La vida de Rubén Darío: XL

Luego vienen otras poesías que han llegado a ser de las conocidas y repetidas en España y América, como la Sonatina, por ejemplo, que por sus particularidades de ejecución, yo no sé por qué no ha tentado a algún compositor para ponerle música. La observación no es mía. «Pienso, dice Rodó, que la Sonatina hallaría su comentario mejor en el acompañamiento de una voz femenina que le prestara melodioso realce. El poeta mismo ha ahorrado a la crítica la tarea de clasificar esa composición, dándole un nombre que plenamente la caracterizaba. Se cultiva casi exclusivamente en ella, la virtud musical de la palabra y del ritmo poético». En efecto, la musicalidad en este caso, sugiere o ayuda a la concepción de la imagen soñada.

Blasón es el título de otra corta poesía, que fue escrita en Madrid en el tiempo de las fiestas del Centenario de Colón. Tuve allí oportunidad de conocer a un gentil hombre, diplomático centroamericano, casado con una alta dama francesa, como que es, por sus primeras nupcias, la madre del actual jefe de la casa de Gontaut-Biron, el conde de Gontaut Saint-Blancard. Me refiero a la marquesa de Peralta. En el álbum de tal señora, celebré la nobleza y la gracia de un ave insigne, el cisne. Después están las alabanzas a los «ojos negros de Julia». ¿Qué Julia? Lo ignoro ahora. Sed benévolos ante tamaña ingratitud con la belleza. Porque, ciertamente, debió de ser bella la dama que inspiró las estrofas de que trato, en loor de los ojos negros, ojos que, al menos en aquel instante, eran los preferidos. Luego será un recuerdo galante en el escenario del siempre deseado París. Pierrot, el blanco poeta, encarna el amor lunar, vago y melancólico, de los líricos sensitivos. Es el carnaval. La alegría ruidosa de la gran ciudad se extiende en calles y bulevares. El poeta y su ilusión, encarnada en una fugitiva y harto amorosa parisién, certifica, por la fatalidad de la vida, la tristeza de la desilusión y el desvanecimiento de los mejores encantos. Rodó -a quien siempre habría que citar tratándose de Prosas Profanas- ha dicho cosas deliciosas a propósito de estos versos.

Hay en el tomo de Prosas Profanas un pequeño poema en prosa rimada, de fecha muy anterior a las poesías escritas en Buenos Aires, pero que por la novedad de la manera llamó la atención. Está, se puede decir, calcado, en ciertos preciosos y armoniosos juegos que Catulle Mendes publicó con el título de Lieds de France. Catulle Mendes, a su vez, los había imitado de los poemitas maravillosos de Gaspard de la Nuit, y de estribillos o refranes de rondas populares. Me encontraba yo en la ciudad de New York, y una señorita cubana, que era prodigiosa en el arpa, me pidió le escribiese algo que en aquella dura y colosal Babel le hiciese recordar nuestras bellas y ardientes tierras tropicales. Tal fue el origen de esos aconsonantados ritmos que se titulan En el país del Sol.

Un soneto hay en ese libro que se puede decir ha tenido mayor suerte que todas mis otras composiciones, pues de los versos míos son los más conocidos, los que se recitan más, en tierra hispana como en nuestra América. Me refiero al soneto Margarita. Por cierto, la boga y el éxito se deben a la anécdota sentimental, a lo sencillo emotivo, y a que cada cual comprende y siente en sí el sollozo apasionado que hay en estos catorce versos. Entonces sí, ya habla caído yo en Buenos Aires en nuevas redes pasionales; y fui a ocultar mi idilio, mezclado a veces de tempestad, en el cercano pueblo de San Martín. ¿En dónde se encontrará, Dios mío, aquélla que quería ser una Margarita Gauthier, a quien no es cierto que la muerte haya deshojado, «por ver si me quería», como dice el verso, y que llegara a dominar tanto mis sentidos y potencias? ¡Quién sabe! Pero, si llegásemos a encontrarnos, es seguro que se realizaría lo que expresa la tan humana redondilla de Campoamor:

          Pasan veinte años, vuelve él
          y al verse, exclaman él y ella:
          -¡Dios mío, y ésta es aquélla!
          -¡Santo Dios, y éste es aquél!

Hay otra poesía en ese volumen, escrita en España en 1892, en la cual se ven ya los distintivos que han de caracterizar mi producción anterior, a pesar de que ese trabajo es castizo, de espíritu español puro, de acento, de tradición, de manera, de forma. Es en elogio de un metro popular, armonioso y cantante, la seguidilla. A ese tiempo también pertenecía el «pórtico» que escribí en Madrid para que sirviese de introducción a la colección de poesías que con el título de En tropel dio a luz el poeta Salvador Rueda.

La página blanca fue escrita en Buenos Aires, en casa del pobre Miguelito Ocampo. ¿Quién se acuerda de Miguelito Ocampo?... Hombre de corazón bueno, de natural ingenio, a quien se debe el primer ensayo de zarzuela cómica nacional argentina, y que hubiese quizás dejado una producción más copiosa e importante, si la peor de las bohemias no le arrebata, primero la voluntad y después la salud y la vida. En su casa escribí, como he dicho antes, La página blanca, en presencia de nuestro querido viejo Lamberti, a quien dediqué esos versos. Casi todas las composiciones de Prosas Profanas fueron escritas rápidamente, ya en la redacción de La Nación, ya en las mesas de los cafés, en el Aue's Keller, en la antigua casa de Lucio, en lo de Monti. El coloquio de los centauros lo concluí en La Nación, en la misma mesa en que Roberto Payró escribía uno de sus artículos. Tanto éstas como otras poesías exigirían bastantes exégesis y largas explicaciones, que a su tiempo se harán en este libro.