La vida de los insectos/V
V
El Copris español.
No es resultado de flojo alcance filosófico mostrar el instinto realizando, en favor del huevo, lo que aconsejaría la razón madura por la experiencia y el estudio; por eso me sobrecoge un escrúpulo provocado por la austeridad científica. Y no es que yo tenga empeño en dar a la ciencia ingrato aspecto; mi convicción es que pueden decirse cosas excelentes sin emplear un vocabulario bárbaro. La claridad es la soberana cortesía de quien maneja una pluma. Y procuro velar por ella cuanto puedo. El escrúpulo que me detiene es, pues, de otro orden.
Me pregunto si seré víctima de alguna ilusión. Me digo: los escarabajos y otros son manufactureros de píldoras. Ese es su oficio, aprendido no se sabe cómo, impuesto quizá por la organización y particularmente por sus largas patas, algunas de las cuales están ligeramente encorvadas. ¿Por qué admirar que, cuando trabajan para el huevo, continúen bajo tierra su especialidad de artífices de bolitas?
Abstracción hecha del cuello de la pera y del extremo saliente del ovoide, pormenores de fácil interpretación, queda la masa más importante por su volumen, la masa globulosa, repetición de lo que el insecto hace fuera de la madriguera; queda la pelota, con la que el escarabajo juega al sol, sin sacar de ella a veces otro partido.
¿Qué viene entonces a hacer aquí, en este caso, la forma globular, presentada como la más eficaz contra la desecación durante los ardores del verano? Esta propiedad de la esfera y de su próximo vecino el ovoide es indiscutible físicamente; pero estas formas no tienen mas que una concordancia fortuita con la dificultad vencida. El animal organizado para hacer rodar bolas por el campo, modela también bolas bajo tierra. Si el gusano se encuentra bien en ellas, puesto que tiene hasta el fin víveres tiernos al alcance de sus mandíbulas, mejor para él; pero no glorifiquemos por ello el instinto de la madre.
Para acabar de convencerme seríame preciso un escarabajo de bella presencia, totalmente extraño al arte pilular en las condiciones de la vida corriente, y que, no obstante, cuando llegue el momento de poner modele en bolas su recolección cambiando bruscamente sus costumbres. ¿Hay alguno de esta clase en mi vecindad? Sí. Y es uno de los más bellos y más grandes después del escarabajo sagrado; es el Copris español—Copris hispanus—, tan notable por el protórax truncado en brusco talud y por el extravagante cuerno que lleva en la cabeza.
Rechoncho, recogido en redondo espesor y lento en el andar, es ajeno a la gimnasia del Scarabæus. Las patas, de longitud muy mediana, replegadas bajo el vientre al menor sobresalto, no resisten comparación alguna con los zancos de los peloteros. En su forma acortada, sin flexibilidad, se adivina fácilmente que a este insecto no le gustan las peregrinaciones con el embarazo de una bola rodadora.
En efecto; el Copris es de temperamento sedentario. En cuanto encuentra víveres, de noche o en el crepúsculo vespertino, abre una madriguera bajo el montón, antro grosero, en donde podría alojarse una manzana grande. Allí, brazada tras brazada, introduce la materia, que forma techumbre, o, por lo menos, se encuentra en el umbral de la puerta; allí se hunde, sin forma determinada alguna, un volumen enorme de víveres, elocuente testimonio de la glotonería del insecto. El Copris, dedicado enteramente a los placeres de la mesa, no reaparece en la superficie mientras le dura el tesoro. No abandona la ermita hasta después de haber agotado la despensa. Entonces recomienza por la tarde las exploraciones, los hallazgos y las excavaciones para un nuevo establecimiento temporal.
Con este oficio de hornero de inmundicia sin manipulación previa, es evidente que el Copris ignora a fondo, por el momento, el arte de amasar y moldear un pan globular. Sus patas, cortas y torpes, parecen, por lo demás, excluir radicalmente arte semejante.
En mayo, lo más tarde en junio, llega la postura. El insecto, bien dispuesto para tragarse las materias más sórdidas, se hace exigente para el dote de la familia. Lo mismo que el escarabajo pelotero, ahora necesita el producto blando de las ovejas, depositado en una sola pieza. Y aunque sea copiosa, hunde la plasta entera en el lugar en que la encuentra. Exteriormente no queda vestigio alguno. La economía exige que se recojan hasta las migajas.
Se ve, pues, que no hay viaje, ni acarreo, ni preparativo alguno. El pastel ha bajado a la cueva a brazadas, en el punto mismo en que yacía. El insecto repite para las larvas lo mismo que hizo para sí mismo. En cuanto a la madriguera, señalada por un voluminoso montón, es una gruta espaciosa cavada a unos veinte centímetros de profundidad. En ella reconozco una habitación más amplia y más perfecta que los chalets habitados temporalmente por el Copris en tiempo de festín.
Pero dejemos al insecto trabajando en libertad. Los documentos suministrados por el azar serían incompletos, fragmentarios, de dudosa ligazón. Es preferible el examen en jaula, y el Copris se presta a ello a maravilla. Asistamos primero al almacenamiento.
A los discretos resplandores del crepúsculo, véolo aparecer en el umbral de su guarida. Sube de las profundidades; sale a recoger la cosecha. No tarda en encontrarla; allí están los víveres, ante la puerta, ricamente servidos y renovados por mis cuidados. Tímido y dispuesto a retirarse al menor sobresalto, anda con paso lento, acompasado. La caperuza descorteza y registra; las patas anteriores extraen. Una brazada se desprende, modesta, cayéndose en migajas. El insecto la arrastra a reculones y desaparece bajo tierra. Al cabo de dos minutos escasos reaparece. Siempre prudente, interroga los alrededores con las laminitas extendidas de sus antenas, antes de franquear el umbral de la habitación.
Dos o tres pulgadas de distancia lo separan del montón. Cosa grave es para él aventurarse hasta allí. Hubiera preferido los víveres justamente encima de su puerta y formando techo al domicilio. Así, hubiera evitado las salidas, causa de inquietudes. Pero yo lo he dispuesto de otro modo. Para facilitar la observación he colocado las vituallas un poco separadas, pero muy cerquita. El tímido animalito se va tranquilizando poco a poco, se hace al aire, se aveza a mi presencia, la cual procuro que sea lo más discreta posible. Las brazadas introducidas se repiten, pues, indefinidamente. Siempre son pedazos informes, migajas como las que podrían desprender las ramas de unas pinzas pequeñitas.
Suficientemente informado de la manera que tiene de almacenar, dejo al insecto en su trabajo, que continúa durante la mayor parte de la noche. Los días siguientes, nada: el Copris no sale ya. En una sola sesión de noche ha almacenado tesoro suficiente. Esperemos algún tiempo; dejemos al insecto tiempo bastante para que ordene la cosecha a su manera. Antes de acabar la semana, excavo la jaula; pongo al descubierto la madriguera, cuyo abastecimiento he seguido en parte.
Lo mismo que en el campo, es una sala amplia, de bóveda irregular, rebajada y suelo casi plano. En un rincón se-abre un agujero redondo semejante al orificio del cuello de una botella. Es la puerta de servicio, que da a una galería oblicua que sube a la superficie. Las paredes de la habitación, abierta en terreno fresco, están asentadas con cuidado, y son bastante resistentes para no desmoronarse bajo la conmoción de mis excavaciones. Se ve que, trabajando para el porvenir, el insecto ha desplegado todos sus talentos, todas sus fuerzas de excavador, a fin de hacer duradera su obra. Si el chalet en donde celebra sus banquetes es una cavidad abierta apresuradamente, sin regularidad y de mediana solidez, en cambio, la mansión es una cripta de mayores dimensiones y de arquitectura mucho más cuidada.
Presumo que los dos sexos toman parte en esta obra magistral; por lo menos, encuentro frecuentemente la pareja en las cuevas destinadas a la postura. La amplia y lujosa habitación ha sido sin duda la sala de bodas; el matrimonio se ha consumado bajo la bóveda grande en cuya edificación tomó parte el enamorado; valiente manera de declarar su amor. También sospecho que el cónyuge presta ayuda a su compañera en la recolección y almacenamiento. Por lo que se ve, también él, que es fuerte, coge brazadas y las baja a la cripta. Con dos marcha más de prisa el minucioso trabajo. Pero en cuanto el almacén está bien provisto se retira discretamente, sube a la superficie y va a establecerse en otra parte, dejando a la madre en sus delicadas funciones. Su cometido ha terminado en la mansión de la familia.
Ahora bien; ¿qué se encuentra en esa vivienda adonde hemos visto bajar tan numerosas y tan modestas cargas de víveres? ¿Confuso montón de pedazos dispersos? Todo lo contrario. Siempre encuentro una pieza única, un pan enorme, que llena la habitación, menos un estrecho pasillo alrededor, justamente lo bastante para la circulación de la madre.
Esta suntuosa pieza, verdadero pastel de reyes, no tiene forma fija. Unas son ovoides, parecidas al huevo de pava en la configuración y en el volumen; otras, elipsoides aplastados, semejantes a la vulgar cebolla; algunas, casi redondas, que hacen pensar en los quesos de bola, y aun las hay que, siendo circulares e hinchadas en la cara superior, imitan los panes del campesino provenzal, o mejor, la fougasso a l'iôu con que se celebran las fiestas de Pascuas. En todos los casos la superficie es lisa y regularmente curva.
No es posible equivocarse: la madre ha reunido y amasado en un solo bloque los numerosos fragmentos que entraron uno tras otro; con todas aquellas partículas ha hecho una pieza homogénea; batiéndolas, amalgamándolas y pisoteándolas. Muchas veces sorpendo a la panadera encima de la colosal hogaza, a cuyo lado la píldora del escarabajo hace triste figura; va y viene por la convexa superficie que a veces tiene un decímetro de diámetro; golpea la masa, la afirma y la iguala..
No puedo dar mas que una ligera ojeada a tan curiosa escena, porque la pastelera, en cuanto lo advierte, se desliza a lo largo de la pendiente curva y se esconde bajo el pastel.
Para seguir el trabajo más adelante y estudiarle en sus detalles íntimos hay que usar de algún artificio. La dificultad es casi nula. Sea que mi largo trato con el escarabajo sagrado me haya hecho más hábil en disponer medios de investigación, sea que el Copris, menos circunspecto, soporte mejor las molestias de una estrecha cautividad, lo cierto es que he podido seguir sin el menor contratiempo todas las fases de la nidificación. Dos medios son los empleados; aptos para instruirme cada uno de ciertas particularidades.
Conforme las jaulas van suministrándome algunos grandes pasteles, los saco de las madrigueras junto con la madre y los dispongo en mi gabinete. Los recipientes son de dos clases, según deseo obscuridad o luz. Para la luz empleo bocales de vidrio, cuyo diámetro es casi como el de las guaridas, o sea unos doce centímetros. En el fondo de cada uno de ellos hay una delgada capa de arena fresca, muy insuficiente para que el Copris pueda enterrarse, pero conveniente para evitar al insecto el apoyo resbaladizo del vidrio y darle la ilusión de un suelo semejante al de que acabo de privarlo. El bocal recibe sobre esta capa a la madre y su hogaza.
Inútil decir que durante el día, aunque la luz sea moderada, el insecto, aturdido, no emprenderá trabajo alguno. Necesita obscuridad completa, lo que obtengo mediante un manguito de cartón que envuelve el bocal. Levantando un poco con precaución este manguito, en todo momento en que se me ocurra, puedo sorprender al cautivo en su trabajo, y aun seguirle algún tiempo en sus operaciones, a la moderada luz de mi gabinete. Como se ve, el método es mucho más sencillo que el que usé cuando quise ver al escarabajo sagrado en sus funciones de modelador de peras. El carácter más bondadoso del Copris se presta a esta simplificación, que no hubiera dado buen resultado con el otro. De esta manera tengo dispuestos en mi laboratorio una docena de estos aparatos de eclipses. El que viera esta serie la tomaría por un surtido de géneros coloniales encerrados en sacos de papel de estraza.
Para la obscuridad empleo tiestos llenos de arena fresca y apelmazada. La madre y su pastel ocupan la parte inferior, dispuesta en forma de nicho, por medio de una pantalla de cartón que hace bóveda y soporta la arena de encima. O bien pongo sencillamente a la madre en la superficie de la arena con provisiones. Ella se abre una madriguera, almacena, se hace el nicho y todo ocurre como de costumbre. En todo caso, una lámina de cristal por cobertera me responde de los cautivos. Cuento con estos diversos aparatos tenebrosos para informarme de un punto delicado, que expondré más adelante.
¿Qué nos enseñan los bocales envueltos por un manguito opaco? Muchas cosas y de las más interesantes. En primer lugar, que la hogaza grande no debe al mecanismo de rodadura su curvatura, siempre regular, a pesar de la forma variable. El examen de la madriguera natural me afirmaba ya que semejante masa no había podido ser rodada en una habitación cuya capacidad la llenaba casi toda, sin contar con que las fuerzas del insecto son impotentes para remover tan pesada carga.
Interrogado de cuando en cuando, el bocal nos repite la misma conclusión. Veo que la madre, izada en la pieza, palpa en diversos sitios, da golpecitos, iguala los puntos salientes, perfecciona la cosa; jamás la sorprendo en ademán de querer rodar el bloque. Es tan claro como la luz del día que la rodadura es en esta ocasión cosa enteramente desconocida.
La asiduidad y los pacientes cuidados de la amasadora me hacen suponer una demora de industria que estaba lejos de sospechar. ¿Por qué tantos retoques al bloque? ¿Por qué tan larga espera antes de emplearlo? Pasa una semana y más antes de que el insecto, que no cesa de comprimir y alisar, se decida a hacer aplicación de su montón.
Cuando el panadero ha malaxado su pasta en el grado apetecido, la reúne en un solo pedazo en un rincón de la artesa. En el seno del voluminoso bloque obra mejor el calor de la fermentación panaria. El Copris conoce este secreto de panadería. Engloba en una pieza única el conjunto de sus cosechas; amasa cuidadosamente el todo en un pan provisional, al que da tiempo de mejorarse mediante un trabajo íntimo que hace la pasta más sápida y le da un grado de consistencia favorable para ulteriores manipulaciones. En tanto se ejecuta el trabajo químico, el panadero y el Copris esperan. El tiempo del insecto es largo, una semana por lo menos.
Bolita del Copris. Fase inicial.Ya ha fermentado. El panadero subdivide la masa en pedazos, cada uno de los cuales será un pan. El Copris hace lo mismo. Por medio de un corte circular hecho por la cuchilla de la caperuza y la sierra de las patas anteriores, desprende de la pieza un pedazo de volumen reglamentario. Y en este corte de tajo no hay vacilaciones ni retoques que aumenten o disminuyan. De una vez y de un solo corte se obtiene el pedazo del tamaño requerido.
Se trata ahora de modelarlo. Enlazándolo como mejor puede con sus cortas patas, tan poco compatibles, al parecer, con semejante trabajo, el insecto redondea el pedazo utilizando solamente la presión. Muévese gravemente sobre la píldora informe todavía, sube y baja, vuelve a la derecha y a la izquierda, arriba y abajo; oprime metódicamente un poco más por aquí, un poco menos por allá; retoca con inalterable paciencia, y véase que al cabo de veinticuatro horas el pedazo anguloso se ha convertido en esfera perfecta del tamaño de una ciruela. En un rincón de su taller, lleno de obstáculos, el rechoncho artista, que apenas tiene sitio para moverse, ha terminado su obra sin sacudirla ni una vez sobre su base; con tiempo y paciencia ha obtenido el globo geométrico que sus torpes herramientas y el estrecho espacio parecían rehusarle.
Bolita del Copris español excavada en forma de copa para recibir el huevo
El insecto perfecciona todavía durante largo tiempo su esfera pulimentándola amorosamente, pasando y repasando con suavidad la pata hasta que desaparece el menor saliente. Parece que nunca van a terminar sus meticulosos retoques. No obstante, al fin del segundo día se considera el globo acabado. La madre sube a la cúpula de su edificio, y, siempre por simple presión, abre un cráter de poca profundidad. En esta cubeta pone el huevo.
Después, con extrema circunspección y sorprendente delicadeza en herramientas tan toscas, aproxima los labios del cráter para hacer una bóveda sobre el huevo. La madre da vueltas lentamente, rae un poco, lleva la materia a lo alto y acaba de cerrar. Este es el trabajo más delicado de todos. Una presión descuidada, un empuje mal calculado podrían comprometer el germen bajo su delgado techo. De cuando en cuando suspende el trabajo de cierre. Inmóvil y con la frente baja, la madre parece auscultar la cavidad subyacente, escuchar lo que pasa dentro.
Todo va bien, parece, y la paciente maniobra vuelve a empezar: fina raspadura de los flancos en favor del vértice que se afila y se alarga un poco. Un ovoide con el extremo delgado arriba ha substituído a la esfera primitiva. Bajo el mamelón, más o menos saliente, está la cámara natal con el huevo. Otras veinticuatro horas invierte todavía en este minucioso trabajo. Total, cuatro vueltas del cuadrante, y a veces más, para confeccionar la esfera, excavar una cubeta, depositar el huevo y cerrarlo con la transformación de la esfera en ovoide.
Bolita del Copris español. Sección para que se vean la cámara natal y el huevo.
El insecto vuelve a la hogaza empezada. Desprende de ella otro pedazo, que por las mismas manipulaciones se convierte en ovoide poblado por un huevo. El resto basta para un tercer ovoide, y muchas veces para el cuarto. Jamás he visto pasar de este número cuando la madre dispone de los únicos materiales que había almacenado en la madriguera.
Acabó el desove. Ahí tenemos la madre, en su reducto, casi lleno por las tres o cuatro cunas, colocadas una contra otra con el polo saliente arriba. ¿Qué hará ahora? Irse, sin duda, para rehacerse un poco de tan prolongado ayuno. Quien esto crea se equivoca, porque se queda; a pesar de que desde que está debajo de tierra no ha comido nada, se ha guardado mucho de tocar la torta que, dividida en partes iguales, será el alimento de la familia. El escrúpulo del Copris en lo tocante al patrimonio es conmovedor. Es un abnegado que desafía el hambre para no dejar desprovistos a los suyos.
Y la arrostra también por otro motivo: hacer guardia alrededor de las cunas. La madrigueras son difíciles de encontrar a partir de fin de junio, por haber desaparecido los montoncitos de tierra a causa de alguna tempestad, del viento o de los pies de los transeúntes. Los pocos que he conseguido encontrar contienen siempre a la madre dormitando al lado del grupo de bolitas, en cada una de las cuales se divierte un gusano, que parece que va a reventar de gordo, muy cerca de su completo desarrollo.
Mis tenebrosos aparatos, tiestos llenos de arena fresca, confirman lo que me enseñan los campos. Enterradas con provisiones en la primera quincena de mayo, las madres no salen más a la superficie, protegida por la cubierta de cristales. Permanecen recluídas en la madriguera después de la postura; pasan el pesado período canicular con sus ovoides, vigilándolos, indudablemente, como lo dicen los bocales libres de los misterios del subsuelo.
En las primeras lluvias de otoño, en septiembre, es cuando suben al exterior. Pero entonces la nueva generación ha llegado a la forma perfecta. Así, pues, la madre tiene bajo tierra la alegría de conocer a su familia, prerrogativa tan rara en el insecto; oye a sus hijos raspar la costra para librarse; asiste a la ruptura del cofrecito que tan concienzudamente había elaborado; acaso ayude a los extenuados, si la frescura del suelo no ha reblandecido bastante la celda. Madre y progenie juntas dejan el subsuelo, juntas salen a las fiestas otoñales, cuando el sol es tibio y el maná ovino abunda en los senderos.