La torre del elefante/Capítulo I
Por Robert Ervin Howard
editarCapítulo I
editarLas antorchas flameaban turbias en las fiestas de La Maza, donde los ladrones del este festejaban su carnaval nocturno. En La Maza podían emborracharse y aullar cuanto quisieran, ya que la gente honesta rehuía el barrio, y los centinelas, bien pagados con dinero sucio, no interferían en su disfrute. Junto a las tortuosas calles sin pavimentar con sus montones de basura y charcos fangosos, los borrachos juerguistas se tambaleaban, aullando. El acero destellaba en las sombras donde el lobo cazaba al lobo, y de la oscuridad surgía la risa estridente de las mujeres, y los sonidos de altercados y peleas. La luz de las antorchas lamía refulgente desde ventanas rotas y puertas abiertas de par en par y, surgiendo de esas puertas, rancios olores de vino y fétidos cuerpos sudorosos, el clamor de jarras y puños martilleando en las bastas mesas, y fragmentos de canciones obscenas golpeaban como puñetazos en la cara.
En uno de esos tugurios el júbilo tronaba hasta un tejado bajo manchado por el humo, donde los rufianes se congregaban ataviados con todo tipo de andrajos y harapos: furtivos carteristas, lascivos secuestradores, ladrones de dedos largos, arrogantes sicarios con sus rameras, y mujeres de voces estridentes ataviadas con vestidos de mal gusto. La canallesca local era el elemento dominante: zamorianos de ojos y piel oscura, con dagas en sus cinturones y falsedad en sus corazones. Pero había lobos también de media docena de naciones extranjeras. Había un gigantesco renegado hiperbóreo, taciturno, peligroso, con un mandoble sujeto a su demacrada figura, porque los hombres llevaban sus aceros abiertamente en La Maza. Había un falsificador shemita, con su nariz ganchuda y su negroazulada barba rizada. Había una ramera britunia de intensos ojos, sentada en la rodilla de un gúndaro de cabello leonado: un soldado mercenario errante, desertor de algún ejército derrotado. Y el gordo granuja grosero cuyas indecentes bromas estaban causando todos los gritos de júbilo, era un secuestrador profesional venido de la distante Koth para enseñar a robar mujeres a los zamorianos, que habían nacido con más conocimiento de ese arte del que él nunca podría alcanzar.
Este hombre detuvo su descripción de los encantos de una intencionada víctima, e introdujo su hocico en un gran jarra de cerveza espumosa. Tras soplar la espuma de su gordos labios, dijo:
—Por Bel, dios de todos los ladrones, yo les enseñaré cómo robar zorras: la tendré al otro lado de la frontera zamoria antes del amanecer, donde habrá una caravana esperándola. Trescientas monedas de plata me prometió un conde de Ofir por una elegante joven britunia de primera clase. Me ha llevado semanas, vagando entre las ciudades fronterizas como un mendigo, hasta encontrar una que sepa que sirve. ¡Y es un bello equipaje!
Lanzó un baboso beso al aire.
—Conozco señores en Shem que cambiarían por ella el secreto de la Torre del Elefante —dijo, volviendo a su cerveza.
Un toque en la manga de su túnica le hizo volver su cabeza, frunciendo el ceño ante la interrupción. Vio a un joven, alto y fuerte, de pie junto a él. Esta persona estaba tan fuera de lugar en aquel tugurio como un lobo gris entre sarnosas ratas de alcantarilla. Su túnica barata no podía ocultar los fuertes y esbeltos rasgos de su poderosa complexión, los anchos y pesados hombros, el enorme pecho, la delgada cintura y los pesados brazos. Su piel era marrón de soles extranjeros, sus ojos azules y ardientes, y un mechón de enmarañado pelo negro coronaba su amplia frente. De su cinturón colgaba una espada en una funda de piel gastada.
El kothio se echó atrás involuntariamente, ya que el hombre no era de ninguna de las razas civilizadas que conocía.
—Hablas de la Torre del Elefante —dijo el forastero, hablando zamoriano con acento extranjero.— He oído hablar mucho de esa torre, ¿cuál es su secreto?
La actitud del sujeto no parecía amenazante, y el coraje del kothio se veía reforzado por la cerveza y la evidente aprobación de su audiencia. Estaba hinchado de arrogancia.
—¿El secreto de la Torre del Elefante? —exclamó.— Bueno, cualquier tonto sabe que Yara, el sacerdote, mora allí con la gran joya que los hombres llaman el Corazón del Elefante; ése es el secreto de su magia.
El bárbaro digirió esto por un momento.
—He visto esa torre. —dijo.— Está en un gran jardín sobre el nivel de la ciudad, rodeado por altos muros. No he visto guardias. Los muros parecen fáciles de escalar. ¿Por qué nadie ha robado esta gema secreta?
El kothio se quedó mirando con la boca abierta la inocencia del otro, para luego estallar en un rugido de júbilo burlón, al que se unieron los otros.
—¡Prestad atención a este infiel! —bramó.— ¡Robaría la joya de Yara! Presta atención, amigo, —dijo, girándose pomposamente hacia el otro— supongo que eres algún tipo de bárbaro norteño...
—Soy un cimerio, —respondió el forastero, en tono nada amistoso. La réplica y su forma significaban poco para el kothio; siendo de un reino tan al sur, en las fronteras de Shem, su conocimiento de las razas norteñas era muy vago.
—Entonces pon la oreja y aprende, amigo, —dijo, señalando con su jarra al desconcertado joven.— Que sepas que en Zamora, y muy especialmente en esta ciudad, hay más ladrones osados que en ningún sitio del mundo, incluso Koth. Si fuera posible para un mortal robar la gema, puedes estar seguro de que la hubieran birlado hace mucho. Hablas de escalar los muros, pero una vez escalados, tú mismo querrías volver inmediatamente. Hay una buena razón para que no haya guardias en los jardines por la noche; no guardias humanos, quiero decir. Pero en la sala de guardia, en la parte baja de la torre, hay hombres armados, e incluso si esquivaras a los que rondan los jardines por la noche, deberías aún dar esquinazo a los soldados, ya que la gema está guardada en alguna parte en lo alto de la torre.
—Pero si un hombre pudiera atravesar los jardines, —argumentó el cimerio,— ¿por qué no podría llegar a la gema a través de la parte superior de la torre y así evitar a los soldados?
De nuevo el kothio le miró boquiabierto.
—¡Oídle! —gritó mofándose.— El bárbaro es un águila que puede volar hasta el enjoyado borde de la torre, que sólo está cincuenta metros de altura, con laterales lisos más resbaladizos que el cristal pulido!
El cimerio le miró con furia, abochornado por el estallido de risas burlonas con el que fue recibido este comentario. No le hizo gracia alguna, y conocía insuficientemente la civilización para entender sus descortesías. Los hombres civilizados son más descorteses que los salvajes porque saben que pueden ser descorteses sin acabar con sus cráneos partidos, por lo general. Estaba apabullado y disgustado, y sin duda se hubiera escabullido, avergonzado; pero el kothio decidió aguijonearle aún más.
—¡Vamos, vamos! —gritó.— ¡Cuéntales a estos pobres hombres, que sólo han sido ladrones desde antes de que fueras engendrado; cuéntales cómo robarías la gema!
—Siempre hay una forma, si el deseo se ve acompañado por el coraje —contestó cortante el cimerio, irritado.
El kothio eligió tomarse esto como una ofensa personal. Se puso rojo de furia.
—¡Cómo! —rugió.— ¿Osas explicarnos nuestro negocio, y sugerir que somos cobardes? Anda ya, ¡vete de mi vista! —Y empujó violentamente al cimerio.
—¿Te burlas de mí, y luego me pones las manos encima? —rechinó el bárbaro, asaltándole una súbita rabia, y devolviendo el empujón con un golpe a mano abierta que derribó a su atormentador contra la burdamente tallada mesa. La cerveza le salpicó rebasando el borde de su jarra, y el kothio rugio con furia, dando alcance a su espada.
—¡Perro infiel! —bramó.— ¡Tendré tu corazón por esto!
El acero destelló y la multitud se quitó súbitamente de en medio. En su prisa, derribaron la única vela y el tugurio se sumó en la oscuridad, rota por el estruendo de los bancos volcados, el tamborileo de ligeros pies, gritos, los juramentos del gentío al caer unos sobre otros, y un estridente chillido de agonía que cortó el estrépito como un cuchillo. Cuando la vela fue encendida de nuevo, la mayoría de los visitantes habían salido por puertas y ventanas rotas, y el resto se apiñaban tras las pilas de barriles de vino y bajo las mesas. El bárbaro se había ido; el centro de la habitación estaba desierto, salvo por el acuchillado cuerpo del kothio. El cimmerio, con el infalible instinto del bárbaro, había matado a su hombre en la oscuridad y la confusión.
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