La sirena negra: 17

La sirena negra de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Y apenas se aleja, con ruido apagado de rodadas, el coche que lleva a las dos señoras, entrego a Tadeo la criatura soñolienta, para que la suba en brazos a la Torre, hago una seña a los marineros y vuelvo a saltar en el bote.

-¿Caradónde, señorito?...

-Adonde queráis... Un paseo.

Escupen en las manos y vuelven a empuñar remos y gobernalle. Pausadamente, la barca corta la sábana de lumbre pálida y verdosa. Caigo en pleno ensueño. Por última vez -a mí mismo me empeño la palabra, me entrego a esas conversaciones interiores, en que dialoga mi doble yo. Por última vez fumo opio... Dejo colgar el brazo sobre la borda, y al rozar el agua parece mi derecha bañada en un livor sobrenatural, la estela del barco es un trazo prolongado de lumbre, como el rastro de un cometa en el firmamento. Es preciso que yo diga adiós a los antiguos fantasmas, mis perseguidores, mis tétricos amigos; es preciso que salga de mi espelunca, y no vuelva más a ella; tengo que transmigrar y encarnarme en esposo, en ciudadano.

El agua se engalana como para un funeral con esta luz mortuoria, que me recuerda la tez de espectro de Rita Quiñones; y de entre las praderías de algas, donde ondulan vegetaciones de pesadilla, una forma se alza, semejante a una de esas vislumbres que tiemblan al movimiento de las múltiples capas de agua, y cuyas líneas se disuelven, entre las gasas trémulas y fingidas, velo de los abismos. El que ve surgir una de esas apariciones inciertas y borrosas, hijas del consorcio de la fantasía con lo real, nunca deja de atribuir a la visión forma femenina. Cree discernir, fugitivos en su diseño, los brazos que han de enlazarle, el cabello donde se ha de enredar, la boca que ha de envenenar la suya, el flexuoso torso que se pegará a su pecho. La mayoría de los hombres hace surgir de la oscura profundidad el amor. Mi visión, confusamente alumbrada por la fosforescencia de las ondas, es de muerte, y su boca, al acercarse a mi boca, la cuajaría en eterno hielo...

El cuerpo de mi sirena no es blanco, su pelo no es rubio: tiene su forma lo indeterminado de los senos sombríos de donde sale, y su melena se parece a la inextricable maraña de las algas, suspensas, enredadas y penetradas por esta luz líquida. Creo verla ascender despacio, ávida y amenazadora, como si me dijese: «Eres mío, no me huyas...»

-No soy tuyo -protesté-. Puedo huir. Me basta con desearlo. He jugado contigo a un juego peligroso: basta ya. Quiero vivir. Vete...

No se iba. Agarrada a la borda con sus manos de sombra, fijaba en mí los mismos ojos magnetizadores que había fijado desde el fondo del río. Y me llamaba, me llamaba... Un sudor de angustia humedeció mis sienes, y, por un hábito pueril, por uno de esos gestos maquinales que se han hecho en la niñez y que sobreviven a todos los procesos analíticos, demoledores, de la edad madura, bajé dos dedos, alce otros dos y tracé sobre mi frente la señal de la cruz...

En el mismo instante el agua palideció; sus reconditeces se velaron, y como se extingue una bengala de teatro, se extinguió la fosforescencia, dejando el agua incolora, tranquila, en la densa cerrazón de la noche.

-¿Se apaga el agua así de pronto? -pregunté a los marineros.

-Sí, señor... Siempre pasa así en agosto. Dura muy poco la claridá. Aún hoy duró más que otras veces.

-Vamos al muelle -ordené, como avergonzado de mi impresión y temeroso de que me la conociesen; avergonzado del sentimiento, hasta en presencia de tan ínfimo auditorio.

Salto a tierra. Emprendo la caminata a la Torre de Portodor, cuyas iluminadas ventanas veo desde el muelle lucir como un faro. Voy determinado a desenredar mi espíritu de los laberintos en que me he perdido siempre. Ahora creo discernirlo con lucidez total: estaba enfermo del alma, y es la salud lo que han de darme las dos supremas representaciones de la existencia: el Niño y la Mujer. El reto que acepté era insensato y absurdo, como era nefando y monstruoso el amor que me había inspirado la Guadañadora. Cuando yo provocaba y exasperaba a Solís, la buscaba indirectamente a ella; glosaba una cuarteta conceptuosa que me embruja la imaginación:


Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer de morir
no me vuelva a dar la vida...



Subiendo por el sendero campestre donde, entre el olor recio del mar, flota el almizclado vaho de esos escarabajos negros, enormes, nombrados en el país «vacas de San Antonio», formo mi plan. Mañana mismo llamaré a miss Annie, la daré rendidas gracias por sus servicios, la haré generoso regalo y la enviaré a Vigo, en un buen coche. A Desiderio Solís le enteraré de que mi matrimonio es cosa acordada; le ofreceré un sueldo no despreciable en concepto de administrador y secretario, y le advertiré que estos cargos los puede desempeñar fuera de mi casa, y que así lo deseo. Y añadiré todo lo que baste a curar los escozores de sus dudas y convertirle en amigo mío, al menos en indiferente. Y después... Ya veremos: ante todo, conjurar este peligro; salir de esta situación anómala en que me he puesto voluntariamente, jugando con mi propio destino, por una caprichosa fantasía de poeta. Sí, ahora entiendo la verdad: yo soy un poeta loco, a quien las herencias de melancolía de las edades dramáticas y de los antecesores desdichados, habían llevado a desear el aniquilamiento... Penetrado de esa curiosidad palpitante que da fiebre a las novias la víspera de sus bodas, yo esperaba ansioso, estremecido, lo que iba a ser de mí en poder de una fiera por mí mismo azuzada y desencadenada. Me había complacido en crear eso que llamamos fatalidad, con la sustancia de mis deseos, mis orgullos y mis antojos. Quizá la fatalidad no existe, si nosotros no la fabricamos. En esta hora de sana voluntad me parece que todo el giro de mi suerte es mi obra. Soy yo quien ha soltado en mi propia casa al tigre de los celos, y le he visto avanzar exhalando su ronco rugido, y en vez de enjaularlo, me he complacido en admirar su manchada piel... Ahora entiendo cuánto daño pude hacer, no sólo a mí, sino a todos. Destejamos la infernal tela; aprisa, borremos la huella de nuestros pasos, pisando al revés.

Mi proyecto era conferenciar aquella misma noche con Solís, dejando para el día siguiente la entrevista con miss Annie. Al llegar a la Torre, supe que el profesor, algo indispuesto, se había acostado, y que la institutriz tampoco bajaría a cenar, por sufrir una jaqueca muy fuerte. A otro perro con ese hueso; bien adiviné lo que ocurría. Solís y ella se habían peleado; ella trepidaba de despecho y cólera de haber sido excluida, suplantada. Me encogí de hombros. Mañana las siluetas de estos dos seres, en mi espíritu, quedarán borradas de la pizarra con una esponja...

Cené gratamente, abierta la ventana, por la cual entraban la lejanía y la calma de la noche. Terminada la cena me levanté, y me puse de codos en el antepecho a respirar. Recordaba que en otras épocas me había acodado así, para contemplar las tempestades, que son en Portodor magníficas e imponentes. Caen rayos a centenares, zigzagueando sobre el mar; un espectáculo sublime. Ahora no se movía una hoja; algo de neblina, presagio de calor, empezaba a alzarse. Yo sentía ese temblor secreto, ese comienzo de embriaguez que causa todo cambio en nuestro destino. Me esforcé en pensar en Trini; pero la Seca todavía quiso interponerse. «Te he vencido», murmuraba yo... Y me reía de la derrota de la muy coqueta, que me trae al retortero desde tantos años hace, sin realizar nunca sus promesas de darme el olvido y el descanso.

Serían las diez y media cuando subí a mi cuarto, no sin decir a Tadeo que no le necesitaba. El servidor se quedó abajo, trajinando, recogiendo. El silencio era total: no se escuchaban ni ladridos de canes, ni flauteos de sapos. Entré en mi dormitorio y cerré, sin echar la llave. Sonaron unas pisadas ligeras en el pasillo, y antes de que hubiese tenido tiempo de dar vuelta al grifo del lavabo, sentí que llamaban a mi puerta unos dedos sonoros, de metal. Acudí a abrir, y me quedé perplejo, pero no sorprendido, al encararme con miss Annie. La inglesa venía muy guapa, es justo reconocerlo; su pelo de luz, sencilla y hábilmente recogido, y su traje de linón gris, de corte original, exageraban su aire pudibundo y prerrafaelista; era una deslumbradora girl de cromo, de esas en cuya cara la rosa se disuelve en leche y el carmín se afina con transparencias de cristal. Olía bien -sin duda usufructúa los perfumes de Rafaelín- y, en suma, llegaba a tiempo, si no se interpusiese entre ella y yo algo nuevo que se había apoderado de mí.

Entró con marcialidad, derecha y seria, y ya dentro, dio vuelta a la llave.

-No conviene que nadie nos interrumpa -dijo autoritariamente.

Me quedé mirándola, silencioso, sin protestar. ¿A ver por dónde descargaba el nublado? Y ella, acercándose con desdén, y trepidando de cólera y soberbia, profirió, en el buen español que gasta, sólo extranjerizado por el acento:

-Es preciso que hablemos claro, don Gaspar. Conmigo no se juega. Reclamo una contestación categórica. La señorita Trini, ¿es o no es novia de usted?

Sonreí, ofrecí con el gesto un asiento en mi mejor butaca a la quejosa, y contesté al desgaire, graduando el efecto de mi respuesta, para que molestase más:

-Naturalmente que esa señorita es mi novia. Pronto nos casaremos. ¿No se lo había dicho ya? ¡Qué distraído soy! Discúlpeme, miss Annie.

Un momento permaneció estupefacta la inglesa. No quería fiarse de sus oídos ni de sus ojos; no porque fuese inverosímil que yo tuviese novia, sino porque era humillante que se lo notificase así. Las naturalezas orgullosas se resisten a admitir la realidad de lo que las rebaja; el primer movimiento de la altanería ofendida no es la indignación; es la sorpresa. En aquella modesta institutriz era altanera la raza, la civilización de presa y de fuerza de donde procedía; era altanera su convicción de que a la mujer se la debe lealtad. Cerca de medio minuto tardó en recobrar, no la palabra, sino la acción. Eso sí, la acción la recobró por entero, súbitamente. Avanzó sobre mí, y su vigorosa palma de jugadora de tennis y ciclista, huesuda bajo la morbidez, cayó sobre mi mejilla, respondiendo al claqueo de la bofetada un dolor vivo, un escozor violento, un desquicie de dentadura, una serie de sensaciones que todas actúan sobre lo puramente animal de nuestro organismo, provocando en los hombres de baja educación el ejercicio del palo y del puño, y en un hombre más culto, otra reacción diferente... Porque no sé yo quién será el varón resignado a quedarse en situación tan ridícula como la de verse abofeteado, y no con blandura, por una mujer, a puerta cerrada, de noche, y cuando, anteriormente, esa mujer ha depositado en sus sentidos un germen de impureza y de miseria fisiológica. Ciego y disparado, aproveche, pues, el momento en que miss Annie, todavía amenazadora, permanecía inmóvil, y la enlacé y envolví y ahogué entre las elásticas serpientes de mis brazos, riendo a carcajadas, con risa nerviosa producida por la excitación que el golpe me causaba. La defensa encarnizada de la mujer recrudeció mi repentina barbarie; y cuando digo la mía, digo mal; la de aquél que no era yo, o, al menos, no era mi yo humano y consciente, sino uno de los varios hombres que hay en cada hombre, que cometen lo que aborrecen y se preguntan después: «Pero ¿cómo he podido? ¿Cómo me he dejado llevar de tal locura?...», sin encontrar respuesta.

Ella, al pronto, hería, pegaba, mordía, usaba de sus tiñas, de sus dientes, de sus pies; pero yo, nervioso, frenético, luchaba sin sentir los golpes, y la sujetaba e inutilizaba su defensa. Cuando arranqué un jirón de la tela sutil de su corpiño y vi la blancura de su piel, me ofusqué del todo. ¿Qué más? El resto fue para ella el ultraje, para mí el pecado -ese pecado hermano de la muerte; el pecado que nos acecha en cada latido de la sangre y en cada anhelo de la respiración-. La vi desplomada, sollozando con angustia infantil; después la vi erguirse, desmelenada y echando espuma, epiléptica. No supe qué decirla: me encontraba sin cerebro. Me limité a dar vuelta a la llave -ella no acertaba- para que saliese. La mirada que me echó no fue ya de reprobación ni de furor: fue esa ojeada de la alimaña atrapada en el lazo, herida, sangrante, y que recoge para la última dentellada lo que le queda de fuerza vital. Si existiese en la mirada el poder que algunos antiguos autores le atribuyeron, yo me hubiese caído allí mismo redondo, a los pies de la mísera mujer a quien acababa de robar su única hacienda, su única prez -más que la vida...

-Annie... -tartamudeé-. Annie... Oiga...

Ella seguía mirándome terrible. Sus labios se agitaban sin articular palabras. Con mano insegura arreglaba su peinado, juntaba maquinalmente los trozos desgarrados de su ropa. Lo incorrecto la dolía tanto como lo impuro. Se volvió un momento, y desde el umbral me escupió, en inglés, la injuria despreciativa; algo equivalente a

-¡Pillastre!