II

La continuación de estas noticias biográficas dejó en la memoria de Confusio y Donata los puntos más salientes, a saber: la edad de la monja fugada no pasaba, según su cuenta, de los veintiséis años. En el siglo llamábase Angustias, y había nacido en un pueblo próximo a Granada, de familia buena y humilde. Mal sonaba en los oídos de Ansúrez el tristísimo nombre de la que, arrojada de los aires y cayendo sobre él como un bólido, fue coscorrón y donativo de la Providencia; y así, cuando llegaron a completa concordia y se avinieron a recorrer juntos la cuesta de la vida, resolvió él con franca autoridad rebautizarla y ponerle nombre de Esperanza, que al ser pronunciado ensancha el corazón en vez de oprimirlo... Al mes no entero de la evasión efectuaron sus bodas, sin más trámite que su firme voluntad de correr igual suerte en lo futuro; y el día de Navidad de aquel mismo año 49 dio a luz doña Esperanza, en Palma de Mallorca, una niña, que puesta debajo de la advocación y patrocinio de la Virgen del Mar, se llamó Marina, y por elipsis del habla familiar quedó para siempre con el breve nombre de Mara. Este hecho del nacimiento de la criatura demuestra que los desconciertos morales y canónicos podrán traer efectos revolucionarios en el terreno legal; pero no traen el acabamiento de la especie humana, la cual, contra viento y marea, continúa cantando bajito el himno de su fecundidad.

Supieron asimismo Donata y Confusio que el buen Ansúrez, hacia el 50, viéndose perdido en sus negocios de cabotaje, entró por segunda vez en el servicio de la Armada. Tres veces fue a las Antillas, corrió toda la mar Caribe, y por fin, en la Expedición científica al Pacífico, pasó de ida y de vuelta el temeroso Estrecho de Magallanes. En estos viajes, con descansos periódicos en Cartagena, transcurrieron diez años. El 60, cumplido el plazo de enganche, restituyose Diego a su hogar y familia, trayendo sus ahorros y algún dinero ganado en América con el toma y daca de pacotillas. Era su propósito emprender de nuevo el tráfico costero, y a este fin compró dos naves, abanderadas la una en Cartagena, la otra en Palamós. En el primer viaje de esta, entró de arribada en Amposta para el reparo de averías; y mientras permaneció en Tortosa, ocurrieron sucesos para él memorables: el suplicio de Ortega, la captura de los Príncipes y el conocimiento con Donata y Confusio. Ya se ha dicho que estos navegaron con su generoso amigo, visitando puertos del archipiélago balear y de la Península; queda por decir que en un pueblecito del Mar Menor, cerca de Cabo Palos, conocieron a doña Esperanza, esposa putativa de Ansúrez, y a su preciosa hija Mara. En la primera vieron una señora muy reservada y seria, de belleza fría y sin encanto, la expresión del rostro más de escultura que de persona viva, la mirada brillante y quieta, como de imagen barnizada. En cambio, la chiquilla era una morenita salada y picaresca, pimpollo de gracias infantiles, que anunciaba la mujer pertrechada de seducciones.

En este punto se desvanece la Historia, y los sucesos se diluyen por la dispersión de los seres que los informan. Donata y su caballero se establecen en Cartagena, luego en Murcia. Leves divergencias de carácter y de gustos se manifiestan en ellos; a las discordias menudas suceden reconciliaciones tibias; la inarmonía crece; menguan los halagos; rómpese de súbito un vivo fuego de guerrillas; al desamor sucede la antipatía... y por fin, Donata corre a satisfacer sus ambiciones del alma en la servidumbre y compañía de un opulento canónigo, aristocrático y elegante. Deslumbraban a la discípula del Arcipreste de Ulldecona los ricos atavíos eclesiásticos, las áureas dalmáticas y casullas, las albas vaporosas, las sotanas de sarga, olientes a raíz de lirio, o a exquisito rapé del de la Orza del Papa. Fastuosamente vivía el capitular en un palaciote viejo, ornado de muebles arcaicos y de objetos primorosos. Toda la casa hallábase impregnada de una sutil fragancia de cedro, sándalo y otras maderas exóticas. La profusión de fino damasco en cortinas, colchas y almohadones, así como la riqueza de plata labrada, hacían creer a la simplona Donata que tenía por amo a un cardenal. Dolorido al principio, pronto consolado, contento al fin de su divorcio, Confusio partió a Madrid ansioso de contar sus buenas y malas andanzas al Marqués de Beramendi y a Manolo Tarfe.

Si el 60 fue en gran parte venturoso para Diego Ansúrez, el 61 empezó desgraciado: florecieron y fructificaron sus negocios, y doña Esperanza, descubierta y reconocida por su familia, entró con esta en relaciones muy cordiales. Se le perdonaba su escapatoria del convento; se admitía como ley circunstancial la fuerza de los hechos consumados, y se declaraba triunfante el nuevo estado de derecho, olvidando su origen revolucionario y sacrílego. Tanto los hermanos de ella, Matías y Segunda Castril, como los demás Castriles, parientes próximos y lejanos, que residían en Loja, en Granada y en Iznalloz, proclamaron a una el indulto de Angustias y al cariño de toda la familia querían traerla, legitimando la situación creada por el tiempo y las pasiones humanas. Don Prisco Armijana y Castril, cura del Salar, tomó a su cargo las gestiones para obtener dispensa, y santificar la diabólica unión de la monja y el navegante. Pero las alegrías de Ansúrez por estas disposiciones y propósitos de la familia de su mujer, se nublaron viendo a esta rápidamente desmejorada en su salud, sin que los médicos supieran atajar la dolencia traidora.

En la creencia de que los aires del país natal serían eficaces para la enferma, Diego la llevó a Lanjarón, de allí a Granada, y por fin a Loja, donde Esperanza se repuso un poco. Vivían con Segunda Castril, esposa de un don Cristino López, propietario de un buen olivar y tierras de sembradura en término del Tocón. Contenta estaba doña Esperanza en la compañía de su hermana, y no cesaba de recordar con ella los tiempos infantiles, los rigores del padre, que, por la sola razón de tener abundancia de hijas y escasez de peculio, metió a una en las Franciscanas y a otra en las Dominicas de Granada. Con artificiosa vocación entró Angustias en la comunidad; por ser algo díscola y más que rebelde a la observancia reglar, fue trasladada al convento de Játiva, donde, como es sabido, meditó y llevó a feliz término su evasión por el tejado, sin más socorro que el de una soga. Esta hizo la gracia de rompérsele con una oportunidad que indudablemente fue obra del cielo. Cortaron los ángeles la cuerda, y a los diez meses nació Mara.

Entretenida fue para doña Esperanza y su hija la existencia en Loja, pues no faltaban los quehaceres domésticos ni las relaciones fáciles y amenas, y además gozaban de las delicias del campo en épocas de recolección, matanza o trasquila. Si distraídas y alegres vivían las hembras, don Diego (que así llamaban al navegante sus amigos de Loja, rodeándole de afectuoso respeto) se sentía confuso y atontado, pues ajeno hasta entonces a las querellas de la política, veíase transportado a un vertiginoso torbellino de pasiones y antagonismos locales. El vecindario de Loja habíase dividido en dos bandos, que se aborrecían, se acosaban y se fusilaban sin piedad: liberal era el uno, moderado llamaban al otro. No salía el buen Ansúrez de la perplejidad en que el sentido y la aplicación de esta palabra le puso, pues siempre creyó que la moderación era una virtud, y en Loja resultaba la mayor de las abominaciones y el mote infamante de la tiranía. Sin darse cuenta de ello ni poner de su parte ninguna iniciativa, desde los primeros días se sintió afiliado al bando liberal, por ser de esta cuerda todos los Castriles y Armijanas, y los amigos de estos.

No causaron al hombre de mar poca maravilla las noticias que le dio su concuñado don Cristino de la organización y disciplina masónica que se impusieron los liberales, para formar un haz de combatientes con que tener a raya el poder ominoso de la Moderación. Esta no era más que un retoño de la insolencia señorial en el suelo y ambiente contemporáneos; el feudalismo del siglo XIV, redivivo con el afeite de artificios legales, constitucionales y dogmáticos, que muchos hombres del día emplean para pintarrajear sus viejas caras medioevales, y ocultar la crueldad y fieros apetitos de sus bárbaros caracteres. Representaba el feudalismo la Casa y Condado de La Cañada, en quien se reunían el ilustre abolengo, la riqueza, el poderío militar de Narváez y su inmensa pujanza política. Hermanos eran el famoso Espadón y el caballero que imperar quería sobre las vidas, haciendas, almas y cuerpos de los habitantes de Loja. Sin duda, aquel noble señor y su familia obedecían a un impulso atávico, inconsciente, y creían cumplir una misión social reduciendo a los inferiores a servil obediencia; procedían según la conducta y hábitos de sus tatarabuelos, en tiempos en que no había Constituciones encuadernadas en pasta para decorar las bibliotecas de los centros políticos; no eran peores ni mejores que otros mandones que con nobleza o sin ella, con buenas o malas formas, caciqueaban en todas las provincias, partidos y ciudades de este vetusto reino emperifollado a la moderna. Los perifollos eran códigos, leyes, reglamentos, programas y discursos que no alteraban la condición arbitraria, inquisitorial y frailuna del hispano temperamento.

Contra la soberanía bastarda que la nobleza y parte del estado llano establecieron en Loja, la otra parte del estado llano y la plebe armaron un tremendo organismo defensivo. Por primera vez en su vida oyó entonces Ansúrez la palabra Democracia, que interpretó en el sentido estrecho de protesta de los oprimidos contra los poderosos. Democrática se llamó la Sociedad secreta que instituyeron los liberales para poder vivir dentro del mecanismo caciquil; y en su fundamento apareció con fines puramente benéficos, socorro de enfermos, heridos y valetudinarios. Debajo de la inscripción de los vecinos para remediar las miserias visibles, se escondía otro aislamiento, cuyo fin era comprar armas y no precisamente para jugar con ellas. Dividíase la Sociedad en Secciones de veinticinco hombres que entre sí nombraban su jefe, secretario y tesorero. Los jefes de Sección recibían las órdenes del Presidente de la Junta Suprema, compuesta de diez y seis miembros. Esta Junta era soberana, y sus resoluciones se acataban y obedecían por toda la comunidad sin discusión ni examen. Engranadas unas con otras las Secciones, desde la ciudad se extendieron a las aldeas y a los remotos campos y cortijos, formando espesa red y un rosario secreto de combatientes engarzados en a autoridad omnímoda de la Junta Suprema.

A todos los afiliados se imponía la obligación de poseer un arma de fuego. A los menesterosos que no pudiesen adquirir escopeta o trabuco, se les proporcionaba el arma por donación a escote entre los veinticinco. Cada Sección estaba, de añadidura, obligada a suscribirse a un diario democrático, que era regularmente La Discusión o El Pueblo. Cuando alguna Sección trabajaba en faenas campesinas a larga distancia de la ciudad, enviaban a uno de los de la cuadrilla a recoger el periódico (o folleto de actualidad, cuando lo había); y en la ausencia del mensajero, los trabajadores que quedaban en el tajo hacían la parte de labor de aquel. Un tal Francisco Navero, apodado Tintín, repartía los papeles democráticos a los enviados de cada Sección. En estas había un individuo encargado de leer diariamente el periódico a sus compañeros en las horas de descanso.

La Junta Suprema limitaba a los asociados el uso del vino, y prohibía en absoluto el aguardiente. Gran sorpresa causó a don Diego saber que por esta moderación de los liberales se arruinaron muchos taberneros, y llegaron a ser escasísimos los puestos de bebidas. El número de afiliados creció prodigiosamente desde que comenzaron, en la ciudad y luego en cortijos y villorrios, los solapados trabajos de propaganda. La iniciación se hacía en lugar secreto que Ansúrez no pudo ver: allí se les leía la cartilla de sus obligaciones, y se les tomaba juramento delante de un Cristo que para el caso sacaban de un armario. Afiliados estaban no pocos servidores del Conde de la Cañada. En el propio caserón o castillo roquero del cacique feudal se sentía la continua labor de zapa del monstruoso cien-pies que minaba la tierra.

La Sociedad, en cuanto se creyó fuerte, no quiso limitarse a la defensa ideológica de los derechos políticos. Los principales fines de la oligarquía dominante eran ganar las elecciones, repartir a su gusto los impuestos cargando la mano en los enemigos, aplicar la justicia conforme al interés de los encumbrados, subastar la Renta (que así llamaban entonces a los Consumos) en la forma más conveniente a los ricos, y establecer el reglamento del embudo para que fuese castigado el matute pobre, y aliviado de toda pena el de los pudientes. Con tales maniobras, no sólo era reducido el pueblo a la triste condición de monigote político, sin ninguna influencia en las cosas del procomún, sino que se le perseguía y atacaba en el terreno de la vida material, en el santo comer y alimentarse, dicho sea con toda crudeza.

Frente a esto, la poderosa Sociedad buscaba inspiración en la Justicia ideal y en el sacro derecho al pan, y decretó la norma de jornales del campo, estableciendo la proporción entre estos y el precio del trigo. Véase la muestra. ¿Trigo a cuarenta reales la fanega? Jornal: cinco reales. Al precio de cincuenta correspondía jornal de seis reales, y de ahí para arriba un real de aumento por cada subida de diez que obtuviera la cotización del trigo. Accedieron algunos propietarios; otros no. Los jornaleros segadores se negaron a trabajar fuera de las condiciones establecidas, y en las esquinas de Loja aparecieron carteles impresos que decían poco más o menos: «Todos a una fijamos el precio del jornal. Si no están conformes, quien lo sembró que lo siegue».

Clamaron no pocos propietarios, y al cacicato acudieron pidiendo que fuese amparado el derecho a la ganancia. La cárcel se llenó de trabajadores presos, y tal llegó a ser su número, que no cabiendo en las prisiones, se habilitaron para tales el Pósito y el convento de la Victoria. Pero no se arredró por esto la Sociedad, que en su tenebrosa red de voluntades tenía cogidos a todos los gremios. El buen éxito de la escala de jornales para el trabajo rural movió a la Junta a continuar el plan defensivo, justiciero a su modo. Peritos agrícolas afiliados a la Comunidad revisaron los arrendamientos, y en los que aparecieron muy subidos, se despedía el colono. El propietario quedaba en la más comprometida situación, pues no encontraba nuevo colono que llevara su tierra, ni jornaleros que quisieran labrarla. Igual campaña que esta del campo hicieron los peritos urbanos o maestros de obras en el casco de la ciudad. Casa que tuviera demasiado alto el alquiler, según el dictamen pericial, quedaba desalojada, y ya no había inquilinos que quisiesen habitarla, como no fueran los ratones. Llegó, por último, a tal extremo la unión, confabulación o tacto de codos, que ningún asociado compraba cosa alguna en tienda de quien no perteneciese a la secreta Orden de reivindicación y libertad.

Sorprendido y confuso el buen Ansúrez, oyó hablar de Socialismo y Comunismo, voces para él de un sentido enigmático que a brujería o arte diabólica le sonaban. Poseía el vocabulario de mar en toda su variedad y riqueza; pero su léxico de tierra adentro era muy pobre, y singularmente en política no encontraba la fácil expresión de sus pensamientos. Sabía que teníamos Constitución, Reina, Cortes, partidos Progresista y Moderado; pero ni de aquí pasaba su erudición, ni entendía bien lo que estas palabras significaban... En tanto, ocurrían en Loja y su término sangrientos choques: una noche apaleaban a un asociado, y a la noche siguiente aparecía muerto en la calle un testaferro de los Narváez o un machacante del Corregidor. Las agresiones, las pedreas y navajazos menudeaban; la Guardia Civil acudía, siempre presurosa, de la ciudad al campo, o del campo a la ciudad; las voces de ira y venganza sonaban más a menudo que las expresiones de galantería dulce y quejumbrosa que caracterizan al pueblo andaluz en aquel risueño y templado territorio. La Naturaleza callaba cuando los corazones ardían en recelos, y las bocas agotaban el repertorio de las maldiciones.

Todo esto lo vio Ansúrez en la ciudad y en el cortijo del Tocón, donde pasó algunas semanas, huésped de su cuñado Matías Castril. Y para que nada le quedase por ver, llegó tiempo de elecciones, y los dos enconados bandos, furia narvaísta y furia popular, dieron la trágica función de disputas, celadas, recíprocos engaños, escandaleras y trapisondas horribles. Cruelmente y sin piedad se trataban unos a otros. Represalias morales había no menos duras que las de la guerra. Al grito de ojo por ojo que estos proferían, contestaban aquellos con el grito feroz de cabeza por cabeza. El inocente y honrado Ansúrez, testigo por primera vez de la bárbara porfía, que era por una parte y otra un burlar continuo de todas las leyes, exceptuando la de la fuerza bruta, no podía compararla con nada de cuanto él había visto en sus vueltas por el mundo. Más conocedor de la Naturaleza que de los hombres, veía en aquellas agitaciones, designadas con mote político, electoral, socialista o comunista, una vaga semejanza con las turbulencias de mar. Cerrando los ojos ante la terrible lucha del pueblo con el feudalismo, su cerebro le reproducía el silbar furioso de los vientos desencadenados, y la hinchazón de las olas que corren acosándose y mordiéndose hasta perderse en el horizonte sin fin.