La vida de Rubén Darío: XXVII

La noche que me dedicara don Juan Valera, y en la cual leí versos, me dijo: «Voy a presentar a usted una reliquia». Como pasaran las doce y la reliquia no apareciese, creí que la cosa quedaría para otra ocasión, tanto más, cuanto que comenzaban a retirarse los contertulios. Pero don Juan me dijo que tuviese paciencia y esperase un rato más. Quedábamos ya pocos, cuando a eso de las dos de la mañana, sonó el timbre y a poco entró, envuelto en su capa, un viejecito de cuerpo pequeño, algo encorvado y al parecer bastante sordo. Me presentó a él el dueño de la casa, más no me dijo su nombre, y el viejecito se sentó a mi lado. Él para mí desconocido, empezó a hablarme de América, de Buenos Aires, de Río de Janeiro, en donde había estado por algún tiempo, con cargos diplomáticos, o comisiones del gobierno de España; y luego, tratando de cosas pasadas de su vida, me hablaba de «Pepe»: «Cuando Pepe estuvo en Londres»... «Un día me decía Pepe»... «Porque como el carácter de Pepe era así»... El caso me intrigaba vivamente. ¿Quién era aquél viejecito que estaba a mi lado? No pude dominar mi curiosidad, me levanté y me dirigí a don Juan Valera. «Dígame señor, le dije, ¿quién es el señor anciano a quien usted me ha presentado?». -«La reliquia», me contestó. -«¿Y quién es la reliquia?». «Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno»... La reliquia era don Miguel de los Santos Álvarez; y Pepe, naturalmente, era Espronceda.

Salimos casi de madrugada. Campillo y yo, con nosotros don Miguel. Desde la Cuesta de Santo Domingo, llegamos hasta la Puerta del Sol, y luego, a las cercanías del Casino de Madrid. Yo tenía la intención de ir a acompañar la reliquia a su casa, pues ya los resplandores del alba empezaban a iluminar al cielo. Se lo manifesté y él, con mucho gracejo, me contestó: -«Le agradezco mucho, pero yo no me acuesto todavía. Tengo que entrar al Casino, en donde me aguardan unos amigos... Ya ve usted; calcule los años que tengo... y luego dirán que hace daño trasnochar!». Me despedí muy satisfecho de haber conocido a semejante hombre de tan lejanos tiempos.

Un día, en un hotel que daba a la Puerta del Sol, a donde había ido a visitar al glorioso y venerable don Ricardo Palma, entró un viejo cuyo rostro no me era desconocido, por fotografías y grabados. Tenía un gran lobanillo o protuberancia a un lado de la cabeza. Su indumentaria era modesta, pero en los ojos le relampagueaban el espíritu genial. Sin sentarse habló con Palma de varias cosas. Éste me presentó a él; y yo me sentí profundamente conmovido. Era don José Zorrilla, «el que mató a don Pedro y el que salvó a don Juan»... Vivía en la pobreza, mientras sus editores se habían llenado de millones con sus obras. Odiaba su famoso «Tenorio»... Poco tiempo después, la viuda tenía que empeñar una de las coronas que se ofrendaran al mayor de los líricos de España... Después de que Castelar había pedido para él una pensión a las Cortes, pensión que no se consiguió a pesar de la elocuencia del Crisóstomo, que habló de quien era propietario del cielo azul, «en donde no hay nada que comer»...

Conocí a doña Emilia Pardo Bazán. Daba fiestas frecuentes, en ese tiempo, en honor de las delegaciones hispano-americanas que llegaban a las fiestas del centenario colombino. Sabidos son el gran talento y la verbosidad de la infatigable escritora. Las noches de esas fiestas llegaban los orfeones de Galicia, a cantar alboradas bajo sus baleones. La señora Pardo Bazán todavía no había sido titulada por el rey; pero estaba en la fuerza de su fama y de su producción. Tenía un hijo, entonces jovencito, don Jaime, y dos hijas, una de ellas casada hoy con el renombrado y bizarro coronel Cavalcanti. Su salón era frecuentado por gente de la nobleza, de la política y de las letras; y no había extranjero de valer que no fuese invitado por ella. Por esos días vi en su casa a Maurice Barrés, que andaba documentándose para su libro Du sang, de la volupté et de la Mort. Por cierto que le pasó una aventura graciosísima en una corrida de toros.