La vuelta al mundo en la Numancia/VII
VII
La terrible impresión de esta noticia no hizo estallar al buen Ansúrez en bravatas y denuestos sacrílegos. La recibió como una maldición de Dios, y su dolor tomó forma semejante a las sublimes quejas del santo patriarca Job. Creyó que Dios lanzaba sobre su cabeza rayos de ira, que debía revolcarse en un muladar, y convertirse en ceniza o polvo miserable. Rompió a llorar como un niño. Ni Pinel ni otros amigos pudieron consolarle.
¿Pero cómo...? ¿Cuándo...? A estas interrogaciones ansiosas fueron contestando los amigos con discreta lentitud. Lleváronle a la correduría, y con él se encerraron. Así evitaban el tener que contarle cosas tan delicadas en medio de la calle... ¿Pero cómo...? ¿Cuándo...? Pues la escapatoria fue la misma noche de la partida de Ansúrez a Mazarrón. Ninguno de los amigos podía explicarse que habiendo embarcado el ladrón en el vapor sardo, volviese a Cartagena tan pronto. O no eran ciertas las noticias dadas por el práctico, o el americano tomó tierra en alguna playa o puertecillo de la costa... Lo indudable, y esto se supo por una muchacha que en la casa servía cuando Mara volvió del convento, era que los amores de Belisario con la señorita databan de fecha relativamente larga. Cuando Ansúrez le socorrió en Alicante, ya había logrado el americano que sus amorosas esquelas llegaran a la colegiala de las Ursulinas... Restituida la niña a su casa, continuó la correspondencia, que era por una y otra parte de lo más arrebatado y fogoso, a juzgar por una carta que, después de la evasión, encontraron en el neceser de Mara; papel que esta se olvidó de quemar, como había hecho con otros... También era indudable que en Octubre, antes de la violenta escena en la correduría, estuvo el gavilán en Cartagena; los amantes se veían y charloteaban, asomada ella a una ventana que da al callejón del Cristo, él en la calle, arrimado a un doblez obscuro de la pared.
Para que nada quedara por decir, uno de los presentes declaró que, por confidencia que a una de sus amiguitas hizo Mara, se sabía que el amor de esta era de los de condición irresistible y volcánica. Otro de los amigos expuso la idea de que el americano sería todo lo perdido y vagabundo que se quisiera; pero que alguna cualidad eminente había de tener para trastornar a una señorita que, con la pasada que le dieron en el convento, era sin duda muy sentada de cascos. No faltó quien dijese que la culpa de aquel desvarío la tenían los malditos versos, o la poesía que, hablando en prosa neta, echaba por su boca el maligno americano. En resolución, este había cautivado a la paloma Ansúrez con el gancho de su palabrería poética, y el continuo hablar de ángeles, corolas, crepúsculos, misterios de la tarde y de la noche, astros rutilantes, desmayos del amor, y otras mil sandeces que debieran ser prohibidas por la Iglesia, y perseguidas sin compasión por los jefes políticos, corregidores y alcaldes pedáneos.
Faltaba lo más importante de la información que al afligido Ansúrez dieron sus amigos. En cuanto se notó la falta de Mara en la casa, salió Pinel disparado en busca de la fugitiva. Requiriendo el auxilio de las autoridades, anduvo de mazo en calabazo toda la noche, sin encontrar ni a las personas buscadas ni rastro de ellas. Creyó que habían huido por tierra; pero al día siguiente, la vaga delación de un gabarrero le indujo a creer que Mara y su raptor habían escapado por los anchos caminos del mar. ¿Cómo y a dónde?... Noticias posteriores dieron la casi certidumbre de que navegaban con rumbo al Estrecho de Gibraltar en una goleta de tres palos, norte-americana, llamada Lady Seymour. «¿Para dónde, ajo?...». «Para Río Janeiro, Montevideo y el Pacífico». La goleta despachada en Barcelona con carga general, había hecho escala breve en Cartagena para tomar dos docenas de pasajeros, que iban sin blanca y con lo puesto, en busca de la madre gallega.
Por fin, el buen Pinel, no sabiendo cómo consolar a su amigo, díjole que unos señores, no sabía si peruanos o chilenos, establecidos en Alicante y que de paso estaban en Cartagena, conocían a Belisario y dieron de su familia las mejores referencias. El padre había muerto, dejando un fabuloso caudal, haciendas muchas y plata en barras, que, puestas en montón, subirían tanto como la torre de la Catedral de Murcia. De todo eran ya dueños la viuda y los hijos... Bien podía suceder que Belisario, al alzarse con la moza, tuviera la intención de ir por caminos malos a un fin excelente, que en esto de elegir caminos, el hombre es siempre un navegante, y no va por donde quiere, sino por donde le dejan las corrientes y el viento. Dentro de lo posible estaba que la pareja loca fuese navegando en demanda del Perú y de la herencia; que en el Perú se unieran Mara y Belisario en santo matrimonio, y que luego volvieran acá encasquillados en plata, para dar dentera a media España... Ansúrez le mandó callar: se angustiaba más con el desenlace de cuento infantil que los amigos querían poner a su infamia.
El suceso que referido queda hundió al celtíbero en negra tribulación. Ya no había para él contento ni paz. En pocos días se avejentaron sus cuarenta y dos años, tomando aspecto de hombre más que cincuentón. Llenósele de arrugas el rostro, la cabeza de canas; la sonrisa y todo concepto jovial huyeron de sus labios. Hablaba tan poco, que sus palabras se podían contar como los donativos del avaro. Para que su semejanza con el santo patriarca Job fuera más visible, a los ocho días de la fuga de Mara trajéronle la nueva de otra gran desdicha. El falucho Esperanza, que había salido de Torrevieja con cargamento de sal para Villanueva y Geltrú, fue sorprendido de un furioso ramalazo de Levante, que lo desarboló, y con graves averías en el casco, lo dejó sin gobierno, a merced del oleaje. De nada valieron los esfuerzos de una tripulación heroica: el pobre barquito fue a estrellarse en las peñas del faro de Santa Pola. Perecieron dos hombres, y la embarcación se deshizo como un bizcocho...
La noticia del tremendo desastre fue escuchada por Diego con resignación tétrica y sombría, como si antes que la temiese la esperase, persuadido de que las desgracias no vienen nunca solas. Considerando que el otro falucho que poseía, nombrado Marina, se encontraba en tan mal estado que su reparación había de costar casi tanto como hacerlo de nuevo, resolvió el humilde armador desprenderse de todas las granjerías fundadas sobre el inseguro cimiento de las aguas. Aprestose, pues, a liquidar los restos de su negocio naviero y mercantil, con propósito de retirarse luego a vida solitaria, quizás eremítica, lejos del mundo y de sus engañosas vanidades.
Con fría calma y estoicismo dedicose Ansúrez día tras día a soltar sus amarras con la industria marítima, y el tiempo que le quedaba libre pasábalo en el Arsenal, al calor de algunas fieles amistades que allí tenía. Anselmo Pinel, hermano de Roque y maestro ajustador en los talleres, fue el primero que consiguió distraerle de sus murrias, interesándole en los trabajos de la ingeniería naval. A la sazón estaba en grada un fragatón de hélice con blindaje, que llevaba el glorioso nombre de Zaragoza; y terminada ya, esperaba su armamento junto a la machina otra gallarda nave, la Gerona, de cincuenta cañones y seiscientos caballos.
La inspección de obras, que suele ser el mejor esparcimiento de viejos aburridos, dio al alma de Ansúrez algún consuelo: al menos, mientras curioseaba de una parte a otra, descansaba su espíritu de la contemplación interna de sus desdichas. Viendo iniciada en él la tendencia reparadora, Anselmo Pinel, sin apartarle de la idea de retirarse a vida solitaria, le indujo mansamente a volver al servicio de la Marina de guerra, pues esta, en su sentir, armonizaba muy bien con el santo propósito de abandonar los intereses mundanos. La vida del marino real era toda abnegación y sacrificio, con la añadidura de la soledad, más completa en la extensión del Océano que en los áridos desiertos de tierra. En este sentido le habló, aunque con términos más llanos, haciéndole ver que si le llamaban las austeridades del yermo y el gusto del sacrificio, debía sin vacilación engancharse por tercera vez, pidiendo plaza de contramaestre u oficial de mar.
Aunque verbalmente rechazaba Diego esta proposición, bien comprendió Anselmo, por los términos vagos de la negativa, que la idea penetraba en el ánimo del infeliz hombre, y allí labraba su nido. Insistía y machacaba Pinel en su exhortación, reforzándola con discretas razones. «Aquí tienes al Director de Ingenieros, don Hilario Nava, que se alegrará de que vuelvas al servicio, y pronto ha de venir el General Rubalcaba, que te estima, y no desea más que protegerte. No vaciles, Diego, y date a la mar, que será tu consuelo, tu familia, ya que ninguna tienes, y tu religión, que buena falta te hace». Ayudaban al buen consejero en esta obra catequista dos amigos y compañeros de Ansúrez: el uno, Cabo de mar, llamado José Binondo; el otro Cabo de cañón, por nombre Desiderio García. Ambos habían navegado con él largo tiempo en la goleta Vencedora.
Por fin, hallándose Diego en gran perplejidad, el ánimo indeciso, balanceándose entre la pereza, que le pintaba las dulzuras de la quietud, y el sentimiento religioso, que le pedía trabajos más duros en provecho de su alma y de la madre patria, alma y dueña de todas las vidas españolas, salió una mañana al muelle, y vio fondeada en el puerto la mas gallarda, la más poderosa y bella nave de guerra que a su parecer existía en el mundo. Metiose en un bote, y se fue a ver de cerca la mole arrogante; la examinó y admiró por ambos costados y por proa y popa, embelesado de tanta maravilla. La estructura y proporciones del casco, que así expresaba la robustez como la ligereza; el extraño y novísimo corte de la proa, rematada en forma tajante como un terrible ariete para partir en dos a la nave enemiga; la colocación airosa de los tres palos; la altísima guinda de estos; el conjunto, en fin, de armonía, fuerza y hermosura, le dejaron asombrado y suspenso.
Vista por fuera la fragata, subió Diego a bordo, y acompañado de buenos amigos que allí encontró, hizo detenido examen de todo; vio el reducto blindado, el puente y alcázar, la extensa cubierta; en el primer sollado, las potentes baterías con todos los accesorios para su servicio; en la profunda caja central las máquinas; subió, bajó y recorrió los departamentos del inmenso recinto, que era barco, fortaleza, palacio y refugio de las almas valientes, y se sintió llamado por voz del Cielo a encerrar su vida en aquel que le pareció santuario de hierro, no menos grandioso que los de piedra. La Numancia, que así se llamaba el barco, venía de los astilleros de Tolón, nueva, flamante como un juguete construido para los dioses... Entusiasmado ante tanta belleza, pensó por un momento Ansúrez que su patria había recibido de la Divinidad aquel obsequio, y que este no era obra de los hombres.
Y cuando la Numancia pasó al Arsenal para completar su armamento y arrancharse y proveerse de todo lo necesario a una larga navegación, se fue el hombre a bordo con Pinel; bajaron al segundo sollado, a proa, donde están los dormitorios de los condestables y contramaestres; se metieron en uno de estos, y Ansúrez dijo a su amigo: «De aquí no salgo ya. Arréglame todo como puedas. En casa está mi uniforme guardado con alcanfor para que no se apolille. Tráemelo, y con él mis papeles. Vete a ver al Mayor General o al oficial de derrota, que es don Celestino Labera, mi amigo, y dile... lo que quieras, Anselmo... En fin, que me voy; y si no puede ser de contramaestre, iré de cabo de mar, de marinero ordinario, o aunque sea en el oficio más bajo de la Maestranza».
Pinel y los demás amigos se ocuparon activamente en este negocio del honrado navegante, consiguiéndole plaza de Segundo Contramaestre (el primero era otro excelente amigo y gran marinero, llamado Sacristá)... Y satisfecho de su empleo, el celtíbero no salió más del barco, y en él se sentía tan consolado de sus tristezas como peregrino que, tras un largo divagar, encuentra la magna basílica, y en ella el misterioso encanto que apetece su alma dolorida.