La vida de Rubén Darío: XXVI

Conocí a don Gaspar Núñez de Arce, que me manifestó mucho afecto y que, cuando alistaba yo mi viaje de retorno a Nicaragua, hizo todo lo posible para que me quedase en España. Escribió una carta a Cánovas del Castillo pidiéndole que solicitase para mí un empleo en la compañía Trasatlántica. Conservaba yo hasta hace poco tiempo la contestación de Cánovas, que se me quedó en la redacción del Fígaro de la Habana. Cánovas le decía que se había dirigido al marqués de Comillas; que éste manifestaba la mejor voluntad; pero que no había, por el momento, ningún puesto importante que ofrecerme. Y a vuelta de varias frases elogiosas para mí, «es preciso, decía, que lo naturalicemos». Nada de ello pudo hacerse, pues mi visita era urgente.

Conocí a don Ramón de Campoamor. Era todavía un anciano muy animado y ocurrente. Me llevó a su casa el doctor José Verdes Montenegro, que era en ese tiempo muy joven. Se quejó el poeta de las Doloras y de los Pequeños Poemas, de ciertos críticos, en la conversación. «No quieren que los chicos me imiten», decía. Conservaba entre sus papeles, y me hizo que la leyera, una décima sobre el que yo había publicado en Santiago de Chile y que le había complacido mucho. Era un amable y jovial filósofo. Gozaba de bienes de fortuna; era terrateniente en su país de Asturias, allí donde encontrara tantos temas para sus fáciles y sabrosas poesías. Ese risueño moralista era en ocasiones como su gaitero de Gijón. Muchas veces sonríe mostrando la humedad brillante de una lágrima.

Uno de mis mejores amigos fue don Juan Valera, quien ya se había ocupado largamente en sus Cartas Americanas de mi libro Azul, publicado en Chile. Ya estaba retirado de su vida diplomática; pero su casa era la del más selecto espíritu español de su tiempo, la del «tesorero de la lengua castellana», como le ha llamado el conde de las Navas, una de las más finas amistades que conservo desde entonces. Me invitó don Juan a sus reuniones de los viernes, en donde me hice de excelentes conocimientos: el duque de Almenara Alta, don Narciso Campillo y otros cuantos que ya no recuerdo. El duque de Almenara era un noble de letras, buen gustador de clásicas páginas; y por su parte, dejó algunas amenas y plausibles. Campillo, que era catedrático y hombre aferrado a sus tradicionales principios, tuvo por mí simpatías, a pesar de mis demostraciones revolucionarias. Era conversador de arranques y ocurrencias graciosísimas, y contaba con especial donaire cuentos picantes y verdes.