La segunda parte de Lazarillo de Tormes/IV
Capítulo IV
Cómo, después de haber Lázaro con todos los atunes entrado en la cueva, y no hallando a Lázaro sino a los vestidos, entraron tantos que se pensaron ahogar, y el remedio que Lázaro dio.
Mirando bien la cueva, hallamos los vestidos del esforçado atún Lázaro de Tormes, porque fueron dél apartados cuando en pez fue vuelto, y cuando los vi todavía temí si por ventura estaba dentro dellos mi triste cuerpo, y el alma sola convertida en atún. Mas quiso Dios no me hallé, y conocí estar en cuerpo y alma vuelto en pescado. Huélgome porque todavía sintiera pena y me dolieran mis carnes viéndolas despedaçadas, y tragar a aquellos que con tan buena voluntad lo hicieran, y yo mismo lo hiciera por no diferenciar de los de mi ser, y dar con esto causa de ser sentido.
Pues estando assí el capitán general y los otros atónitos, a cada parte mirando y recatándose, temiendo, aunque desseando, encontrar con el que encontraban; después de bien rodeada y buscada la pequeña cueva, el capitán general me dixo qué me parecía de aquello y de no hallar allí nuestro adversario.
«Señor -le respondí-, sin duda yo pienso este no ser hombre, sino algún demonio que tomó su forma para nuestro daño, porque, ¿quién nunca vio ni oyó decir un cuerpo humano sustentarse sobre el agua tanto tiempo, ni que hiciesse lo que éste ha hecho, y al cabo, teniéndole en un lugar encerrado como éste, y con estar aquí y tan cercado, habérsenos ido ante nuestros ojos?»
Cuadróle esto que dixe, y estando hablando en esto, sucediónos otro mayor peligro, y fue que como començassen a entrar en la cueva los atunes que fuera estaban, diéronse tanta priessa, viéndose ya libres del contrario, y por haber parte del saco dél y vengarse de las muertes que había hecho de sus deudos y amigos, que cuando miramos, estaba la cueva tan llena, que desde el suelo hasta arriba no metieran un alfiler que no fuesse todo atunes; y assí, atocinados unos sobre otros, nos ahogábamos todos, porque, como tengo dicho, el que entraba no se tenía por contento hasta llegar a do el general estaba, pensando se repartía la presa. Por manera que, vista la necessidad y el gran peligro en que estábamos, el general me dixo: «Esforçado compañero, ¿qué medio tenemos para salir de aquí con vida, pues vees cómo va creciendo el peligro, y todos casi estamos ahogados?»
«Señor -dixe yo-, el mejor remedio sería si estos que cabe nos están pudiessen darnos lugar, y que yo pudiesse tomar la entrada desta cueva y defenderla con mi espada, para que más no entrassen, y los entrados saldrían y nosotros con ellos sin peligro. Mas esto es impossible por haber tanta multitud de atunes que sobre nosotros están, y habrás de ver cómo no por esso se ha de escusar que no entren más, porque el que está fuera piensa que los que estamos acá dentro estamos repartiendo el despojo, y quieren su parte. Un solo remedio veo, y es si por escapar vuestra excelencia tiene por bien que algunos destos mueran, porque para ya hacer lugar no puede ser sin daño».
«Pues assí es, guarda la cara al basto y triunfa de todos essos otros».
«Pues, señor -le respondí-, quedáis como poderoso señor, sacadme a paz y a salvo deste hecho, y que en ningún tiempo me venga por ellos mal».
«No sólo no te vendrá mal -dixo él-, mas te prometo te vendrá por lo que hicieres grandes bienes, que en tales tiempos es gran bien del exército que el caudillo se salve, y querría más una escama que los súbditos».
«¡Oh capitanes -dixe yo entre mí-, qué poco caso hacen de las vidas ajenas para salvar las suyas! ¡Cuántos deben de hacer lo que éste hace! Cuán diferente es lo que estos hacen a lo que oí decir que había hecho un Paulo Decio, noble capitán romano, que, conspirando los latinos contra los romanos, estando los exércitos juntos para pelear, la noche antes que la batalla se diesse, soñó el Decio que estaba constituido por los dioses que si él moría en la batalla que los suyos vencerían y serían salvos, y si él se salvaba, que los suyos habían de morir. Y lo primero que procuró començando la batalla, fue ponerse en parte tan peligrosa que no pudiesse escapar con la vida, porque los suyos la hubiessen, y assí la hubieron. Mas no le seguía en esto el nuestro general atún».
Después, viendo yo la seguridad que me daba, digo la seguridad y aun la necessidad que de hacello había, y el aparejo para me vengar del mal tratamiento y estrecho en que aquellos malos y perversos atunes me habían puesto, comienço a esgremir mi espada lo mejor que pude, y a herir a diestro y a siniestro, diciendo:
«¡Fuera, fuera, atunes mal comedidos, que ahogáis a nuestro capitán!» Y con esto, a unos de revés, a otros de tajo, a veces de estocadas, en muy breve hice diabluras, no mirando ni teniendo respecto a nadie, excepto al capitán Licio, que por verle de buen ánimo en la entrada de la cueva me aficioné a él y le amé y guardé, y no me fue dello mal, como adelante se dirá.
Los que estaban dentro de la cueva, como vieron la matança, comiençan a desembaraçar la posada, y con cuanta furia entraron, a mayor salieron. Y como los de fuera supiessen la nueva y viessen salir a algunos descalabrados, no procuraron entrar. Y assí, nos dexaron solos con los muertos, y me puse a la boca de la cueva, y desde allí empieço a echar muy fieras estocadas. Y a mi parecer, tan señor de la espada me vi teniéndola con los dientes como cuando la tenía con las manos.
Después de haber descansado del trabajo y ahogamiento, el bueno de nuestro general y los que con él estaban comiençan a sorber de aquella agua que a la sazón en sangre estaba vuelta; y assí mismo, a despedaçar y comer los pecadores atunes que yo había muerto, lo cual viendo, comencé a tenelles compañía, haciéndome nuevo de aquel manjar que ya le había comido algunas veces en Toledo, mas no tan fresco como allí se comía. Y assí, me harté de muy sabroso pescado, no impidiéndome las grandes amenazas que los de fuera me hacían por el daño que había hecho en ellos.
Y ya que al general pareció, nos salimos fuera con avisalle de la mala intención que los de fuera contra mí tenían, por tanto que su excelencia proveyesse en mi seguridad. Él, como salió contento y bien harto -que dicen que es la mejor hora para negociar con los señores-, mandó pregonar que los que en dicho ni en hecho fuessen contra el atún estranjero, que muriessen por ello, y ellos y sus sucessores fuessen habidos y tenidos por traidores, y sus bienes confiscados a la real cámara, por cuanto si el sobredicho atún hizo daño en ellos fue por ser ellos rebeldes y haber passado el mandamiento de su capitán, y puéstole, por su mal mirar, a punto de muerte. Y con esto, todos hubieron por bien que los muertos fuessen muertos y los vivos tuviéssemos paz.
Hecho esto, el capitán hizo llamar todos los otros capitanes, maestros de campo y todos los demás oficiales señalados que tenían cargo del exército. Mandó que los que no habían entrado en la cueva entrassen y repartiessen entre sí el despojo que hallassen, lo cual brevemente fue hecho; y tantos eran, que a un bocado de atún no les cupo. Después de salidos, porque pareciesse a todos hacían participantes, pregonaron saco a todo el exército, del cual fue hecho cumplimiento a todos los atunes comunes, porque maldita la cosa en la cueva había, si no fuesse alguna gota de sangre y los vestidos de Lázaro. Aquí passé yo por la memoria la crueldad destos animales, y cuán diferente es la benigna condición de los hombres a la dellos. Porque, puesto caso que en la tierra alguno se allegásse a comer algo de lo de su próximo, el cual pongo en duda haber, mayormente el día de hoy, por estar la conciencia más alta que nunca, a lo menos no hay tan desalmado que a su mismo próximo coma. Por tanto, los que se quexan en la tierra de algunos desafueros y fuerças que les son hechos, vengan, vengan a la mar, y verán cómo es pan y miel lo de allá.