La Torre del Elefante

La Torre del Elefante (1933)
de Robert E. Howard
traducción de Wikisource

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La Torre del Elefante (título original inglés: The Tower of the Elephant) es uno de los relatos protagonizados por el personaje de ficción Conan el cimerio, escrito por su creador, el escritor pulp estadounidense Robert E. Howard. Como todos los relatos de Conan, está ambientado en la Era Hiboria, un remoto pasado pseudohistórico de espada y brujería también creado por Howard.

Este relato constituye la primera gran aventura de del cimerio, y es considerado tanto por Howard como por sus estudiosos como uno de los mejores relatos de Conan. Fue publicado por primera vez en la revista Weird Tales en marzo de 1933, y ha sido recogido en inglés en al menos 8 recopilaciones.

Ha sido adaptado en varios medios:




Capítulo I editar

Las antorchas flameaban lóbregamente en los festejos de La Maza, donde los ladrones orientales celebraban su juerga nocturna. En La Maza podían embriagarse y vociferar a placer, ya que la gente honesta rehuía el barrio, y los centinelas, bien pagados con dinero sucio, no interferían en su regocijo. Junto a las tortuosas calles sin adoquinar, con sus montones de desperdicios y sus charcos fangosos, juerguistas beodos se tambaleaban, vociferando. El acero destellaba en las sombras, donde el lobo era presa del lobo, y de la oscuridad se alzaba risa estridente de mujeres, y sonidos de altercados y forcejeos. La luz de antorchas acariciaba morbosa a través de rotas ventanas y puertas abiertas de par en par y, de esas puertas, un rancio olor a vino y apestosos cuerpos sudorosos, el clamor de jarras y puños golpeando las toscas mesas, y fragmentos de canciones obscenas surgían como soplos en la cara.

En uno de esos tugurios el júbilo retumbaba hasta el bajo tejado tiznado por el humo, donde los rufianes se congregaban ataviados con todo tipo de andrajos y harapos: furtivos carteristas, impúdicos secuestradores, ladrones de ágiles dedos, arrogantes sicarios con sus rameras, y mujeres de estridentes voces ataviadas con vestidos de mal gusto. La canallesca local era el elemento dominante: zamorianos de ojos y piel oscura, con dagas en sus cinturones y falsedad en sus corazones. Pero había lobos también de media docena de naciones extranjeras. Había un gigantesco renegado hiperbóreo, taciturno, peligroso, con un mandoble sujeto a su demacrada figura, porque los hombres llevaban sus aceros abiertamente en La Maza. Había un falsificador shemita, con su nariz ganchuda y su negroazulada barba rizada. Había una ramera britunia de intensos ojos, sentada en la rodilla de un gúndaro de cabello leonado: un soldado mercenario errante, desertor de algún ejército derrotado. Y el gordo granuja grosero cuyas indecentes bromas estaban causando todos los gritos de júbilo, era un secuestrador profesional venido de la distante Koth para enseñar a robar mujeres a los zamorianos, que habían nacido con más conocimiento de ese arte del que él nunca podría alcanzar.

Este hombre detuvo su descripción de los encantos de una intencionada víctima, e introdujo su hocico en un gran jarra de cerveza espumosa. Tras soplar la espuma de su gordos labios, dijo:

—Por Bel, dios de todos los ladrones, yo les enseñaré cómo robar zorras: la tendré al otro lado de la frontera zamoria antes del amanecer, donde habrá una caravana esperándola. Trescientas monedas de plata me prometió un conde de Ofir por una elegante joven britunia de primera clase. Me ha llevado semanas, vagando entre las ciudades fronterizas como un mendigo, hasta encontrar una que sepa que sirve. ¡Y es un bello equipaje!

Lanzó un baboso beso al aire.

—Conozco señores en Shem que cambiarían por ella el secreto de la Torre del Elefante —dijo, volviendo a su cerveza.

Un toque en la manga de su túnica le hizo volver su cabeza, frunciendo el ceño ante la interrupción. Vio a un joven, alto y fuerte, de pie junto a él. Esta persona estaba tan fuera de lugar en aquel tugurio como un lobo gris entre sarnosas ratas de alcantarilla. Su túnica barata no podía ocultar los fuertes y esbeltos rasgos de su poderosa complexión, los anchos y pesados hombros, el enorme pecho, la delgada cintura y los pesados brazos. Su piel era marrón de soles extranjeros, sus ojos azules y ardientes, y un mechón de enmarañado pelo negro coronaba su amplia frente. De su cinturón colgaba una espada en una funda de piel gastada.

El kothio se echó atrás involuntariamente, ya que el hombre no era de ninguna de las razas civilizadas que conocía.

—Hablas de la Torre del Elefante —dijo el forastero, hablando zamoriano con acento extranjero.— He oído hablar mucho de esa torre, ¿cuál es su secreto?

La actitud del sujeto no parecía amenazante, y el coraje del kothio se veía reforzado por la cerveza y la evidente aprobación de su audiencia. Estaba hinchado de arrogancia.

—¿El secreto de la Torre del Elefante? —exclamó.— Bueno, cualquier tonto sabe que Yara, el sacerdote, mora allí con la gran joya que los hombres llaman el Corazón del Elefante; ése es el secreto de su magia.

El bárbaro digirió esto por un momento.

—He visto esa torre. —dijo.— Está en un gran jardín sobre el nivel de la ciudad, rodeado por altos muros. No he visto guardias. Los muros parecen fáciles de escalar. ¿Por qué nadie ha robado esta gema secreta?

El kothio se quedó mirando con la boca abierta la inocencia del otro, para luego estallar en un rugido de júbilo burlón, al que se unieron los otros.

—¡Prestad atención a este infiel! —bramó.— ¡Robaría la joya de Yara! Presta atención, amigo, —dijo, girándose pomposamente hacia el otro— supongo que eres algún tipo de bárbaro norteño...

—Soy un cimerio, —respondió el forastero, en tono nada amistoso. La réplica y su forma significaban poco para el kothio; siendo de un reino tan al sur, en las fronteras de Shem, su conocimiento de las razas norteñas era muy vago.

—Entonces pon la oreja y aprende, amigo, —dijo, señalando con su jarra al desconcertado joven.— Que sepas que en Zamora, y muy especialmente en esta ciudad, hay más ladrones osados que en ningún sitio del mundo, incluso Koth. Si fuera posible para un mortal robar la gema, puedes estar seguro de que la hubieran birlado hace mucho. Hablas de escalar los muros, pero una vez escalados, tú mismo querrías volver inmediatamente. Hay una buena razón para que no haya guardias en los jardines por la noche; no guardias humanos, quiero decir. Pero en la sala de guardia, en la parte baja de la torre, hay hombres armados, e incluso si esquivaras a los que rondan los jardines por la noche, deberías aún dar esquinazo a los soldados, ya que la gema está guardada en alguna parte en lo alto de la torre.

—Pero si un hombre pudiera atravesar los jardines, —argumentó el cimerio,— ¿por qué no podría llegar a la gema a través de la parte superior de la torre y así evitar a los soldados?

De nuevo el kothio le miró boquiabierto.

—¡Oídle! —gritó mofándose.— El bárbaro es un águila que puede volar hasta el enjoyado borde de la torre, que sólo está cincuenta metros de altura, con laterales lisos más resbaladizos que el cristal pulido!

El cimerio le miró con furia, abochornado por el estallido de risas burlonas con el que fue recibido este comentario. No le hizo gracia alguna, y conocía insuficientemente la civilización para entender sus descortesías. Los hombres civilizados son más descorteses que los salvajes porque saben que pueden ser descorteses sin acabar con sus cráneos partidos, por lo general. Estaba apabullado y disgustado, y sin duda se hubiera escabullido, avergonzado; pero el kothio decidió aguijonearle aún más.

—¡Vamos, vamos! —gritó.— ¡Cuéntales a estos pobres hombres, que sólo han sido ladrones desde antes de que fueras engendrado; cuéntales cómo robarías la gema!

—Siempre hay una forma, si el deseo se ve acompañado por el coraje —contestó cortante el cimerio, irritado.

El kothio eligió tomárselo como una ofensa personal. Se puso rojo de furia.

—¡Cómo! —rugió.— ¿Osas explicarnos nuestro negocio, y sugerir que somos cobardes? Anda ya, ¡quítate de mi vista! —Y empujó violentamente al cimerio.

—¿Te burlas de mí, y luego me pones las manos encima? —rechinó el bárbaro, asaltándole una súbita rabia, y devolviendo el empujón con un golpe a mano abierta que derribó a su atormentador contra la burdamente tallada mesa. La cerveza, rebasando el borde de su jarra, le salpicó, y el kothio rugió con furia, dando alcance a su espada.

—¡Perro infiel! —bramó.— ¡Tendré tu corazón por esto!

El acero destelló y la multitud se quitó súbitamente de en medio. En su prisa, derribaron la única vela y el tugurio se sumó en la oscuridad, rota por el estruendo de los bancos volcados, el tamborileo de ligeros pies, gritos, los juramentos del gentío al caer unos sobre otros, y un estridente chillido de agonía que cortó el estrépito como un cuchillo. Cuando la vela fue encendida de nuevo, la mayoría de los visitantes habían salido por puertas y ventanas rotas, y el resto se apiñaban tras las pilas de barriles de vino y bajo las mesas. El bárbaro se había ido; el centro de la habitación estaba desierto, salvo por el acuchillado cuerpo del kothio. El cimmerio, con el infalible instinto del bárbaro, había matado a su hombre en la oscuridad y la confusión.

Capítulo II editar

Las refulgentes luces y la alcohólica fiesta se disiparon tras el cimerio. Se había deshecho de su desgarrada túnica, y atravesaba la noche caminando desnudo, salvo por un taparrabos y sus sandalias de correa alta. Se movía con la grácil agilidad de un gran tigre, sus acerados músculos pulsantes bajo su piel marrón.

Había entrado en la parte de la ciudad reservada a los templos. A su alrededor relucían blancos a la luz de las estrellas; nevosos pilares de mármol y dorados domos y plateados arcos, santuarios de la miríada de extraños dioses de Zamora. No le preocupaban; sabía que la religión de Zamora, como todas las cosas de las gentes civilizadas y largamente establecidas, era intrincada y compleja, y había perdido la mayor parte de su prístina esencia en un laberinto de fórmulas y rituales. Llevaba horas agachado en el patio de los filósofos, escuchando los debates de teólogos y maestros, y se alejó en una nebulosa perplejidad, seguro de una única cosa, y era que estaban todos tocados del ala.

Sus dioses eran simples y comprensibles; Crom era su jefe, y vivía en una gran montaña, desde la que enviaba maldiciones y muerte. Era inútil apelar a Crom, porque era un dios sombrío y salvaje, y odiaba a los debiluchos. Pero daba a los hombres coraje al nacer, y la voluntad y el poder de matar a sus enemigos, lo cual, en la mente del cimerio, era todo lo que se podía esperar de un dios.

Sus pies calzados con sandalias no hacían sonido alguno en el resplandeciente pavimento. Ningún vigía pasó, porque hasta los ladrones de la Maza evitaban los templos, donde era sabido que extrañas maldiciones caían sobre sus profanadores. Ante él vió, dibujándose contra el cielo, la Torre del Elefante. Reflexionó, preguntándose porqué se la llamaba así. Nadie parecía saberlo. Jamás había visto un elefante, pero entendía vagamente que era un animal monstruoso, con una cola por delante así como por detrás. Eso le había dicho un shemita errante, jurando que había visto tales bestias a miles en el país de los hyrkanos; pero todos sabían cómo de mentirosos eran los hombres de Shem. En cualquier caso, no había elefantes en Zamora.

La reluciente columna de la torre se elevaba fríamente entre las estrellas. A la luz del sol brillaba tan deslumbrante que pocos podía soportar su resplandor, y los hombres decían que estaba hecha de plata. Era redonda, un delgado y perfecto cilindro, de unos cincuenta metros de altura, y su borde centelleaba a la luz de las estrellas con las grandes joyas que la recubrían. La torre se alzaba entre los ondulantes árboles exóticos de un jardín elevado sobre el nivel general de la ciudad. Un alto muro cercaba el jardín, y el exterior del muro estaba en un nivel inferior, también cercado por un muro. Ninguna luz lo iluminaba; no parecía haber ventanas en la torre. Al menos, no sobre el nivel del muro interior. Sólo las gemas en lo alto destellaban fríamente a la luz de las estrellas.

Los matorrales crecían espesos fuera de la torre, o muro exterior. El cimerio trepó y permaneció junto a la barrera, midiéndola a ojo. Era alta, pero podría saltar y agarrarse a la albardilla con sus dedos. Luego sería un juego de niños balancearse arriba y más allá, y no tenía la menor duda de que podría pasar el muro interior de la misma forma. Pero dudaba ante la idea de los extraños peligros que se decía que aguardaban en el interior. Esa gente era extraña y misteriosa para él; no eran de los suyos, ni siquiera de la misma sangre como los más occidentales brythunios, nemedios, kothianos o aquilonios, cuyos misterios civilizados le habían asombrado en el pasado. El pueblo de Zamora era muy antigüo y, por lo que había visto, muy maligno.

Pensó en Yara, el alto sacerdote, que había lanzado extrañas maldiciones desde esta enjoyada torre, y el vello del cimerio se erizó al recordar una historia contada por un paje borracho de la corte: cómo Yara se había reído a la cara de un príncipe hostil, y sostenido una brillante gema maligna ante él, y cómo se dispararon rayos cegadoramente desde aquella impía joya, hasta envolver al príncipe, que gritó y cayó, y se redujo hasta convertirse en un mustio y ennegrecido bulto que se convirtió en una araña negra que correteó salvajemente por la cámara hasta que Yara puso su talón sobre ella.

Yara no solía salir con frecuencia de su torre mágica y, cuando lo hacía, era siempre para hacer el mal a algún hombre o nación. El rey de Zamora lo temía más de lo que temía a la muerte, y se mantenía a sí mismo borracho todo el tiempo porque el miedo era más del que podía soportar sobrio. Yara era muy viejo; siglos, decían los hombres, y añadían que viviría por siempre por la magia de su gema, que los hombres llamaban el Corazón del Elefante, sin mayor motivo que el que tenían para llamar a su fortaleza la Torre del Elefante.

El cimerio, ensimismado en tales pensamientos, se encogió rápidamente contra el muro. Alguien estaba pasando por el jardín, andando con medidas zancadas. El acechante oyó tintineo del acero. Así que había un guardia paseando por aquellos jardines, a fin de cuentas. El cimerio esperó, esperando oírle pasar de nuevo, en la siguiente ronda, pero el silencio descansaba sobre los misteriosos jardines.

Finalmente, la curiosidad le superó. Saltando suavemente, asió el muro y se balanceó hacia la parte superior con un brazo. Tumbado sobre la gruesa albardilla, miró abajo, hacia el ancho espacio entre los muros. Ningún matorral crecía cerca de él, aunque vió algunos arbustos cuidadosamente podados cerca del muro interior. La luz de las estrellas caía sobre el césped uniforme y en alguna parte tintineaba una fuente.

El cimerio se dejó caer cuidadosamente en el interior y desenvainó su espada, mirando a su alrededor. Temblaba con el nerviosismo de lo savaje al estar así desprotegido directamente bajo la luz de las estrellas, y se movió suavemente a lo largo de la curva del muro, abrazando su sombra, hasta llegar a la altura de los matorrales que había visto. Entonces corrió hacia ellos, agachado, y casi tropezó con una forma que yacía desplomada cerca del borde de los arbustos.

Un rápido vistazo a derecha e izquierda no descubrió a ningún enemigo, al menos a la vista, y se acercó para investigar. Sus ansiosos ojos, incluso a la tenue luz de las estrellas, le mostraron a un hombre corpulento en una armadura plateada y un yelmo blasonado de la guardia real zamoria. Junto a él yacían un escudo y una lanza, y apenas requirió un instante de examen descubrir que había sido estrangulado. El bárbaro miró alrededor inquieto. Sabía que este hombre debía ser el guardia al que había oído pasar ante su escondite junto al muro. Apenas había pasado tiempo, pero en ese intervalo manos sin nombre le habían alcanzado desde la oscuridad y habían asfixiado la vida del soldado.

Forzando la vista en la penumbra, vió un atisbo de movimiento a través de los matorrales cerca de el muro. Hacia allí se deslizó, aferrando su espada. No hizo más ruido que una pantera escabulléndose en la noche, pero aún así el hombre al que acechaba le oyó. El cimerio apenas tuvo un atisbo de un gran bulto cerca del muro, sintiendo alivio de que fuera al menos humano; entonces el tipo se giró rápidamente con un grito ahogado que sonó como de pánico, amagó una caída hacia adelante, con manos como garras, para luego echarse atrás al captar la hoja del cimerio la luz de las estrellas. Por un tenso instante ninguno habló, ambos quietos y listos para lo que fuera.

—No eres un soldado, —dijo al fin, entre dientes, el extraño.— Eres un ladrón como yo mismo.

—¿Y quién eres tú? —preguntó el cimerio en un receloso susurro.

—Taurus de Nemedia.

El cimerio bajó su espada.

—He oído hablar de ti. Los hombres te llaman príncipe de ladrones.

—¿Quién eres? —susurró.

—Conan, un cimerio, —respondió el otro.— Vine buscando una forma de robar la joya de Yara que los hombres llaman el Corazón del Elefante.

Conan sintió que la gran barriga del hombre se agitaba de risa, pero no era despreciativa.

—¡Por Bel, dios de los ladrones! —siseó Taurus.— Pensaba que sólo yo tenía coraje para intentar ese robo. Esos zamorios se hacen llamar ladrones; ¡puá! Conan, me gusta tu determinación. Jamás compartí una aventura con nadie, pero por Bel, intentaremos esto juntos si tú quieres.

—Entonces, ¿tú también andas tras la gema?

—¿Qué otra cosa podría buscar? He hecho planes durante meses, pero tú, me parece, has actuado por un súbito impulso, amigo mío.

—¿Mataste al soldado?

—Claro. Me deslicé sobre el muro cuando él estaba al otro lado del jardín. Me escondí en los arbustos, me oyó, o pensó que había oído algo. Cuando vino a meter la pata, no fue nada difícil ir por detrás y agarrarle de golpe el cuello y asfixiar su tonta vida. Estaba como la mayoría de los hombres, medio ciego en la oscuridad. Un buen ladrón debe tener ojos de gato.

—Cometiste un error. —dijo Conan.

Los ojos de Taurus destellaron con furia.

—¿Yo? ¿Yo, un error? ¡Imposible!

—Deberías haber escondido el cuerpo entre los arbustos.

—Habó el novato al maestro del arte. No hay cambio de guardia hasta pasada la medianoche. En caso de que viniera ahora alguien buscándole, y encontrara su cuerpo, correrían inmediatamente hasta Yara, vociferando la noticia, y dándonos tiempo para escapar. Y si no lo encuentran, aporrearían los arbustos y nos cazarían como a ratas en una trampa.

—Tienes razón. —aceptó Conan.

—Entonces. Ahora, atiende. Estamos perdiendo tiempo con este maldito debate. No hay guardias en el jardín interior; guardias humanos, quiero decir, aunque hay centinelas aún más mortales. Era su presencia la que me ha frustrado durante tanto tiempo, pero finalmente he descubierto una forma de evadirlos.

—¿Y qué pasa con los soldados en la parte baja de la torre?

—El viejo Yara habita en las cámaras superiores. Por esa ruta iremos; y volveremos, espero. No me preguntes cómo. He organizado algo. Bajaremos a través de lo alto de la torre y estrangularemos al viejo Yara antes de que pueda lanzar ninguno de su malditos hechizos sobre nosotros. Al menos, lo intentaremos; es el riesgo de ser convertidos en arañas o sapos, frente a toda la riqueza y el poder del mundo. Todo buen ladrón debe saber cómo correr riesgos.

—Llegaré tan lejos como pueda —dijo Conan, quitándose las sandalias.

—Entonces sígueme. —Y girándose, Taurus saltó, se agarró al muro y se subió. La agilidad del hombre era asombrosa, considerando su corpulencia; parecía casi planear sobre el borde de la albardilla. Conan lo siguió y, tumbados sobre la ancha altura, hablaron en cautelosos susurros.

—No veo luces. —musitó Conan. La parte baja de la torre se parecía mucho a la parte visible desde fuera del jardín: un perfecto cilindro resplandeciente, sin ninguna abertura visible.

—Tiene puertas y ventanas ingeniosamente diseñadas, —respondió Taurus— pero están cerradas. Los soldados respiran aire que viene de arriba.

El jardín era un difuso estanque de sombras, donde ligeros arbustos y poco ramosos árboles ondulaban sombríamente a la luz de las estrellas. La recelosa alma de Conan sintió el aura de una amenaza expectante que anidaba sobre ella. Sintió la mirada ardiente de ojos no vistos, y captó un sutil olor que hizo que el vello de su nuca se erizara instintivamente como un perro de caza se eriza ante el olor de un antiguo enemigo.

—Sígueme, —susurró Taurus— ve tras de mí, si valoras tu vida.

Cogiendo lo que aparentaba ser un tubo de cobre de su cinturón, el nemedio bajó ligeramente sobre el césped dentro del muro. Conan estaba justo detrás de él, con la espada lista, pero Taurus le empujó hacia atrás, cerca del muro, y no mostró intención de avanzar él mismo. Toda su actitud era de tensa expectación, y su mirada, como la de Conan, estaba fija en la sombría masa de matorrales algunos metros más adelante. Los matorrales se agitaron, y tras ellos otras chispas de fuego destellaron en la oscuridad.

—¡Leones! —musitó Conan.

—Sí. De día los mantienen en cavernas subterráneas bajo la torre. Por eso no hay guardias en este jardín.

Conan contó rápidamente los ojos.

—Cinco a la vista, puede que más en los arbustos. Cargarán en un momento...

—¡Calla! —siseó Taurus, y se separó del muro, tan cauto como si caminara sobre cuchillas, levantando el delgado tubo. Un murmullo bajo se elevó entre las sombras y los deslumbrantes ojos se movieron hacia adelante. Conan pudo sentir las grandes mandíbulas babeantes, los penachos de las colas latigueando leonados flancos. El aire se tensó; el cimerio aferró su espada, esperando la carga y el irresistible embate de gigantescos cuerpos. Entonces Taurus llevó la boca del tubo a sus labios y sopló poderosamente. Un largo chorro de polvo amarillento salió disparado del otro extremo del tubo, y se expandió instantáneamente formando una espesa nube verdeamarillenta que se esparció sobre los matorrales, apagando los penetrantes ojos.

Taurus corrió apresuradamente hasta el muro. Conan miró sin comprender. La densa nube ocultaba los matorrales, y de ellos no surgió ruido alguno.

—¿Qué es esta niebla? —preguntó desconcertado el cimerio.

—¡Muerte! —siseó el nemedio.— Si apareciera viento y lo trajera de vuelta sobre nosotros, tendríamos que huir detrás del muro. Pero no, el aire está quieto, y ahora se está disipando. Espera hasta que se desvanezca por completo. Respirarlo es la muerte.

En ese momento sólo hebras amarillentas colgaban fantasmalmente en el aire; luego se fueron, y Taurus movió a su compañero hacia adelante. Se escabulleron hacia los arbustos, y Conan dió un grito ahogado. A lo largo de las sombras descansaban cinco grandes leonadas formas, con el fuego de sus lúgubres ojos apagado para siempre. Un olor dulzón y empalagoso permanecía en la atmósfera.

—¡Murieron sin el menor ruido! —musitó el cimerio.— Taurus, ¿qué era ese polvo?

—Estaba hecho de loto negro, cuyas flores se agitan en las perdidas junglas de Khitai, donde sólo habitan los sacerdotes de cráneos amarillentos. Esas flores fulminan a cualquiera que las huela.

Conan se arrodilló junto a las grandes formas, asegurándose de que estaban realmente más allá de poder hacer daño. Sacudió la cabeza; la magia de las tierras exóticas era misteriosa y terrible para los bárbaros del norte.

—¿Por qué no puedes matar a los soldados de la torre de la misma forma? —preguntó.

—Porque ese era todo el polvo que tenía. Obtenerlo fue una hazaña que por sí misma fue suficiente para hacerme famoso entre los ladrones del mundo. Lo robé de una caravana hacia Estigia, y la saqué, en su bolsa de tela de oro, de los anillos de la gran serpiente que la guardaba, sin despertarla. ¡Pero vamos, por Bel! ¿Vamos a malgastar la noche discutiendo?

Se movieron a través de los matorrales hasta el resplandeciente pie de la torre, y allí, con un movimiento que imponía silencio, Taurus desenvolvió su cuerda anudada, en uno de cuyos extremos había un gancho de acero. Conan vió su plan, y no hizo preguntas mientras el nemedio aseguraba la línea a corta distancia bajo el gancho, y empezaba a girarla sobre su cabeza. Conan puso su oreja contra el liso muro y escuchó, pero no pudo oír nada. Evidentemente, los soldados en el interior no sospechaban la presencia de los intrusos, que no habían hecho más ruido que el viento nocturno soplando entre los árboles. Pero un extraño nerviosismo afectaba al bárbaro; quizá era el olor a león que estaba por doquier.

Taurus lanzó la línea con un rápido y fluido movimiento de su poderoso brazo. El gancho se curvó hacia arriba y adentro de forma peculiar, difícil de describir, y se desvaneció sobre el enjoyado borde. Aparentemente estaba firmemente seguro, porque cautelosas sacudidas y fuertes tirones no resultaron en deslizamientos o cesiones.

—Hubo suerte al primer intento, —murmuró Taurus.— Yo...

Fue el salvaje instinto de Conan lo que le hizo girarse repentinamente, porque la muerte que se cernía sobre ellos no hizo sonido alguno. Un fugaz vistazo reveló al cimerio la gigantesca forma leonada, a dos patas contra las estrellas, alzándose sobre él para el golpe mortal. Ningún hombre civilizado podría haberse movido en su lugar la mitad de rápido que el bárbaro. Su espada destelló fríamente a la luz de las estrellas con cada onza de desesperado nervio y músculo tras ella, y hombre y bestia se atacaron mutuamente.

Maldiciendo incoherentemente sin aliento, Taurus se inclinó sobre la masa, y vió los miembros de su compañero moverse mientras intentaba arrastrarse de debajo del gran peso que descansaba inerte sobre él. Un vistazo mostró al sobresaltado nemedio que el león estaba muerto, con su oblicuo cráneo partido por la mitad. Se echó sobre el cadáver y, con su ayuda, Conan lo apartó a un lado de un empujón y se levantó, todavía aferrando su goteante espada.

—¿Estás herido, amigo? —susurró Taurus, todavía apabullado por la pasmosa celeridad de aquella comprometida situación.

—¡No, por Crom! —contestó el bárbaro.— Pero nunca faltó tan poco, y no he llevado nunca una vida aburrida precisamente. ¿Por qué esa maldita bestia no rugió al atacar?

—Todo es raro en este jardín. —dijo Taurus— Los leones atacan silenciosamente; y lo mismo hacen otras muertes. Pero vamos; poco ruido se hizo en esa matanza, pero puede que los soldados lo hayan oído, si no están dormidos o borrachos. Puede que esa bestia estuviera en otra parte del jardín y escapara a la muerte de las flores, pero seguro que no hay más. Debemos subir por esta cuerda; huelga preguntarle a un cimerio si puede hacerlo.

—Si soporta mi peso. —gruñó Conan, limpiando su espada en la hierba.

—Soportaría tres veces el mío. —respondió Taurus.— Fue tejida de los tirabuzones de mujeres muertas, que saqué de sus tumbas a medianoche, e impregnado en el letal vino del árbol upas, para darle resistencia. Iré el primero, sígueme de cerca.

El nemedio se aferró a la soga y dobló una rodilla en torno a ella, comenzando el ascenso; subió como un gato, contradiciendo la aparente torpeza que su corpulencia daba a entender. El cimerio le siguió. La cuerda se bamboleaba y giraba sobre sí misma, pero estorbaba a los escaladores; ambos habían tenido escaladas más difíciles. El enjoyado borde centelleaba en las alturas sobre ellos, sobresaliendo de la perpendicular del muro, con lo que la cuerda colgaba a unos treinta centímetros de la pared de la torre; un hecho que hacía mucho más fácil el ascenso.

Arriba y más arriba fueron, silenciosamente, con las luces de la ciudad extendiéndose más y más lejos de su vista al escalar, con las estrellas sobre ellos más y más atenuadas por el centelleo de las joyas a lo largo del borde. Entonces Taurus levantó la mano y alcanzó el borde mismo, subiéndose a él. Conan se detuvo por un momento en el mismo borde, fascinado por las grandes y frías joyas cuyos destellos deslumbraban sus ojos: diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, turquesas, piedras lunares, tan abundantes como estrellas en resplandeciente plata. Desde lejos sus distintos brillos habían parecido fundirse en un palpitante brillo; pero, ahora, a corta distancia, resplandecían con un millón de tonos y luces, hipnotizándole con sus centelleos.

—Aquí hay una fortuna fabulosa, Taurus —susurró.

Pero el nemedio respondió, impaciente: —¡Vamos! Si conseguimos el Corazón, esas y todas las demás cosas serán nuestras.

Conan escaló sobre el destellante borde. El nivel de la parte superior de la torre estaba algunos metros bajo la enjoyada repisa. Era plana, compuesta de alguna sustancia azul oscuro, incrustada de oro que captaba la luz de las estrellas de tal forma que el conjunto parecía como un ancho zafiro moteado con brillante polvo de oro. Al otro lado del punto por el que habían entrado parecía haber algún tipo de cámara, construida sobre el tejado. Estaba hecha del mismo material plateado que las paredes de la torre, adornada con diseños hechos con gemas más pequeñas; su única puerta era de oro, su superficie cortada en capas, e incrustada de joyas que brillaban como hielo.

Conan echó un vistazo al palpitante océano de luces que se extendía mucho más abajo, y luego miró a Taurus. El nemedio estaba recogiendo su cuerda y enrrollándola. Mostró a Conan dónde se había agarrado el gancho: poco más de un centímetro de la punta se había hundido bajo una gran gema flameante en el lado interior del borde.

—La fortuna nos ha acompañado de nuevo. —musitó— Uno pensaría que nuestro peso combinado habría arrancado esa gema. Sígueme; los verdaderos riesgos de esta empresa empiezan ahora. Estamos en la guarida de la serpiente, y no sabemos dónde se esconde.

Como tigres al acecho se arrastraron por el oscuramente reluciente suelo y se detuvieron delante de la puerta destellante. Con mano diestra y cautelosa, Taurus intentó abrirla. Se abrió sin resistencia, y los compañeros miraron dentro, tensos para todo. Sobre el hombro del nemedio Conan entrevió una cámara centelleante, paredes, techo y suelo incrustadas con grandes gemas blancas que la iluminaban radiantemente, y que parecían ser su única iluminación. Parecía libre de vida.

—Antes de cortar nuestra última vía de retirada, —siseó Taurus— vete hasta el borde y mira sobre él por todos lados; si ves algún soldado moviéndose por el jardín, o algo sospechoso, vuelve a decírmelo. Te esperaré dentro de la cámara.

Conan no le vió mucho sentido, y una vaga desconfianza de su compañero tocó su recelosa alma; pero hizo lo que Taurus había pedido. Al darse la vuelta, el nemedio se escurrió por la puerta y la cerró tras él. Conan se arrastró por el borde de la torre, volviendo a su punto de salida sin haber visto ningún movimiento sospechoso en el vagamente ondulante mar de hojas bajo ella. Se giró hacia la puerta; de pronto, desde el interior de la cámara surgió un grito ahogado.

El cimerio saltó hacia adelante, electrizado; la reluciente puerta se abrió de pronto y Taurus apareció enmarcado por el frío fulgor tras él. Se bamboleó y sus labios se abrieron, pero sólo un ruido seco brotó de su garganta. Agarrándose a la dorada puerta como apoyo, se fue dando tumbos por el tejado, para caer de cabeza, agarrándose la garganta. La puerta se cerró tras él.

Conan, agachándose como una pantera acorralada, no vio nada en la habitación tras el afligido nemedio, en el breve instante que la puerta estuvo parcialmente abierta; a menos que no fuera un efecto óptico lo que hizo parecer como si una sombra se lanzara a través del reluciente suelo. Nada había seguido a Taurus hasta el tejado, y Conan se agachó sobre el hombre.

El nemedio miró con vidriosos ojos dilatados, que de alguna forma contenían un terrible desconcierto. Sus manos arañaron su garganta, sus labios babearon y gorgotearon; y de pronto se puso rígido, y el atónito cimerio supo que estaba muerto. Y sintió que Taurus había muerto sin saber qué tipo de muerte le había afligido. Conan miró desconcertado hacia la enigmática puerta dorada. En aquella habitación vacía, con sus centelleantes paredes enjoyadas, la muerte había alcanzado al príncipe de los ladrones de forma tan rauda y misteriosa como él había dado muerte a los leones de los jardines de abajo.

Cautelosamente, el bárbaro recorrió con sus manos el cuerpo medio desnudo del hombre, buscando una herida. Pero las únicas señales de violencia estaban entre sus hombros, por encima de la base de su cuello de toro: tres pequeñas heridas, que parecían como si tres clavos hubieran sido introducidos profundamente en la carne y luego retirados. Los bordes de estas heridas eran negros, y un débil olor como a putrefacción era evidente. "¿Dardos envenenados?", pensó Conan; pero en ese caso los misiles deberían estar aún en las heridas.

Cautelosamente, se dirigió hacia la puerta dorada, la abrió, y miró dentro. La cámara permanecía vacía, bañada por el frío y palpitante resplandor de la miríada de joyas. En el mismo centro del techo, apenas se fijó en un curioso diseño: un negro patrón de ocho lados, en el centro del cual cuatro gemas destellaban con una llama roja distinta del fulgor blanco de las otras joyas. Al otro lado de la habitación había otra puerta, como aquella en la que permanecía, excepto que no había sido tallada con el patrón de capas. ¿Era aquella la puerta a través de la que llegó la muerte? Y, habiendo aniquilado a su víctima, ¿se había retirado de la misma forma?

Cerrando la puerta tras él, el cimerio avanzó dentro de la cámara. Sus pies desnudos no hicieron ningún ruido con el suelo de cristal. No había sillas o mesas en la cámara, sólo tres o cuatro sofás de seda, bordados en oro y trabajados en extraños diseños serpentinos, y varios aterciopelados cofres de ébano. Algunos estaban sellados con pesados candados dorados; otros permanecían cerrados, con sus talladas tapas echadas atrás, revelando montones de joyas en un descuidado amotinamiento de esplendor a los atónitos ojos del cimerio. Conan maldijo por lo bajo; ya había contemplado más riqueza esa noche que la que nunca hubiera soñado pudiera existir en todo el mundo, y empezaba a marearle la idea de cuál debía ser el valor de la joya que buscaba.

Estaba ahora en el centro de la habitación, encorvado hacia adelante, la cabeza estirada con cautela, espada por delante, cuando de nuevo la muerte le atacó sin ruido. Una sombra voladora que barrió el reluciente suelo fue su único aviso, y su instintivo salto lateral todo lo que salvó su vida. Tuvo un un rápido atisbo de un peludo horror negro que se balanceó pasando de largo ante él con un chocar de espumosas mandíbulas, y algo salpicó su desnudo hombro que quemaba como gotas de líquido fuego infernal. Saltando hacia atrás, espada en alto, vio el horror golpear el suelo, rodar y arrastrarse hasta él con espantosa velocidad; una gigantesca araña negra, de las que los hombres sólo ven en sus pesadillas.

Era grande como un cerdo, y sus gruesas ocho patas peludas impulsaban su ogresco cuerpo sobre el suelo apresuradamente; sus cuatro malévolos ojos relucientes brillaron con horrible inteligencia, con sus colmillos goteando veneno que Conan sabía, por la quemazón en su hombro donde sólo unas pocas gotas habían salpicado cuando la cosa había atacado y fallado, que estaba cargado de muerte instantánea. Este era el asesino que se había dejado caer de su percha en mitad del techo en un hilo de su red, sobre el cuello del nemedio. ¡Qué tontos habían sido no sospechando que las cámaras superiores estarían tan vigiladas como las inferiores!

Estos pensamientos pasaron rápidamente por la mente de Conan mientras el monstruo se aceleraba. Él saltó alto, y la cosa pasó bajo él, dio media vuelta y cargó de nuevo. Esta vez la evadió con un salto lateral, y contratacó como un gato. Su espada cortó una de sus peludas patas, y de nuevo se salvó por muy poco cuando la monstruosidad giró bruscamente sobre él, con los colmillos chasqueando malignamente. Pero la criatura no continuó la persecución; girándose, se escabulló a través del suelo cristalino y corrió por la pared hasta el techo, donde se agachó por un instante, mirando hacia él con sus malignos ojos rojos. Entonces, sin avisar, se lanzó al espacio, dejando tras ella un hilo de algo gris y pegajoso.

Conan retrocedió para evitar el acelerado cuerpo; luego esquivó frenéticamente, justo a tiempo de evitar ser atrapado por la cuerda de red voladora. Vió la intención de la criatura y saltó hacia la puerta, pero era más rápida, y una hebra pegajosa lanzada a través de la puerta le hizo prisionero. No osó intentar cortarla con su espada; sabía que aquella sustancia se pegaría a la hoja, y antes de que pudiera liberarla de una sacudida, el demonio estaría clavando sus colmillos en su espalda.

Entonces empezó un juego desesperado, el ingenio y la rapidez del hombre emparejado contra la maligna destreza y velocidad de la araña gigante. Ya no se arrastraba a lo largo del suelo cargando directamente, o balanceaba su cuerpo a través del aire hacia él. Corrió por el techo y las paredes, buscando atraparlo en los largos bucles de pegajosas hebras de red grises, que lanzaba con maligna precisión. Esas hebras eran gruesas como sogas, y Conan supo al instante que estaban enroscadas en él, y que su desesperada fuerza no sería suficiente para liberarse rompiéndolas antes del embate del monstruo.

Por toda la cámara siguió la danza de aquel diablo, en absoluto silencio excepto por la rápida respiración del hombre, las débiles huellas de sus pies desnudos en el reluciente suelo, el inquietante castañeteo de los colmillos de la monstruosidad. Las grises hebras descansaban en rollos en el suelo, hacían bucles a lo largo de las paredes, recubrían los cofres de joyas y los sedosos sofás, y colgaban en oscuros festones del enjoyado techo. La rapidez de ojo y músculo a prueba de trampas de Conan le había mantenido intacto, a pesar de que los pegajosos bucles le habían pasado tan cerca que habían raspado su desnudo pellejo. Sabía que no podía seguir evitándolas eternamente, no sólo tenía que estar pendiente de las hebras oscilando desde el techo, sino que también tenía que mantener un ojo en el suelo, no fuera que tropezara con los rollos que descansaban en él. Más pronto que tarde un bucle pegajoso se retorcería en torno a él, como una pitón, y entonces, envuelto como en un capullo, quedaría a merced del monstruo.

La araña corrió cruzando el suelo de la cámara, la soga gris oscilando tras ella. Conan saltó hacia arriba, vaciando un sofá; dando un rápido giro el demonio corrió hacia lo alto de la pared, y la hebra, saltando por el suelo como algo vivo, fustigó el tobillo del cimerio. Tuvo que usar sus manos al caer, tirando frenéticamente de la red que lo sujetaba como un flexible torno, o los anillos de una pitón. El velludo diablo bajaba corriendo por la pared para completar su captura. Presa de la histeria, Conan cogió un enjoyado cofre y lo lanzó con todas sus fuerzas. Fue un movimiento que el monstruo no esperaba. En las ramificadas patas negras de lleno el masivo misil impactó, haciéndose pedazos contra la pared con un repugnante crujido ahogado. Sangre y algo espeso y verdoso salpicaron, y la destrozada masa cayó con el reventado cofre de gemas al suelo. El aplastado cuerpo negro descansaba junto al flamígero caos de joyas que se derramaron sobre él; las peludas patas se movían sin propósito, los moribundos ojos centelleaban rojizos entre las centelleantes gemas.

Conan miró a su alrededor, pero no aparecieron más horrores, y se dispuso a liberarse de la red. La sustancia se aferraba tenazmente a su tobillo y sus manos, pero al fin se liberó, y tomando su espada, buscó su camino entre los grises rollos y bucles hasta la puerta interior. Qué clase de horrores le esperaban dentro no lo sabía. La sangre del cimerio estaba encendida y, habiendo llegado tan lejos, y superado tantos peligros, estaba decidido a llegar hasta el lúgubre final de la aventura, cualquiera que fuera. Y sentía que la joya que buscaba no estaba entre las muchas que tan descuidadamente estaban desparramadas por la resplandeciente cámara.

Arrancando los bucles que bloqueaban la puerta interior, se dió cuenta de que, como la otra, no estaba cerrada. Se preguntó si los soldados de abajo aún no eran conscientes de su presencia. Bueno, estaba muy por encima de sus cabezas, y si uno podía creer las historias, estaban acostumbrados a ruidos extraños en la torre sobre ellos; ruidos siniestros, y gritos de agonía y terror.

Yara estaba en su mente, y no las tenía todas consigo al abrir la puerta dorada. Pero vió sólo un tramo de escalones plateados hacia abajo, apenas iluminados por medios que no pudo determinar. Por ellos bajó silenciosamente, aferrando su espada. No oía sonido alguno, y en breve llegó a una puerta de marfil, incrustada de piedras de sangre. Escuchó, pero ningún sonido venía del interior, sólo finas volutas de humo salían perezosamente de debajo de la puerta, portando un curioso aroma exótico que no era familiar para el cimerio. Bajo él, la escalera plateada seguía hasta desvanecerse en la penumbra, y de ese sombrío pozo no surgía sonido alguno; tuvo la inquietante idea de que estaba solo en una torre habitada únicamente por fantasmas y espectros.

Capítulo III editar

Cautelosamente presionó contra la puerta de marfil y se abrió silenciosamente hacia adentro. En el resplandeciente umbral Conan se quedó mirando como un lobo en un entorno extraño, preparado para luchar o huir al instante. Estaba observando una gran cámara con una bóveda dorada por techo; las paredes eran de verde jade, el suelo de marfil, parcialmente cubierto por gruesas alfombras. Humo y exótico aroma a incienso ascendían desde un brasero en un trípode dorado, y tras él reposaba un ídolo en una especie de diván de mármol. Conan lo miraba espantado; la imagen tenía cuerpo de hombre, desnudo, y de color verde; pero la cabeza era una de pesadilla y locura. Demasiado grande para un cuerpo humano, no tenía atributos de humanidad. Conan miró fijamente las amplias y anchas orejas, la enroscada probóscide, en cada lado de la cual estaban blancos colmillos rematados con doradas bolas redondas. Los ojos estaban cerrados, como durmiendo.

Este era, entonces, el motivo del nombre, la Torre del Elefante, ya que la cabeza de la cosa era muy parecida a la de las bestias descritas por del vagabundo shemita. Este era el dios de Yara; ¿dónde entonces podría estar la gema, sino oculta dentro del ídolo, ya que la piedra era llamada el Corazón del Elefante?

Al avanzar Conan, sus ojos fijos en el ídolo inmóvil, ¡los ojos de la cosa se abrieron repentinamente! El cimerio se paralizó en su camino. No era una imagen; era un ser vivo, ¡y estaba atrapado en esta cámara!

Que no estallara instantáneamente en una explosión de frenesí asesino es un hecho que da la medida de su horror, que lo paralizó donde estaba. Un hombre civilizado en su lugar hubiera buscado el dudoso refugio de concluir que estaba loco; no se le ocurrió al cimerio dudar de sus sentidos. Sabía que estaba cara a cara con un demonio del Viejo Mundo, y esta comprensión le privó de todas sus facultades excepto la vista.

La trompa del horror fue levantada y movida alrededor, los ojos de topacio miraron sin ver, y Conan supo que el monstruo era ciego. Con el pensamiento vino el deshielo de sus congelados nervios, y empezó a retroceder silenciosamente hacia la puerta. Pero la criatura oyó. La sensible trompa se estió hacia él, y el horror de Conan le congeló de nuevo cuando el ser habló, en una extraña voz tartamudeante que nunca cambió su tonalidad o su timbre. El cimerio supo que esas mandíbulas no fueron nunca hechos o planeados para el habla humana.

—¿Quién está ahí? ¿Has venido a torturarme de nuevo, Yara? ¿No acabarás nunca? Oh, Yag-kosha, ¿no habrá un fin a la agonía?

Lágrimas rodaron desde los ciegos ojos, y la mirada de Conan se desvió hacia los miembros extendidos sobre el diván de mármol. Y supo que el monstruo no se levantaría para atacarle. Conocía las marcas de las costillas, y las cauterizadas cicatrices de la llama, y a pesar de ser de alma poco compasiva, se horrorizó ante las terribles deformidades que su razón le decía que alguna vez habían sido extremidades tan hermosas como las suyas. Y de repente todo el miedo y repulsión se le fueron, para ser reemplazados por una gran lástima. Lo que era este monstruo, Conan no podía saberlo, pero las evidencias de su sufrimiento eran tan terribles y patéticas que una extraña y dolorosa tristeza sobrevino al cimerio, sin saber porqué. Sólo sentía que estaba contemplando una tragedia cósmica, y se encogió de verguenza, com si la culpabilidad de toda una raza hubiera sido puesta sobre él.

—Yo no soy Yara. —dijo.— Soy sólo un ladrón. No te haré daño.

—Acércate para que pueda tocarte. —titubeó la criatura, y Conan se acercó sin miedo, su olvidada espada colgando en su mano. La sensible trompa salió y tanteó su cara y hombros, como un hombre ciego tantea, y su tacto era ligero como la mano de una chica.

—No perteneces a la misma raza de diablos que Yara. —suspiró la criatura.— La simple y austera ferocidad de los páramos te marca. Conozco a tu pueblo de antiguo, al que conocí por otro nombre hace mucho, mucho tiempo cuando otro mundo elevó sus enjoyados capiteles hacia las estrellas. Hay sangre en tus dedos.

—Una araña en la cámara de arriba y un león en el jardín. —musitó Conan.

—También has matado a un hombre esta noche. —contestó el otro.— Y hay muerte en la torre de arriba. Lo siento; lo sé.

—Sí. —musitó Conan.— El príncipe de todos los ladrones yace allí muerto por la mordedura de una alimaña.

—¡Sinverguenza! —la extraña voz inhumana empezó una especie de cántico bajo.— Un asesinato en la taberna y un asesinato en el tejado; lo sé, lo siento.. Y el tercero hará la magia de lo que ni siquiera Yara sueña; ¡oh, la magia de la liberación, verdes dioses de Yag!

De nuevo las lágrimas cayeron al mecerse el torturado cuerpo hacia adelante y hacia atrás sujeto de una variedad de emociones. Conan lo miró, desconcertado.

Entonces cesaron las convulsiones; los suaves ojos ciegos se volvieron hacia el cimerio, la trompa gesticuló.

—Oh, hombre, escucha. —dijo el extraño ser.— Soy horrible y monstruoso para ti, ¿verdad? No, no respondas; lo sé. Pero tú serías igual de extraño para mí, si pudiera verte. Hay muchos mundos además de esta tierra, y la vida toma muchas formas. No soy ni dios ni demonio, sino carne y sangre como tú mismo, aunque la sustancia sea en parte diferente, y la forma haya salido de distinto molde.

—Soy muy viejo, oh hombre de los países baldíos; hace mucho, mucho tiempo, vine a este planeta con otros de mi mundo, desde el verde planeta Yag, que da vueltas por siempre en la periferia exterior de este universo. Viajamos a través del espacio sobre poderosas alas que nos condujeron a través del cosmos más rápidos que la luz, porque habíamos guerreado con los reyes de Yag y fuimos derrotados y apestados. Pero no podíamos volver, porque en la tierra nuestras alas se marchitaron de nuestros hombros. Aquí moramos apartados de la vida terrestre. Luchamos contra las extrañas y terribles formas de vida que entonces caminaban sobre la tierra, y así fuimos temidos, y no nos acosaban en las vagas junglas del este, donde teníamos nuestra morada.

—Vimos al hombre surgir del simio y construir las brillantes ciudades de Valusia, Kamelia, Commoria, y sus hermanas. Les vimos tambalearse ante los embates de los bárbaros atlantes, pictos y lemurios. Vimos a los océanos alzarse y tragarse Atlantis y Lemuria, y las islas de los pictos, y las brillantes ciudades de la civilización. Vimos a los supervivientes de los pictos y de Atlantis construir sus imperios de la edad de piedra, y caer hasta la ruina, atrapados en sangrientas guerras. Vimos a los pictos hundirse en abismal salvajismo, a los atlantes volverse simios de nuevo. Vimos a nuevos salvajes vagar hacia el sur en olas de conquista desde el círculo ártico para construir una nueva civilización, con nuevos reinos llamados Nemedia, y Koth, y Aquilonia y sus hermanos. Vimos a tu pueblo alzarse bajo un nuevo nombre desde las junglas de los simios que habían sido atlantes. Vimos a los descendientes de los lemurios supervivientes del cataclismo alzarse de nuevo del salvajismo y cabalgar hacia el oeste, como hyrkanios. Y vimos a esta raza de diablos, supervivientes de la antigua civilización que fue antes de hundirse Atlantis, volver de nuevo a la cultura y el poder; este madito reino de Zamora.

—Todo esto vimos, ni ayudando ni entorpeciendo la inmutable ley cósmica, y uno por uno murimos; porque los de Yag no son inmortales, aunque nuestras vidas son como las vidas de planetas y constelaciones. Al final sólo yo quedé, soñando con los viejos tiempos entre los ruinosos templos perdidos en la jungla de Khitai, adorado como un dios por una antigua raza de piel amarilla. Entonces vino Yara, versado en oscuro conocimiento legado desde los días de la barbarie, desde antes de que Atlantis se hundiera.

—Primero se sentó a mis pies y aprendió sabiduría. Pero no estaba satisfecho con lo que le enseñé, porque era magia blanca, y quería saber maligno, para esclavizar reyes y saciar una ambición maligna. Yo jamás le enseñaría ninguno de los negros secretos que había adquirido, no por desearlo, durante eones.

—Pero su conocimiento era más profundo de lo que creía; con artimañas adquiridas entre las sombrías tumbas de la oscura Estigia, me obligó a revelarle un secreto que no tenía intención de otorgar; y, volviendo mi propio poder contra mí, me esclavizó. ¡Ah, dioses de Yag, mi copa ha sido amarga desde esa hora!

—Me trajo desde las junglas perdidas de Khitai donde los grises simios bailaban al son de las flautas de los sacerdotes amarillos, y ofrendas de fruta y vino se amontonaban en mis rotos altares. Ya no era un dios para las amables gentes de la jungla; era un esclavo de un diablo en forma humana.

De nuevo las lágrimas brotaron de los ojos ciegos.

—Me confinó en esta torre que a su orden construí para él en una sola noche. Por el fuego y el dolor me dominó, y por extrañas torturas sobrenaturales que no entenderías. En agonía hace mucho que me hubiera quitado mi propia vida, si pudiera. Pero me mantuvo vivo: mutilado, cegado, y roto; para hacer su infame voluntad. Y por trescientos años he hecho su voluntad, desde este marmóreo diván, ennegreciendo mi alma con pecados cósmicos, y manchando mi sabiduría con crímenes, porque no tenía otra opción. Aún así, no todos mis antiguos secretos me ha arrancado, y mi último don será el sortilegio de la Sangre y la Joya.

—Porque siento que se acerca el final del tiempo. Eres la mano del destino. Te lo suplico, toma la gema que encontrarás en aquel altar.

Conan se volvió hacia el indicado altar de oro y marfil, y cogió una gran joya redonda, clara como cristal carmesí; y supo que este era el Corazón del Elefante.

—Ahora, la gran magia, la poderosa magia, tal que la tierra no ha visto nunca, y nunca más verá, ni en un millón de millones de milenios. Por mi sangre vital la conjuro, por sangre nacida en lel gran pecho de Yag, soñando con ir lejos en la gran inmensidad azul del espacio.

Toma tu espada, hombre, y arranca mi corazón; luego estrújalo hasta que la sangre fluya sobre la piedra roja. Luego baja por estas escaleras y entra en la cámara de ébano donde Yara reposa envuelto en malignos sueños de loto. Di su nombre y despertará. Luego pon esta gema ante él, y di: "Yag-kosha te da un último regalo y un último encantamiento." Luego sal de la torre rápidamente; no temas, tu camino estará libre. La vida del hombre no es la vida de Yag, ni es la muerte humana la muerte de Yag. Sea yo libre de esta celda de rota carne ciega, y de nuevo seré Yogah de Yag, coronado por la mañana y resplandeciente, con alas para volar, y pies para bailar, y ojos para ver, y manos para romper.

Conan se acercó indeciso, y Yag-kosha, o Yogah, como sintiendo su incertidumbre, le señaló dónde debía golpear. Conan apretó los dientes y clavó la espada profundamente. La sangre corrió sobre la hoja y su mano, y el monstruo empezó a convulsionarse, luego cayó hacia atrás muy quieto. Seguro de que la vida se había hido, al menos la vida que él la entendía, Conan se puso manos a la obra en su macabra tarea y pronto extrajo algo que sintió que debía ser el corazón del extraño ser, aunque era curiosamente distinto de cualquiera que hubiera visto. Sosteniendo el aún palpitante órgano sobre la flameante joya, lo apretujó con ambas manos, y una lluvia de sangre cayó sobre la piedra. Para su sorpresa, no se desparramó, sino que empapó la gema, como agua absorbida por una esponja.

Sosteniendo la gema cautelosamente, salió de la fantástica cámara y se encontró con los escalones plateados. No miró atrás; instintivamente sintió que algún tipo de transmutación estaba teniendo lugar en el cuerpo en el diván de mármol, y además sintió que era de un tipo que no debía ser presenciado por ojos humanos.

Cerró la marfileña puerta tras él y sin vacilar bajó los escalones plateados. Se detuvo ante una puerta de ébano, en el centro de la cual había una sonriente calavera plateada, y la abrió. Miró dentro de una cámara de ébano y azabache, y vió, sobre un sedoso diván negro, una alta silueta reclinada. Yara el sacerdote y hechicero yacía ante él, sus ojos abiertos y dilatados con los vapores del loto amarillo, mirada perdida a lo lejos, como fija en golfos y nocturnos abismos más allá del entendimiento humano.

—¡Yara! —dijo Conan, como un juez pronunciando una condena.— ¡Despierta!

Los ojos se despejaron instantáneamente y se volvieron fríos y crueles como los de un buitre. La alta figura ataviada de seda se alzó erecta, y se alzó adusto sobre el cimerio.

—¡Perro! —su siseo era como el de una cobra.— ¿Qué haces aquí?

Conan depositó la joya en la gran tabla de ébano.

—El que te envió esta gema me pidió que dijera: "Yag-kosha da un último regalo y un último encantamiento".

Yara se echó atrás, su oscura cara cenicienta. La joya ya no era clara como el cristal; sus turbias profundidades palpitaban y zumbaban, y curiosas olas humeantes de color cambiante pasaro sobre su lisa superficie. Como atraído hipnóticamente, Yara se dobló sobre la mesa y aferró la gema con sus manos, mirando fijamente en sus ocultas profundidades, como si fuera un imán para extraer su trémula alma de su cuerpo. Y mientras Conan miraba, pensóo que sus ojos debían estar engañándole. Porque cuando Yara se levantó de su diván, el sacerdote había parecido gigantescamente alto; pero ahora vió que la cabeza de Yara apenas a su hombro. Parpadeó, perplejo, y por primera vez esa noche, dudó de sus propios sentidos. Luego de golpe se dió cuenta de que el sacerdote estaba encogiendo en estatura —se estaba volviendo más pequeño ante su misma mirada.

Con una distante emoción fue testigo, como un hombre puede ver una obra; inmerso en una emoción de abrumadora irrealidad, el cimerio ya no estaba seguro de su propia identidad; sólo sabía que estaba contemplando las evidencias externas de la invisible obra de vastas fuerzas exteriores, más allá de su entendimiento.

Ahora Yara ya no era más grande que un niño; ahora, como un niño, se despatarraba sobre la mesa, todavía sujetando la gema. Y ahora, de repente, el hechicero se percató de su destino, y saltó de golpe, soltando la gema. Pero aún menguaba, y Conan vio una diminuta, minúscula figura correteando salvajemente sobre el tablero de la mesa de ébano, agitando diminutos brazos y chillando con una voz que era como el chirrido de un insecto.

Ahora se había reducido hasta que la gran joya se alzaba sobre él como una colina, y Conan lo vio taparse los ojos con sus manos, como para escudarlos del brillo, mientras deambulaba como un loco. Conan sintió que alguna fuerza magnética invisible estaba atrayendo a Yara hacia la gema. Tres veces corrió salvajemente en torno a ella en un círculo cada vez más estrecho, tres veces se esforzó por girar y correr hacia el otro lado de la mesa; entonces, con un grito que resonó débilmente en los oídos de su público, el sacerdote alzó los brazos y corrió directamente hacia el flameante globo.

Acercándose, Conan vio a Yara trepar por la lisa superficie curva, imposiblemente, como un hombre escalando una montaña de cristal, Ahora el sacerdote estaba en lo alto, todavía agitando los brazos, invocando qué siniestros nombres sólo los dioses lo saben. Y de pronto se hundió en el mismo corazón de la joya, como un hombre se hunde en el mar, y Conan vio cómo las humeantes olas se cerraban sobre su cabeza. Ahora lo vio en el corazón carmesí de la joya, de nuevo clara como el cristal, como un hombre ve una escena muy lejana, diminuta por la gran distancia. Y al corazón llegó una alada figura verde resplandeciente con el cuerpo de un hombre y la cabeza de un elefante; ya ni ciega ni mutilada. Yara alzó sus brazos y huyó como huye un loco, y en sus talones vino el vengador. Entonces, como el reventar de una burbuja, la gran joya se desvaneció en un estallido arcoiris de rayos iridiscentes, y el tablero de la mesa de ébano quedó vacía y abandonada; tan vacía, Conan supo de alguna forma, como el diván de mármol en la cámara superior, donde el cuerpo de aquel extraño ser transcósmico llamado Yag-kosha y Yogah se había recostado.

El cimerio se volvió y huyó de la cámara, bajando las plateadas escaleras. Tan perdido estaba que no se le ocurrió escapar de la torre por el camino por el que había entrado en ella. Corriendo bajó aquel serpenteante pozo plateado, y llegó hasta una gran cámara al pie de las relucientes escaleras. Allí se detuvo por un instante; había llegado hasta el cuerto de los soldados. Vio el relucir de sus corsés plateados, el lustre de las enjoyadas empuñaduras de sus espadas. Sentados desplomados en la mesa de banquetes, sus oscuros penachos ondulando sombríamente sobre sus caídas cabezas con yelmos; yacían entre sus dados y caídas copas sobre el manchado de vino suelo lapislázuli. Y supo que estaban muertos. La promesa había sido cumplida, la palabra mantenida; fuera sortilegio o magia o la sombra descendente de de grandes alas verdes lo que había terminado con la fiesta, Conan no lo sabía, pero su camino estaba libre. Y una puerta plateada permanecía abierta, enmarcando la blancura del amanecer.

En los verdes jardines ondulantes vino el cimerio, y mientras el viento del amanecer soplaba sobre él con la fresca fragancia de exhuberantes crecimientos, se puso en marcha como un hombre despertando de un sueño. Se giró hacia atrás con incertidumbre, para mirar fijamente la enigmática torre que acababa de dejar. ¿Había sido embrujado o encantado? ¿Había soñado todo lo que parecía haber pasado? Al mirar vio la resplandeciente torre bambolearse contra el amanecer carmesí, con su destellante borde incrustado de joyas, y caer al suelo reducida a brillantes esquirlas.