La sala número seis (novela)
Hay dentro del recinto del hospital un pabelloncito rodeado por un verdadero bosque de arbustos y hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada, y las gradas de la escalera podridas. Un paredón gris, coronado por una carda de clavos con las puntas hacia arriba, divide el pabellón del campo. En suma, el conjunto produce una triste impresión.
El interior resulta todavía más desagradable. El vestíbulo está obstruido por montones de objetos y utensilios del hospital: colchones, vestidos viejos, camisas desgarradas, botas y pantuflas en completo desorden, que exhalan un olor pesado y sofocante.
El guardián está casi siempre en el vestíbulo; es un veterano retirado; se llama Nikita. Tiene una cara de ebrio y cejas espesas que le dan un aire severo, y encendidas narices. No es hombre corpulento, antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.
Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.
En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.
Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.
El que está junto a la puerta es alto, flaco, de bigotes rojizos y ojos sanguinolentos, como los ojos irritados de un hombre que llorara constantemente. La frente en la mano, ahí se está sentado en la cama sin apartar los ojos de un punto. Día y noche entregado a la melancolía, mueve la cabeza, suspira, sonríe a veces con amargura. Casi nunca interviene en las conversaciones, ni contesta cuando le preguntan algo. Come y bebe de un modo completamente automático todo lo que le sirven. Su tos lastimosa y agotadora, su extremeda flacura, sus pómulos enrojecidos, todo hace creer que está tísico.
Su vecino inmediato es un hombrecillo vivaz e inquieto que usa una barbita puntiaguda; su cabello es negro y rizado como el cabello espeso de un negro. Durante el día se pasea por el cuarto de una ventana a otra, o bien se queda sentado en la cama, a la turca, cantando incesantemente a media voz y riendo con un aire amable y satisfecho. Su alegría infantil, su vivacidad, tampoco de noche lo abandonan cuando se incorpora para implorar a Dios dándose repetidos golpes de pecho. Este hombre es Moisés el judío, que se volvió loco hace veinte años a causa del incendio que destruyó su sombrerería.
Es, de todos los huéspedes de la «sala número 6»,—que así la designan—el único que tiene permiso de salir fuera del pabellón y aun a la calle. Se le concede este privilegio a título de antigüedad en la casa, y también por su carácter inofensivo; a nadie da miedo, y suele encontrársele por la ciudad rodeado de chicos y perros. Con su bata azul y su bonete ridículo, en pantuflas y hasta descalzo, y, a veces, también sin pantalones, pasea por las calles, se detiene a la puerta de alguna casa o tienda, y pide un copeck de limosna. La buena gente le da pan, cidra, copecks, y así, siempre vuelve con la barriga llena, rico y contento. Todo lo que trae lo confisca a la entrada el veterano Nikita, que procede al acto de una manera brutal: hurga los bolsillos del loco, y gruñe y jura que no dejará salir más a Moisés, y que no puede tolerar tamaño desorden.
Moisés es muy servicial: lleva agua a sus vecinos, los cubre cuando duermen, les ofrece traerles copecks de la ciudad y hacerles sombreros nuevos.
A la derecha de Moisés se encuentra la cama de Iván Dimitrievich Gromov. Es un sujeto de treinta y cinco años, de noble origen, ex secretario del tribunal, que padece de manía persecutoria. Pocas veces se le ve sentado; a veces está acostado, con las rodillas pegadas a la barba, y otras veces mide a grandes pasos la sala. Siempre parece agitado, inquieto, como si esperara ansiosamente quién sabe qué. Se estremece al menor ruido del vestíbulo o del patio exterior; levanta la cabeza con angustia y escucha atentamente: cree que son sus enemigos que lo andan buscando, y sus facciones se contraen en una mueca de terror.
Hay cierta vaga belleza en esa cara ancha, de pómulos salientes, pálida y contraída, espejo donde se refleja un alma martirizada por el miedo constante y la lucha interna. Sus gestos son extraños y repelentes; pero sus facciones finas, llenas de inteligencia, y sus miradas conservan elocuencia y calor. Es cortés y amable para con todos, excepción hecha de Nikita. Si a alguien se le cae una cuchara, un botón, ya está él saltando de su lecho para recogerlo. Por la mañana, al levantarse, saluda a todos y les desea los buenos días; por la noche, da las buenas noches.
A veces, entre la noche, comienza a estremecerse, rechina los dientes, y se pone a andar presurosamente por entre las camas. Entonces se diría que la fiebre se apodera de él. A veces se detiene frente a cualquiera de sus camaradas, se le queda mirando muy fijamente y parece querer decirle algo muy grave; pero, como si de antemano supiera que no le han de hacer caso, sacude nerviosamente la cabeza, y continúa sus paseos a lo largo de la estancia. Pronto el deseo de comunicarse domina en él todas las consideraciones, y, entonces, sin poderse- contener, se suelta hablando con abundancia y pasión. Habla de un modo desordenado, febril, como se habla en sueños, casi siempre es incomprensible; pero en su palabra, en su voz, se descubre un natural lleno de bondad. De sólo oírle, queda uno convencido de que aquel loco es un hombre honrado, un alma superior: habla de la cobardía de los hombres, de la violencia que sofoca a la verdad, de la vida ideal y hermosa que un día habrá de reinar sobre la tierra, de las rejas de las ventanas que se oponen a la libertad humana y parecen recordar la barbarie y la crueldad, de las cárceles.
Hará unos doce o quince años, en aquella misma ciudad, en la calle principal de ella, vivía un funcionario público llamado Gromov, hombre de posición muy holgada y casi rico. Tenía dos hijos: Sergio e Iván. El primero murió de tisis cuando estaba haciendo sus estudios universitarios. Y desde entonces,
la familia Gromov tuvo que sufrir una serie de terribles pruebas.
Una semana después de los funerales de Sergio, el padre fué arrestado por fraude y malversación de fondos públicos; poco después moría de tifus en el hospital de la prisión. La casa y cuanto contenía se vendió en pública subasta. La viuda Gromov y su hijo Iván se quedaron sin recursos.
Antes de la muerte de su padre, Iván Dimitrievich estaba también estudiando en la Universidad. Su padre le enviaba mensualmente unos 60 ó 70 rublos, que bastaban ampliamente a sus necesidades. Ahora, por primera vez, se encontraba frente a frente con la miseria, y se vio obligado a buscarse un medio cualquiera de ganarse el pan. Desde por la mañana hasta muy entrada la noche corría de aquí para allá dando lecciones, copiando documentos, aceptando cuanto trabajo se le ofrecía. Con todo, estaba casi en la miseria; todo lo que ganaba se lo enviaba a su madre.
Pronto esta vida de sufrimientos quebrantó las fuerzas del joven Iván Dimitrievich: se debilitó, se enflaqueció, y, abandonados los estudios universitarios, volvió a su ciudad natal, al lado de su madre. Allí logró que le nombraran instructor en una escuela primaria, pero no pudo entenderse con sus colegas ni con los alumnos, y tuvo que dimitir al poco tiempo.
Poco después tuvo que enterrar a su madre. Durante seis meses no pudo encontrar ninguna colocación, y estuvo a pan y agua hasta que alcanzó la plaza de secretario del tribunal local, que conservó ya hasta el instante en que se declaró su locura.
Nunca, ni en la adolescencia, había gozado de buena salud. Siempre flaco y pálido, atrapaba fácilmente un catarro, era desganado, no dormía bien. Con sólo un vasito de vino, ya tenía náuseas y vértigos. Aunque muy aficionado a la sociedad, era tan irascible y desconfiado que no podía conservar sus relaciones, y no tenia verdaderos amigos. Hablaba con desdén de la gente de la ciudad, a quien detestaba por su ignorancia y vida insustancial, exenta de estímulos superiores. Y esto, en voz muy alta, casi a gritos, con ardor y vehemencia, aunque siempre con sinceridad. El tema favorito de sus conversaciones era la vida que le rodeaba, la falta absoluta, de preocupaciones ideales, la violencia de los fuertes y el servilismo de los débiles, la hipocresía y la perversidad que notaba en los habitantes de la ciudad. Acusador implacable, declaraba que sólo los cobardes logran lo que necesitan, y que la gente digna se muere de hambre; que no había buenas escuelas, ni Prensa honrada, ni teatro, ni conferencias públicas, y, finalmente, predicaba la unión y la colaboración estrecha de todas las fuerzas vivas del pueblo. En sus peroratas ponía siempre mucho fuego y pasión. Para pintar a los hombres y a las cosas sólo empleaba dos colores: el blanco y el negro; la Humanidad, a su ver, estaba partida en dos bandos: la gente honrada y los picaros. Los términos medios, los matices, no existían para él. Y aunque se expresaba con admiración y entusiasmo sobre el amor y las mujeres, no estaba enamorado. A pesar de la violencia de su lenguaje y de sus acusaciones implacables, en la ciudad era bastante querido; para hablar de él empleaban el diminutivo cariñoso: Vania. Su natural bondad, su solicitud, su pureza moral, así como su traje usado, sus desgracias familiares y su condición enfermiza, ganaban al pobre joven el afecto y la compasión de los vecinos. Además, era muy ilustrado, muy leído, y con reputación de diccionario enciclopédico en dos pies.
Su distracción favorita era la lectura. Ya en su casa, ya en el club, se pasaba las horas largas hojeando libros y revistas. En sólo la expresión de su cara se adivinaba al lector ávido, que lee como el borracho bebe o como devora el hambriento, tragando todo sin masticar. Se arrojaba con ansia sobre todo impreso, aun sobre los periódicos del año pasado y los calendarios antiguos. La lectura habla llegado a ser para él un hábito enfermizo, casi una anomalía.
En su casa, por la noche, solía leer en la cama hasta el amanecer.
Una mañana de otoño, con el cuello del gabán levantado, se dirigía por las calles fangosas a casa de algún vecino a quien tenía que prestarle algún servicio. Iba de mal humor, como, por lo demás, solía estar siempre por la mañana. En cierta callejuela se cruzó con dos presos cargados de cadenas y conducidos por cuatro soldados.
A menudo se encontraba Iván con prisioneros, y siempre sentía una profunda compasión hacia ellos; pero esta vez la impresión fué mucho más intensa y dolorosa. Y se dijo que él mismo podría un día ser conducido así, entre grillos, hasta la cárcel, por entre el fango de las calles.
Cuando hubo despachado lo que tenía que hacer, de vuelta a su casa, tropezó, junto a la oficina de correos, con un oficial de policía conocido suyo. Este lo saludó y lo fué acompañando un rato. El caso preocupó mucho a Iván Dimitrievich. Todo el día estuvo pensando en presos y en soldados carceleros. Poco a poco, una vaga angustia se fué apoderando de su ánimo, y ni siquiera podía entregarse a la lectura.
Por la noche no encendió la lámpara. No pudo conciliar el sueño en toda la noche, y estuvo pensando en que a él también le podrían arrestar, encadenar, encarcelar. De sobra sabía él que no había cometido crimen alguno, y estaba seguro de no cometerlo en su vida; pero, ¿acaso estaba a salvo de incurrir en alguna ilegalidad, aun sin querer, por un azar desgraciado? Finalmente, podía ser víctima de una calumnia o un error judicial cualquiera. En el estado actual de las leyes, los errores judiciales son siempre probables. Jueces, policías, médicos, juristas, todos, en virtud del hábito profesional, se van volviendo imposibles, y a menudo se inclinan a ver crímenes donde no los hay. Así, inconscientemente, se vuelven crueles, como el carnicero habituado a matar reses, que ni se acuerda de los sufrimientos que puede ocasionarles. En tales condiciones, condenar a un inocente, hacerlo arrestar, enviarlo a presidio, resulta sumamente fácil, y todo es cuestión de contar con el tiempo indispensable para llenar las formalidades del caso. Cumplidas las formalidades, se acabó todo, y sobre todo aquí, en esta miserable ciudad, perdida en el campo, a más de 200 verstas del ferrocarril. Aquí no hay medio de probar que se es inocente; no hay esperanzas de que la verdad triunfe y se imponga. Además, en esta sociedad perversa y corrompida, que considera la violencia como una necesidad absoluta, y que se indigna y subleva cuando los jueces pronuncian un veredicto absolutorio, ¿quién piensa en la justicia?
A la mañana siguiente, Gromov se levantó horrorizado, sudando frío, absolutamente convencido de que a cada paso lo podrían arrestar. El hecho de que estos pensamientos no lo abandonasen—se decía—, prueba que había en ellos un presentimiento de la verdad. No le habían de haber ocurrido sin alguna causa.
En este preciso momento, pasó frente a su ventana, lentamente, un agente de policía. Gromov se estremeció. ¿Qué significaba esto? Poco después, dos hombres se detuvieron frente a su casa, silenciosos. ¿Por qué callarían así?
A partir de ese día, Gromov vivió en una angustia mortal. Todo el que pasaba por la calle, o entrada al patio de su casa, le parecía un espía o un agente de la secreta. A mediodía pasaba, invariablemente, el jefe de policía, en coche, camino de su despacho; pero, ahora, a Gromov le parecía notar en aquel hombre cierta inquietud, y una expresión singular en su rostro. Probablemente, al jefe de policía se le hace tarde para comunicar que ha descubierto en el pueblo a un criminal importante.
Cada vez que la campanilla sonaba, Gromov temblaba; toda cara nueva que veía en casa le inspiraba desconfianza y temor. Cuando, por la calle, se encontraba con guardias o gendarmes, fingía sonreír, se ponía a silbar, como para dar a entender que no tenía razón de temerles. Por la noche padecía insomnios, esperando que vinieran a arrestarlo de un momento a otro; pero, por temor de que el ama de la casa se diera cuenta, hacía como que roncaba y lanzaba profundos suspiros, simulando un sueño profundo. ¡No fueran a figurarse que tenia remordimientos de conciencia que le quitaban el sueño, y sospecharan de él!
Trataba de tranquilizarse, de convencerse de que sus temores eran infundados, que aquello era absurdo, que, aun cuando lo arrestaran, la cosa no sería tan terrible mientras realmente estuviera limpia su conciencia; pero el razonar consigo mismo, sólo le servía para angustiarse más y más. Finalmente, viendo que sus reflexiones eran inútiles, se resignó, y ya no se opuso más a sus pensamientos funestos.
Comenzó a evitar el trato y a buscar la soledad. La servidumbre, que de tiempo atrás le disgustaba, ahora se le había hecho de todo punto insoportable, Siempre estaba temiendo que sus compañeros de trabajo le jugaran una mala pasada: meterle dinero en el bolsillo para después acusarlo de cohecho; además, él mismo podía equivocarse al hacer una copia, y esto producir fatales consecuencias.
Nunca había trabajado más su pobre imaginación. Inventaba mil dificultades y obstáculos contra su libertad y aun contra su vida. Y, por otra parte, ya había perdido todo interés por las cosas del mundo interior, incluso la lectura y los libros. Su memoria comenzó a traicionarlo: se le olvidaban las cosas más sencillas.
A principios de la primavera, pasado el deshielo, se encontraron en una barranca, junto al cementerio, dos cadáveres en vías de descomposición: una vieja y un niño. Al parecer, se trataba de un asesinato. En el pueblo no se hablaba más que del crimen misterioso y de los asesinos ocultos.
A fin de que no sospecharan de él, Gromov paseaba por las calles, sonreía, y procuraba tener aire de hombre de conciencia tranquila. Pero, en cuanto daba con algún conocido, palidecía, se sonrojaba después, y se ponía a decir que no hay crimen más abominable que asesinar a los débiles.
Pronto se sintió fatigado de estos esfuerzos, y entonces se le ocurrió que lo mejor sería esconderse en los sótanos de la casa. En efecto, se pasó un día entero en el sótano, después la noche entera, y, además, todo el día siguiente, y por la noche, temblando de frío, se escurrió como un solapado ladrón hasta su cuarto, y allí permaneció inmóvil, atento a los rumores más insignificantes. Por la mañana, muy temprano, entraron obreros en la casa. Gromov no ignoraba que venían a arreglar el horno de la cocina; pero el terror le hacia imaginar en ellos a los temidos agentes disfrazados.
Lentamente, de puntillas, se salió de la casa, y, presa de pánico, sin sombrero, en mangas de camisa, se echó a correr por la calle. Los perros le seguían ladrando; los transeúntes, asombrados, le gritaban; el viento silbaba en sus oídos. Y él seguía corriendo, corriendo, enloquecido, espantado. Le parecía que toda la violencia del mundo venía tras él dándole caza furiosamente.
No sin trabajo lograron apoderarse de él y volverle por fuerza a casa. El médico, llamado al efecto, le prescribió un calmante, movió tristemente la cabeza y se marchó, tras de haber declarado al ama que no volvería, porque no hay medio de evitar que los hombres se vuelvan locos.
Como Gromov no tenía recursos bastantes para ser atendido a domicilio, lo llevaron al hospital municipal y lo instalaron en la sala de los enfermos venéreos. Pero no dormía por la noche, y era tan excitable y caprichoso, que molestaba mucho a los enfermos. El doctor Andrés Efimich ordenó entonces que lo trasladaran a la sala núm. 6.
Un año después, ya nadie se acuerda de Ivan Dimitrievich; sus libros, arrumbados en el desván por el ama, son ahora juguetes de los muchachos.
El vecino de la derecha de Gromov es un mujik de cara redonda, mirada estúpida e insensata. Bestia de extremada voracidad y de no menor suciedad, había perdido, hacía mucho tiempo, el don de pensar y de sentir. De su cuerpo se exhala un olor repugnante. Nikita le pega con redoblada crueldad, lo abofetea de lo lindo, y lo peor es que la víctima no reacciona ni hace un solo gesto, ni expresa cólera o indignación; se limita a mover la cabeza tras de cada golpe recibido, como un tonel que recibe un puntapié.
El quinto y último habitante de la sala número 6 es un pobre hombre flaco, rubio, de mansa expresión, que había sido, en salud, empleado de correos. A juzgar por sus ojos tranquilos e inteligentes, que tienen siempre un fulgor malicioso, posee un secreto que esconde cuidadosamente a las indiscreciones del mundo. Bajo su almohada, bajo su colchón, guarda algo que no quiere mostrar a nadie, no por miedo del robo, sino más bien por pudor. A veces se acerca a la ventana, y, de espaldas a sus camaradas, oprime algo sobre su pecho, y después lo contempla un rato, cabizbajo. Si se le acerca alguien, se pone confuso y oculta el objeto al instante. Pero, con todo, no es difícil adivinar de qué se trata.
—Ya puede usted felicitarme—suele decirle a Gromov—. Me han dado la cruz de Estanislao de segundo grado, con estrella. Esta condecoración sólo se concede a los extranjeros; pero, para mí, se ha hecho una excepción. Si he de decirle a usted la verdad, es un favor que no me esperaba.
Sonríe lleno de satisfacción, y espera que Gromov le dé la enhorabuena. Pero éste contesta tristemente:.
—Yo no entiendo de eso.
—¿Sabe usted—continúa el antiguo empleado de correos—, sabe usted cuáles son mis aspiraciones?—Y guiñando maliciosamente los ojos, añade:—¡Aspiro a la orden de la Estrella Polar! La cosa vale la pena; es una orden muy rara: cruz blanca y banda negra. Hermosísima. Ya verá usted, ya verá usted cómo me salgo con la mía.
La vida en aquella casa es muy monótona. Por la mañana, todos los enfermos, con excepción del mujik, se lavan en el vestíbulo, en un tonel lleno de agua, y se enjugan la cara con los extremos de la bata. Después beben el té que les dan en tazas de plomo. Sólo hay derecho a una taza. A mediodía, comen una sopa de col y un plato de cereales. Por la noche, cenan los restos de la comida. Y en los intervalos, los enfermos están acostados, se duermen, se ponen a ver por las ventanas o se pasean de un rincón a otro de la sala.
Así transcurren todos los días. El antiguo empleado de correos habla siempre de las mismas condecoraciones.
Raro es ver caras nuevas en la sala número 6. El doctor no recibe ya más locos, y las visitas son muy de tarde en tarde: no abundan los aficionados a las casas de locos. Dos veces al mes viene el peluquero Simeón Lazarich. Nikita le ayuda a cortar el pelo a los huéspedes de la número 6, y los pobres reciben entonces tan malos tratos, que su aparición provoca un pánico indescriptible.
Aparte del peluquero, no viene nadie al manicomio; los enfermos están condenados a no ver más cara que la de Nikita todos los días. El doctor, tampoco viene casi nunca.
Pero he aquí que de pronto circula por el hospital un rumor inusitado: el doctor ha dado en frecuentar la sala número 6.
En efecto; la noticia era extraña, casi extraordinaria.
Tenía un aspecto rudo y tosco de mujik o de tabernero. Su rostro era severo; los ojuelos, pequeños; la nariz, roja. Era muy fuerte y corpulento, de brazos muy sólidos. Parecía capaz de derribar a un hombre de un golpe. Y, sin embargo, era tímido; andaba con suavidad, casi de puntillas. Cuando, en un paso estrecho, se encontraba con alguien, se apartaba invariablemente, y con una voz fina, casi femenina, decía: «¡Perdón!» Tenía en el cuello un tumorcillo que le impedía usar camisas muy almidonadas; siempre llevaba camisas blandas. Se vestía con cierto descuido; casi no cambiaba de traje, y cuando se ponía un traje nuevo, se diría que era usado. Con el mismo traje recibía a sus enfermos, comía, visitaba a sus amistades, y no por avaricia, sino por abandono de las cosas externas.
Cuando llegó al pueblo en calidad de médico municipal, el hospital se encontraba en un estado lamentable. En las salas, corredores y patio, había un olor imposible. Los criados, las hermanas de la caridad y los niños, dormían en la misma sala de los enfermos. Verdaderos ejércitos de ratas y chinches hacían intolerable la vida. No había instrumentos quirúrgicos ni termómetros. Las patatas las guardaban en las bañeras. El personal se enriquecía robando a los tristes enfermos. El predecesor de Andrés Efimich, a creer los rumores, vendía por trasmano el alcohol del hospital, y mantenía relaciones muy estrechas con las hermanas enfermeras, y aun con las enfermas.
En el pueblo estaban al tanto de estos desórdenes; pero la opinión pública no parecía hacer caso de ello. Para tranquilidad de conciencia, los vecinos se decían que, a fin de cuentas, el hospital está poblado de gente pobre acostumbrada a vivir mal, y que puede aguantar cualesquiera condiciones de vida.
¡Cómo ha de ser! ¡No podemos alimentarnos con perdices!
Después de su primera visita, el nuevo doctor se dijo que aquel era un establecimiento inmoral, sumamente dañoso para la salud de los vecinos. A su modo de ver, lo mejor hubiera sido dejar a los enfermos en libertad y cerrar la casa; pero no se le ocultaba que carecía de poder para obrar así. Además, sin duda los mismos vecinos desearían conservar su hospital, que por algo lo habían construido. Claro que esto no pasaba de ser un prejuicio; pero los mismos prejuicios, y otras sandeces que hace la gente, pueden algún día servir para algo, como sirve el estiércol para abonar la tierra. Todas las cosas buenas del mundo tienen, en su origen, algo repugnante.
Con estas filosofías, Andrés Efimich entró en sus nuevas funciones decidido a dejarlo todo tal como estaba. Desde el primer día manifestó la mayor indiferencia por cuanto ocurriera en el hospital. Se limitó a pedir a los criados y a las hermanas que no durmieran en la sala de los enfermos, e hizo comprar un par de armarios con instrumentos. En cuanto al personal, no vió la necesidad de renovarlo. En suma; todo siguió como antes.
El doctor aprecia en mucho la inteligencia y la honradez; pero carece de la voluntad que hace falta para obligar a los que le rodean a vivir de un modo inteligente y honrado. No sabe mandar, ordenar, prohibir, insistir. Se diría que ha hecho voto de no alzar nunca la voz, de no emplear jamás el imperativo. Le cuesta mucho trabajo resolverse a decir: «Dénme eso, tráiganme aquello.» Cuando tiene apetito, se dirige tímidamente a su cocinera y le dice:
—Si fuera posible, me gustaría comer un poco.
Sabe muy bien que el administrador del hospital es un ladrón y que merecía que lo hubieran echado a la calle hace mucho tiempo; pero no se siente capaz de hacerlo, le es de todo punto imposible. Cuando lo engañan y le presentan a firma, por ejemplo, una factura tramposa, se sonroja hasta los cabellos, como si él fuera el autor del fraude; pero, con todo, firma. Cuando los enfermos se quejan de hambre o de los malos tratos que reciben del personal, se pone mortificadísimo y balbucea muy confuso:
—Bueno, bueno, yo lo arreglaré... Creo que habrá sido un error.
Al principio, el doctor trabajaba con mucho celo; todos los días recibía a los enfermos desde por la mañana hasta la hora de comer, operaba y asistía a los partos. Así adquirió pronto en el pueblo reputación de buen médico. Las señoras decían que era muy atento y excelente para el diagnóstico, sobre todo en efermedades de señoritas y niños.
Pero, poco a poco, empezó a cansarse de la monotonía y evidente inutilidad de todo esto. Hoy son treinta enfermos, mañana serán treinta y cinco, y pasado mañana cuarenta; y así, de día en día, de año en año, los enfermos van aumentando, y la mortalidad está lejos de disminuir. ¿De qué sirven, pues, tantos esfuerzos? Aparte de que, cuando en el término de unas cuantas horas se reciben a cuarenta enfermos, es físicamente imposible atenderlos y cuidarlos debidamente, de modo que el médico se ve obligado a defraudar a veces las esperanzas de su clientela. Según la estadística del hospital, el año pasado el doctor recibió unos doce mil dolientes; es decir, que hubo doce mil engañados. La mayoría deberían haber ingresado en el hospital, aun para recibir los cuidados más indispensables, pero era imposible; sin contar con que las condiciones higiénicas del hospital no se prestan en manera alguna para cuidar a un enfermo; está muy sucio, la alimentación es mala el aire está corrompido. «Puesto que no tengo fuerzas para cambiarlo todo—se decía el doctor—más vale no ocuparse de ello.»
Además, ¿para qué empeñarse en impedir que la gente se muera, siendo la muerte el fin natural de todos? ¿Vale verdaderamente la pena de prolongarle la vida por cinco o diez años a este comerciante, a aquel empleado? Cierto es que otros piden a la medicina consuelos para el sufrimiento. Pero, ¿debe uno proporcionar tales consuelos? Según los filósofos, el sufrimiento conduce a los hombres a la perfección; y ademas, si los hombres llegan realmente a descubrir el medio de aplacar sus padecimientos con píldoras y especialidades farmacéuticas, descuidarán la religión y la filosofía, que era hasta ahora, no sólo una fuente de consuelos, sino de felicidad. Amén de que los hombres más eminentes han sufrido muchos males. Puchkin, por ejemplo, pasó unas horas terribles antes de morir; el pobre Heine estuvo paralitico muchos años. ¿Por qué, pues, empeñarse en ahorrarle sufrimientos a un triste empleado o a una burguesa cualquiera, cuya vida, desprovista de padecimientos, sería monótona e insípida, como la de un organismo primitivo?
A fuerza de razonar así, el doctor comenzó a abandonar sus deberes, y sólo se preocupaba del hospital dos o tres veces por semana.
La vida del doctor es muy aburrida.
Se levanta a eso de las ocho, se viste, toma el té, lee después un poco en su gabinete y, a veces, visita el hospital. Allí, en el estrecho y oscuro corredor le están esperando los enfermos. Frente a ellos pasan continuamente, golpeando el suelo con los zuecos, los guardianes y los enfermos internos. A veces también conducen por el corredor a los muertos, hacia la sala mortuoria. Se oyen gemidos de los dolientes, se oyen llantos de niños, y el viento circula, libremente por el corredor, produciendo fuertes corrientes.
El doctor sabe bien que todo eso produce una impresión dolorosa sobre los enfermos, pero nada hace para evitarlo.
En el vestíbulo sale a recibirlo el enfermero Sergio Sergeyevich, un hombrón de cara afeitada e inflada, de maneras corteses, cuidadosamente vestido y con más aspecto de senador que de enfermero. En la ciudad cuenta con numerosa clientela; usa corbata blanca, y se cree más sabio en medicina que el doctor, que ya casi no tiene clientes.
En un rincón de la sala de recibir hay un enorme icono. En los muros se ven retratos de obispos, una fotografía de un convento y coronas de florecillas marchitas. Es el enfermero quien se ha preocupado de decorar así la estancia. Es hombre muy religioso, y todos los domingos hace decir una misa en el hospital.
Aunque hay muchos enfermos, el doctor tiene su tiempo limitado; se reduce, pues, a preguntar a cada uno qué le duele, y después le prescribe aceite de ricino, o algo que no pueda hacerle bien ni mal. Sentado junto a su mesa, la cabeza apoyada en la mano, el doctor parece sumido en hondas reflexiones, y va preguntando sin saber lo que dice. El enfermero, a su lado, se frota las manos, y de tiempo en tiempo hace algunas observaciones.
—Padecemos y enfermamos—suele decir a los pacientes—porque no sabemos rogar a Dios tanto como debiéramos.
Evita las operaciones; ha perdido la costumbre, desde hace mucho, y la sola vista de la sangre lo pone nervioso. Cuando tiene que abrirle la boca a un niño enfermo, y el niño se opone y llora, el doctor padece verdaderos vértigos, quisiera taparse las orejas y huir y se apresura a recomendar cualquier remedio, hacendó señas de que se lleven achico.
Pronto el aspecto tímido y estúpido de los enfermos le fatiga; la presencia del enfermero, los retratos de los obispos, las preguntas mismas que está dirigiendo a los enfermos desde hace veinte años, todo le cansa, y a los cinco o seis enfermos se despide, dejando el resto a cargo del enfermero.
Con el dulce pensamiento de que ya en el pueblo no le quedan clientes que lo molesten, vuelve a su departamento, se sienta en su gabinete, y helo otra vez leyendo. Lee mucho, y siempre con mucho interés. La mitad del sueldo se lo gasta en libros. De las seis habitaciones de que dispone, tres están repletas de libros y de viejas revistas. Tiene preferencia por las obras de historia y filosofía; en materia de medicina sólo recibe una revista, El Médico, que lee siempre comenzando por el final.
Y así se pasa las horas muertas leyendo sin moverse de un sitio y sin dar señales de fatiga. Lee muy lentamente, sin tragarse las páginas como antaño su enfermo Gromov, y deteniéndose en lo que no encuentra claro o le resulta agradable. Junto al libro hay siempre una garrafa de vodka y una manzana o un pepino con sal, puestos directamente sobre el tapete de la mesa, sin plato. De tiempo en tiempo se sirve un vasito de vodka, y, sin quitar los ojos de la lectura, busca a tanteos el pepino y da un mordisco.
Hacia las tres se acerca con mucha suavidad a la puerta de la cocina, tose y dice a la cocinera:
—Daría, siento ya un gusanillo... Si fuera posible, quisiera comer.
Después de comer una comida muy mediana y muy mal servida, pasea mucho tiempo, los brazos cruzados sobre el pecho, por todas las habitaciones, y medita. El reloj da las cuatro, el reloj da las cinco, y él continúa rumiando sus meditaciones. De tiempo en tiempo la puerta de la cocina se abre con un rechinido, y se ve pasar a la cocinera con su cabeza rojiza y somnolienta.
—Andrés Efimich, creo que ya es hora de la cerveza—dice con cierta inquietud.
—No, todavía no—responde éste—. Voy a esperar otra media horita.
Por la noche viene a verlo casi siempre el director de correos, Mijail Averianich, único habitante de la ciudad, cuya compañía parece soportable al doctor.
Mijail Averianich había sido en otro tiempo rico propietario y oficial de caballería; arruinado, tuvo que entrar como empleado en la oficina de correos. Es apuesto, usa unas hermosas patillas blancas; tiene modales muy distinguidos y voz sonora y agradable. Posee una envidiable salud, es hombre de corazón muy sensible, aunque algo nervioso e iracundo. Cuando, en la oficina de correos, alguna persona del público protesta o simplemente exige algo, Mijail Averianich se pone rojo de ira, todo el cuerpo le tiembla y grita a voz en cuello:
—¡Ya se está usted callando! ¡Aquí no manda nadie más que yo!
Gracias a esto, el correo ha adquirido desde hace tiempo una sólida reputación de lugar desagradable y expuesto a escándalos.
Mijail Averianich estima y quiere bien al doctor, a quien considera como hombre instruído y de noble corazón; pero a los demás vecinos los trata con desprecio y los considera como a súbditos suyos.
—Aquí estoy—dice al llegar a casa del doctor—, ¿Qué tal, querido amigo? Ya estará usted de mis visitas hasta aquí, ¿verdad?
—Al contrario, hombre, me dan muchísimo gusto—le responde el doctor—. Siempre es usted bienvenido en esta casa.
Y los dos amigos se sientan sobre el canapé del gabinete. Un buen rato se lo pasan fumando sin decir nada. Después el doctor llama a la cocinera:
—Daría, ¿quiere usted hacer el favor de darnos cerveza?
Daría trae la cerveza.
La primera botella se agota en silencio; el doctor, siempre entregado a sus reflexiones, y Mijail Averianich con aire alegre y animado, como hombre que tiene muy buenas cosas que contar.
El doctor comienza siempre la conversación.
—Lástima—dice hablando con parsimonia y tristeza sin mirar a los ojos de su interlocutor—que no haya en este lugar gente aficionada a la buena conversación y capaz de sostener una charla interesante. Para nosotros resulta una dura privación. Ya ve, usted, aquí, ni los intelectuales sobresalen del bajo nivel de las capas inferiores del pueblo.
—Tiene usted razón que le sobra. Lo mismo digo.
—Ya sabe usted bien—continúa el doctor—que en este mundo todo es insignificante y carece de interés, si se exceptúan las manifestaciones superiores del entendimiento. Sólo el entendimiento traza una línea divisoria entre el hombre y la bestia, e indica el origen divino de aquél, y, en cierto grado, reemplaza para él el precioso don de la inmortalidad, que no existe. Según esto, el espíritu puede considerarse como la única fuente verdadera de felicidad. Pero nosotros, que no vemos en nuestro radio ninguna manifestación del espíritu, no podemos disfrutar de esa felicidad. Cierto es que tenemos nuestros libros, pero no es lo mismo, ni la lectura puede sustituir del todo los agrados de la conversación y el cambio de ideas. Si usted me permite que use de una comparación algo atrevida, le diré a usted qué el libro es la nota y la conversación es el canto.
—Dice usted muy bien.
Y aquí hay un silencio. Entra entonces la cocinera, y con expresión curiosa se detiene casi en la puerta para oír lo que hablan los señores.
—En esta época ya no hay ingenio—declara Mijail Averianich.Y se pone a recordar los buenos tiempos, cuando la vida valía la pena y era sana y gozosa, y habla de los intelectuales de hace treinte años, tan enamorados de su honra y tan devotos de la amistad. Entonces se prestaba uno dinero sin necesidad de prenda ni garantía, y todos se ayudaban mutuamente de una manera caballeresca. La vida estaba preñada de aventuras y de cautivadoras sorpresas. ¡Qué camaradas los de entonces! ¡Qué mujeres aquéllas!
Y después se enfrasca con entusiasmo en una descripción del Cáucaso, ese país de bienandanza.
—Figúrese usted que la mujer de un teniente coronel, una mujer de lo que hay poco, se vestía con traje de oficial, y, por la noche, emprendía largas excursiones a la montaña, sola y sin guía. Decían que tenía quién sabe qué misteriosa novela con un príncipe de Georgia...
—¡Virgen santísima!—exclama la cocinera.
—¡Ah, en aquel tiempo se sabía comer y beber! La gente tenía ideas atrevidas. El doctor, aunque ha estado escuchando, parece que no ha entendido bien; parece que piensa en otra cosa. Después, a pequeños sorbos, sigue apurando su cerveza. Y de pronto, inesperadamente, interrumpiendo a su amigo, dice:
—A veces, en sueños, me parece que estoy entre personas inteligentes y metido en conversaciones amenísimas. Mi padre me dió una buena instrucción; pero cometió el error de obligarme a la carrera de médico. Yo creo que, si lo hubiera desobedecido, a estas horas viviría en el corazón de la vida intelectual. Tal vez me habrían ya hecho miembro del consejo de la Universidad. Claro es que también el espíritu es cosa pasajera, pero es lo mejor que hay es nuestra vida. En suma: que la vida es cómo una trampa sin escape, en la que, más tarde o más temprano, todos los hombres que piensan tienen que ir cayendo. El hombre viene al mundo contra su voluntad; sale de la nada gracias al juego de unas fuerzas misteriosas que él no comprende, y cuando pretende averiguar el objeto o el sentido de su existencia, o nadie le contesta, o le contestan estupideces. También la muerte sobreviene contra la voluntad del hombre. Y en esta prisión que llamamos vida, los hombres reunidos por una desgracia común, experimentan cierto alivio cuando pueden juntarse a cambiar ideas libres y atrevidas. Por eso en este bajo mundo él espíritu es muestro único placer y consuelo.
—¡Muy bien dicho, muy bien dicho!
El doctor, sin mirar a su interlocutor, continúa hablando lentamente, con largas pausas, del espíritu y de los hombres inteligentes. Mijail Averianich lo sigue con mucha atención, y exclama de tiempo en tiempo:
—¡Tiene usted muchísima razón!
Después pregunta de pronto:
—¿Usted no cree en la inmortalidad del alma?
—No, honorable Mijail Averianich, no creo en la inmortalidad del alma, ni tengo razón alguna para creer en ella.—Francamente, le diré a usted que yo también tengo mis dudas. Sin embargo, a veces siento la seguridad de que no he de morir. Otras, me digo: «Pronto, pronto vas a reventar, triste vejete.» Pero al instante oigo que una voz interior murmura a mi oído: «No lo creas, tú no morirás.»
Después de las nueve, Mijail Averianich se despide. Al ponerse el gabán, ya en el vestíbulo, exclama:
—¡Vaya un agujero en que nos ha metido este negro destino! Y lo peor es que aquí hemos de morimos!
Después de acompañar a su amigo hasta la puerta, el doctor se acomoda en la butaca y se pone a leer otra vez. Ningún ruido turba la absoluta tranquilidad de la noche. El tiempo se ha detenido. Al doctor le parece que nada existe, fuera de su libro y su lámpara de verde pantalla. Poco a poco su vulgar carota de mujik parece iluminarse con una sonrisa de admiración o de entusiasmo ante el genio humano. ¿Por qué no ha de ser el hombre inmortal?—se pregunta—. ¿Para qué sirve entonces el cerebro con su admirable mecanismo, para qué la vista, el don de la palabra, los sentimientos, el genio, si todo ha de estar predestinado a mezclarse con la tierra y dar vueltas después, durante millones de años y sin ningún objeto preciso, alrededor del sol? Para eso no valía la pena de sacar al hombre de la nada—al hombre con su espíritu elevado y casi divino—, si después se le había de transformar, como en burla, en un miserable puñado de tierra. Por miedo a la muerte, muchos buscan un sustitutivo de la inmortalidad, y se consuelan pensando que su cuerpo se perpetuará en una planta, en una roca, y hasta en una rana: ¡triste consuelo que equivale a decirle a la caja de un violón roto que le espera un porvenir envidiable!
De tiempo en tiempo, cuando el reloj da las horas, el doctor se hunde en la butaca y cierra los ojos para entregarse a sus reflexiones. Piensa en su pasado, en su vida actual. Su pasado es poco seductor, y prefiere olvidarlo; pero tampoco el presente le parece más grato. El sabe que en aquel mismo instante, no lejos de su casa, en el hospital, hay unos enfermos que padecen y que se encuentran en condiciones higiénicas insoportables. Muchos tienen insomnios, y se pasan la noche luchando con las chinches y otros parásitos. Probablemente otros están jugando a las cartas con las hermanas o bebiendo vodka. El año pasado desfilaron por el hospital 12.000 enfermos: 12.000 víctimas del engaño. Porque la vida misma del hospital está fundada en el robo, las intrigas, el fraude, y no es más que un Instituto inmoral y dañoso para la salud de los vecinos. El sabe bien que en la sala número 6 hay un Nikita que les pega a los locos, y que el judío Moisés sale a la calle todos los días a pedir limosna.
Por otra parte, tampoco ignoraba que, durante los últimos veinticinco años, en la medicina se habían operado progresos maravillosos. Tales progresos le admiraban y le entusiasmaban. ¡Una verdadera revolución! Gracias a la asepsia, se hacían ahora operaciones que antes nadie se hubiera atrevido ni a soñar. Enfermedades tenidas por incurables se curan hoy con éxito y en muy poco tiempo. La teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, todo esto abre a la medicina amplias e insospechadas perspectivas. La revolución afectaba también el campo del alienismo. Ya nadie les echa a los locos agua fría en la cabeza, no se les ponen camisas de fuerza, se les trata bien, y aun se les dan espectáculos y conciertos.
El doctor comprende muy bien que, en el actual estado de la psiquiatría, un antro tan abominable como la sala número 6, sólo es comprensible a 200 verstas del ferrocarril, en un poblacho cuyo alcalde y consejeros apenas saben leer y tienen una confianza ilimitada en el médico, y aun aceptaría que éste les echara plomo derretido en la boca a los enfermos. En cualquier lugar civilizado, la sala número 6 habría provocado la indignación general.
—Y con todo—medita el doctor—, la antiséptica, las invenciones de Pasteur y de Koch, nada cambian al fondo de la cuestión. Nada de eso basta para desterrar las enfermedades y la muerte. A los locos les darán espectáculos y conciertos, pero el número de locos no disminuye, y no es posible dejarlos nunca en libertad. Todo eso, en el fondo, son ilusiones, no hay verdadera diferencia entre la mejor de las clínicas y la sala número 6.
Pero tales reflexiones no logran consolarle, se siente abatido, se siente muy fatigado, apoya la cabeza en la mano y sigue reflexionando:
«—Estoy sirviendo a una causa injusta, y vivo de lo que me pagan por engañar: no soy, pues, un hombre honrado. Pero yo, personalmente, no soy nada, no soy más que una partícula ínfima del indispensable mal social. Todos los empleados del Estado o del Municipio son gente perjudicial, y también se les paga injustamente. No, no soy yo el culpable, sino la época en que me ha tocado vivir. A haber vivido dentro de doscientos años, yo sería otro.»
A las tres de la mañana apaga la lámpara y se dispone a dormir, aunque no tiene ni pizca de sueño.
Hará unos dos años, la municipalidad votó un crédito suplementario de trescientos rublos anuales para aumentos en el personal médico del hospital. Para facilitarle la tarea al doctor Ragin, inventaron a otro médico: Eugenio Fedorich Jobotov.
Es un joven de unos treinta años. Es alto, moreno, de anchos pómulos y ojos muy pequeños. Había llegado al pueblo sin un céntimo en el bolsillo, con una maletita usada, acompañado de una mujer feísima a la que hacía pasar por su cocinera. La mujer tiene un nenito.
Jobotov lleva siempre una boina y botas altas. Pronto se ha hecho amigo del enfermero general y del administrador; a los demás miembros del personal los trata desdeñosamente de «aristócratas» y no se les acerca. El único libro que hay en su casa es cierto Manual de Medicina, publicado en 1881. Siempre que va a ver a un enfermo, lleva el Manual consigo. Por la noche, en el club, juega al billar, pero detesta las cartas.
Va al hospital dos veces por semana, visita todas las salas y recibe a los enfermos. La absoluta falta de condiciones antisépticas y de higiene, le tienen escandalizado, pero por no lastimar al doctor Ragin, no se atreve a introducir reformas.
Jobotov está convencido de que su colega es un viejo canalla, que se aprovecha astutamente de la situación, y que ha amasado ya una fortuna. Y por cierto que le gustaría estar en su lugar.
Una noche de primavera, a fines de marzo, cuando ya no se ve nieve por ninguna parte, cuándo ya los pájaros comienzan a aparecer en el jardín del hospital, el doctor Ragin salió acompañando a su grande amigo el director de Correos. En aquel preciso instante entraba en el patio el loco Moisés, de vuelta de sus habituales paseos por el pueblo. Venía descalzo, con la cabeza descubierta, y llevaba en la mano un saquito donde guardaba lo que le habían dado.
—¡Dame un copeck!—dijo dirigiéndose al doctor, temblando de frío, y sonriendo humildemente.
El doctor, hombre incapaz de decir que no, le dio una pieza de diez copecks. Después, viendo los pies descalzos del pobre loco, se sintió lleno de remordimiento. «El suelo todavía está muy frío— se dijo—, puede por lo menos coger un catarro.» Y, llevado de su piedad, entró por el vestíbulo del pabellón en que se encontraba la sala número 6. Al verlo, Nikita saltó de entre los escombros donde estaba tumbado, y lo saludó.
—Buenos días, Nikita—dijo el doctor con mucha amabilidad—. ¿No sería posible darle a este hombre un par de botas? ¡No vaya a acatarrarse!
—A la orden del señor doctor; se lo diré al administrador.
—Sí, ten la bondad de decírselo; dile que vas de mi parte.
La puerta de la sala que da al vestíbulo estaba abierta. Gromov, que estaba acostado, se incorporó Y se puso a escuchar. Pronto reconoció al doctor. Y entonces, rojo de cólera, temblando, con los ojos relampagueantes, saltó de la cama y gritó con una risilla sardónica.
—¡Por fin, señores, ya ha venido el doctor. Sea enhorabuena: el doctor se digna al fin visitarnos!
Y, sin poder contenerse, añade:—¡Canalla, más que canalla, porque eso es mucho para él! ¡Merecería que lo mataran, que lo ahogaran en el retrete!
El doctor, que ha oído estas palabras, se acerca a la puerta de la sala y, asomándose, pregunta con su suave voz:
—¿Por qué?
—¿Por qué?—Le grita Gromov acercándose a él con aire amenazador—, ¿Y se atreve usted a preguntarlo? Porque es usted un ladrón, un impostor, un verdugo.
—Vamos, cálmese usted—dice el doctor afectando una difícil sonrisa—. Le aseguro a usted que nunca he robado nada. Y en cuanto a las otras acusaciones, creo que exagera usted. Ya veo que está usted disgustado conmigo. Cálmese, cálmese, se lo ruego, y respóndame con toda franqueza: ¿por qué está usted tan disgustado?
—¿Y por qué me tiene usted aquí metido?
— Porque está usted enfermo.
— Bien, admitámoslo. Pero hay cientos y miles de locos que se pasean con toda libertad, por la sencilla razón de que es usted demasiado ignorante para acertar a distinguirlos de los cuerdos. ¿Por qué, pues, sólo a mí y a estos desdichados han de tenernos aquí en calidad de chivos expiatorios? Usted, su enfermero, su administrador, y toda esa canalla,, todos ustedes son, desde el punto de vista moral, infinitamente inferiores a nosotros, y, sin embargo, somos nosotros y no ustedes los condenados al encierro perpetuo. ¿Es lógico esto?—Nada tienen que hacer aquí la moral ni la lógica. Es el azar el que decide. El que ha sido encerrado aquí, aquí se queda; y los otros siguen en libertad. El hecho de que el médico sea yo, y el enfermo usted, nada tiene que ver con la moral ni la lógica: no es más que un azar.
—Yo no entiendo esas necedades—dijo Gromov con voz sorda.
Y se sentó otra vez en la cama.
Moisés, a quien Nikita no se había atrevido a despojar en presencia del doctor, comenzó a poner en su cama trozos de pan, pedazos de papel, huesos; y, siempre temblando de frió, se soltó hablando en hebreo muy presurosamente; acaso se imaginaba ser dueño de una tienda.
—¡Déjeme usted en libertad!— dijo Gromov con voz temblorosa.
—No puedo.
—Pero, ¿por qué, por qué?
—Porque no depende de mí. Supongamos que lo pongo a usted en libertad: no le aprovecharía a usted gran cosa. Al instante, los vecinos del pueblo o la policía, lo volverían a arrestar y me lo traerían aquí otra vez.
—Sí, es verdad.
Y Gromov se daba en la frente, como tratando de descubrir una solución.
—¡Qué horrible situación! Entonces, dígame usted, ¿qué hacer?.
Y su voz, su expresión inteligente, conmovieron y sedujeron al doctor. Sintió un gran deseo de consolar al pobre joven y darle algunas muestras de simpatía. Sentóse en la cama, junto a Gromov, y dijo:
—Me pregunta usted qué podemos hacer. En la situación de usted, lo mejor parece que sería escaparse. Pero es inútil, por desgracia; lo arrestarían a usted al instante. Cuando la sociedad se defiende contra los criminales, los locos, y toda clase de hombres que no le convienen, es inflexible. No le queda a usted más que convencerse a sí mismo de que su permanencia aquí es inevitable.
—¡Pero si mi permanencia aquí no le sirve a nadie para nada!
—Una vez que hay prisiones y manicomios, es fuerza que estén habitados. Día llegará en que no existan. Entonces no habrá rejas en las ventanas ni cadenas. Yo le aseguro a usted que, tarde o temprano, ese día llegará.
Gromov sonrió amargamente.
—Usted se está burlando de mí, señor mío. A usted, a su Nikita y a toda la demás canalla, les importa poco que lleguen o no esos tiempos anhelados. Pero puede usted estar seguro de que llegarán, llegarán tiempos mejores. Tal vez hallará usted ridículas mis palabras, pero oiga usted lo que le digo: la aurora de un día mejor alumbrará la tierra, la verdad triunfará, y los humildes y los perseguidos disfrutarán de la felicidad que merecen. Tal vez para entonces yo no existiré, pero ¡qué más dá! Me regocijo pensando en la felicidad de las generaciones futuras, las saludo con todo mi corazón: ¡Adelante! ¡Qué Dios os ayude, amigos míos, amigos desconocidos del porvenir remoto!
Gromov se levantó de la cama, con los ojos encendidos, alargó los brazos hacia la ventana y exclamó con voz conmovida:
—¡A través de estas malditas rejas, yo os bendigo! Me regocijo con vosotros y por vosotros. ¡Viva la verdad!
—No veo que haya mucha razón para alegrarse—dijo el doctor, a quien aquel ademán de Gromov, aunque algo teatral, no le resultó desagradable—. En ese porvenir que tanto le entusiasma a usted, no habrá manicomios ni prisiones, ni rejas ni cadenas; en suma, como usted dice, triunfará la verdad. Pero... las leyes de la naturaleza seguirán su camino invariable, y las cosas no cambiarán en el fondo. Los hombres padecerán enfermedades, se envejecerán y pararán, lo mismo que hoy, en la muerte. La aurora que alumbra la vida podrá ser muy hermosa, pero eso no impedirá que se meta a los hombres en la caja, y la caja se meta en la fosa.
—¿Y la inmortalidad?
—¡Tontería!
—¿No cree usted en la inmortalidad? Yo sí. Dostoyevski o Voltaire, no me acuerdo bien cuál de los dos, ha dicho que si no existiera Dios habría que inventarlo. Si la inmortalidad no existe, estoy seguro de que, tarde o temprano, el genio del hombre acabará por inventarla.
—¡Muy bien dicho!—aprobó el doctor con tina sonrisa de satisfacción—. Hace usted bien en creer. Con una fe tan grande, hasta en la prisión se puede encontrar felicidad. Permítame usted una pregunta: ¿Dónde ha hecho usted sus estudios?
—En la Universidad, pero no los terminé.
—Usted es un hombre que sabe pensar. Usted podrá encontrar siempre algún consuelo en sí mismo, cualesquiera que sean las condiciones de su vida. El pensamiento libre de trabas que trata de comprender el sentido de la existencia, y el desprecio absoluto por todo lo que sucede en este bajo mundo, son los dos bienes supremos. Usted puede ser dueño de ellos, aun encerrado tras de estas rejas. Diógenes vivía en un tonel, pero eso no le impedía ser más dichoso que todos los reyes de la tierra.
—El tal Diógenes era un imbécil— dijo Gromov con voz opaca—. ¿Para qué me habla usted de Diógenes y de felicidades fantásticas? Y de pronto, sobreexcitado, añadió: ¡Yo amo la vida, la amo apasionadamente! Tengo la manía de la persecución, estoy poseído de un terror constante, pero por momentos tengo una sed tan inmensa de la vida que temo volverme loco rematado. ¡Dios mío! Lo que yo quiero es vivir, ¿me entiende usted? Vivir una vida completa, íntegra.
Muy conmovido, dio algunos pasos por la sala. Después, más tranquilo, añadió:
—A veces, en sueños, veo que me rodean unas sombras. Veo, en mi imaginación, unas gentes, oigo unas voces, música, y me parece que me paseo a través de campos y bosques, junto al mar... Y siempre, siempre, un deseo ardiente de moverme, de manifestar una actividad febril... Dígame, ¿qué hay de nuevo por allá, en el mundo?
—¿En el pueblo quiere usted decir?
—Cuénteme usted primero lo que pasa en el pueblo, y después lo demás.
—Pues mire usted: la vida en el pueblo es muy aburrida. Casi no hay nadie con quien cambiar unas palabras. ¡Si, al menos, viniera gente nueva! Verdad es que últimamente ha venido un joven médico, el señor Jobotov.
—Ya lo sé: un imbécil.
—Si, un hombre de muy escasa cultura. Es increíble: yo me imagino que en Petersburgo, en Moscou, la vida intelectual es intensísima, que todo está allá efervescente, y que todo se agita en torno a los grandes problemas de actualidad; y, sin embargo, nos llega de allá cada tipo tan insulso, tan poco interesante. ¡No; nuestro pobre pueblo no tiene suerte!
—¡Es verdad, pobre pueblo!
Gromov calló un instante, y después:
—Y en las revistas, en los periódicos, ¿qué hay de nuevo? La sala estaba ya por completo sumergida en tinieblas. El doctor se puso en pie, y empezó a contar lo que decía la Prensa, y lo que había del movimiento intelectual en Rusia y en el extranjero.
Gromov lo escuchaba con notable atención, preguntaba algo y parecía muy interesado. Pero, de pronto, como si hubiera recordado algo terrible, se llevó las manos a la cabeza, se echó en la cama y volvió al doctor las espaldas.—¿Qué le pasa a usted?— preguntóle éste.
— Es inútil: no me oirá usted pronunciar una sola palabra más—dijo Gromov ásperamente—. ¡Largúese de aquí!
—Pero, ¿por qué?
—¡Déjeme en paz, le digo, con cien mil demonios!
El doctor se encogió de hombros, suspiró y salió. Al pasar por el vestíbulo, dijo:
—Oye, Nikita: convendría limpiar un poco esto. Huele muy mal.
—¡A la orden del señor doctor!
—Pobre muchacho— pensaba el doctor al volver a sus habitaciones—. Desde que estoy aquí, es el primero con quien he podido hablar de cosas interesantes. Sabe razonar, y se preocupa de cosas que sólo preocupan a los hombres de ingenio.
Mientras leía en su gabinete, y después ya metido en cama, no dejaba de pensar en Gromov. Al día siguiente, en cuanto se despertó, recordó que acababa de descubrir a un hombre interesante, y se prometió ir de nuevo a visitar a Gromov a la primera oportunidad.
Gromov estaba en la misma posición de la víspera, con las manos en la cabeza y la cara contra la pared.
—Buenos días, amigo mío—dijo el doctor—. ¿No duerme usted?
—Ante todo, yo no soy amigo de usted— dijo Gromov sin volver la cara y como hablando con la pared—. Y, después, sepa usted que todos sus esfuerzos por reanudar la conversación serán inútiles: no despegaré los labios.
—¡Qué cosa más rara!— balbuceó confuso el doctor—. Ayer hemos estado hablando tan tranquilamente, y de pronto usted se ha disgustado e interrumpe la charla... Tal vez he usado sin querer alguna palabra inoportuna, o habré sostenido alguna idea que a usted le molesta...
Gromov se volvió a medias, e incorporándose un poco, se quedó mirando al doctor irónicamente:
—Sépase usted que no creo una sola sílaba de lo que usted me cuenta. Sé muy bien lo que usted se propone: usted viene aquí como un espía, para descubrir mis intenciones y mis opiniones. Ayer lo he comprendido.
—¡Vaya una ocurrencia!—dijo el doctor asombrado—, ¿Se figura usted que soy un espía?
—Sí, señor. Un espía y un médico que procede al examen de las capacidades de su enfermo, son una misma cosa.
—Dispénseme usted, pero es usted realmente... original.
Se sentó en una silla, junto a la cama, y movió la cabeza en ademán de reproche.
—Admitamos que tiene usted razón— dijo—. Admitamos que examino cada una de las palabras de usted para denunciarlo después a la policía. Que lo van a arrestar a usted, a juzgar. ¿Acaso seria usted más infeliz en ninguna cárcel de lo que ya es aquí?. Aun cuando lo enviaran a usted a Siberia, ¿acaso sería peor que quedarse en esta casa de locos? Creo que no, verdaderamente. Entonces, ¿qué puede usted temer?
Estas palabras produjeron un efecto visible. Gromov, tranquilizado, se sentó en la cama.
Eran las cuatro y media de la tarde, la hora en que la cocinera solía preguntarle al doctor si no era ya tiempo de la cerveza. Afuera, el día estaba claro y hermoso.
—He salido a pasear un poco después de la comida—dijo el doctor—, y quiero verlo a usted. Estamos en plena primavera.
—¿En qué mes? ¿Marzo?—preguntó Gromov.
—Sí, a fines de marzo.
—Las calles estarán llenas de fango, ¿verdad?
—No mucho. Algunas están secas.
—¡Ay qué hermoso poder dar un paseito en coche por la ciudad, y volver después al gabinetito muy bien instalado!... Consultar a un buen médico para el mal de cabeza... Hace mucho que no hago vida de hombre civilizado. ¡Aquí todo es sucio, desagradable, repugnante!
Tras la excitación de la víspera, parecía cansado, y hacía esfuerzos para hablar. Le temblaban las manos, y por la expresión de su cara se comprendía que tenía jaqueca.
—Entre un gabinete bien instalado y esta sala—dijo el doctor—, no hay ninguna diferencia. El hombre extrae de sí mismo su felicidad y su tranquilidad, y no de las cosas exteriores.—¿Cómo dice usted?
—Quiero decir que un hombre ordinario ve el bien y el mal como cosa externa, en un buen gabinete o en un coche confortable; mientras que el hombre dotado de pensamiento los busca dentro de sí mismo.
—Vaya usted con esas filosofías a Grecia, donde el tiempo siempre es encantador y el aire está embalsamado con el perfume de las flores. Aquí el clima no se presta a esa propaganda. Creo que fué con usted con quien hablaba yo de Diógenes, ¿no es verdad?
—Sí, ayer, conmigo.
—Pues mire usted: Diógenes no necesitaba un buen gabinete ni habitaciones bien calentadas, porque en Grecia hace bastante calor. Allá puede uno aguantar días y noches en un tonel, sin comer más que naranjas y aceitunas. Pero si su Diógenes hubiera vivido en Rusia, tenga usted por seguro que se habría metido en casita, no sólo en diciembre, sino hasta en mayo. De lo contrario, el pobre filósofo se hubiera helado con toda su filosofía.
—No lo creo así. Se puede no sentir el frío, como cualquier otro sentimiento desagradable. Marco Aurelio ha dicho: «El dolor no es más que un pensamiento muy vivo del dolor. Basta hacer un esfuerzo para transformar ese pensamiento, no hacerle caso, no gemir ni quejarse, y el dolor desaparecerá.» Es muy justo. El sabio, o cualquiera que piense un poco, desprecia el sufrimiento; siempre está contento, y nada logra impresionarle.—Según eso, yo debo de ser un idiota, puesto que sufro, estoy a disgusto y experimento una dolorosa sorpresa ante el espectáculo de la humana cobardía.
—En todo caso, se equivoca usted mientras más piense usted en ello, mas se convencerá de que todo lo que nos inquieta y nos apasiona es indigno de nuestra atención. La verdadera felicidad consiste en la comprensión del sentido de la vida.
—Comprensión... felicidad interior—y Gromov hizo una mueca—. Perdóneme usted; pero no lo entiendo. Yo solo sé una cosa: Dios me ha hecho de carne y hueso, me ha dado nervios y sangre caliente, soy un organismo vivo y, como tal, reacciono necesariamente ante toda irritación exterior. Reacciono, y no puedo menos de hacerlo. Cuando me hacen mal, grito y lloro; ante una cobardía, me sublevo; ante una mala acción, siento asco. Esto es lo que llamamos la vida, según mi entender. A organismo menos perfeccionado, reacción menor. Y al contrario, los organismos superiores son más accesibles a los sentimientos de dolor, de alegría, etc., y reaccionan más enérgicamente a todo lo que pasa en el exterior. Me parece que ésta es una verdad elemental. Y me asombra que todo un médico, como usted, ignore semejantes cosas. Para despreciar el sufrimiento, estar siempre contento y no asombrarse de nada, hay que haber caído muy abajo, haber llegado a un estado de brutalidad como el de ese, por ejemplo...
Y Gromov señaló al mujik embrutecido que estaba junto a ellos sumergido en su somnolencia habitual.
—O bien—continuó—hay que habituarse al sufrimiento hasta perder toda sensibilidad; es decir, dejar de vivir. No, no: todo eso son necedades que yo no entiendo. Por lo demás, yo no sé razonar.
—Al contrario, razona usted muy bien.
—Los estoicos, a quienes usted quiere imitar, eran hombres notables, pero su filosofía ha muerto hace dos mil años, y no hay probabilidades de que renazca, porque no es práctica ni vital. Nunca pudo seducir sino a una minoría selecta, que no tenía mejor ocupación que el dedicarse a tales extravagancias; en cuanto a la mayoría, ni entendió nunca ni podía entender a los estoicos. La gran mayoría humana es inaccesible a la propaganda del desprecio y la indiferencia por la riqueza y la comodidad, por lo mismo que no las posee. Además, esta mayoría no puede desdeñar el sufrimiento, porque toda la vida humana está hecha de sufrimientos, de sensaciones de hambre, frío, rebeldía y miedo a la muerte. Sí, lo repito: la filosofía de los estoicos no está llamada a propagarse. Lo único que puede progresar y desarrollarse es la lucha contra las imperfecciones de la vida, la lucha por la propia existencia y la propia felicidad...
Gromov iba a decir algo más, pero perdió el hilo de sus ideas y se detuvo de pronto, dándose una palmada en la frente.
—Iba yo a decir algo importante, pero se me fué... ¡Ah, ya caigo! Un estoico se vendió una vez como esclavo para comprar la libertad de otro esclavo. Esto prueba que era sensible a los sufrimientos, al menos a los ajenos. Para sacrificarse de este modo debió de sublevarse, indignarse contra la injusticia social, al punto de querer libertar a una de sus víctimas. Y, en fin, vea usted el caso de Jesucristo: era sumamente sensible a la vida real, y reaccionaba ante ella como los simples mortales; lloraba, sonreía, se entristecía, se encolerizaba. Al aproximarse a su espantosa muerte, no iba precisamente sonriendo: al contrario, en el jardín de Getsemaní pidió a Dios que le ahorrara tan amargo trance.
Gromov se detuvo un instante.
—Supongamos que tiene usted razón en el fondo; que la tranquilidad y la dicha no se encuentran afuera, sino en el corazón del hombre. Aun así, no entiendo que usted predique semejante doctrina. ¿Acaso es usted filósofo, o es usted sabio?
—No; ni sabio ni filósofo; pero creo que todos tenemos derecho de predicar la verdad.
—Pero ¿con qué derecho se atribuye usted competencia para tratar de los sufrimientos humanos? ¿Acaso ha sufrido usted alguna vez? ¿Tiene usted noción de lo que es sufrir? Permítame que le haga una pregunta: ¿Le han pegado a usted de niño?
—No; mis padres no aprobaban ese procedimiento pedagógico.
— Pues a mí mi padre me pegaba de un modo cruel. Era un hombre severo; padecía hemorroides; tenía una enorme nariz y un cuello amarillo. No hablemos de usted: a usted nadie lo ha tocado con la punta del dedo; usted no ha tenido nada que temer; usted goza de una salud perfecta; nunca conoció usted la miseria, ni durante la infancia, ni después en la Universidad. Una vez obtenido el diploma, encontró usted una buena colocación; y desde hace unos veinte años vive usted en una casa que le proporciona el Estado, con calefacción, luz, servidumbre. Trabaja usted cuando le da la gana, y si no quiere usted, no hay quien le diga una palabra. Perezoso e inactivo por carácter, se pasa usted la vida en absoluta pasividad, y no le gusta a usted que nadie le moleste. Al hospital y a sus enfermos los entrega usted a manos del enfermero y demás canalla, y en tanto usted se la pasa tranquilamente, sín hacer nada, juntando dinero, leyendo excelentes libros, reflexionando en problemas abstractos, y... bebiendo. En suma: que usted no conoce la vida, y sólo tiene de la realidad unas nociones vagas y teóricas. Desprecia usted el sufrimiento por una sencilla razón: nunca lo ha padecido usted. La filosofía que uste predica—el desprecio del mal, la felicidad interior, la no existencia del dolor y demás sandeces—es la filosofía de todos los haraganes y bobos. Cuando ve usted que un mujik maltrata a su mujer, se dice usted que no vale la pena de intervenir, puesto que ambos tienen de morir un día u otro, y que, además, el verdugo se daña más a sí mismo de lo que daña a su víctima. Si un enfermo acude a usted, usted se dice que el mal que padece no es más que una imaginación del mal, y que, por lo demás, sin sufrimientos la vida sería monótona e insípida. Aquí nos tienen a nosotros encerrados tras estas rejas; nos martirizan y maltratan; pero eso le deja a usted indiferente, puesto que afirma usted que no hay la menor diferencia entre este manicomio y una sala confortable. Sí, no cabe duda que profesa usted una filosofía muy cómoda: no hay nada que hacer, tiene uno la conciencia tranquila, y todavía se da uno el lujo de ser filósofo y sabio.. No, señor mío; eso no es una filosofía ni es amplitud de miras: no es más que pereza, inercia, haraganería.
Gromov estaba cada vez más excitado. Tenía la cara encendida de indignación.
—Usted desprecia el sufrimiento—continuó—; pero si le cogen a usted un dedo en la puerta, se pone usted a gritar.
—Puede que no—dijo el doctor sonriendo.
—Sí, estoy seguro de que sí. ¡Me imagino cómo se pondría usted si, por ejemplo, se le paralizara el cuerpo de pronto! O figúrese usted que un imbécil lo injuriase brutalmente, y que se encontrara usted en la absoluta imposibilidad de vengarse; ¡ah, lo que es entonces entendería usted el sentido real del sufrimiento! ¡Entonces no le serviría a usted de consuelo su dichosa filosofía de la verdadera felicidad y el desprecio de los males!...
—Es sumamente original todo lo que usted me dice—observó el doctor con una risilla contenta y frotándose las manos—. Experimento un verdadero placer en escucharle. En cuanto al retrato moral de mi persona, que, ha tenido usted la bondad de hacer, tengo que confesar que es espléndido. No puedo disimularle a usted que es un verdadero deleite para mí el hablar con usted. Hasta ahora, ya ve usted, le he escuchado con el mayor interés. Permítame ahora que, a mi vez, le conteste en pocas palabras...
La conversación se prolongó por espacio de una hora. Produjo sobre el doctor una impresión profundísima.
A partir de aquel día, visitaba con mucha frecuencia la sala número 6. Iba por la mañana, por la tarde, por la noche. A veces se quedaba hablando con Gromov hasta horas muy avanzadas.
Al principio, Gromov estaba algo desconfiado, atribuyéndole malas intenciones, y sin tomarse el trabajo de ocultarle su mala voluntad. Después, poco a poco, se fué acostumbrado a él, y dejó de tratarlo con aspereza, adoptando un tono de condescendencia irónica.
Pronto corrió por el hospital el ruido de que el doctor Ragin visitaba asiduamente la sala número 6. Ni el enfermero, ni las Hermanas, ni Nikita, podían entender tal conducta, ni a qué iba a la sala, ni para qué se pasaba horas enteras allí, ni de qué hablaba tanto tiempo. La cosa era tanto más misteriosa cuanto que no examinaba a los enfermos ni les prescribía ningún tratamiento.Todo eso era, en verdad, muy extraño. Ya el director de Correos no lo encontraba casi nunca en casa, cosa que antes jamás sucedía. La cocinera Daria no sabía qué pensar; el doctor faltaba con frecuencia, no sólo a las horas de la cerveza, sino que aun a la comida solía llegar con retraso.
Una tarde, a fines de junio, el doctor Jobotov vino a buscar a su colega para tratar de cierto negocio, y no lo encontró. En el patio le informaron de que el doctor Ragin estaba en la sala número 6. Jobotov entró en el vestíbulo, se detuvo a la puerta de la sala, y escuchó.
He aquí lo que oyó:
—Nunca nos pondremos de acuerdo—decía Gromov con voz irritada—. Nunca logrará usted convertirme a su religión. Usted no tiene la menor noción de la vida real; usted no ha sufrido nunca; usted ha vivido siempre como parásito del sufrimiento ajeno; mientras que yo he sufrido desde la hora en que nací hasta la hora presente. Y le declaro a usted francamente que en este respecto me considero superior a usted. En todo caso, no es usted quien puede darme lecciones.
—¡Pero, querido amigo, si yo no pretendo convertirlo a usted a mi religión!—respondía el doctor con dulzura y visiblemente afligido de que no lo entendiera el otro—. Si no se trata de eso. Admito que usted haya sufrido mucho, y que yo no he sufrido jamás. No es esa la cuestión. Los sufrimientos, como los gozos, son pasajeros; no se hable más de ellos. La esencial es que usted y yo, ambos somos seres pensantes, y eso es lo que nos une y hace solidarios, a pesar de la divergencia de nuestras opiniones. ¡Si supiera usted, querido amigo, hasta qué punto estoy harto de la locura general, de la maldad, de la estupidez de la gente que me rodea, y qué alivio experimento hablando con usted! Usted es un hombre inteligente; yo me alegro de veras de encontrarme en su compañía...
Jobotov entreabrió lo puerta y echó una mirada al interior; Gromov, tocado con el bonete, y el doctor Ragin, estaban sentados al lado de la cama. El loco gesticulaba, hacía ademanes, temblaba; y el doctor, a todo esto, permanecía inmóvil, la cabeza inclinada sobre el pecho, roja y triste la cara.
Jobotov se encogió de hombros y cambió una mirada con Nikita. Éste también se encogió de hombros.
Al día siguiente, Jobotov acudió al mismo sitio, acompañado del enfermero. Los dos se apostaron tras de la puerta, y escucharon.
—Parece que el buen señor está algo chiflado—dijo Jobotov al enfermero, al salir del pabellón.
Y, el otro, piadosamente:
—¡Dios nos libre a todos de ese mal! La verdad, le diré a usted que ya me esperaba yo esto desde hace mucho.
En adelante, el doctor Ragin comenzó a notar algo misterioso en torno a él. Los criados, las Hermanas de la Caridad y los enfermos le miraban de un modo extraño, y, a su paso, cambiaban observaciones en voz baja. La niña, Macha, hija del administrador, con la que antes solía jugar en el jardín del hospital, escapaba a todo correr en cuanto intentaba acercársele. El director de Correos ya no le decía: «Tiene usted muchísima razón», sino que balbuceaba confuso: «Sí, sí...», y lo contemplaba con tristeza. Después le aconsejaba que renunciara al vodka y a la cerveza, aunque más que de un modo directo, por medio de alusiones veladas. Un día, por ejemplo, le contó la triste historia de un coronel y un sacerdote que se habían perdido por el abuso del alcohol.
Varias veces Jobotov había venido ya a casa de su colega, y también le había aconsejado que tomara bromuro, sin ninguna razón que pareciera justificarlo.
En agosto, el doctor Ragin recibió una carta, en que el alcalde lo citaba para tratar de un negocio importante. Habiéndose presentado en la casa municipal a la hora indicada, se encontró allí con el jefe de la guarnición local, el director de la escuela primaria, un consejero municipal, el doctor Jobotov, y un señor gordo y rubio, a quien le presentaron como médico. Éste habitaba en cierto lugar, situado a unas treinta verstas de la ciudad, y probablemente había venido por invitación expresa aquel día.
Cambiados los saludos de rigor, sentados todos en torno a la mesa, el consejero municipal dijo a Ragin:
—Vea usted, querido doctor: nos informan de que es absolutamente indispensable transportar la farmacia que está en el edificio central, a una de las dependencias. ¿Qué opina usted?
—Todos los pabellones y dependencias están en mal estado; harían falta algunas reparaciones.
—Sí; desgraciadamente, tiene usted razón.
—Y las reparaciones costarían, por lo menos, quinientos rublos: un gasto improductivo.
Hubo una pausa.
—Ya he tenido la honra de poner en conocimiento de la municipalidad—añadió el doctor Ragin con voz velada—que este hospital, en el estado en que actualmente se encuentra, es un lujo excesivo para el pueblo. El pueblo gasta demasiado en construcciones inútiles. Con este dinero, siempre que se procure una administración mejor, se podrían mantener hasta dos hospitales modelos.
—¡Pues bien, manos a la obra!—exclamó el consejero municipal.
Nuevo silencio. Los lacayos sirvieron el té. El jefe de la guarnición local, que parecía muy turbado, tocó suavemente a Ragin por la manga y le dijo:
—Nos ha olvidado usted completamente, doctor. Verdad es que hace usted vida de monje; no juega usted a las cartas, no le gustan las mujeres, se aburre usted en nuestra compañía.
Aquí todos se pusieron a quejarse de la vida aburrida que pasaban en el pueblo todas las personas de calidad: ni teatros, ni conciertos... En el último baile del club sólo había unas veinte señoras, y nada más dos hombres que supieran bailar. Los jóvenes, en vez de bailar, se dedicaban a comer o a jugar a las cartas.
El doctor Ragin, lenta y suavemente, sin mirar a nadie, se puso a decir que los vecinos del pueblo se pasaban la vida entre la baraja y las pequeñas intrigas y chismorreos, sin interesarse por nada y arrastrando una vida llena de trivialidad.
Su colega Jobotov, que le escuchaba atentamente, le dijo de pronto:
—¿A cuántos estamos?
Ragin le contestó la fecha. Y entonces Jobotov y el doctor rubio se soltaron haciéndole multitud de preguntas, con la mayor torpeza, sobre el día, el mes, el número de días del año, etc. Por fin, Jobotov dijo:
—¿Es verdad que uno de los enfermos de la sala número 6 es un profeta?
Ragin se sonrojó y repuso:
—Sí; hay un joven muy interesante.
Ya no le preguntaron más.
Cuando, ya en el vestíbulo, se estaba poniendo el gabán, el jefe de la guarnición le dio una palmadita en el hombro y le dijo con un suspiro:—Es tiempo de que nosotros, los viejos, descansemos un poco. Hemos trabajado ya mucho.
Ragin comprendió bien que aquello no tenia más fin que examinar sus capacidades mentales. Y se avergonzó casi recordando las preguntas que le habían propuesto. «Dios mío—pensaba—, ¡y decir que Jobotov y el otro han estudiado recientemente la psiquiatría en la Universidad! ¡No tienen la menor noción; una ignorancia increíble!»
Aquella noche recibió la visita del director de Correos. Sin saludarlo, Mijail Averianich le abordó, le cogió ambas manos y le dijo con voz conmovida:
—Querido amigo: ¡deme usted la prueba de su amistad! No, no, no me diga nada; óigame bien: ya le tengo a usted mucho afecto; yo admiro su alta cultura y su noble corazón; pero, justamente por eso, no puedo ni quiero ocultarle a usted la verdad. ¡Amigo mío, usted está enfermo! Perdóneme, querido amigo; pero hace mucho que lo vengo advirtiendo. Además, todo el mundo lo ha notado ya. El doctor Jobotov acaba de decirme que usted necesita, a toda costa, descansar y distraerse un poco. Y tiene razón. Ahora bien; yo espero para de aquí a unos días un permiso, y me propongo hacer un viajecito. ¿Quiere usted acompañarme? ¡No, no, no me diga que no! Si es usted realmente mi amigo, acéptelo, se lo suplico. ¡Ya verá usted qué viaje más interesante.
Ragin, tras una corta reflexión, dijo:
—Gozo de perfecta salud. Lo lamento de veras; pero ahora no podría yo salir de aquí. Permítame usted que le pruebe mi amistad de algún otro modo.
Emprender un viaje sin ningún objeto preciso, sin ninguna razón; renunciar por algún tiempo a sus libros y a sus costumbres, era para él cosa estúpida y fantástica. Pero, acordándose entonces de lo que acababa de pasarle hacía pocas horas en la alcaldía, cayó en que quizá seria conveniente abandonar por algún tiempo aquel pueblo, en que los vecinos habían dado en creerlo loco.
—Y ¿adónde se propone usted ir?
—A Moscou, a Petersburgo, a Varsovia... En Varsovía he pasado yo cinco años, que considero como los mejores de mi vida. Es una ciudad admirable. ¡Vamos, amigo mío, se lo ruego; venga usted conmigo!
Una semana después le propusieron al doctor Ragin que descansara; en otros términos, que dimitiera. Recibió esta proposición con una indiferencia absoluta.
Y a la semana siguiente, en compañía de Mijail Averianich, se dirigía a la próxima estación del ferrocarril.
Tenían que hacer 200 verstas en coche. El tiempo era fresco y luminoso; el cielo estaba azul. En el horizonte se alcanzaba a ver claramente el bosque de pinos que limitaba la llanura. El viaje hasta la estación duró un par de días con sus noches. Dormían en los paraderos, y allí Mijail Averianich juraba y amenazaba:
—¡Silencio, bribones!—gritaba brutalmente a los cocheros y a la gente de las posadas.
Durante todo el trayecto fué hablando de sus viajes por Polonia y el Cáucaso. ¡Admirables aventuras! ¡Historias fantásticas! Sus interminables relatos fatigaban y molestaban al doctor.
En el ferrocarril, por economía, viajaron en tercera, en el vagón de no fumadores. Mijail Averianich trabó relaciones poco a poco con todos los viajeros. Pasaba de uno a otro banco, y tronaba contra el desorden de los ferrocarriles, contra la administración y las tradiciones bárbaras. En suma: que el mejor modo de viajar era ir a caballo.
—Aquí donde ustedes me ven, yo he hecho millares de kilómetros a caballo sin fatigarme; es una verdadera delicia.
Y se animaba, se sentía arrebatado, alzaba la voz, gesticulaba, no dejaba hablar a nadie; ya, se encolerizaba; ya, reía a carcajadas. El doctor estaba cada vez más fatigado. «¿Cuál de los dos es más loco—pensaba—. Yo, que procuro no molestar a nadie; o este egoísta, que se cree más inteligente y más interesante que todos, y a todos cansa?»
En Moscou, Mijail Averianich se plantó su uniforme de oficial retirado: los pantalones y el gorro. Los soldados le hacían el saludo reglamentario, y él se sentía feliz. Molestaba al doctor con su aire de viejo gentilhombre lleno de presunción. Siempre muy exigente con los humildes, a todos los injuriaba y se hacia servir hasta cuando no le hacía falta.
—¡Dame los fósforos!—le gritaba al lacayo, aunque los tenía al alcance de la mano.
Andaba por el cuarto del hotel en camisa y en calzones delante de las criadas, como si éstas no existiesen para él. Tuteaba a todos los servidores, aun a los viejos, y, cuando se disgustaba, les llamaba imbéciles e idiotas. El pobre doctor encontraba todo esto muy desagradable, y sufría mucho.
El día mismo de la llegada a Moscou, Mijail Averianich lo llevó a la iglesia en que está el famoso icono Iverskaya. Se arrodilló, recitó sus oraciones piadosamente, puso la frente en las losas del suelo, y cuando, por fin, se levantó, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Se puede ser descreído—exclamó—; pero, sin embargo, esto es un consuelo. Se siente uno desahogado después de la oración. Hágame usted el favor de poner sus labios sobre ese icono.
El doctor, muy confuso, hizo lo que el otro le indicaba. Mijail Averianich todavía recitó otra plegaria, y, después, contento de sí mismo, sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.
Después visitaron el Kremlin, donde admiraron al Rey-Cañón y a la Reina-Campana, y aun los tocaron con sus manos.
También fueron a la célebre catedral del Salvador y al museo de Rumiantzev.
Cenaron en una de las fondas más nombradas Mijail Averianich examinó detenidamente el menú, acariciándose sus blancas patillas, y dijo con tono de gran conocedor habituado a las fondas elegantes, dirigiéndose al jefe del servicio:
— ¡Bien, caballerito, vamos a ver qué tal lo hace usted hoy!
El doctor seguía a su compañero con la mayor docilidad, observaba, comía, bebía, pero sin gusto ni apetito. Mijail Averianich le era cada vez más pesado y molesto. Hubiera querido quedarse solo, aunque fuera una hora; pero el otro se creía en el deber de no perderlo de vista un solo instante, y de procurarle distracciones. Cuando ya no les quedaba nada que ver, procuraba divertirlo con sus relatos.
Al tercer día de Moscou el doctor se sintió tan fatigado, que declaró a su amigo que estaba algo enfermo y prefería quedarse en el hotel todo el día.
—Entonces me quedaré con usted—dijo el otro—. Después de todo, tiene usted razón: nos hemos fatigado mucho.
Y se quedó acompañándole.
El doctor se echó en el canapé, se volvió hacia el muro, y apretando los dientes, dejaba pasar el chaparrón de los cuentos de su amigo. Éste, gritando y gesticulando, le aseguraba que Francia acabaría por aplastar, tarde o temprano, a Alemania; le decía que en Moscou hay un verdadero ejército de ladrones, y afirmaba que los caballos rusos son mucho mejores que los extranjeros. Al doctor le dolía la cabeza, y la voz de su amigo le irritaba más por instantes; pero, con todo, no se atrevía a pedirle que lo dejara solo o que se callara. Por fortuna, al cabo de un rato Mijail Averianich se aburrió y se fué a la calle.
Contentísimo se sintió el doctor de quedarse solo. ¡Qué felicidad estarse tumbado en el diván, sin moverse y sin que le molestara la interminable charlatanería de su amigo! La soledad es condición indispensable de la felicidad. El ángel caído ha traicionado a Dios, seguramente, por cuanto aspiraba también a la soledad, de que están privados los ángeles. Hubiera querido pensar en otra cosa, pero su pensamiento estaba como prendido a Mijail Averianich. «Sólo por amistad para mí—se decía—ha emprendido este viaje; y por amistad también no puede dejarme tranquilo y me fastidia con su charlatanería. Es bueno, es generoso; pero es insoportable, muy superficial y ligero. Junto a él cualquiera podría volverse loco a la larga.»
Los días siguientes, pretextando no sentirse bien, el doctor lograba quedarse en el hotel. Se pasaba horas enteras tumbado en el diván, encantado, cuando su amigo estaba ausente, y mortalmente aburrido cuando su amigo paseaba por la estancia charlando sin parar, a su modo.
—Esta, esta es la vida real, estos los sufrimientos de que Gromov me hablaba—se decía—. Y tenía razón; por muy filósofo y muy estoico que uno sea, no se puede menos de preferir la calma y la dicha a los sufrimientos.
Y sentía unos deseos ardientes de volverse cuanto antes al pueblo.
En Petersburgo se repitió la misma historia; se pasaba días enteros sin salir del hotel, y sin levantarse del diván más que para beber un vaso de cerveza.
Mijail Averianich estaba impaciente por ir a Varsovia.
—¡Pero, amigo mío, a mí nada se me ha perdido en Varsovia!—decía el doctor con voz implorante—. Vaya usted solo, y yo volveré a mi casa; se lo ruego.
—¡No, no y no!—protestaba Mijail Averianich—. Varsovia es una ciudad única, admirable. Es necesario que usted la vea y la juzgue. Allí he pasado yo los cinco años mejores de mi vida.
El doctor no tuvo bastante voluntad para resistir, y se dejó llevar a Varsovia.
En Varsovia casi no salía del hotel; se pasaba los días en el diván, disgustado de sí mismo y disgustado de Mijail Averianich, y aun de la servidumbre, que se obstinaba en no entender el ruso. En tanto, su amigo recorría la ciudad buscando a sus antiguos conocimientos, y parecía divertirse mucho. A veces, dormía fuera. Un día volvió al hotel a la madrugada, con el cabello en desorden, muy agitado y rojo. Estuvo mucho tiempo midiendo la estancia con pasos nerviosos y balbuceando algo entre dientes, y de pronto, deteniéndose, exclamó:—¡El honor sobre todo!
Y volvió a pasear. Después, llevándose las manos a la cabeza, y con trágico acento:
—¡Sí, el honor sobre todo! Maldito sea el instante en que concebí el funesto proyecto de visitar esta Babilonia! ¡Ay amigo mío, merezco que usted me desprecie; he jugado, y he perdido! ¡Présteme usted quinientos rublos!
El doctor sacó el dinero y se lo dió. Mijail Averianich, siempre rojo de vergüenza y de cólera, murmuró algunas palabras de agradecimiento, juró algo por su honor, se plantó en la cabeza el gorro militar, y salió. Volvió dos horas después, y tumbándose en el sillón, lanzó un gran suspiro y dijo:
—¡El honor se ha salvado! Vámonos, amigo mío. No quiero permanecer un solo minuto más en esta maldita ciudad. Aquí no hay más que canallas, ladrones y espías.
Y cuando, en efecto, entraban otra vez en su pueblo, el otoño se acercaba a su fin y las calles tenían una espesa capa de nieve.
La plaza de Ragin estaba ya ocupada por el joven doctor Jobotov, el cual, en tanto que su predecesor se mudaba, seguía viviendo en su antigua casa con la misma mujer fea a quien daba por cocinera suya. Se contaban de él cosas pintorescas; por ejemplo, que la mujer había tenido una violenta disputa con el administrador, y que éste se había visto obligado a pedirle perdón de rodillas.
El doctor se puso inmediatamente a buscar nuevo alojamiento.—Amigo mío—le dijo el director de Correos—, permítame una pregunta indiscreta: ¿Cómo anda usted de fondos?
El doctor contó su dinero, y respondió:
—Tengo 86 rublos.
—No, no le pregunto a usted eso— explicó Mijail Averianich—. No le pregunto a usted que cuánto lleva en el bolsillo, sino que cuánto posee usted en general...
—Ya le digo a usted que 86 rublos.
—;Cómo! ¿Pero es todo?
Mijail Averianich, aunque consideraba al doctor como hombre leal y honrado, le suponia un capital no menor de unos 20.000 rublos. Al averiguar que su amigo no tenía nada, ni siquiera para los gastos más indispensables de la vida, no pudo contener sus lágrimas y lo abrazó efusivamente.
El doctor Ragin se instaló en una casita de tres ventanas. Sólo tenia tres piezas, sin contar la cocina. Dos ocupaba el doctor, y la otra su cocinera Daria, la propietaria de la casita y sus tres hijas. A veces solía venir también a pasar allí la noche el amante de la propietaria, un mujik que siempre estaba borracho. Pedía que le dieran vodka; gritaba, amenazaba. Y el doctor, compadecido, se traía consigo a los niños, que lloraban de miedo, los acostaba sobre el suelo, y parecía complacerse en cuidar de ellos.
Como de costumbre, se levantaba a las ocho, tomaba el té y se ponía a leer sus antiguos libros y revistas; ya no tenía dinero para comprar más. Pero tampoco le interesaba tanto como antes la lectura, sea que ya conociera los libros, sea que ya no estaba en el mismo gabinete y la misma butaca. Para matar el tiempo, se puso a redactar el catálogo minucioso de su biblioteca, y pegaba etiquetas a los volúmenes, y hacía inscripciones en ellos. Este trabajo monótono y mecánico le resultaba más interesante que la lectura; al hacerlo, no pensaba en nada, y el tiempo pasaba sin sentirse. A veces se estaba en la cocina toda una hora, ayudando a Daría a mondar patatas. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie, junto al muro, oía el canto del coro, evocaba en su memoria las imágenes pasadas de su infancia, de su adolescencia y de los últimos años. Y sentía que una dulce y melancólica serenidad invadía su alma, semejante al crepúsculo de las tardes de estío. Al salir de la iglesia, se iba lamentando que la misa hubiera sido tan breve.
Dos veces fué a visitar, en la sala número 6, al enfermo Qromov, pero se lo encontró de muy mal humor y en un estado insoportable. Gromov le dijo que ya estaba aburrido de oírle hablar, y que lo dejara en paz. Por todos los sufrimientos y desgracias de que los hombres le habían causado, sólo quería una compensación: una celda diminuta para él solo. No quería ver a nadie, y las conversaciones no hacían más que exasperarlo.
Cuando el doctor, antes de marcharse, le deseó las buenas noches, Gromov le gritó con rabia:
—¡Vaya usted al diablo!
Y el doctor, aunque muy deseoso de volver a visitarlo, ya no se atrevía.
Estaba aburridísimo. Después de comer se pasaba las horas echado en el diván, vuelto a la pared, pensando en tonterías, a pesar de cuantos esfuerzos hacía para alejar de sí pensamientos tan mezquinos. Se sentía ofendido por la municipalidad que le había despedido, después de más de veinte años de servicio, sin concederle siquiera un pequeño auxilio pecuniario. Verdad es que él no se consideraba un servidor honrado y fiel; verdad que descuidaba el servicio; pero, ¿acaso se distingue entre los buenos y los malos servidores, en materia de pensiones y retiros? No, señor; se les conceden a todos, sin atender a sus cualidades morales o aptitudes técnicas. No había, pues, derecho a hacer con él una excepción.
Ya no tenía dinero. Le debía a la dueña de la casa, y hasta evitaba encontrarse con ella; le debía al tendero, y trataba de pasar disimulado frente a la tienda. Sólo de cerveza debía 32 rublos. La fiel Daría se había puesto a vender, a escondidas, los trajes viejos y libros viejos del doctor, y le aseguraba a la propietaria que su amo esperaba de un momento a otro una suma importante.
No podía perdonarse el haber gastado en aquel absurdo viaje los 1.000 rublos que constituían sus economías y dinero que le hubiera bastado por lo menos para todo un año.
¡Y si al menos lo dejaran vivir en paz! Pero todos se creían obligados a molestarlo con sus visitas. De cuando en cuando también iba a verlo Jobotov. El viejo doctor detestaba cordialmente a su joven colega; le hacía mal aquella cara contenta, aquel tono de voz condescendiente, aquellas botas altas, aquellas maneras tan bruscas, y hasta la palabra «colega» que el otro se complacía en repetir a cada instante. Y lo más intolerable es que Jobotov se consideraba obligado a velar por la salud de Ragin, y siempre llegaba cargado de bromuro y de píldoras.
También el director de Correos se creía en el deber de visitar a su amigo y procurarle distracciones. Siempre entraba a casa de éste fingiendo una alegría desbordante; se reía a carcajadas y aseguraba al doctor que tenía muy buena cara y lo encontraba muy mejorado. El doctor lo comprendía todo, y aquella risita fingida del amigo lo incomodaba y lo ponía nervioso.
Mijail Averianich no había podido aún devolverle los 500 rublos de Varsovia, y estaba muy apenado; naturalmente, el doctor nunca le hablaba de la deuda. Las visitas de Mijail Averianich se le hacían cada vez más insoportables. Ante sus risas y sus anécdotas inacabables se sentía con ganas de taparse las orejas.
Durante estas visitas, el doctor permanecía echado en el diván sin desplegar los labios, con los ojos cerrados y la boca apretada, lleno de rabia. Para dominarse, acudía a sus doctrinas filosóficas: se decía que, más o menos tarde, Jobotov, Mijail Averianich y él mismo desaparecían del mundo, sin dejar ni rastro de su vida; que no sólo ellos, sino la vida misma desaparecería también del planeta, y que, al cabo de un millón de años, la tierra tendría el aspecto de un desierto. La cultura, la moral, las leyes humanas, todo quedaría reducido a la nada. ¿Qué importancia podían, pues, tener aquellas minúsculas preocupaciones materiales, aquel Jobotov, aquel Mijail Averianich, y las incomodidades que le causaban? Todo era pasajero, como una ráfaga de viento.
Pero tales razonamientos no lograban devolverle la calma. Apenas se imaginaba el desierto que será la tierra dentro de un millón de años, cuando le parecía columbrar, detrás de una roca, al joven doctor Jobotov con sus botas altas y sus cajas de píldoras, o a Mijail Averianich con su risita artificial y sus promesas, hechas en voz baja y como muy apenado, sobre la próxima devolución de los 500 rublos.
Un día que el doctor estaba, como de costumbre, recostado en el diván, llegaron, casi al mismo tiempo, Jobotov y Mijail Averianich. Ragin se incorporó y se sentó, apoyándose pesadamente en el diván.
—¡Hombre—le dijo Mijail Averianich—, hoy tiene usted una cara excelente! Hoy sí que me da gusto verlo.
—Sí, querido colega, ya es tiempo de restablecerse—añadió Jobotov con un bostezo—. Yo creo que usted mismo lo estará deseando ya también.
—Sí, ahora los progresos se van a notar día por día—añadió con alegre voz Mijail Averianich—. Todavía hemos de vivir cien años. ¿No es verdad, querido amigo?
—Cien años sería mucho pedir, pero le garantizo unos veinte más—declaró Jobotov—. Y, sobre todo, querido colega, mucha calma. Todo irá bien, ya lo verá usted.
—Sí, todo irá bien—repitió Mijail Averianich, dándole al doctor un golpecito en la rodilla—. Todavía vamos a tener tiempo de correr juergas. ¡Ja, ja, ja! El verano entrante iremos juntos al Cáucaso y haremos excursiones a caballo por el monte. Y luego, de vuelta del Cáucaso, tal vez, tal vez casaremos al amigo...
Y guiñó maliciosameste los ojos.
—¿Eh? ¿Usted qué opina? ¿No es una buena idea? ¿Por qué no? Ya le encontraremos novia digna, y... ¡vivan los novios!, ¡vivan los recién casados!
El viejo doctor sintió de pronto que la rabia lo ahogaba.
—¡Es intolerable lo que están ustedes diciendo!—declaró levantándose bruscamente y poniéndose junto a la ventana—. ¿No se dan ustedes cuenta de que esas bromas son de muy mal gusto, son repugnantes?...Hubiera querido continuar en tono moderado y cortés, pero la rabia se apoderó de él por completo. Y súbitamente, sin darse cuenta, estremeciéndose todo, rojo de ira, cerró los puños y dijo con voz furibunda:
—¡Déjenme en paz! ¡Largo de aquí! ¡Fuera de aquí los dos!
Jobotov y Mijail Averianich se levantaron de un salto, mirándole con terror.
—Largo de aquí!—siguió gritando el doctor—. ¡Estúpidos, imbéciles! ¡No quiero la amistad ni los cuidados de ustedes! ¡Los aborrezco, no puedo soportarlos ya!
Jobotov y Mijail Averianich, cambiándose miradas significativas, retrocedieron hasta la puerta y salieron al vestíbulo. Ragin cogió de sobre la mesa un frasco de bromuro y lo lanzó sobre los visitantes. El frasco fué a romperse en el cuadro de la puerta.
—¡Al diablo los dos!—exclamó con voz casi llorosa, siguiéndolos al vestíbulo—. ¡Al diablo! Y que no los vea yo más por aquí.
Cuando salieron se acostó en el diván, temblando como si tuviera fiebre, y repitiendo siempre:
—¡Imbéciles, estúpidos!
Después se calmó un poco; se dijo que había hecho mal en injuriar de aquel modo al pobre de Mijail Averianich, que, probablemente, estaría a esas horas afligidísimo. Tuvo crueles remordimientos, le pareció que lo que acababa de hacer no era propio de un hombre serio. ¡Vaya una filosofía la suya! ¡Vaya una altivez ante los sufrimientos!No pudo dormir en toda la noche. A la mañana siguiente, a las diez, ya estaba en la oficina de Correos, pidiendo perdón a Mijail Averianich.
Este estaba muy conmovido.
—No se hable más de eso, querido amigo—le decía, estrechándole efusivamente la mano—. Olvidemos esa diferencia insignificante.
Y dirigiéndose a uno de sus empleados, le ordenó, con voz estentórea que todos se echaron a temblar:
—¡A ver, una silla para el doctor, pronto!
Después, dirigiéndose a una mujer que le alargaba un sobre por la ventanilla, exclamó:
—¡Espera! ¿No ves que estoy ocupado?
—Sí, amigo mió—continuó, volviéndose al doctor—, no hablemos más del caso de ayer. Siéntese usted, se lo ruego.
Se acarició sus magnificas patillas blancas, y prosiguió así:
—Ni siquiera he tenido la idea de guardarle a usted el menor rencor. Cuando un hombre está enfermo, no hay que ser muy exigente con él. Naturalmente, el acceso de cólera de usted nos asustó un poco, y el doctor Jobotov y yo hemos estado hablando del caso. Oigame, querido doctor: es necesario que se atienda usted bien y a conciencia. Perdóneme, pero debo hablarle con la mayor franqueza: usted vive en condiciones muy poco favorables. Su casa es pequeña, sucia; nadie lo cuida a usted; además, le faltan a usted los medios necesarios. ¡Yo se lo ruego, querido amigo! El doctor Jobotov y yo, los dos, se lo rogamos a usted encarecidamente; váyase al hospital. Allí podrá usted seguir un régimen, allí tendrá usted quien lo cuide. El doctor Jobotov, aunque sea hombre mal educado—sea dicho para entre nosotros—, conoce su oficio. Puede uno tener en él plena confianza. El me ha dado su palabra de honor de ocuparse seriamente de la enfermedad de usted.
El pobre viejo se sintió impresionado ante el tono sincero de de Mijail Averianich, y le brotaron las lágrimas.
—No lo crea usted, mi buen amigo—dijo con voz suplicante—. Le engañan a usted. No estoy enfermo. Toda mi enfermedad proviene del hecho de que durante veinte años no he encontrado aquí más que un hombre inteligente, y ¿quién? ¡un loco! El hospital no me servirá de nada. Por lo demás, hagan ustedes de mí lo que quieran.
—¡Vamos! Consienta usted en irse al hospital.
—Me da igual; lo mismo me iría al sepulcro.
—Prométame usted seguir siempre las indicaciones del doctor Jobotov.
—Se lo prometo a usted; pero conste que entre todos me llevan ustedes a la perdición. Sí; estoy perdido, y tengo el valor de no ocultarme la verdad. Estoy como encerrado en un circulo fatal, del que nunca podré salir.
—¡Vamos, vamos; ya verá usted cómo se cura muy pronto!
—¡Quite usted!— dijo el doctor con cierta impaciencia—-. Por lo demás, todos pasamos por esto al final de nuestros días. Si le dicen a usted que su corazón no funciona regularmente, que hay algún obstáculo en sus pulmones, o que sus ideas andan mal y que es fuerza ponerse en cura; en suma, si tiene usted la desgracia de atraer sobre sí la atención de los demás, dése usted ya por perdido: ya ha caído usted en un círculo vicioso sin salida posible. Ya no saldrá usted nunca de allí. Todos sus esfuerzos serán inútiles. Mientras más haga usted por escapar, el círculo se estrechará más y más. No le quedará a usted más que capitular, rendirse, confesar su impotencia, porque ya no hay salvación posible.
A todo esto, el público comenzaba a agolparse en las ventanillas, manifestando impaciencia. Al darse cuenta, el doctor se levantó y se despidió de su amigo.
—Entonces, ¿me da usted su palabra de honor de seguir mi consejo?—dijo Mijail Averianich.
—Sí.
Aquel mismo día, antes de cenar, el doctor recibió inesperadamente la visita de Jobotov.
— Querido colega, tengo que pedirle a usted algo—dijo éste, como si nada hubiera pasado entre ellos la víspera—. Quisiera que me acompañara usted a ver un enfermo. Me haría usted un favor muy grande.
Ragin, figurándose que Jobotov trataba de distraerlo un poco o proporcionarle el medio de ganar algo, aceptó. Se vistió, pues, y salieron juntos a la calle. El viejo se felicitaba de aquella ocasión que le permitiría pedirlo a Jobotov perdón por lo de la víspera, y aun estaba algo conmovido ante la nobleza de éste, que no había querido decir una sola palabra sobre aquella enojosa escena.—¿Dónde está su enfermo?
—En el hospital. Hace mucho que deseo consultarle a usted sobre este caso: es un caso muy interesante.
Entraron al patio del hospital, y, salvando el edificio central, se dirigieron hacia el pabellón donde está la sala núm. 6.
Ambos caminaban en silencio.
Al pasar por el vestíbulo, Nikita, como de costumbre, se puso en pie de un salto y les saludó.
—Uno de estos enfermos tiene una complicación inesperada—dijo Jobotov en voz baja, abriendo la puerta de la sala núm. 6—. Parece que hay algo en los pulmones. Espéreme usted aquí un poco. Voy a buscar mi estetoscopio. Y
salió.
La sala estaba ya muy oscura. Gromov estaba acostado en su cama, con la cara hundida en la almohada. Su vecino, el paralítico, estaba sentado, inmóvil, llorando en voz baja. Los otros parecían dormir. Había un silencio profundo.
El doctor Ragin estaba sentado en la cama de Gromov, y esperaba, esperaba. Pero Jobotov no volvía. A la media hora entró Nikita, trayendo consigo vestidos, ropa interior y pantuflas.
—Tenga usted la bondad de desnudarse y ponerse esto, señor doctor—dijo en voz baja—. Allí está la cama para usted—. añadió, señalando una cama vacia, que, probablemente, habían colocado allí aquel mismo día—. Pronto estará usted bueno y sano, puede usted estar seguro.
El doctor lo comprendió todo. Sin pronunciar una sola palabra, se dirigió a la cama indicada por Nikita y se sentó. Viendo que Nikita esperaba, se desnudó hasta quedarse completamente desnudo, y después se puso lo que Nikita le había traído. Los calzones le quedaban muy cortos; la camisa, muy larga; la bata olía a pescado podrido.
—Ya verá usted qué pronto se cura—repitió Nikita.
Después tomó el traje y la ropa de Ragin, y se salió por donde había venido, cerrando tras de sí la puerta.
—Lo mismo me da— pensaba Ragin al envolverse en la bata, sintiendo que con aquellas vestiduras parecía un prisionero—. Lo mismo me da llevar un frac, un uniforme o una bata de loco.
Pero, ¿dónde diablos está su reloj? ¿Y su cuaderno de notas? ¿Y sus cigarrillos? ¿Adonde habrá metido Nikita sus cosas?
Y comprendió entonces que aquello había terminado para siempre; que ya nunca, hasta la muerte, podría ponerse pantalones, chaleco ni botas. Experimentó una sensación extraña, confusa, incómoda. Naturalmente, siguió pensando que entre su casa y la sala número 6 no había diferencia fundamental ninguna; que los sufrimientos no son sino ilusorios, y que no existen para los verdaderos filósofos. Pero, con todo, se puso a temblar, y sintió frío en las piernas y en los brazos. Pensó, con espanto, que pronto despertaría Gromov y lo encontraría en aquel traje. Dio algunos pasos. Se sentó otra vez en la cama.
Pasó media hora, una hora. Silencio de muerte, un tedio mortal se apodera de su alma. ¡Y pensar que hay quienes se pasan aquí días enteros, semanas, años! Puede uno dar algunos pasos, mirar por las ventanas, sentarse en la cama, ¿y nada más? No; ¡es imposible!
Se acostó; pero se incorporó al instante, y enjugó el sudor frío de su frente con la manga de la bata. Sintió aun más penetrante el olor de pescado podrido. Y se puso a pasear, inquieto, por la sala.
—Es una equivocación—se dijo—; hay que hacerles ver que es una equivocación, y que no puede continuar...
En este instante Gromov despertó. Se sentó, escupió, y echó sobre el doctor una mirada indiferente. Tal vez no comprendió de pronto lo que pasaba. Pero, un instante después, su cara se anima con una expresión de alegría perversa e irónica.
—¡Vaya, vaya! ¿Usted aquí? ¿Conque también a usted me lo han encerrado? ¡Cuánto me alegro! Sea usted bienvenido. Hasta ahora era usted el verdugo. Ahora le toca a usted ser la víctima. ¡Muy bien! ¡Muy requetebién!
—Es una equivocación—dijo Ragin asustado por las palabras de Gromov—. Le aseguro a usted que es una equivocación.
Gromov escupió otra vez, y volvió a acostarse.—¡Maldita vida!—gruño—. Y lo peor es que no recibirá uno la menor recompensa por sus sufrimientos. No; el crimen no será castigado como en las novelas virtuosas. Nuestra única recompensa será la muerte, nos arrastrarán entonces como a las bestias que revientan en mitad de la calle, y nos arrojarán a la fosa. ¡Ay Dios mío! No es una esperanza muy risueña, realmente. ¡Si al menos pudiera uno volver del otro mundo para vengarse de los verdugos!...
Se abrió la puerta, y el judío Moisés entró en la sala. Habiendo visto al doctor, se le acercó, y, tendiéndole la mano, le dijo:
—¡Dame un copeck!
Ragin se acercó a la ventana y se puso a mirar el campo. Ya había entrado la noche. En el horizonte se alzaba, rojo, el disco de la luna. A unos doscientos metros del hospital se veía un gran edificio blanco, rodeado de un muro de piedra. Era la prisión.
—He aquí la vida real—se dijo Ragin.
Y se sintió presa de un terror indecible. Todo le inspiraba terror: el hospital, la cárcel, el muro, los fulgores lejanos de altos hornos que se descubrían en el horizonte.
Alguien, detrás de él, suspiró en este instante. Volvió la cabeza: era uno de los enfermos. Llevaba sobre el pecho condecoraciones y estrellas de hojalata; sonreía y las contemplaba con orgullo. El doctor retrocedió asustado. Para tranquilizarse un poco, procuraba convencerse de que todo aquello carecía de importancia; que él, y todos los vecinos de la ciudad, pronto habían de desaparecer del haz de la tierra, lo mismo que el hospital y la cárcel, sin dejar rastro; que hay que acostumbrarse a considerar esta pobre realidad con criterio de filósofo, poniendo la mente más allá de todas las miserias humanas. Pero, mientras esto reflexionaba, una sorda desesperación le iba invadiendo. Asió con ambas manos las rejas de la ventana, y trató de sacudirlas con toda su fuerza. La reja era sólida; no cedió.
Quiso dominar su terror sentándose en la cama de Gromov.
—Amigo mío—dijo a media voz—, siento que me abandonan las fuerzas. Y se enjugó el sudor frío de las sienes.
—¿Y su famosa filosofía?—le dijo Gromov irónicamente.
—Sí; tal vez tenga usted razón. Pero hace usted mal en burlarse de mí; soy digno de lástima. La realidad es muy cruel. Nosotros, la gente ilustrada, somos siempre algo filósofos; pero, al primer choque de la realidad, perdemos toda nuestra altivez filosófica. No tenemos fuerza para resistir; capitulamos muy pronto.
Hubo una pausa de unos minutos. Ragin tuvo sed; a esa hora solía beber siempre cerveza. También tenia ganas de fumar.
—Voy a pedirles que nos traigan luz... Ya no puedo aguantar. Esta oscuridad me agobia.Se levantó y fué hacia la puerta. Al abrirla, tropezó con Nikita, que, cerrándole el camino, le dijo con aspereza:
—¿Adónde va usted? Está prohibido salir. Es hora de acostarse.
—Sólo quiero salir unos minutos a pasear en el patio—dijo tímidamente Ragin.
—No se puede, está prohibido. Bien lo sabe usted.
Y cerró la puerta ruidosamente.
—Vamos Nikita—protestó Ragin mesuradamente—. ¿Qué mal hay en que yo salga un instante? Déjame, te lo ruego; necesito salir un poco.
—¡Prudencia, prudencia; no turbar el orden establecido!—respondió Nikita con tono doctoral.
—¡Es intolerable!—dijo a esto Gromov, saltando de su cama—. ¿Qué derecho le asiste para tenernos aquí encerrados? La ley dice que nadie puede ser privado de su libertad sin ser condenado en juicio! ¡Esto es una violencia, es una injusticia insoportable! ¡Abajo los verdugos!
—¡Verdaderamente, es una injusticia!—dijo a su vez Ragin, alentado por la intervención de Gromov—. Necesito salir; no tienes, derecho a impedírmelo. ¡Te digo que me dejes salir!
—¡Entiendes, bestia estúpida!—gritó Gromov sobreexcitado, y dando en la puerta con los puños—. ¡O abres ahora mismo, o derribo la puerta!
—¡Abre!—gritó Ragin estremecido de cólera—. ¡Lo exijo!
—¡A callar!—respondió Nikita desde el otro lado—. ¡Calla, o verás lo que te ganas!—Anda di al doctor Jobotov que me haga favor de venir... un instante nada más.
— Mañana vendrá sin que lo llaméis. No vale la pena de molestarlo a estas horas.
—¡Dios mío, Dios mío!—gimió Gromov lleno de angustia—. ¡Nunca nos soltarán estos infames verdugos, nunca más! Aquí nos moriremos. ¿Y si realmente no hay vida futura, si no hay infierno, si no hay Dios que pueda castigar sus crímenes? ¿Quedarán impunes nuestros verdugos? ¡No; no puedo más! ¡El corazón se me revienta! ¡Abre, canalla! ¡Abre, te digo!
Y empujó la puerta con todas sus fuerzas.
—¡Abre, cobarde, asesino!
Entonces, Nikita abrió la puerta de golpe, dio un empellón al doctor, y luego le asestó un puñetazo en la cara.
Ragin sintió que una honda salada subía hasta su cabeza; sintió la boca llena de sangre. Nikita redobló todavía los golpes sobre la espalda del doctor. Gromov gritaba de rabia y de dolor; tal vez Nikita le estaba pegando también.
Después se restableció el silencio.
El reflejo pálido de la luna, a través de la ventana enrejada, proyectaba dibujos fantásticos sobre el suelo. Ragin estaba aterrorizado. Había metido la cabeza en la almohada y no se movía; no osaba mirar en torno suyo como si temiera nuevos golpes. Sentía como si le rascaran las entrañas con un cuchillo. Para contener su dolor y no gritar, mordía furiosamente la almohada.De pronto, entre el caos de sus confusos pensamientos, una idea terrible, insoportable, ardió en su cerebro lúgubremente; el mismo dolor, la misma rabia de que él se sentía poseído, dominaba también a todos aquellos desdichados, y los había torturado durante años y más años... ¡Y él, a cuyos cuidados habían estado todos confiados, no había hecho nada, absolutamente nada, por aliviar sus tormentos. ¡Allí había estado veinte años sin preocuparse, sin interesarse siquiera por los horrores de aquellas vidas!
Y su conciencia, brutal e implacable como Nikita, le atormentaba. Se levantó otra vez. Quería correr, gritar de rabia, matar a Nikita, a Jobotov, a todo el personal, y después matarse él mismo. Pero su lengua paralizada, sus piernas, no le obedecían. Sofocado, desgarró su bata y su camisa, y, al cabo, perdió el conocimiento y cayó en la cama.
A la mañana siguiente despertó con una tremenda jaqueca. Sentía todo el cuerpo quebrado; estaba sumergido en un marasmo absoluto.
No quiso comer ni beber; se quedó acostado sin moverse ni articular una palabra.
A mediodía, Mijail Averianich vino a verlo; le traía té y mermelada.
También vino su cocinera Daría. Se estuvo de pie junto a la cama por espacio de una hora, con una expresión aguda de compasión y de dolor.
Después vino el doctor Jobotov: le traía bromuro. Ordenó a Nikita que barriera un poco la sala.
Por la noche el doctor Ragin tuvo un ataque de apoplegía y falleció.
Al principio sintió náuseas. Sintió como si algo repugnante se apoderara de su cuerpo, invadiéndolo de pies a cabeza; era como una ola de agua sucia que le inundara hasta los ojos y las orejas. Comprendió entonces que el fin se aproximaba, y recordó que Gromov, Mijail Averianich y con ellos millones de hombres, creían en la inmortalidad. ¿Si de veras fuera el hombre inmortal?... Después vió desfilar ante sus asombrados ojos un tropel de ciervos, bellos y elegantísimos. Después, una mujer le dio una carta. Mijail Averianich, inclinándose sobre él, le dijo alguna cosa... Después, todo se desvaneció. Y el doctor Ragin exhaló el último suspiro.
Los criados lo cogieron por las piernas y los brazos y lo trasportaron a la sala mortuoria.
Allí estuvo el cuerpo expuesto sobre la mesa, toda la noche, con los ojos abiertos al fulgor de la luna.
A la mañana siguiente entró el enfermero, oró piadosamente y cerró los ojos de su antiguo jefe.
Al otro día enterraron al doctor Ragin. Fuera de Mijail Averianich y de Daría, nadie más lo acompañó al cementerio.