La tierra de todos/VII
VII
--¿Otro matecito, comisario?
Don Carlos Rojas estaba en la habitación principal de su estancia, sentado á la mesa con don Roque, el comisario de Policía del pueblo. Una muchachita mestiza se mantenía erguida junto á ellos, mirándolos con sus ojos oblicuos, en espera de órdenes.
Los dos tenían en su diestra la calabacita llena de mate, y chupaban el líquido oloroso con un canuto de plata llamado «bombilla». Apenas se daba cuenta la mestiza por el burbujeo de los canutos de que escaseaba el líquido, corría á un fogón inmediato, trayendo la «París», tetera de agua hirviente, para llenar á chorro las dos calabacitas repletas de hierba mate.
Hablaban lentamente, interrumpiendo sus palabras para chupar. Rojas hacía esfuerzos por contener su cólera. El día anterior le habían robado un novillo, y él atribuía esta mala hazaña á Manos Duras, ganoso de apropiarse los animales ajenos para venderlos en la Presa. Este robo le perjudicaba doblemente, pues además de ganadero era abastecedor de carne del pueblo, considerando dicha venta como uno de los mejores rendimientos de su estancia.
Al presentarse el comisario, llamado por él para que conociese el robo, había vuelto á recontar sus novillos. Era indudable que le faltaba uno. Y se enardecía al hablar con don Roque, lamentándose de la audacia de Manos Duras y afirmando que en Río Negro no había justicia.
--Tres veces lo he enviado preso á la capital del territorio--dijo el comisario con desaliento--, y siempre vuelve libre, por falta de pruebas. ¿Qué podemos hacer nosotros?... Nadie quiere declarar contra él.
Como Rojas insistiese en sus protestas, don Roque añadió para calmarle:
--Voy á ver si esta vez consigo probar su delito. Le «garanto», don Carlos, que haré cuanto pueda.
Y se lamentó de los escasos medios coercitivos de que podía disponer. Toda la tropa á sus órdenes eran cuatro policías indolentes, con uniformes viejos y sin más armas que largos sables de caballería. Los habitantes del país, mejor pertrechados, les prestaban sus carabinas cuando habían de perseguir á algún bandolero. Sus caballos eran los más flacos y peor alimentados de toda la comarca.
--Vivimos en una nación federal--siguió diciendo el comisario--, y únicamente las provincias, por ser autónomas, tienen bien organizada su policía. Las autoridades de los territorios dependemos del gobierno de Buenos Aires, y al vivir tan lejos nos olvidan, y sólo podemos contar con aquello que improvisamos.
La crítica del abandono en que vivían los territorios llevó insensiblemente á los dos argentinos á ensalzar por comparación las grandezas del resto de su país.
--Aquí estamos olvidados y hechos unos salvajes--continuó don Roque--; pero esto no es mas que la Patagonia, y hace unos años nada más que empezó en ella la civilización. En cambio, compañero, ¡cómo ha adelantado el resto de nuestro país en menos de medio siglo!... ¡Pucha! ¡Qué cosa bárbara!
Acabaron por olvidar sus preocupaciones inmediatas para no ver mas que la parte de la República que había progresado vertiginosamente. Al final alabaron del mismo modo la tierra en que vivían. Don Roque, patriota optimista y de un entusiasmo receloso, presentía enemigos en todas partes.
--Esta Patagonia, ahora desierta, verá usted qué linda se nos pone dentro de unos años, cuando sus tierras sean regadas. Fué una verdadera suerte que su aspecto pareciese tan feo á los de Europa. Por eso es nuestra aún y no nos la han robado.
Y contaba á Rojas lo que había leído en periódicos y libros.
--Hace años, un gringo muy mentado, al que llamaban don Carlos Darwin (el mismo que descubrió que todos venimos del mono), anduvo por estos pagos. Era joven y había desembarcado en Bahía Blanca de una fragata de guerra inglesa que daba la vuelta al mundo. Quería estudiar las plantas y los animales de aquí; pero encontró poco que hacer, pues no abundaban entonces las unas ni los otros. Al fin parece que se marchó desesperado, y dió á este país el título de «Tierra de la Desolación»... Nos hizo un favor el gringo. Si llega á enterarse de lo que es esta tierra cuando la riegan, nos la roban los ingleses, como nos robaron las islas Malvinas, que ellos llaman de Falkland.
Rojas también evocaba el pasado, para lamentar la ceguera de sus abuelos y sus padres. Habían tenido el defecto de ser ricos en la época que aún no se habían creado las fortunas más grandes de la Argentina.
Fué esto después de 1870, cuando el gobierno de Buenos Aires, cansado de tolerar las rapiñas de los indios salvajes y ladrones casi á las puertas de su capital, había completado la obra conquistadora de los antiguos españoles enviando al desierto una expedición militar, que se enseñoreó de veinte mil leguas de terreno, casi todo él laborable.
--El gobierno daba la legua á quinientos pesos, y el peso de entonces sólo valía unos centavos. Además, concedía varios años de plazo para el pago, y hasta insertaba en el diario oficial el nombre del comprador, declarándolo benemérito de la patria. Los soldados de la expedición recibieron también, como recompensa, leguas de terreno, cuyo título de propiedad vendían después á los bolicheros á cambio de ginebra ó comestibles. Y estas tierras son las que ahora surten de trigo y de carne á medio mundo y han visto levantarse sobre ellas tantos pueblos y ciudades. La legua que costó unos centavos vale hoy millones. Muchos de los que poseen esas tierras no han tenido otro mérito que guardarlas improductivas, sin querer venderlas, esperando la inmigración europea que las hiciese prosperar. Como mis ascendientes eran ricos antiguos en aquella época y poseían una gran estancia, no quisieron adquirir campos nuevos. ¡Qué desgracia!...
Olvidaba Rojas sus despilfarres, que habían consumido la mejor parte de la herencia paternal, para acordarse únicamente de la fortuna enorme que podían haber improvisado sus ascendientes aprovechando, como tantos otros, la rápida expansión del país.
Una visita vino á interrumpir la plática de los dos argentinos. Celinda entró en la habitación con falda de amazona, dió un beso á su padre y saludó á don Roque. Aprovechando éste los breves momentos en que desapareció el estanciero para volver con una caja de cigarros, dijo á la joven, mirando maliciosamente su falda:
--Por el campo va usted vestida de otro modo.
Sonrió Celinda, amenazándole después con un ademán gracioso para que guardara silencio.
--Cállese--dijo--, no sea que le oiga mi viejito.
Mientras los dos hombres encendían sus cigarros, volviendo á hablar de Manos Duras y la necesidad de perseguirlo, Celinda abandonó la estancia, montando un caballo con silla femenil.
Media hora después galopaba por las inmediaciones del río, pero en otro caballo y vestida de hombre. Vió un grupo de jinetes que venían hacia ella y se detuvo para reconocerlos.
El ingeniero Canterac, deseoso de inspirar mayor interés á la marquesa de Torrebianca, la había invitado á un paseo por las inmediaciones del río, para que conociese las obras realizadas bajo su dirección. En este paseo podría apreciar Elena su importancia de primer jefe del campamento, viendo además cómo era obedecido por centenares de hombres.
Ella y el francés hacían trotar sus cabalgaduras á la cabeza del grupo. Detrás venía Pirovani, manteniéndose mal sobre su caballo y esforzándose por introducirlo entre los caballos de los dos. Cerraban la marcha el marqués, Watson y Moreno.
Al pasar Elena y Canterac frente á Celinda, las dos mujeres se miraron. La marquesa sonrió á la otra, como si quisiera entablar conversación; pero la joven permaneció ceñuda y con ojos severos.
--Es una niña--dijo el ingeniero--muy traviesa y juguetona, y aunque tiene cierto aspecto de muchacho, la creo capaz de trastornar la cabeza á cualquier hombre. Muchos la llaman Flor de Río Negro.
Elena, ofendida por la actitud de la hija de Rojas, la miraba ahora orgullosamente.
--Tal vez sea una flor--dijo--, pero demasiado silvestre.
Y siguió adelante, escoltada por sus dos admiradores.
Esta breve conversación fué en francés, y Celinda sólo pudo comprender algunas palabras; pero adivinó que la otra había dicho algo contra ella, é hizo una mueca de desprecio asomando su lengua entre los labios.
Pasaron á continuación los jinetes del segundo grupo. El marqués saludó ceremoniosamente á la joven. Moreno no se fijó en ella, pues sólo tenía ojos para vigilar el lejano grupo en que iba la marquesa.
Ricardo Watson fingió no entender los gestos de Celinda, indicándole con sus ademanes que se veía obligado á seguir á los demás.
Le dejó ella marcharse haciendo un mohín de contrariedad; pero arrepentida luego, tiró de las riendas á su caballo, obligándole á dar una vuelta en redondo para seguir al grupo.
Al mismo tiempo que trotaba buscó con su diestra en el delantero de la silla el rollo del lazo, arrojando éste contra su amigo. Después fué recobrando la cuerda, y Watson, para no verse derribado, tuvo que detenerse y acabó por retroceder, mientras sus dos compañeros seguían adelante, sin darse cuenta del incidente.
Llegó Ricardo adonde estaba la joven, teniendo aún el lazo apretado sobre sus hombros. Podía haberse desprendido de él, continuando su camino; pero se mostraba indignado por semejante broma y prefería hablar inmediatamente á la revoltosa muchacha.
--Venga usted aquí--dijo ella sonriendo, mientras recogía dulcemente casi toda la cuerda--. ¿Cómo se atreve á ir con esa... mujer, sin pedirme antes permiso?
El ingeniero contestó con una voz hostil:
--Usted no tiene ningún derecho sobre mí, señorita Rojas, y yo puedo ir con quien quiera.
Palidecio Celinda al notar el tono inesperado con que le hablaba el joven; pero se repuso de esta mala impresión, recobrando su jovialidad. Después dijo, imitando la voz grave del otro:
--Señor Watson: yo tengo sobre usted el derecho indiscutible de que su persona me interesa, y no puedo tolerar que vaya mal acompañado.
El norteamericano, vencido por la cómica seriedad con que dijo ella estas palabras, acabó por reir. Celinda rió también.
--Ya conoce usted mi carácter, gringuito... No me da la gana que vaya con esa mujer. Además, es demasiado vieja para usted... Júreme que me obedecerá. Sólo así puedo dejarle libre.
Watson juró solemnemente con una mano en alto, mientras hacía esfuerzos por mantenerse serio, y ella le sacó el lazo de los hombros. Después guiaron sus caballos en dirección opuesta á la que habían seguido Elena y su cortejo de jinetes.
A partir del día en que el ingeniero francés mostró á la marquesa las obras realizadas en el río, haciendo alarde de su autoridad sobre los trabajadores, Pirovani se sintió humillado y deseoso de tomar el desquite.
Una mañana, acodado en la barandilla exterior de su vivienda, creyó haber descubierto el medio de vencer á su rival.
Media hora después llegó frente á la casa un capataz de los que Pirovani tenía á su servicio y al que confiaba siempre las misiones difíciles.
Era un chileno avispado y muy ágil para salir de apuros, al que sus compatriotas apodaban el _Fraile_ por haber sido sus maestros los dominicos de Valparaíso. El _Fraile_ poseía sus letras y mostraba cierta afición al empleo de palabras raras, acentuándolas arbitrariamente, según las reglas de su capricho. Tenía la voz melosa, el ademán extremadamente cortés, gustaba de ingerir frases poéticas en su conversación, y había huído de la tierra natal por dos cuchilladas mortales dadas á un amigo.
Llegó á caballo, adivinando que el aviso del patrón debía ser para un viaje largo. Desmontó, y Pirovani fué á su encuentro, dándole palmaditas en la espalda para hacer patente de este modo la confianza afectuosa que ponía en él. Unas veces le llamaba «chileno» con tono cariñoso; otras, «roto», denominación irónica que se da á sí mismo el populacho de Chile.
--Oye, roto; vas á ir á todo galope á la estación. El tren para Buenos Aires pasará antes de dos horas, y es preciso que no lo pierdas.
El _Fraile_, siempre impasible y sonriente, no pudo reprimir un gesto de asombro al enterarse de que lo enviaban á Buenos Aires.
--Cuando llegues allá--continuó Pirovani--, entregarás esta lista á don Fernando, mi representante. Tú lo conoces. Dile que haga las compras en seguidita, que te entregue los paquetes, y tomas el tren unas horas después. Te doy cinco días para ir y volver.
Puso el chileno un rostro grave al escuchar estas órdenes. Debía ser una misión de gran importancia la que le confiaba su patrón, y se sintió orgulloso de que hubiese pensado en él.
Pirovani le entregó un puñado de billetes de Banco para los gastos de viaje y le dijo adiós, volviendo la espalda con la gallardía de un general que acaba de dictar la orden decisiva del triunfo.
Bajó el _Fraile_ los escalones, frunciendo su entrecejo con expresión pensativa:
«Debe ser un pedido de herramientas muy urgentes para el trabajo... También es posible que me envíe por dinero...»
Al ver que Pirovani se había metido en su casa, no quiso buscar mentalmente nuevas explicaciones y abrió el sobre que acababa de recibir, empezando á leer su contenido en medio de la calle.
Sus ojos pasaron por varios renglones, sin comprenderlos.
«Una docena de frascos de «Jardín Encantado».
«Idem ídem de «Ninfas y Ondinas».
«Seis docenas de cajas de jabón «Claro de Luna».
El capataz continuó la lectura de las diversas hojas que componían el cuaderno. Al fin empezó á entender su texto, y esta comprensión sirvió para aumentar su asombro, ¡Y para eso le enviaban á Buenos Aires, con orden de volver inmediatamente!...
--¡Padre San Francisco!--murmuró--. Esto no puede ser para una sola hembra. Esto es para todo el harén del Gran Turco.
Pero como le placía el viaje á Buenos Aires, aunque sólo quedase allá unas horas, montó á caballo alegremente, saliendo á todo galope para no llegar tarde á la estación.
De todos los que visitaban por la noche á la marquesa de Torrebianca, el más tranquilo en apariencia era Moreno. Como sus trabajos administrativos sólo le ocupaban verdaderamente una vez por semana, pasaba el resto de ella leyendo en la casita de madera donde tenía su oficina. Era un lector ávido é incansable, capaz de tragarse una novela cada veinticuatro horas, y á veces dos. Su afición á los relatos novelescos de todas clases era antigua; pero se había exacerbado en la Presa á causa de las largas horas de soledad. Todos se iban á trabajar en las inmediaciones del pueblo, dejándolo solo en su rústico despacho.
Después de la llegada de los marqueses de Torrebianca sus predilecciones literarias, indeterminadas hasta entonces, se concretaron en pro de las fábulas que se desarrollan en un ambiente aristocrático, teniendo por héroes á personajes del llamado gran mundo.
Él podía juzgar ahora idóneamente de la verosimilitud de tales historias, pues se rozaba con personas de la más alta sociedad de París.
Algunas veces cesaba de leer y ponía su mirada en el techo con una expresión de éxtasis. El deseo parecía cantar dentro de su cráneo:
«¡Ser héroe de novela!... ¡Verse amado por una gran señora!»
Una tarde, cuando menos lo esperaba, Moreno vió llegar frente á su casa al ingeniero Canterac montado á caballo. A tales horas estaba siempre vigilando las obras del dique. Algo muy importante debía ocurrir para que el capitán viniera á buscarle.
Se acercó el jinete á la ventana junto á la cual leía el oficinista y dió la mano á éste inclinándose sobre su montura. Teniendo por inútiles los preámbulos, dijo inmediatamente, con una sequedad militar:
-He venido á verle cuanto antes para que pueda aprovechar el correo de hoy... Quiero hacer un obsequio á la marquesa. La pobre carece de todo en este desierto, y como usted recordará, nos habló hace poco de lo qué sufre por no tener aquí perfumería de París.
El ingeniero sacó de un bolsillo varios papeles para dárselos á Moreno.
--Es un extracto de todos los catálogos de Buenos Aires que ha podido proporcionarme el gallego del boliche. Por cierto que tardó mucho en encontrarlos. Debía habérmelos entregado hace tres días, para que usted aprovechase el otro tren... Pero, en fin, vamos á lo que importa. Como usted tiene tantas amistades en Buenos Aires, escriba allá para que envíen todo eso, y descuénteme su importe de mi sueldo de este mes.
Moreno tomó los papeles, haciendo signos afirmativos.
--Creo--siguió diciendo el ingeniero--que no se me adelantará en este obsequio el tal Pirovani, que cada vez resulta más insufrible.
Al marcharse Canterac hacia las obras del dique, Moreno empezó á examinar los papeles. Sus ojos se dilataron de asombro, tomando casi la misma forma circular de las gafas con montura de concha que los cubrían.
Era una larguísima lista, no sólo de perfumes y jabones, sino de toda clase de objetos de tocador. El capitán había entrado por las páginas de los catálogos como en tierra recién descubierta, haciendo suyo lo que encontraba al paso.
--Hay aquí por valor de más de mil pesos--se dijo el oficinista--, y el ingeniero sólo cobra seiscientos al mes.
Su austeridad de hombre de números, metódico y prudente, le hizo indignarse contra esta falta de equilibrio entre los ingresos y los gastos. Pero acabó por sonreir, encontrando natural el despilfarro. ¡La marquesa era tan interesante!... Además, una señora de su alcurnia no podía llevar la misma vida de privaciones de las mujeres del vulgo.
Pasó Moreno el resto de la tarde inquieto y pensativo. Varias veces intentó reanudar la lectura de la novela que traía entre manos, pero el volumen acababa siempre por caer sobre su mesa, cubierta de papeles administrativos. Al fin buscó entre estos papeles un pliego de carta, y frunciendo el ceño con la expresión recelosa de un niño que teme ser cogido en plena mentira, empezó á escribir:
«Mi morocha linda: Envíame lo antes posible, en un paquete, el traje de fraque que me hice cuando nos casamos. La vida ha cambiado aquí completamente. Grandes personajes nos visitan con frecuencia, hay muchas fiestas, y yo deseo presentarme con un aspecto bien como el que más. Esto puede ayudarme en mi carrera y...»
Se detuvo Moreno para rascarse la cabeza con el mango de la pluma. Luego siguió escribiendo, con el mismo gesto infantil de inquietud y remordimiento, hasta llenar las cuatro páginas de la carta.
Todas las noches, en la tertulia de la marquesa, mostraba ahora Pirovani el gesto preocupado del que desea proponer algo y cuando va á hablar se siente enmudecido por la emoción.
Después de una semana de dudas se decidió á formular su deseo, precisamente la noche en que el oficinista esperaba conseguir el mayor éxito de su vida.
Elena llevaba uno de sus trajes descotados, á los que agregaba ó quitaba adornos para que diesen diariamente una impresión de novedad. El ingeniero francés y Torrebianca iban puestos de _smoking_ y Pirovani seguía ostentando su majestuoso frac... Pero ya no era el único en lucir esta prenda. Moreno se había presentado á última hora con el frac enviado por su mujer, pieza modesta que revelaba tener algunos años de vida. Pero de todos modos era un frac, y el del contratista había perdido el privilegio de ser único, lo que puso nervioso á su poseedor, dándole nuevos ánimos para expresar sus deseos.
Watson y Robledo vestían trajes obscuros. Los dos se habían visto obligados á cambiar de ropa todas las noches, para no parecer «inarmónicos»--como decía el español--en medio de esta elegancia absurda creada por la presencia de Elena.
Como el norteamericano estaba fatigado de su trabajo en los canales, tuvo que sofocar numerosos bostezos, y al fin se levantó para retirarse á su dormitorio. Elena le miraba ahora con interés, y no ocultó su despecho al ver que desaparecía, saludándola fríamente, como si nada le importase alejarse de ella.
El aquel momento Canterac estaba retenido por su conversación con el marqués, Moreno hablaba con Robledo, y á Pirovani le pareció oportuno no dejar que transcurriese más tiempo sin exponer á Elena lo que pensaba.
--Temía hablar, señora marquesa; pero al fin me decido, y ¡allá va!... Este marco es indigno de su hermosura y su elegancia.
Y el contratista abarcó con una mirada de desprecio la habitación y todos sus muebles.
--Si usted quiere, desde mañana puede instalarse en mi casa. Suya es. Yo me alojaré en la vivienda de uno de mis empleados.
No mostró Elena gran asombro. Parecía que esperase desde mucho antes esta proposición, como si ella misma se la hubiese sugerido lentamente al contratista. Pero no por ello dejó de hacer gestos de protesta, al mismo tiempo que sonreía y acariciaba con sus ojos á Pirovani.
Finalmente pareció ablandarse, y prometió que estudiaría la proposición, consultando á su esposo antes de decidirse.
Esta consulta fué al día siguiente, mientras Robledo y Watson se hallaban en las obras de los canales.
Torrebianca, á pesar de la sumisión con que acogía ordinariamente las proposiciones de su mujer, se mostró escandalizado. Le era imposible aceptar la generosidad de Pirovani.
--¿Qué pensará la gente al ver que nos cede una casa que es su orgullo?...
Y movía su cabeza con enérgicas negativas. Surgió en su interior una repulsión de casta, al pensar que pudiera protegerle aquel compatriota de gustos ordinarios. No le era antipático; pero nunca le admitiría como un igual.
Elena acabó por irritarse, cansada de sus protestas.
--Tu amigo Robledo nos protege, y sin embargo no se te ocurre por eso que pueda murmurar la gente... ¿Qué tiene de extraordinario que un amigo nuevo nos demuestre su simpatía cediéndonos su casa?
Estaba tan acostumbrado Torrebianca á obedecer á su esposa, que bastaron las últimas palabras de ella para quebrantar su resistencia. Sin embargo, aún insistió en sus negativas, y Elena añadió para convencerle:
--Comprendo tus escrúpulos, si la casa fuese regalada; pero es simplemente alquilada. Así se lo he dicho á Pirovani. Tú le pagarás el alquiler cuando la empresa dirigida por Robledo retribuya tus trabajos.
El marqués lo aceptó todo al fin, con un gesto de resignación. Parecía más viejo y más desalentado, como si le royese lentamente una dolencia moral.
--Hágase lo que tú quieras. Mi único deseo es verte feliz.
Al día siguiente visitó su esposa la casa de Pirovani, para conocerla por entero antes de proceder á su instalación en ella.
La recibió el contratista en lo alto de la escalinata, acompañándola después por las diversas habitaciones, pálido de emoción al verse á solas con la «señora marquesa». Ésta, para darse aires de dueña, ordenó inmediatamente á la servidumbre que cambiase algunos muebles de sitio. El italiano elogió su buen gusto de gran dama, guiñando un ojo á la mestiza, su ama de llaves, para que se uniese á esta admiración.
Llegaron al dormitorio que había sido del italiano y en adelante sería de ella. Encima de todos los muebles había grandes paquetes en papel fino, atados y sellados de los que se desprendían gratos olores. Los fué abrienddo el contratista, y quedaron visibles docenas de frascos de esencias y de cajas de jabón, así como otros artículos de tocador; todo el encargo enorme hecho á Buenos Aires, que parecía acariciar los ojos con el brillo de sus botellitas de cristal tallado, de sus estuches con forros de seda y pieles finas, de sus etiquetas de oro, al mismo tiempo que cosquilleaban el olfato unos perfumes de jardín sobrenatural.
Ella iba de asombro en asombro, y acabó por reir, lanzando exclamaciones alegres é irónicas.
--¡Qué generosidad!... Hay para poner una tienda de perfumista.
Pirovani, cada vez más pálido, enardecido por esta sonrisa y por la soledad, intentó aproximar su boca á la de ella, besándola. Pero como Elena esperaba desde mucho antes este ataque, le fué fácil repelerlo avanzando sus dos manos enérgicamente, á la vez que decía:
--Eso equivale á quererme hacer pagar el alquiler de la casa, como un vil comerciante. En tal caso, ya no hay regalo. ¡Y yo que le creía á usted un _gentleman_!...
Sintió cierta lástima al darse cuenta de la confusión de Pirovani. El pobre temía no haber procedido con el tacto de un hombre elegante. Para consolarlo puso su mano derecha junto á la boca de él.
--Conténtese con esto--dijo.
El italiano besó la mano con entusiasmo, y fueron tan repetidos sus besos, que al fin tuvo ella que retirarla, amenazándole con un dedo para que guardase prudencia.
Luego continuó la visita de la casa, llevando al contratista tras de sus pasos. Parecía arrepentido de su audacia y arrepentido al mismo tiempo de la docilidad con que había obedecido á aquella mujer.
Pero por encima de tan opuestos sentimientos paladeaba una sensación de triunfo al recordar el contacto de aquella mano fina y olorosa. Esto le hizo persistir mentalmente en su opinión:
«¡Oh, las grandes señoras!... No hay mujeres como ellas.»