La señal de los cuatro/V
V
La tragedia de Pondicherry Lodge.
Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos á aquella estación final de nuestras nocturnas aventuras. La niebla húmeda de la gran ciudad se había quedado detrás de nosotros, y la noche estaba tranquila y hermosa. Soplaba un tibio viento del Oeste y grandes nubes avanzaban lentamente por el firmamento, permitiendo á ratos á la media luna asomarse por entre ellas. La claridad de la noche era suficiente para ver á cierta distancia, pero Tadeo Sholto tomó uno de los faroles del carruaje para alumbrarnos el camino.
La casa de Pondicherry Lodge, construida en el centro de un vasto terreno, estaba rodeada por una tapia bastante alta, defendida por una cresta de vidrios rotos. Una puerta de una hoja, forrada de hierro, era la única entrada de la casa. Nuestro guía llamó á ella con un toque especial, parecido al que usan los carteros.
—¿Quién es?—preguntó de adentro una ron— ca voz.
—Soy yo, Mc. Murdo. Debe usted haber conocido ya mi toque.
Se oyó un rumor sordo, y el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se apartó pesadamente, y en la abertura apareció un hombre, bajo de estatura y ancho de pecho; la luz del farol le daba sobre el huraño rostro é iluminaba sus movedizos y desconfiados ojos.
Usted, señor Tadeo? Pero, ¿y los otros, quiénes son? No tengo órdenes del patrón de de jarlos entrar.
No, Mc. Murdo? ¡Eso me sorprende!
Anoche le dije á mi hermano que iba á venir con varios amigos.
En todo el día no ha salido de su cuarto, sefor Tadeo, y yo no tengo órdenes. Usted sabe muy bien que debo ceñirme á sus órdenes. A usted le puedo dejar entrar; poro sus amigos tienen que quedarse allí donde están.
Nadie había pensado en ese obstáculo. Tadeo Sholto volvió la vista en torno suyo, perplejo y perdiendo la esperanza.
—¡Hace usted muy mal, Me. Murdo!—exclamo. Desde que yo respondo de ellos, usted debería admitirlos. Además, usted ve que con nosotros viene una señorita que no puede esperar á estas horas en medio del camino.
—Lo siento mucho, señor Tadeo contestó el portero, inexorable. Los señores pueden ser amigos de usted y no ser, sin embargo, amigos del patrón. El patrón me paga para que yo cumpla con mi deber, y yo lo cumplo. Además, yo no conozco á ninguna de estas personas.
— Oh, si usted me conoce á mí, Mc. Murdo exclamó Sherlock Holmes con vivacidad.—No puedo creer que usted me haya olvidado ya.
¿No se acuerda usted del aficionado con quien peleó tres turnos hace cuatro años, en casa de Alison, una noche de su beneficio?
Olvidar á Mr. Sherlock Holmes !rugió el pugilista.—¡ Verdad de Dios! ¿Cómo he podido desconocerlo? Si en lugar de quedarse allí tan tranquilo, hubiera usted avanzado en seguida y me hubiera dado en la quijada ese golpe atravesado que sólo usted sabe dar, en el acto lo habría reconocido, sin que me hiciera la menor pregunta. ¡Ah! Cómo ha desperdiciado usted sus facultades! Si usted hubiera querido, qué 1 alto habría pisado!
—Ya ve usted, Watson—me dijo Ilolmes riéndosesi todo lo demás llegara á fallarme, todavía me quedaría abierta una profesión científica. Y ahora estoy seguro de que nuestro amigo no nos va á dejar afuera en el frío.
—Entre usted, entre usted, y que entren también sus amigos—contestó el otro.—Lo siento mucho, señor Tadeo, pero mis órdenes son estrictas. Si hubiera sabido desde el principio quiénes eran sus amigos, los habría dejado entrar en el acto.
Entramos. Un caminito de arena conducía por en medio de un terreno desolado á la enorme casa cuadrada y prosaica, sumida toda ella entre las sombras, excepto un rincón en que la luz de la luna hacía brillar uno de los vidrios.
Las vastas dimensiones del edificio, su aspecto sombrío y su mortal silencio oprimían el corazón. El mismo Tadeo Sholto parecía sentir cierto malestar, y el farol vacilaba en su mano.
—No sé qué signifique esto—decía; — debe haber alguna equivocación. Anoche le dije á Bartolomé bien claro que esta noche vendríamos, y, sin embargo, no veo luz en su ventana.
No sé qué pensar.
¿Y siempre tiene la casa en esta obscuridad?
—Sí; en eso ha seguido la costumbre de mi padre. Era el favorito de mi padre, ¿sabe usted?
y á veces creo que éste debe haberle dicho muchas más cosas que á mí. La ventana del cuarto de Bartolomé es aquella donde da la luna. Los vidrios brillan, pero no me parece que haya luz en el interior.
No la hay—dijo Holmes; — pero por esa otra ventanita de junto á la puerta veo salir un rayo de luz.
¡Ah! Ese es el cuarto del ama de llaves, de la señora Bernstone. Ella nos dirá lo que hay.
Tal vez ustedes no tengan inconveniente en esperar aquí uno ó dos minutos, pues, si entramos todos juntos, como ella tampoco sabía que ibamos á venir, la presencia de ustedes podría alarmarla. Pero i chut! ¿qué es eso?
—Alzó el farol, y lo agitó formando círculos de luz en derredor nuestro. La señorita Morstan me tomó del brazo, y todos permanecimos silenciosos, los corazones sobresaltados, el oido en acecho. Del enorme y negruzco edificio se escapaban, en el silencio de la noche, tristes y lastimeros lamentos; era el continuo ay, entrecortado y agudo, de una mujer presa del terror.
—Esa es la señora Bernstone—dijo Sholto.No hay más mujer que ella en la casa. Espérenme aquí. Vuelvo al instante.
Se dirigió apresuradamente hacia la puerta, y llamó á ella con su toque especial. Desde donde éstabamos pudimos ver que una mujer alta y entrada en años le abrió y manifestaba el placer que le causaba su visita.
—Oh! Señor Tadeo, señor! ¡Qué gusto tengo que haya usted venido! ¡Tengo tanto, gusto de que esté usted aquí, señor Tadeo !...
Y oímos sus reiteradas expresiones de gozo hasta que, cerrada la puerta, la voz se perdió en un murmullo monótono.
Nuestro guía nos había dejado el farol. Holmes lo alzó, lo dirigió en distintos sentidos, y examinó atentamente la casa y los montones de escombros que cubrían el terreno por todas partes. La señorita Morstan y yo seguimos lado á lado; su mano estaba en la mía. Cosa maravillosamente sutil es el amor dos personas que nunca se habían visto hasta ese mismo día, entre las cuales no había habido un cambio de palabras de amor, ni siquiera de la más leve mirada de afecto, y en un momento las manos de una y otra se buscaban y se unían. El fenómeno me ha maravillado después, pero entonces me pareció la cosa más natural acercarme á olla, y ella, por su parte, me ha dicho que desde que me vió se sintió instintivamente impulsada á volverse hacia mí en demanda de consuelo y protección. Permanecíamos, pues, la mano en la mano, como dos niños, y nuestros corazones estaban tranquilos, á pesar de las sombras que nos rodeaban.
¡Qué lugar tan extraño !—exclamó mi compañera, mirando á un lado y á& obro.
—Parece que aquí hubieran soltado todos los topos de Inglaterra. Algo parecido he visto en la falda de un cerro, cerca de Ballarat, donde los buscadores de minas habían hechos sus exploraciones.
Y la causa es la misma—dijo Holmes.—Estos son los rastros de los buscadores del tesoro.
Recuerden ustedes que han estado más de seis años buscándolo. No hay que maravillarse de que el terreno parezca una criba.
Ta puerta de la casa se abrió con estrépito en ese momento, y Tadeo Sholto salió corriendo, las manos extendidas hacia adelante, el terror retratado en sus ojos.
— A Bartolomé le pasa algo raro l—gritó.
¡Yo tengo miedo! Mis nervios no pueden soportar esto.
Estaba en realidad tembloroso y balbuciente de miedo; su cara movible y puntiaguda parecía querer salirse de entre el gran cuello de astrakán, con la expresión desconsolada y suplicante de un niño aterrado.
Entremos todos en la casa con seco y decisivo tono.
—dijo Holmes —Sí, vamos !suplicó Tadeo Sholtono me siento capaz de tomar una resolución.
Todos seguimos al cuarto del ama de llaves, situado en el lado izquierdo del corredor. La anciana se paseaba de un extremo á otro de la habitación, mirando asustada á un lado y á otro, apretándose los dedos; pero la presencia de la señorita Morstan pareció producir en ella el efecto de un calmante.
— Yo —¡Bendiga Dios esa cara tan cariñosa y tranquila !—exclamó, en medio de un histérico sollozo.— Cuánto bien me hace el verla á usted!
¡Oh! Y cuánto he sufrido hoy !
Nuestra compañera le tomó la mano, una mano flaca y maltratada por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo, amable y cariñosa, que en el acto devolvieron el color á las mejillas de la anciana.
—El patrón se ha encerrado con llave y no me contesta explicó el ama de llaves. Todo el día esperé á que me llamara, sin atreverme á subir, pues con frecuencia desea estar enteramente solo; pero hace como una hora, comprendiendo por fin que pasaba algo extraño, subí, y miré á su cuarto por el agujero de la llave.
Vaya usted, señor Tadeo; vaya usted, y mire usted mismo. Durante diez años seguidos he visto diariamente al señor Bartolomé Sholto, unas veces alegre, otras triste; pero nunca le vi una cara como la que tiene hoy.
Sherlock Holmes tomó la lámpara y él fué quien rompió la marcha, pues Tadeo Sholto estaba que los dientes parecían bailarle dentro de la boca. De tal modo temblaba, que para subir las escaleras tuve yo que sostenerlo, poniéndole una mano bajo el brazo: las rodillas se le doblaban. Por dos veces durante nuestra ascensión, Holmes sacó su lente del bolsillo y examinó cuidadosamente ciertas manchas de la estera que cubrían el contro de la escalera: á mí me parecieron simples manchas de barro, sin forma alguna. Mi amigo subía lentamente, escalón por escalón, manteniendo la lámpara bien baja y dirigiendo la mirada á derecha é izquierda. La señorita Morstan había quedado atrás con la asustada ama de llaves.
La tercera escalera terminaba en un comedor, recto y bastante largo, en cuyo lado derecho había un gran cuadro pintado en tela de la India, y en el izquierdo tres puertas. Holmes avanzó por él de la misma manera lenta y metódica, y nosotros dos lo seguimos de cerca:
nuestras sombras, altas y negras, se balanceaban por el corredor. La puerta adonde íbamos era la tercera. Holmes golpeó en ella sin obtener respuesta, y entonces trató de dar vueltas al picaporte. Estaba cerrada por adentro, y el pestillo era ancho y sólido, como pudimos ver acercándole la lámpara. La llave estaba puesta, pero de lado, de manera que el agujero no quedaba enteramente tapado. Sherlock Holmes se bajó á mirar por él é inmediatamente volvió á levantarse, respirando con dificultad.
Algo diabólico hay en esto, Watson—dijo, conmovido como yo jamás lo había visto.—¿Qué piensa usted que pueda haber allí?
Me incliné hacia el agujero y retrocedí horrorizado. La luna alumbraba plenamente el cuarto, con la luz vaga pero clara. Enfrente de la puerta, y al parecer suspendida en el aire, pues el cuerpo se hallaba en la sombra, vi colgada una cara, la cara misma de nuestro compañero Tadeo Sholto. Era la misma cabeza prominente y lustrosa, el mismo fleco de cabellos rojos, el mismo tinte exangüe. Pero las facciones se contraían en una horrible sonrisa, en una muecafija y extranatural, que en medio de aquella habitación alumbrada por la luna, impresionaba más los nervios que cualquier espasmo ó contorsión. Tanto se parecía esa cara á la de nuestro diminuto amigo, que involuntariamente miré en derredor nuestro, para ver si éste estaba allí todavía. Luego recordé que Tadeo nos había dicho que él y su hermano eran gemelos.
Qué cosa terrible—dije, dirigiéndome á Holmes.—¿Y qué vamos a hacer ahora?
Echar abajo la puerta—contestó,—y, recostándose sobre ella, cargó todo el peso de su cuerpo contra la cerradura.
La puerta crujió, gruñó, pero no cedió. Entonces nos pusimos los tres á empujarla, y por fin se abrió bruscamente, dejándonos libre la entrada al cuarto de Bartolomé Sholto.
La habitación parecía un laboratorio químico. En la pared de enfrente de la puerta había dos hileras de frascos de cristal, con muestras, la mesa estaba repleta do quemadores de Bunsen, de tubos y retortas. En los rincones había varia's tinas con carboides de ácido: una de ellas parecía estar agujereada ó haber sido rota, pues de ella salía un chorro de líquido obscuro, y la atmósfera estaba saturada de un olor pareeido al del alquitrán, muy penetrante y nausebundo. En el centro del cuarto, junto á un montón de tablas y yeso, había una escala, y arriba, en el techo, un agujero bastante ancho para permitir el paso de un hombre. Al pie de la escala se veía un largo trozo de cuerda, que parecía haber sido arrojado descuidadamente.
Junto á la mesa, en un sillón de madera, se hallaba el amo de la casa sentado y como encogido, la cabeza caída sobre el hombro izquierdo, y en el rostro aquella horrenda é inescrutable sonrisa. Estaba frío y rigido, y era evidente que su muerte databa de varias horas. Observándolo, me parecía que no solamente sus facciones, sino todos sus miembros, estaban torcidos y volteados de la manera más fantástica. En la mesa, cerca de su mano, había un raro instrumento: era un pesado y negruzco bastón, con puño de piedra, parecido á un martillo, y groseramente amarrado con una cuerda ordinaria.
Junto á él había una hoja de papel, arrancada de algún cuaderno de apuntes, y en ella algunas palabras escritas en mala letra. Holmes leyó el papel y en seguida me lo pasó.
—Vea usted—me dijo,—alzando las cejas con expresión significativa.
Acerqué el papel al farol, y con un calofrío de horror lei: «La señal de los cuatro.» G Qué significa esto, en nombre de Dios?—exclamé.
Esto significa asesinato—mo contestó Holmes, acercándose al muerto.— Ah! Ya lo esperaba. Mire usted!
1 Y me enseñaba algo que parecía una espina, larga y de color obscuro, clavada en la piel, un poco más arriba de la oreja.
—Parece una espina—dije.
—Es una espina. Puede usted sacarla; pero tenga cuidado, porque está envenenada.
La tomé entre el pulgar y el indice, y salió tan fácilmente que casi no dejó rastro. Una gotita de sangre apareció en el mismo sitio.
—Todo esto es un misterio cada vez más insondable para mí—observé ;—y en vez de aclararse va obscureciéndose más y más.
Al contrario—me respondió mi amigo ;—de instante en instante se va aclarando. No nos faltan más que algunos hilos, todavía ocultos, para que tengamos un caso enteramente conexo.
Desde que estábamos en el cuarto habíamos olvidado casi por completo la presencia de nuestro compañero. Todavía estaba parado en la puerta, fiel imagen del terror, retorciéndose las manos y gimiendo por lo bajo. Pero de improviso prorrumpió en un grito agudo y lastimero.
11 El tesoro ha desaparecido ! | Le han robado el tesoro! Ese es el agujero por donde lo bajamos. ¡Yo le ayudé á bajarlo! Yo fuí el último que estuve en él! ¡ Anoche cuando me fní, lo dejé aquí, y al bajar las escaleras oí que cerraba con llave !
¿Qué hora era?
—Las diez. Y ahora él está muerto, y la policía va á venir, y á mí se me va á sospechar de haber tenido partipación en esto. ¡Oh, sf! Estoy seguro de que me sospecharán. ¿Pero ustedesno lo creen, señores? ¿De veras no creen ustedes que yo he sido? ¿Los habría traído á ustedes aquí, si yo hubiera sido? ¡ Oh, pobre de mi!
Voy á volverme loco.
Agitaba los brazos y golpeaba el suelo con los pies, como si fuera presa de incontenibles convulsiones.
—Usted no tiene por qué temer nada, Mr.
Sholto le dijo Holmes amablemente, poniéndole una mano en el hombro.—Siga usted mi consejo: vaya usted ahora mismo en el carruaje á dar parte á la policía. Dígales que usted les ayudará en todo lo posible. Nosotros lo esperamos aquí hasta que usted vuelva.
El hombrecito obedeció maquinalmente, y se alejó, haciendo resonar sus pasos en la obscura escalera.