La tierra de todos/VI
VI
Un grupo de chicuelos cesó de jugar en la llamada calle principal, lanzando gritos de asombro al ver el aspecto extraordinario del carruaje que, tres veces por semana, ó sea los días de tren, iba y volvía de la Presa á la estación de Fuerte Sarmiento.
La misma diversidad étnica de los habitantes del pueblo se notaba en este grupo infantil, compuesto de distintas razas. Los niños blancos parecían como perdidos dentro de pantalones viejos de sus padres y sus pies se movían sueltos en el interior de enormes zapatos. Los indígenas llevaban una simple camisita ó iban con la barriga al aire, resaltando sobre su curva achocolatada el amplio botón del ombligo.
Como todos ellos estaban acostumbrados á que los viajeros que llegaban á la Presa no llevasen otro equipaje que la llamada «lingera», saco de lona donde guardaban su ropa, se asombraron al ver la cantidad de baúles y maletas del coche-correo, vieja diligencia tirada por cuatro caballos huesudos y sucios de lodo.
Una gran parte de dicho equipaje iba amontonado en el techo del vehículo, y al avanzar éste rechinando sobre los profundos relejes abiertos en el polvo, se inclinaba con un balanceo cómico ó inquietante, como si fuese á volcar.
En la puerta del boliche se agolparon los hombres libres de trabajo, atraídos por tal novedad. Se detuvo el coche ante la casa de madera habitada por Watson, y éste se mostró rodeado de su servidumbre.
Corrieron hombres y mujeres, lanzando exclamaciones al ver que bajaba del carruaje el ingeniero Robledo. Muchos se abalanzaron para estrechar su mano confianzudamente, con la camaradería de la vida en el desierto. Después todos parecieron olvidar al español, á causa de la curiosidad que les inspiraban los desconocidos salidos del coche.
Primeramente echó pie á tierra el marqués de Torrebianca para dar la mano á su esposa. Ésta vestía un lujoso abrigo de viaje, cuya originalidad chocaba violentamente con todo lo que existía en torno de ella.
Se mostraba muy seria, con el gesto duro de sus malos momentos. Miraba á un lado y á otro con extrañeza y disgusto. A pesar del amplio velo que defendía su cara, el polvo rojizo del camino había cubierto sus facciones y su cabellera. Sus ojos delataban una gran desesperación y todo en su persona parecía gritar: «¿Dónde he venido á caer?»
--Ya llegamos--dijo Robledo alegremente--. Dos días y dos noches de ferrocarril desde Buenos Aires y un par de horas de coche á través de una tempestad de polvo, no es mucho. Más lejos está el fin del mundo.
Varios hombres de los que habían saludado á Robledo dándole la mano empezaron á descargar espontáneamente las maletas amontonadas en el techo y el interior de la diligencia.
Una doncella de la marquesa había enviado de París á Barcelona este equipaje, que representaba los últimos restos del gran naufragio de los Torrebianca.
En torno á Elena se fué formando un corro de chiquillos y pobres mujeres, en su mayor parte mestizas, contemplándola todos con asombro y admiración, como si fuese un ser de otro planeta que acababa de caer en la tierra. Algunas muchachitas tocaron disimuladamente la tela de su vestido, para apreciar mejor su finura.
Fueron acudiendo, atraídos por el suceso, los principales personajes del campamento, y el español hizo la presentación de sus amigos Canterac, Pirovani y Moreno.
Al ver Watson que los hombres que habían cargado con los equipajes los metían en su vivienda, buscó á Robledo apresuradamente.
--Pero ¿esa señora tan elegante va á vivir con nosotros?...
--Esa señora--contestó el español--es la esposa de un compañero que viene á participar de nuestra suerte. No vamos á construir un palacio para ella.
Le fué imposible á la recién llegada ocultar su desaliento al recorrer las diversas piezas de la casa de los dos ingenieros, que iba á ser en adelante la suya. Las paredes eran de madera, los muebles pocos y rústicos, y mezclados con ellos vió sillas de montar, aparatos de topografía, sacos de comestibles. Todo estaba revuelto y sucio en esta vivienda dirigida por hombres distraídos á todas horas por las preocupaciones de su trabajo.
Torrebianca sonreía con una amabilidad humilde, aceptando las explicaciones de su amigo. Todo lo que éste hiciese le parecía bien y digno de agradecimiento.
--He aquí nuestra servidumbre--dijo Robledo.
Y presentó á una mestiza gorda y entrada en años, la criada principal, dos pequeños mestizos descalzos, que llevaban los recados, y un español rústico, encargado de la caballeriza. Esta gente mal pergeñada fué manifestando con sonrisas interminables la admiración que sentía ante la hermosa señora, y Elena acabó por reir también, nerviosamente, al recordar los domésticos que había dejado en París.
Después de la cena, Robledo, que deseaba enterarse de la marcha de los trabajos, habló á solas con su consocio. Éste le fué enseñando los planos y otros papeles.
--Antes de seis meses--añadió Watson--podremos regar nuestras tierras, según afirma Canterac, y dejarán de ser una llanura estéril.
Robledo mostró su contento.
--Un verdadero paraíso va á surgir, gracias á nuestro trabajo, de este suelo que sólo produce ahora matorrales. Miles de personas encontrarán aquí una existencia mejor que en el viejo mundo. Usted y yo, querido Ricardo, vamos á ser enormemente ricos y haremos al mismo tiempo un gran bien. La vida es así. Para que se realice un progreso, es necesario que este progreso empiece por enriquecer á alguien egoístamente.
Quedaron los dos silenciosos, con la mirada vaga, como si contemplasen en su imaginación el aspecto que iban á ofrecer las tierras yermas después de varios años de riego. Vieron campos eternamente verdes, canales rumorosos en los que el agua parecía reir, caminos orlados de altos árboles, casitas blancas... Watson pensaba en los jardines frutales de California, y Robledo en la huerta de Valencia.
El norteamericano fué el primero que salió de esta abstracción, señalando mudamente la pieza inmediata, donde se habían instalado los recién llegados.
Dormitaba Torrebianca en ella ocupando un sillón de lona. Su esposa, sentada en otro sillón, tenía la frente entre las manos, en una actitud trágica. Persistía en su pensamiento la misma pregunta desesperada: «¿Dónde he venido á caer?...»
Durante los días pasados en Buenos Aires, encontró tolerable su destierro. Era una gran ciudad á la europea, en la que había que buscar tenazmente algún rincón de la antigua vida colonial para convencerse de que se había llegado á América. Experimentaba la extrañeza de vivir en un hotel mediocre y carecer de automóvil. Aparte de esto, su existencia no había experimentado ningún sacudimiento... ¡Pero el viaje, después, por llanuras interminables, en las que el tren marchaba horas y horas sin encontrar una persona ni una casa, como sobre si la superficie del mundo se hubiese creado el vacío!... ¡La llegada á esta tierra remota, en la que la rueda ó el pie levantaban al avanzar nubes de polvo, y los órganos respiratorios se obstruían con la tierra disuelta en el aire, y todas las gentes tenían un aspecto de abandono, lo que no evitaba que tratasen á los demás con molesto compañerismo, como si se considerasen iguales, al vivir lejos de los otros grupos humanos!... ¡Ay! ¡Dónde había venido á caer!...
Robledo, adivinando el pensamiento de Watson, contestó á su muda pregunta:
--Mi amigo nos ayudará como ingeniero. No debe usted preocuparse de él. Yo le daré una participación en nuestro negocio, pero será de lo que á mí me corresponde.
El joven, después de escuchar el relato de las desgracias de Torrebianca, tales como Robledo creyó prudente darlas á conocer, se limitó á decir:
--Ya que el amigo de usted viene á trabajar con nosotros, exijo que su parte se saque por igual de lo que nos corresponde á usted y á mí. Me parece una persona excelente y quiero ayudarle. Además, su esposa me da lástima.
Le estrechó la mano Robledo, agradeciendo su generosa resolución, y ya no hablaron más de este asunto.
Desde la mañana siguiente, Elena, que tenía cierta facilidad para adaptarse á las diversas situaciones de su existencia, se mostró laboriosa y emprendedora. Quiso conquistar la admiración de aquellos hombres por sus talentos domésticos, lo mismo que semanas antes pretendía distinguirse en los salones por otros méritos menos humildes. Vistiendo un traje de corte sastre que ella había desechado en París y asombraba aquí á todos por su elegancia, se dedicó con los guantes puestos á la limpieza y arreglo de la casa, marchando al frente de la mestiza gorda y sus dos acólitos.
Cuando intentaba predicarles con el ejemplo, se hacía visible inmediatamente su torpeza para esta clase de trabajos. Otras veces quedaba vacilante, no sabiendo cómo se hacía lo que acababa de ordenar, y era indispensable una intervención de la mestiza para sacarla del apuro.
En la cocina, una gran lámpara, alimentada con la misma esencia de los motores que perforaban el suelo, servía para los guisos. Elena, animada por la facilidad con que podía apagarse y encenderse este fogón, quiso intervenir en los preparativos culinarios. Pero hubo de resignarse igualmente á reconocer la superioridad de la doméstica cobriza, riendo al fin de su ineptitud para los trabajos domésticos.
Queriendo hacer algo, se quitó los guantes é intentó lavar los platos; pero inmediatamente volvió á ponérselos temiendo que el agua fría perjudicase la finura de sus dedos y el brillo de sus uñas. Precisamente, en los momentos de desesperación por su nueva existencia, lo único que le proporcionaba cierto alivio era contemplar melancólicamente sus manos.
Torrebianca, vistiendo un traje de campo, fué con Watson y Robledo á visitar los canales, enterándose del curso de los trabajos, hablando familiarmente con los peones, examinando el funcionamiento de las máquinas perforadoras.
Poco después estaba sucio de polvo de la cabeza á los zapatos, y sus manos sintieron una comezón dolorosa al empezar á curtirse; pero conoció al mismo tiempo la alegre confianza del que cuenta con un medio seguro de ganar su vida.
Cerrada ya la noche, volvían diariamente los tres ingenieros á su vivienda, donde encontraban la mesa puesta. Al principio se lamentó Elena de la rusticidad de los platos y los cubiertos. Por iniciativa suya, trajo la mestiza del «Almacén del Gallego» varios objetos baratos, procedentes de Buenos Aires. Con esto y unas cuantas hierbas ligeramente floridas, que los dos pajes cobrizos iban á buscar en la ribera del río, la mesa presentaba cada vez mejor aspecto. Se iba notando en la casa la presencia de una mujer hermosa y elegante.
Una noche, mientras la cocinera traía el primer guiso, Elena se despojó de una salida de teatro, que por ser algo vieja prestaba servicios de bata. Al desprenderse de esta envoltura apareció descotada, con un traje de fiesta un poco ajado, pero todavía brillante, recuerdo de sus tiempos felices.
Watson la miró con asombro, y Robledo hizo un gesto disimulado, llevándose un dedo á la frente para indicar que la creía algo loca.
El marqués permaneció impasible, como si nada de su mujer pudiera causarle extrañeza.
--Siempre he comido con traje descotado--dijo Elena--, y no veo la razón de modificar aquí mis costumbres. Sería para mí un tormento.
Después de la cena se desarrollaban largas conversaciones, en las cuales la parte mayor correspondía á Robledo. Éste hablaba con predilección de los hombres de vida interesante que había visto desfilar por «la tierra de todos». Muchos de ellos llevaban corrido casi todo el planeta antes de llegar á la Patagonia; otros acababan de huir de Europa, ansiosos de aventuras, para forjarse una nueva existencia.
Al desembarcar en Buenos Aires les salían al encuentro los mismos obstáculos del mundo que dejaban á sus espaldas. La gran ciudad era ya vieja para ellos; abundaban los pobres en sus tugurios llamados «conventillos»; resultaba tan difícil ganarse la vida en esta metrópoli como en Europa. Algunas veces aún era mayor la dificultad que en el antiguo continente, por la gran concurrencia de profesionales llegados de todas partes... Y se esparcían hacia los sitios más apartados de la República, invadiendo los territorios todavía desiertos, donde se estaban realizando obras preparatorias para la instalación de las inmigraciones futuras.
--¡Los tipos que he visto pasar por aquí en pocos años!--continuaba Robledo--. Una vez me interesé por cierto peón que tenía la nariz roja de los alcohólicos, pero guardaba en su persona un no sé qué revelador de un pasado interesante.
Era una ruina humana; pero igual á los palacios en escombros, cuya historia se presiente por un fragmento de estatua ó de capitel descubierto entre los muros derrumbados, este hombre, que robaba á sus camaradas y quedaba en el suelo como muerto después de sus borracheras, tenía siempre en su decaída persona un ademán ó una palabra que hacían adivinar su origen.
--Un día vi cómo por broma peinaba á uno de nuestros capataces y le arreglaba los bigotes en punta, á estilo del kaiser Guillermo. Mandé que le diesen de beber todo lo que quisiera. Es el medio más seguro de que esos hombres hablen, y él habló. El borracho, avejentado prematuramente, era un barón de Berlín, antiguo capitán de la Guardia imperial, que había perdido al juegos sumas importantes confiadas por sus superiores. En vez de matarse, como lo exigía su familia, se vino á América, rodando hasta lo más bajo. Empezó siendo general en el Nuevo Mundo, y acabó de peón ebrio y mal trabajador.
Al ver que Elena se interesaba por el personaje, Robledo continuó modestamente:
-Este alemán fué general en una de las revoluciones de Venezuela. Yo también he sido general en otra República y hasta ministro de la Guerra durante veinte días; pero me echaron por parecerles demasiado científico y no saber manejar el machete como cualquiera de mis ayudantes.
Después habló de otro peón igualmente ebrio, pero silencioso y triste, que había venido á morir en la Presa y estaba enterrado cerca del río. Robledo encontró papeles interesantes en el fondo de la «lingera» de este vagabundo piojoso. Había sido en su juventud un gran arquitecto de Viena. También encontró la vieja fotografía de una dama con peinado romántico y largos pendientes, semejante á la asesinada emperatriz de Austria. Era su esposa, y había muerto en Khartoum, hecha pedazos por los fanáticos del Sudán, capitaneados por el Madhí, cuando su marido iba con el general Gordon. Otra fotografía representaba á un hermoso oficial austríaco, con la levitilla blanca muy ajustada al talle: el hijo de aquel mendigo.
--Y es inútil--continuó Robledo--querer levantar á estos vagabundos. Se les limpia, se les proporciona una existencia mejor, se les sermonea para que beban menos y recobren sus facultades de hombres inteligentes. Cuando ya están repuestos y parecen felices, se presentan una mañana con el saco al hombro: «Me voy, patrón; arrégleme la cuenta.» Nada se consigue haciéndoles preguntas. Están contentos, no tienen de qué quejarse, pero se van. Apenas se sienten bien, el demonio que los empuja para que rueden por la tierra entera vuelve á acordarse de ellos. Saben que más allá de la línea del horizonte se levantan los Andes, y detrás de la cordillera de los Andes está Chile, y después la inmensidad del Pacífico con sus numerosas islas, y todavía más lejos, los interesantes países del macizo asiático... Sienten el tirón de su manía ambulatoria que despierta. «Vamos á ver todo eso.» Y se echan la «lingera» al hombro, para volver á sufrir hambres y fatigas, para morir en un hospital ó abandonados en un desierto... Y cuando no mueren y pueden seguir marchando detrás de la Ilusión que revolotea junto á sus ojos, vuelven por segunda vez á este país; pero es después de haber dado la vuelta entera á la tierra.
Algunas noches los dos ingenieros hablaban de su propia existencia. Watson tenía poco que contar. Educado en California, había empezado su vida profesional en las minas de plata de Méjico, donde aprendió el español, continuándola después en las del Perú. Finalmente había pasado á Buenos Aires, conociendo en esta ciudad á Robledo y asociándose á él para la empresa de Río Negro.
El español no gustaba de recordar su existencia antes de establecerse en la Argentina. Había intervenido en revoluciones que despreciaba, mezclándose en ellas únicamente por una necesidad de acción. Había emprendido también prodigiosos negocios, viéndose al final engañado y robado, unas veces por sus compañeros, otras por los gobiernos. Rudos vaivenes de fortuna le habían hecho pasar de una abundancia absurda á una miseria de vagabundo. Pero evitaba hablar de sus aventuras en otros países y sus relatos eran siempre sobre la vida que había llevado en Patagonia.
No podía olvidar un horrible sed sufrida en aquella altiplanicie que empezaba al borde de la cortadura del río Negro, extendiéndose hasta el estrecho de Magallanes. Fué cuando renunció á servir al gobierno argentino, lanzándose como ingeniero particular á la exploración de estas tierras solitarias, en busca de un buen negocio. Para evitarse gastos había emprendido la travesía del desierto con un sólo peón indígena y una tropilla de seis caballos del país, capaces de alimentarse con lo que encontrasen, sufridos animales que se iban relevando en la tarea de llevar sobre sus lomos á los dos viajeros.
Contaba Robledo con el auxilio de un plano hecho por otros exploradores, en el cual se marcaban las «aguadas», únicos lugares donde los expedicionarios podían detenerse.
Los años anteriores habían sido de gran sequía. Al llegar á un pozo encontró que el líquido era extremadamente salobre. Él estaba acostumbrado al agua de sal, que por un optimismo de los viajeros del desierto figura como agua potable; pero la de este pozo resultaba inadmisible para su estómago y el del mestizo acompañante.
Continuaron su marcha, confiando en la aguada que encontrarían al día siguiente. Este pozo no tenía agua salobre, pero era porque estaba completamente seco... Y se habían visto obligados á seguir avanzando á través de una llanura siempre inmensa, siempre igual, guiándose por la brújula y sufriendo una sed de náufragos, que les hacía marchar con la boca jadeante, los ojos desorbitados y una expresión de locura en ellos.
Por respeto á Elena, aludía Robledo voladamente á los recursos de que se habían valido el mestizo y él para no perecer, bebiendo sus propios líquidos renales y los de sus caballos.
--Una manía atormentadora se apoderó de mí. Intenté recordar todas las veces que me habían invitado á beber en un café sin que yo quisiera admitir el líquido que me ofrecían: cerveza, aguas gaseosas, helados. Hacía memoria, igualmente, de todas las fiestas á que había asistido pasando con indiferencia ante una gran mesa llena de jarros y botellas... Y yo me decía, perturbado por la fiebre, sin dejar de marchar: «Si entonces hubieses tomado todos los _bocks_ de cerveza, todos los refrescos gaseosos, todos los helados que te ofrecieron y tú despreciaste, tendrías ahora en tu cuerpo una reserva líquida importante, pudiendo resistir mejor la sed.» Y este cálculo absurdo me atormentaba como un remordimiento, hasta el punto de sentir deseos de abofetearme por mi torpeza.
Robledo acababa describiendo su arribo--cuando los caballos ya no podían avanzar más--á un pozo de agua salobre, que fué el más delicioso de los líquidos bebidos en toda su existencia... Y al final de este viaje no encontró nada. Los datos que le habían hecho creer en un gran negocio eran equivocados. Así había que ir á la conquista de la fortuna en América, cuando se llegaba á ella con medio siglo de retraso y todos los terrenos ricos, de fácil explotación, estaban ya ocupados, quedando únicamente los remotos y ásperos, que, algunas veces, representaban la ruina y la muerte.
--De todos modos--continuó--, los hombres seguirán viniendo á este rincón del mundo. Aquí vive para ellos la esperanza, sin la cual resulta intolerable la existencia... No hay más que hacer memoria de nuestro origen: usted es rusa, Federico italiano, Watson de los Estados Unidos, yo español. Fíjese también en la procedencia de nuestros habituales visitantes: cada uno es de una nacionalidad distinta. Lo que yo digo: ésta es la tierra de todos.
La casa de los dos ingenieros era visitada diariamente, después de la cena, por los más grandes personajes del campamento. El primero en presentarse era Canterac, con sus ropas de corte militar, pero se notaba en su persona mayor acicalamiento que antes de la llegada de los Torrebianca. Luego venía Moreno, mostrando cierta turbación emotiva al saludar á Elena, enredándose la lengua y pronunciando balbuceos, en vez de palabras. Finalmente llegaba Pirovani, con un traje nuevo cada dos noches y llevando algún obsequio á la señora de la casa.
Canterac reía de él por lo bajo, afirmando que había frotado largamente sus sortijas, su cadena de reloj y hasta los gemelos de sus puños, antes de salir del _bengalow_, para deslumbrarlos á todos con su brillo.
Una noche se presentó Pirovani vistiendo un traje de colores detonantes que acababa de recibir de Bahía Blanca, y con un manojo de rosas enormes.
--Me las han traído hoy de Buenos Aires, señora marquesa, y me apresuro á entregárselas.
Canterac miró al italiano hostilmente, y dijo por lo bajo á Robledo:
--Mentira; las ha encargado por telégrafo, según afirma Moreno, que lo sabe todo. Esta tarde envió un hombre á todo galope á la estación, para traerlas á tiempo.
La criada mestiza, ayudada por los dos muchachos, quitaba la mesa, y la habitación con tabiques de madera iba tomando el mismo aire que si Elena diese una fiesta. Los tres visitantes, al hablarla, repetían con cierto arrobamiento la palabra «marquesa», como si les llenase de orgullo verse amigos de una mujer de tan alta clase.
Elena no ocultaba cierta predilección por Canterac. Los dos habían vivido en París, en mundos distintos, aunque muy próximos. No se habían encontrado nunca, pero acababan por recordar ciertas amistades que les eran comunes.
Mientras ellos hablaban, Moreno fumaba resignadamente, cruzando algunas palabras con Watson, y Pirovani conversaba con Robledo y Torrebianca. El italiano no prestaba gran atención á sus propias palabras, espiando con ojos inquietos á la «señora marquesa» y su acompañante.
La tertulia cambió totalmente de aspecto después que Pirovani se presentó con sus rosas.
En la noche siguiente estaban los cuatro sentados á la mesa y más silenciosos que otras veces. Elena se había puesto para la cena uno de sus trajes más vistosos, que hasta resultaba algo audaz allá en París. Los tres ingenieros guardaban aún sus ropas de campo y parecían cansadísimos del trabajo de la jornada. Robledo bostezó repetidas veces, haciendo esfuerzos para mantenerse despierto. El marqués se había adormecido en su silla, dando ligeras cabezadas. Elena miraba fijamente á Ricardo, como si no lo hubiese visto bien hasta entonces, y él evitaba el encuentro con sus ojos.
Entró Pirovani llevando un gran paquete y vistiendo otro traje nuevo, cuadriculado de diversos colores, como la piel de un reptil.
--Señora marquesa: un amigo mío de Buenos Aires me ha enviado estos caramelos. Permítame usted que se los regale. También van en el paquete unos cigarrillos egipcios...
Elena miró risueñamente el nuevo traje del contratista, agradeciendo al mismo tiempo su regalo con remilgos y coqueterías.
A continuación se presentó Moreno luciendo zapatos de charol, chaqué de largos faldones y sombrero duro, lo mismo que si estuviera en la capital y fuese á visitar al ministro.
Robledo, que se había despabilado, mostró una admiración irónica.
--¡Qué elegante!...
--Tuve miedo--contestó el oficinista--de que el chaqué se me apolillase en el cofre, y lo he sacado á tomar el aire.
Después se acercó con timidez á Elena. «¡Buenas noches, señora marquesa!» Y le besó la mano, imitando la actitud de los personajes elegantes admirados por él en comedias y libros.
Ya no quiso separarse de la dueña de la casa, iniciando una conversación aparte, que pareció indignar á Pirovani. Al fin éste se levantó de su silla, necesitando protestar de tan descomedido acaparamiento, y dijo á Robledo:
--¡Ha visto usted cómo viene vestido ese muerto de hambre!...
No habían terminado aún las sorpresas de aquella noche: faltaba la más extraordinaria.
Se abrió la puerta para dar paso á Canterac; pero éste permaneció inmóvil en el quicio algunos momentos, deseoso de que todos le viesen bien.
Iba vestido de _smoking_, con pechera dura y brillante, y mostraba cierta indolencia aristocrática al andar, lo mismo que si entrase en un salón de París. Saludó á los hombres con un movimiento de cabeza ceremonioso y protector, besando después la mano á Elena.
--Yo también, marquesa, siento ahora la necesidad de vestirme cuando llega la noche, lo mismo que en otros tiempos.
Agradecida la Torrebianca á este homenaje, volvió la espalda á Moreno y ofreció una silla al recién llegado, junto á ella. Toda la noche habló preferentemente con el francés, mientras Pirovani permanecía en un rincón, no ocultando su cólera, y mostrándose al mismo tiempo anonadado por la elegancia de Canterac.
Transcurrieron cuatro noches sin que el contratista se presentase en la casa. Después de la primera, Moreno se sintió interesado por tal ausencia, y fué al domicilio de Pirovani para hacer averiguaciones. Por la noche dió la noticia á Robledo:
--Tomó el tren para Bahía Blanca sin avisar á nadie. Debe traer entre manos algún negocio gordo.
Y continuaron las tertulias sin otra novedad. El francés, siempre vestido de _smoking_, era el preferido por Elena en sus conversaciones. Moreno, al llegar la noche, se ponía el chaqué, sin otro resultado que dialogar con Torrebianca. Este acabó por salir una noche de su cuarto vestido también de _smoking_, y al hacer Robledo gestos de extrañeza, se excusó señalando á su esposa.
Cuando en la quinta noche entró Moreno, se apresuró á hablar.
--¡Gran noticia! Pirovani ha vuelto al anochecer. Creo que le veremos aquí de un momento á otro.
Como el contratista era la novedad de esta velada, todos esperaron su aparición.
Al abrir la puerta quedó inmóvil en el quicio unos momentos--lo mismo que había hecho el otro--, para darse cuenta del efecto producido por su llegada. Iba vestido de frac; pero un frac extraordinario y deslumbrante, cuyas solapas estaban forradas con seda labrada de gruesas y tortuosas venas, iguales á las de la madera, y llevaba, además, un chaleco blanco ricamente bordado. En una solapa lucía una gardenia. Sobre la pechera ostentaba una perla enorme, además de la ancha cinta sostenedora de un monóculo inutil.
Su aspecto era solemne y magnífico, como el de un director de circo ó un prestidigitador célebre. Hacía esfuerzos por mantenerse sereno y que nadie adivinase su emoción. Saludo á los hombres con varonil altivez y se inclinó ante la «señora marquesa», besándole una mano.
Los ojos de ella brillaron con una sorpresa irónica. Todo lo de Pirovani la hacía sonreir. Pero acabó por agradecer esta transformación realizada en su honor, y acogió al contratista con grandes muestras de afecto, haciéndole sentar á su lado.
Canterac se apartó, visiblemente ofendido por esta predilección.
Moreno hablaba á Robledo como escandalizado, señalando el frac de Pirovani:
--¡Y para ese gran negocio emprendió su viaje con tanto misterio!...
El español se alejó de él para hablar con Watson. Éste parecía aturdido aún por la entrada teatral del italiano, y le admiraba conteniendo su risa.
--Después del _smoking_, el frac--murmuró Robledo--. El Carnaval se extiende por el desierto, y esta mujer va á volvernos locos á todos.
Miró el traje del norteamericano, que era igual al suyo: un traje de campo, útil para los trabajos al aire libre, é hizo una comparación muda con el aspecto que presentaban los demás.
Luego pensó:
«¡Qué perturbación una hembra como ésta cayendo entre hombres que viven solos y trabajan!... Y aún ocurrirán tal vez cosas peores. ¡Quién sabe si acabaremos matándonos por su culpa!... ¡Quién sabe si esta Elena será igual á la Elena de Troya!...»