La segunda parte de Lazarillo de Tormes/VIII
Capítulo VIII
De cómo Lázaro y sus atunes, puestos en orden, van a la corte con voluntad de libertar a Licio.
Desta suerte que arriba he dicho nos metimos en camino, y con mucha priessa, dando cargos a los que nos pareció de la pesca para bastecer la compañía, porque no se desmandassen, y tomé aviso de los que nos habían traído la nueva del assiento de la corte y el lugar donde nuestro capitán estaba preso. Y a cabo de tres días llegamos a tres millas de la corte, y porque por ir de nueva y estraña manera, si se supiesse de nuestra ida, pondríamos escándalo, acordóse que no passássemos adelante hasta que la noche viniesse. Y mandamos a ciertos atunes, de aquellos que la triste nueva nos habían traído, se fuessen a la ciudad, y lo más dissimulado que pudiessen, supiessen en qué estaba la cosa y volviessen a nosotros con el aviso; y dellos algunos volvieron dándonos la peor que quisiéramos.
La noche venida, fue acordado que la señora capitana con sus hembras, y Melo con ellas, con hasta quinientos atunes sin armas, de los más honrados y viejos, fuessen derecho camino al rey; y, como bien sabían, suplicassen al rey hubiesse por bien de examinar la justicia de su marido y hermano; y que yo con todos los demás me metiesse en una montaña muy espessa de arboledas y grandes rocas que a dos millas de la ciudad estaba, do el rey algunas veces iba a monte, y allí estuviéssemos hasta ver lo que negociaban, los cuales nos avisassen.
Luego llegamos al bosque y hallámosle bien proveído de pescados monteses, en el cual nos cebamos o, por mejor decir, hartamos a nuestro placer. Yo apercebí toda la compañía que estuviese lança en cuxa. La hermosa y buena atuna llegó allá al alba y luego se fue para palacio con toda su compañía, y esperó gran rato a la puerta hasta que el rey fue levantado, al cual dixeron la venida de aquella dueña y lo mucho que a los porteros importunaba la dexassen entrar y hablar a su alteza. El rey, que bien sintió a lo que venía, le envió a decir se fuesse en hora buena, que no podía oírla. Visto que de palabra no quería oír, fue por escripto, y allí se hizo una petición bien ordenada de dos letrados que por Licio abogaban, en la cual se le suplicó quisiesse admitir a sí aquel juicio, pues Licio había apelado para ante su alteza, porque el nuestro buen capitán estaba condenado a muerte por essos señores alcaldes del crimen, y habíase dado esta sentencia el día de antes, la cual nosotros supimos de los que dixe, diciendo: «Que su alteza supiesse que su marido había sido acusado con falsedad y muy injustamente sentenciado, y que su alteza hiciesse tornar a examinar su justicia, y que hasta en tanto sobreseyesse la justicia y execución de la sentencia».
Estas y otras cosas muy bien dichas fueron en la buena petición, la cual fue dada a uno de los porteros; y al tiempo que se la dio, la buena capitana se quitó una cadena de oro que traía con su joyel y se la dio al portero, y le dixo que se doliesse della y de su fatiga, y no mirasse al galardón tan poco, con muchas lágrimas y tristeza. El portero tomó dél la petición de buena gana, y de mejor la cadena, prometiendo hacer su possibilidad, y no fue en vano la promessa, porque, leída ante el rey la petición, tantas y tales cosas se atrevió a decir con su boca llena de oro a su alteza, juntamente con narralle los llantos y angustias que la señora capitana hacía por su marido a la puerta del palacio, que al aconsejado rey hizo mover a alguna piedad, y dixo: «Ve con essa dueña a los alcaldes del crimen y diles que sobresean la execución de la sentencia, porque quiero ser informado de ciertas cosas covenientes al negocio del capitán Licio».
Y con esta embaxada vino muy alegre el portero a la triste, pidiéndole albricias de su buen negociar, las cuales de buena gana ella se las ofreció. Y luego, sin detenerse, fueron al aposento de los alcaldes, y quiso su desdicha que, yendo por la calle, toparon con don Paver, que assí se llamaba el inventor destos nuestros afanes, el cual muy acompañado iba a palacio; mas, como vio la dueña y su capitanía, y supo quién eran y conoció el portero, como astuto y sagaz sospechó lo que podía ser, y con gran dissimulación llamó al portero, y interrogándole a dó iba con aquella compañía, el cual simplemente se lo dixo; y él demostró que le placía dello, siendo al revés, diciendo que se holgaba de lo que el rey hacía, porque, al fin, Licio era valeroso, y no era justo assí hacer justicia dél sin bien examinar el negocio.
En mi posada quedan los alcaldes que a pedir mi parecer en este negocio venían, y yo iba a hablar al rey sobre ello, y ellos me quedan allí esperando; mas, pues traéis despacho, volvamos, y decirles heis lo que el rey nuestro señor manda. Y yendo llamó a un paje suyo y muy riendo le dixo que fuesse a los alcaldes y les dixesse que luego a la hora hiciessen de Licio la justicia que se había de hacer, porque assí convenía al servicio del rey; y que en la cárcel, o a la puerta della, lo justiciassen sin traello por las calles, entre tanto que yo detengo este portero. El criado lo hizo assí, y llegando a la posada, el traidor metió consigo al portero y dixo a Melo y a su cuñada que esperassen mientras entraba a hablar a los alcaldes, y que de allí todos irían a la prisión de Licio a dalle el parabién de su buena esperança, y que él quería con ellos ir. Mas a esta hora la desventurada fue avisada de la gran traición y mayor crueldad del gran capitán. Pues, aunque peor voluntad tuviera al buen Licio, mirara la angustia y lágrimas de la buena capitana su mujer, y fuera mejor aplacallo por este respecto. Y cuando el malaventurado y traidor llamó al paje para que fuesse a negociar la muerte de el buen Licio, quiso Dios que uno de sus criados lo oyó y díxolo a la buena capitana, del cual el mal capitán no se guardó, la cual, cuando se lo dixo, cayó sin sentido casi muerta sobre el cuello de su cuñado, que junto a ella estaba.
Melo, como lo oyó, tomó treinta atunes de los que consigo estaban, para que con la mayor presteza que pudiessen me diessen aviso del peligro en que el negocio estaba, los cuales, como fieles y diligentes amigos, se dieron tanta priessa que en breve fuimos sabidores de las tristes nuevas que nos llegaron, dando muy grandes voces: «¡Arma, arma, valientes atunes, que nuestro capitán padece muerte por traición y astucia del traidor don Paver, contra voluntad y mandado del rey nuestro señor!» Y en breves palabras nos cuentan todo lo que yo he contado. Hice luego tocar las bocinas, y mis atunes fueron juntos con sus bocas armadas, a los cuales yo hice una bravíssima habla dándoles cuenta de lo contado: por tanto, que como buenos y esforçados mostrassen sus ánimos a los enemigos socorriendo a su señor en tan extrema necessidad, y ellos respondieron todos que estaban prestos a seguirme y hacer en el caso su deber.
Acabada su respuesta, luego començamos a caminar para allá. ¡Quién viera a esta hora a Lázaro atún delante de los suyos, haciendo el oficio de esforçado capitán, animándolos y esforçándolos, sin haberlo jamás usado! Excepto pregonando los vinos, que hacía casi lo mismo, incitando los bebedores, diciendo: «¡Aquí, aquí, señores, que aquí se vende lo bueno!», y no hay tal maestro como la necessidad. Pues desta suerte, a mi parecer, en menos de un cuarto de hora entramos en la ciudad, y andando por las calles con tal ímpetu y furor, que me parece a aquella sazón lo quisiera haber con un rey de Francia; y puse a mi lado los que mejor sabían la ciudad, para que nos guiassen do el sin culpa estaba por el más breve camino.