos.