La vida de Rubén Darío: XXXVIII
Comencé a publicar en La Nación una serie de artículos sobre los principales poetas y escritores que entonces me parecieron raros, o fuera de lo común. A algunos les había conocido personalmente, a otros por sus libros. La publicación de la serie de Los raros que después formó un volumen, causó en el Río de la Plata excelente impresión, sobre todo entre la juventud de letras, a quien se revelaban nuevas maneras de pensamiento y de belleza. Cierto que había en mis exposiciones, juicios y comentos, quizás demasiado entusiasmo; pero de ello no me arrepiento, porque el entusiasmo es una virtud juvenil que siempre ha sido productora de cosas brillantes y hermosas; mantiene la fe y aviva la esperanza. Uno de mis artículos me valió una Carta de la célebre escritora francesa, Mme. Alfred Valette que firma con el pseudónimo de Rachilde, carta interesante y llena de esprit, en que me invitaba a visitarla en la redacción del Mercure de France cuando yo llegase a París. A los que me conocen no les extrañará que no haya hecho tal visita durante más de doce años de permanencia fija en la vecindad de la redacción del Mercure. He sido poco aficionado a tratarme con esos chermaitre, franceses, pues algunos que he entrevisto me han parecido insoportables de pose y terribles de ignorancia de todo lo extranjero, principalmente en lo referente a intelectualidad.
Pasaba, pues, mi vida bonaerense escribiendo artículos para La Nación, y versos que fueron más tarde mis Prosas Profanas; y buscando, por la noche, el peligroso encanto de los paraísos artificiales. Me quedaba todavía en el Banco Español del Río de la Plata algún resto de mis águilas americanas; pero éstas volaron pronto, por el peregrino sistema que yo tenía de manejar fondos. Me acompañaba un extraordinario secretario francés, que me encontré no sé dónde, y que me sedujo hablándome de sus aventuras de Indo-China. Considerad, que me contaba: «Una vez en Saigón» o bien: «Aquella tarde en Singapour...», o bien: «Entonces me contestó mi amigo el Maradjad...». ¡No solamente le hice mi secretario, sino que él llevaba en el bolsillo mi libro de cheques! Felizmente, cuando volaron todas las águilas, voló él también, con su larga nariz, su infaltable sombrero de copa y su largo levitón.
Vino la noticia de la muerte del doctor Rafael Núñez y pocos meses después recibí nota de Bogotá, en que se me anunciaba la supresión de mi consulado. Me quedé sujeto a lo que ganaba en La Nación y luego a un buen sueldo que por inspiración providencial, me señaló en La Tribuna su director, ese escritor de bríos y gracias que se firmaba Juan Cancio y que no es otro que mi buen amigo Mariano de Vedia. Mi obligación era escribir todos los días una nota larga o corta, en prosa o verso, en el periódico. Después me invitó a colaborar en su diario. El Tiempo el generoso y culto Carlos Vega Belgrano, que luego sufragó los gastos para la publicación de mi volumen de versos Prosas Profanas.