La sirena negra: 16
Capítulo XVI
Nos sentamos a almorzar. Camila, frente a mí, preside. A su derecha, Rafaelín. Solís, al otro lado. A mi derecha, Trini; la inglesa, en el puesto inferior, a la izquierda.
Convencido como estoy de que la mayor parte de nuestros estados psíquicos, aunque jamás carecerán de razones de ser, las tienen frecuentemente tan ocultas que ni nosotros mismos las traducimos y analizamos, no he intentado explicarme por qué aquel almuerzo fue una hora excepcional en mi vida; por qué desde que Trini se colocó a mi lado, comprendí su deseo y su sinceridad, y presentí el desarrollo que iban a tener los sucesos.
La mesa lucía un adorno muy vulgar, pero encantador: canalitos de vidrio liso llenos de agua en que refrescan flores y ramillas tiernas de helecho. Eran como riachuelos dormidos sobre la blancura del mantel. Dado que en Portodor andamos mal de jardinería, Tadeo se había ingeniado y traído del río buena provisión de las umbelas rosa que huelen a almendra amarga; y el ligero olor, avivado por el calor y la frescura, me penetraba en el alma como un cuchillo de oro. El cocinero, aunque careciendo, según decía, de mil recursos que no faltan en Madrid, había sacado partido de la mariscada y pesca tan abundante en Portodor, y desde las menudas anchoas hasta los filetes de lenguado a la Monrny y el rodaballo a la Teodora braseado al champagne, el menú, casi magro, era para despertar el paladar del más gastado gastrónomo. Trini, que habitualmente come poco, animada por mis bromas y mis obsequios, estuvo hasta glotona; dos veces se sirvió el rodaballo, ensalzándolo. Solís, aliviado de su tortura al notar cómo yo atendía a Trini y cómo ella se esponjaba dichosa, y un tanto excitado quizá por los excelentes vinos que ordené a Tadeo que sirviese, empezó por destacar alguna frase y, al fin, habló brillantemente, desplegando ingenio, conocimientos y buen humor irónico, que descargó sobre el pueblecillo de Portodor, sus notabilidades, sus festejos, su casino, sus bellezas. Trini se reía; hasta Camila desfrunció el entrecejo, sonrió y dos o tres veces aprobó.
Annie era la malhumorada silenciosa. A medida que adelantaba el almuerzo, se acentuaba su hosca frialdad: con leves pretextos reprendió ásperamente, en inglés, a Baby; el pequeñuelo hizo un mohín llantero, mimoso; Trini le echo un beso volado, le hizo un guiño de inteligencia. Los ojos azules, de claro doblete de zafir, se oscurecían, y los labios bien cortados temblaban de ira al notar que el niño se entendía con otra y que a esa otra yo le presentaba un fruto, le servía una salsa, le ponía vino en el vaso. Alegando que Baby no debe permanecer tanto tiempo seguido en la mesa, levantose al servirse el asado, intentando llevarse al chiquillo; pero Trini intercedió:
-Miss Annie, ¡por Dios!, déjenosle hoy, un día es un día. Rico, Faelín, ¿verdad que te quedas?
Entiendo: le hago un signo a la inglesa -nada más que un signo, pero de amo-, y no hay remedio, mi voluntad se impone; el aya, en señal de protesta, se retira. Entonces el almuerzo se hace más íntimo, más atractivo; Trini respira, libre de las ojeadas de cristal azul; Camila, con toda su altivez, se encuentra también más a sus anchas; Solís especialmente se alegra; ¡mi acto de energía le da a entender tantas cosas! Radiante, salpicada de champagne su nada tersa pechera, vuelve a sostener la conversación con un esprit periodístico ameno y maligno a la vez. Después de un ditirambo al «inflado» javanés con que termina el delicado almuerzo, propongo ir a tomar el café bajo el emparrado, en la enorme mesa de piedra toda bordada de vegetaciones que el sol metaliza. Allí nos sentamos... y -¡yo no me miento nunca a mí mismo!- viendo a Trini con Rafaelín en brazos, explicándole por qué una mosca se ha preso las patas en el azúcar de un platillo, lo cual el pequeñín celebra con risas gorjeadas, con exclamaciones de asombro y gozo, me encuentro feliz. El sortilegio del niño sobre la mujer actúa visiblemente; el grupo inefable, símbolo de la vida, se ha formado y estrechado al influjo del aire, de la libertad, del alejamiento de las ciudades, de la naturaleza, en fin. Mientras yo fumo mi cigarro, Trini juega con el niño; juegan a partir piñas y a descascarar piñones, sirviéndose de una piedra, y las risas aumentan y el chiquitín toma confianza, y tiraniza a Trini como me suele tiranizar a mí, y la empieza a soltar letanías de cariño:
-Trini bonita, Trini buena, Trini de mi corazón...
Ella se anima, se entusiasma también. Pasamos las horas calurosas de la tarde bajo el toldo de parra, oyendo surtir el agua, esa agua tan fresca, tan leve, tan digestiva, que bebí de niño con los carrillos sofocados de correr. El danés, Vértigo, sentado gravemente a mis pies, abre por turno el ojo derecho y el izquierdo y estremece una oreja cuando le importunan las moscas. El ambiente es pesado; pero a cada minuto lo abanican brisas de mar. A eso de las cinco, al empezar a aplacarse el calor, propongo que bajemos al pueblo, alquilemos un bote y demos un paseo por la ría. Es muy probable que caigan algunos panchos. Tadeo llevará anzuelos, cordel y el cesto para recoger lo que se pesque. La proposición es acogida con transportes de júbilo por el niño, con satisfacción por las señoras. Invito a Solís, que rehúsa, y no invito a miss Annie: acabamos de verla pasar alla a lo lejos por la carretera que atraviesa la parte baja de la posesión, cabalgando en su bicicleta muy bien ensiluetada, muy airosa, muy decidida.
Vamos, pues, en familia, sin mercenarios de lujo. Desatraca el bote. Sardiñete, el marinero, rema despacio, de un modo insensible; su hijo, un rapazuelo de unos quince años, coge la caña del timón. Nosotros echamos la liña y esperamos que el pez pique. Trini ayuda y aconseja a Rafaelín; le enseña a tener la cuerda quieta y a dejarla flotar según él derive, casi imperceptible, del bote. Trini, en toda esta jornada, se muestra mañosa, útil, viva. Al sentir el primer tirón, el chico pega un grito de alegría nerviosa, tan penetrante, que el pez se asusta e intenta huir, y no lo consigue, porque ya está enganchado. A la luz del sol poniente vemos encorvarse y palpitar su cuerpo de plata, y, arrancándolo del anzuelo, se lo entregamos a Rafaelín. La criatura coge el pececillo; pero, al notar su agonía, la gota de sangre que mancha sus agallas, quédase un momento pensativo, y después rompe a llorar, escondiendo su preciosa cara en el seno de Trini, que le cubre de caricias.
-No se pesca más, rico -dice ésta-. Se acabó la pesca por hoy. Verás; a este pescadito le volvemos al agua y se pone tan contento y se va junto a sus hermanitos, a contarles que por poco nos le comemos frito esta noche.
-¿No mere el pescado? -pregunta, entre sus lágrimas, Rafael.
-No mere, vidita, no mere: ahora rompe a correr tan contento, y va a tomar café con sus amigos, y a fumar, como tu father.
La risa sucede a las lágrimas. Por debajo del agua transparente, el niño ve desaparecer el cuerpo del pez, en relampagueante fuga.
Se recogen los avíos de pesca. ¡Rafael es el que manda! Mi alma flota, se disuelve en la placidez infinita de la hora moribunda. Hace bochorno; no corre un soplo de viento. El sol, allá en la línea del horizonte, desciende abrasado al fondo del agua oscura. Cae la noche, y apenas desaparece el astro, surge claridad, no de la luna, que no se deja ver, ni de las estrellas, altas y diamantinas, sino de la misma sábana del agua, que se enciende en hervor nupcial, como inmensa luciérnaga. Resplandores glaucos parecen venir del fondo de las olas, permitiendo ver las mirladas de peces que cruzan sus profundidades y que son como remolinos de prolongadas hojas de estaño, arrastrados por una corriente de esmeralda pálida, derretida. El remo abre surcos de lumbre fosforescente y al subir derrama cascadillas de gotas luminosas. El pálido incendio nos alumbra con reflejos fantásticos de linterna chinesca. El niño pregunta, y le explico el fenómeno como puedo. Estoy cerca de Trini, y siento en aquella noche de verano, en que arde hasta el agua, su atractivo; pero estoy seguro de que no se trata de un estímulo material, de que es la criatura quien vuelve a llevarme hacia el hogar, hacia la paz, hacia la aceptación de la existencia completa, vivida y transmitida a otros...
Camila nos da el alto: tienen que volverse al balneario; la excursión exige hora y media lo menos, ¿cuándo llegarán, y qué pensarán de ellas los demás bañistas?
Trini, suspirando, exclama:
-¡Qué lástima! ¡Qué buen día se ha pasado!
Saltamos en la playa, y ofrezco otra vez el brazo a Trini para llevarla hasta el coche, que ya las espera al extremo del muelle. Es un breve momento de soledad y de confianza. Camila se queda atrás, a propósito, entreteniendo al niño, enseñándole las redes de pesca que negrean entre el blanco arenal.
-Gaspar -murmura Trini con voz temblona; y noto el golpeteo de su corazón contra mi brazo derecho-; tiene usted un niño que es un hechizo. Me voy prendada de él.
-¿Lo quiere usted a su lado siempre, Trini? -respondo, en un arranque violento y espontáneo-. Ya sabe usted que se lo había ofrecido...
-Eso fue un día... Ahora... usted... ya... Y yo, entonces, no había visto al pequeño...
-Ahora, igual... si usted... -y estrecho el brazo; y el brazo contesta a mi presión con otra muy ligera, pero sensible... La respuesta del brazo es definitiva.
-Hemos quedado -advierto a Camila- en que volveréis a pasar aquí el día del jueves. Iré a esperaros en el desembarcadero. Y antes, es probable que me aparezca en San Roque...