​La sala número seis​ (1920) de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Gusev
GUSEV


I

Las tinieblas se hacen mas espesas. Llega la noche.

Gusev, un soldado con la licencia absoluta, se incorpora en su litera y dice a media voz:

—Escucha, Pavel Ivanich; me ha contado un soldado que su barco se estrelló en aguas de la China, contra un pez tan grande como una montaña. ¿Es posible? Pavel Ivanich no contesta, como si no le hubiera oído.

El silencio reina de nuevo. El viento se pasea por entre los mástiles. La máquina las olas y las hamacas producen un ruido monótono; pero, habituado a él el oido desde hace mucho tiempo, casi no lo percibe, y diríase que todo, en torno, está, sumido en un sueño profundo.

El tedio gravita sobre los viajeros de la cámara hospital. Dos soldados y un marinero tornan enfermos de la guerra; se han pasado el día jugando a las cartas; pero, cansados de jugar, se han acostado, y duermen.

El mar parece algo picado. La litera en que está acostado Gusev, ora sube, ora baja, con lentitud, como un pecho anhelante. Algo ha sonado al caer al suelo, acaso una taza metálica.

— El viento ha roto sus cadenas y se pasea por el mar a su gusto — dice Gusev, el oído atento.

Ahora Pavel Ivanich no se calla, sino que tose y dice con voz irritada:

— ¡Dios mío, que bestia eres! Cuando no se te ocurre contar que un barco se estrelló contra un pez, dices que el viento ha roto sus cadenas, como si fuera un ser viviente...

— No lo digo yo, lo aseguran los buenos cristianos.

— Son tan ignorantes como tú. Hay que tener la cabeza sobre los hombros y no creer todas las tonterías one se cuentan. Hay que reflexionar y no acogerlo todo sin crítica, a ciegas.

Pavel Ivanich se marea. Cuando el mar no está tranquilo, está él de mal humor y se enfada por cualquier cosa. Gusev no comprende por qué se enfada tanto. No tiene nada de extraño que un barco se estrelle contra un pez, habiendo peces grandes como una montaña y con el lomo duro como el hierro; también es muy natural que el viento rompa sus cadenas. Hace mucho tiempo le dijeron a Gusev que en el extremo del mundo hay unas espesas murallas de piedra, a las que están atados los vientos, los cuales, a veces, rompen sus cadenas y se lanzan a través del mar, como perros rabiosos. Por otra parte, si los vientos no están sujetos con cadenas, ¿dónde se ocultan cuando el mar está en calma?

Gusev piensa durante largo rato en los peces como montañas, en las gruesas cadenas cubiertas de herrumbre. Después empieza a fastidiarse y se pone a pensar en su aldea, adonde ahora regresa después de cinco años de servicio en el Extremo Oriente. Su imaginación evoca un vasto estanque, cubierto de hielo y de nieve. A una de sus orillas hay un horno de vidrio, construido con ladrillos, y por cuya alta chimenea salen negras nubes de humo; a la orilla opuesta se desparraman las casas de la aldea.

Gusev se imagina estar viendo su casa. Su hermano Alexey, que se ha quedado al frente de ella en su ausencia, sale del patio en un trineo; le acompañan sus dos muchachuelos, Vania y Akulka, uno y otra con gruesas botas. Alexey está un poco borracho, Vania ríe, Akulka lleva un chal que casi le tapa la cara.

— ¡Pobres criaturas, qué frío deben de tener!—piensa Gusev—. ¡Virgen Santa, protégelos!

El marinero enfermo, junto a Gusev, tiene un sueño muy agitado y sueña en alta voz.

— ¡Hay que ponerles medias suelas a las botas!—exclama!—Si no, habrá que tirarlas.

La aldea natal se eclipsa en la imaginación de Gusev, sus pensamientos se embrollan. Ve de pronto una gran cabeza de buey sin ojos, trineos, caballos envueltos en un vaho espeso. Pero recuerda vagamente haber visto su casa, haber visto a los suyos, y siente una enorme alegría que estremece todo su ser.

— ¡Los he visto! ¡Los he visto!—murmura soñando, con los ojos cerrados.

Luego se incorpora bruscamente, abre los ojos y busca agua. Después de beber, torna a acostarse, y los sueños vuelven a empezar.

Así hasta el amanecer.


II
Las tinieblas se van dispersando y la cámara se ilumina. Al principio se ve el pequeño disco azul de la ventana circular; luego, Gusev empieza a distinguir a su vecino Pavel Ivanich, el cual duerme sentado (pues tendido se ahoga). Y tiene el rostro gris, la nariz larga y afilada, una exigua perilla y los cabellos largos. Sus ojos parecen enormes en su faz terriblemente enjuta. No es fácil precisar si es un intelectual, un comerciante, o, tal vez, un clérigo. A juzgar por su rostro y sus largos cabellos, se diría que es un frailecito de cualquier convento; pero, oyéndole hablar, se ve que no es fraile. Está gravemente enfermo, no hace más que toser, respira con dificultad y se halla tan débil, que habla con gran trabajo.

Gusev le mira largamente. Habiéndolo notado, Pavel Ivanich se vuelve hacia él y dice:

—Ahora lo comprendo... ¡Si, lo comprendo muybieni

— ¿Qué comprende usted, Pavel Ivanich?

— Hasta ahora me parecía incomprensible que todos vosotros, a pesar de vuestro grave estado, estuvierais en este barco, en condiciones higiénicas terribles, respirando una atmósfera impura, expuestos al mareo, amenazados a cada instante por la muerte. Ahora ya no me extraña. Es una mala partida que os han jugado los médicos. Os han metido en este barco para desembarazarse de vosotros. Estaban de vosotros hasta la coronilla. Ademas, no sois para ellos enfermos interesantes, puesto que no les pagáis. Y no querían que murieseis en el hospital, pues eso siempre causa mala impresión. Para desembarazarse de vosotros necesitaban, por depronto, no tener escrúpulos, y, después, engañar a la administración del barco. Y lo han conseguido; entre cuatrocientos soldados sanos se puede muy bien hacer pasar inadvertidos a cinco soldados enfermos. Una vez a bordo, se os ha mezclado con los sanos, sin notar lo enfermos que estáis, y ya el barco, en marcha, se ha caído en la cuenta, como era natural, de que sois todos paralíticos y tísicos en último grado; pero ya demasiado tarde.

Gusev no comprende el sentido de las palabras de Pavel Ivanich. Creyéndole enojado con él, le dice para justificarse:

— Yo no tengo la culpa; me he dejado embarcar alegrándome mucho de irme a mi casa.

- ¡Es escandaloso!—continúa Pavel Ivanich. Demasiado sabían que no soportaríais el viaje, y no les ha dado vergüenza embarcaros. Supongamos que sorportáis el viaje hasta el Océano Indico; pero, ¿y después?... ¡Y pensar que habéis hecho cinco años de servicio! ¡De este modo se os recompensa!

Pavel Ivanich, con rostro airado y ahogada voz, dice:

— Debía contarse esta marranada en los periódicos. Sería una buena lección para esos canallas.

Los dos soldados y el marinero enfermos se han despertado y se han puesto a jugar a las cartas. El marinero sigue en la cama, los soldados están sentados junto a él en el suelo, en posturas incómodas. Uno de ellos tiene la mano y el brazo derechos vendados, y se vale de la flexión del codo para sujetar los naipes.

El barco es sacudido impetuosamente por las olas, lo cual impide levantarse a tomar el té.

— ¿Has sido ordenanza durante tu servicio militar?—pregunta Pavel Ivanich a Gusev.

— Sí.

— ¡Dios mío!—se lamenta Pavel Ivanich—. Arrancan a un hombre de su casa, le transportan a quince mil kilómetros, le privan de las fuerzas y de la salud. ¡Y todo para servir de criado a cualquier oficial! ¡Qué cochinería!

— Yo, Pavel Ivanich, no puedo quejarme. No tenía mucho trabajo: por la mañana limpiaba las botas, hacía el té, barría el cuarto, y se acabó. No tenía ya nada que hacer. Mi oficial estaba todo el día ocupado en dibujar planos, y yo disponía de mi tiempo: podía leer, pasearme, charlar con los amigos. No, decididamente, no puedo quejarme.

— ¡Es natural! Tu oficial dibujaba planos y tú te fastidiabas a quince mil kilómetros de tu aldea, desperdiciando tus mejores años de la manera más estúpida. Desperdiciabas tu vida, ¿comprendes?

Y el hombre sólo tiene una vida. La vida no se repite.

— ¡Es verdad, Pavel Ivanich!— dice, Gusev, que no comprende sino de una manera muy vaga el razonamiento de su vecino—. Pero si uno cumple su deber a conciencia, como hacía yo, no tiene nada que temer. Los jefes son gentes instruídas y están al tanto de las cosas. A mí nunca me han castigado. Y no me han pegado casi nunca. Que yo recuerde, una vez nada más. Mi oficial me dio una porción de puñetazos.

— ¿Por qué?

— Porque yo les pegué a unos chinos. Soy muy reñidor, Pavel Ivanich. Un día cuatro chinos entraron en el patio de casa. Creo qué venían a buscar trabajo. Pues bien, para pasar el rato, me puse a pegarles. A uno de ellos le abofoteé hasta hacerle sangre... Ni yo mismo sé por qué lo hice. Mi oficial, que lo vio por una ventana, me dio una buena lección.

— ¡Dios mío, qué estúpido eres! ¡Me das lástima!—dice con voz débil Pavel Ivanich! —¡Nada comprendes!

Con el ímpetu del oleaje, ha ido aumentando la debilidad de Pavel Ivanich. Su cabeza, inerte, tan pronto se inclina hacia atrás, como cae sobre su pecho. Tose cada vez con más fuerza.

Tras una corta pausa, pregunta:

— ¿Y qué te habían hecho los chinos? ¿Por qué les pegaste?

—No sé... Estaba muy aburrido.

El silencio reina de nuevo. Los dos soldados y el marinero juegan durante dos horas a las cartas, jurando e insultándose; pero, al fin, fatigados, tiran los naipes y se acuestan. Gusev cierra los ojos, y, evocados por su imaginación, ve otra vez su aldea y el trineo, con su hermano y sus hijos. La niña, orgullosa de sus botas nuevas, saca los pies fuera del trineo, para que las vea todo el mundo.

— ¡Qué tonta es!—piensa Gusev—. Y, sin embargo, tiene ya seis años. Más valía que me diera agua...

Luego ve a su amigo Andron en el camino cubierto de nieve. Lleva un fusil al hombro y una liebre muerta en la mano. Luego ve a Domna, su mujer, que está remendando una camisa y llorando desconsolada.

Se duerme, pero un ruido que viene de arriba, del puente, le despierta. ¿Qué ocurre? Una desgracia, acaso. Gusev aguza el oído, pero el ruido cesa. Muy cerca de él, los dos soldados y el marinero juegan de nuevo a las cartas. Pavel Ivanich sigue sentado, y sus labios se mueven, como si quisiera decir algo; pero no puede hablar.

Hace calor. Falta aire en la cámara baja y estrecha. Gusev tiene sed, pero el agua tibia le da asco. Las sacudidas del barco son cada vez más fuertes.

De pronto, uno de los soldados deja caer sus cartas y mira a los otros jugadores con una mirada estúpida.

—¡Un instante, amigos míos!— dice—. Esperad... yo...yo...

Y se tiende en el suelo.

Le miran, se miran: ¿Qué le pasa? Le llaman y no contesta.

—Vamos, Stepane, ¿qué tienes? ¿Te sientes mal?—le pregunta con ansiedad el soldado del brazo herido—. ¿Quieres que llamemos al cura?

—Toma un poco de agua. Te sentará bien— dice el marinero, acercándole una taza a los labios.

—Déjale— grita Gusev—. ¿Aun no te has enterado, imbécil?

—¿De qué?

—¿De qué? De que ya no respira. Se acabó. Está muerto. ¡Dios mío, que gente más bestia!


III

El mar está tranquilo; y Pavel Ivanich, de buen humor. No se enfada ya por cualquier cosa, la expresión de su rostro es alegre, irónica, burlona, y parece querer decir: «Escuchad, voy a contaros una cosa muy divertida, vais a desternillaros de risa.»

La ventanita circular está abierta, y la brisa suave acaricia la faz de Pavel Ivanich. Se oyen voces, ruido de remos. Bajo la ventanita alguien vocea aguda, desagradablemente, tal vez un chino que se ha aproximado en un bote.

— El barco ha hecho escala en algún puerto—dice Pavel Ivanich, sonriendo—. Un mes más y estaremos en Rusia. Sí, queridos señores, como ustedes la oyen. Yo me iré a Jarkov, directamente, desde Odessa. Allí tengo un amigo, un periodista. Iré a su casa y le diré: «Deja tus temas escabrosos relacionados con el sexo débil y el amor, deja de cantar las bellezas de la naturaleza; yo te daré un tema más interesante. ¡Zahiere sin piedad a la indecente bestia humana!»

Se queda sumido unos instantes en sus reflexiones, y dice:

—¿Sabes, Gusev, cómo se la he pegado?

—¿A quién?

—A los señores de la administración del barco. Mira, aquí no hay más que primera y tercera clase. En tercera sólo se admite a los mujiks. Si vas de americana y tienes alguna semejanza, aunque sea muy remota, con un señor o con un burgués, estás obligado a viajar en primera. ¡Y eso cuesta quinientos rublos, muchacho! La administración, ya ves, no puede permitir que un hombre que no es un mujik, viaje en compañía de los mujiks, fundándose en que se viaja muy mal. Pero, ¿y si yo no puedo pagar los quinientos rublos para tener el gusto de viajar en primera, entre los señores? Yo no he hecho negocios sucios, no he robado al Estado, no me he dedicado al contrabando, ¿cómo quieren ustedes que sea rico? Pero, naturalmente, a esos señores no les importa eso. Cuesta lo que cueste, hay que pagar un billete de primera. Y yo me he valido de una estratagema; me he vestido de mujik, y, haciéndome el zafio y el borracho, me he presentado en la administración. «Excelencia—he dicho—hágame el favor de un billete de tercera, y que Dios le bendiga.»

—¿Y de qué família es usted?—pregunta Gusev.

—Mi padre era un valiente pope. Decía siempre la verdad a los poderosos de la tierra, y, con ese motivo, padeció mucho. Yo también digo siempre la verdad...

Está fatigado y respira con dificultad, pero continúa:

—Sí, digo siempre la verdad, por desagradable que sea. No temo a nadie ni a nada. En esto, vosotros y yo nos diferenciamos enormemente. Vosotros estáis ciegos, no veis nada, y aunque lo veáis, no lo comprendéis. Creéis que el viento está sujeto con cadenas, y otras tonterías semejantes. Os aseguran que sois canallas a quienes se les debe pegar, y lo creéis también. Besáis la mano que os hiere. Se os priva de todo, se os roba, y, no sólo no protestáis, sino que lo permitís y saludáis humildemente a los ladrones, con tal que vayan bien vestidos y parezcan señores... ¡Sí, sois parias, gente digna, de comsión! ¡Yo no soy así! Lo comprendo todo, lo veo todo, como un halcón o un águila, que se eleva a una gran altura y ve desde allí toda la tierra. Soy la protesta personificada. Veo una injusticia y protesto; veo un canalla o un hipócrita, y protesto, y soy invencible. Ninguna inquisición española puede imponerme silencio. Si me cortaran la lengua, protestaría con un gesto; si me encerraran en un calabozo, gritaría tanto que me oirían fuera, o me suicidaría por hambre y añadiría un nuevo crimen a los innumerables de los verdugos. Si, amigo mió, soy así. Todos mis amigos me dicen: «¡Eres un hombre insoportable, Pavel Ivanich!» Y yo estoy orgulloso de esta reputación. Sólo he sido tres años empleado del Estado en el Extremo Oriente, y se acordarán allí de mí durante un siglo: todo el mundo me aborrece. Los amigos me escriben que no me conviene volver a Jarkov, pues conocen mi carácter belicoso. Pero, no obstante, vuelvo; ¡tanto peor si no les gusta!... ¿Comprendes ahora? Mi vida es la lucha constante. ¡Y esto se llama vivir!

Gusev casi no escucha y mira por la ventanita circular. Sobre el agua límpida, de color de turquesa, se balancea un bote inundado de sol cálido y deslumbrante. En él, de pie y desnudos, unos chinos enseñan jaulas con canarios y gritan:

— ¡Canta, canta!

Una lancha de vapor surca no lejos del buque el agua tranquila. Luego aparece otra lanchita donde un chino gordo come arroz, sirviéndose de unos palillos. El agua parece indolente y dormida. Las gaviotas vuelan sobre ella.

Gusev mira al chino gordo, y piensa:

«Sería muy divertido darle unos sopapos a ese animal de cara amarilla.»

Luego se duerme. Se le antoja que el sueño lo invade todo en torno suyo.

Las horas transcurren, el tiempo se desliza rápido. El día pasa de un modo casi inadvertido, y, poca apoco, las tinieblas descienden sobre el mar.

El barco reanuda su marcha.


IV


Pasan dos días más. Pavel Ivanich, en vez de estar sentado, permanece tendido siempre. Tiene cerrados los ojos, y más afilada, aún, la nariz.

—Pavel Ivanich— le llama Gusev.

El otro abre los ojos y mueve ligeramente los labios.

—¿No está usted bien?—pregunta Gusev.

—Esto no es nada—responde Pavel Ivanich, con voz débil—. Al contrarío, me siento mejor... Hasta puedo estar acostado.

—No sabe usted lo que me alegro.

— Sí. Estoy en mejor situación que vosotros. Porque, mira, mis pulmones están muy fuertes... No importa que tosa, proviene del estómago. Puedo soportar el infierno, no ya el Mar Rojo... Además, sé analizar cuanto pasa en mí y darme cuenta exacta de ello, mientras que vosotros no comprendéis nada... Os compadezco de todo corazón.

Las olas no sacuden ya el barco, pero el aire es pesado y cálido como en un baño de vapor. Es difícil no sólo hablar, sino hasta escuchar. Gusev se abraza a sus rodillas y pone en su aldea el pensamiento. Es un placer enorme, con tanto calor, pensar en la nieve de que está cubierta su aldea en esta época del año. Sueña que va en trineo a través de los campos. Los caballos, espantados, no sabe por qué, galopan vertiginosamente, como locos, y atraviesan las hondonadas, el estanque. Los campesinos se esfuerzan en detenerlos; pero Gusev está muy alegre; recibe con gozo en el rostro, en las manos, la caricia glacial del viento, y la nieve le regocija al caer sobre su cabeza y su pecho y al rozar su cuello.

No se siente menos a gusto cuando el trineo vuelca y cae en la nieve. Se levanta satisfechísimo,, cubierto de nieve desde la cabeza a los pies, y se sacude riendo. Los campesinos ríen también a su alrededor, y los perros, inquietos, ladran. ¡Verdaderamente delicioso!

Pavel Ivanich entreabre un ojo, mira a Gusev y pregunta:

—Tu oficial, ¿era ladrón?

—No sé, Pavel Ivanich. Esas cosas no nos incumben.

Reina un largo silencio. Gusev está sumido en sus sueños, y a cada instante bebe agua. Le es difícil hablar y escuchar, y teme que cualquiera le dirija la palabra.

Una hora, dos horas transcurren. A la tarde sucede la noche; pero él no se da cuenta: permanece siempre sentado, la cabeza sobre las rodillas, y piensa en su aldea, en el frío, en la nieve.

Oyense pasos, voces. Al cabo de cinco minutos, el silencio reina de nuevo.

—¡Que la tierra le sea leve!—dice el soldado del brazo herido—. Era un hombre inquietante.

—¿Quién?—pregunta Gusev, que no comprende nada—. ¿De quién hablas?

—¡Toma, de Pavel Ivanich! Acaba de morir. Se lo llevan arriba.

—¡Todo se acabó, entonces!—balbucea Gusev—. ¡Que Dios le perdone!

—¿Qué te parece?—pregunta el soldado del brazo herido—. ¿Le admitirán en el paraíso?

—¿A quién?

—A Pavel Ivanich.

—Creo que sí; ha sufrido mucho. Además, era del clero... Su padre era sacerdote y rogará a Dios por su hijo.

El soldado se sienta en la cama de Gusev, y dice en voz baja:

—Tú tampoco, Gusev, has de vivir mucho. No volverás a ver tu tierra.

—¿Lo ha dicho el doctor, el enfermero?

—No, pero se ve. Se conoce muy bien cuando un hombre está para morirse. Tú no comes, enflaqueces por momentos... das miedo. En fin, es la tisis. No lo digo para asustarte, sino por tu propio interés. ¿Querrás, quizá, recibir los Sacramentos? Además, si tienes dinero, habrás de confiárselo al primer oficial del barco...

—No he escrito a casa—suspira Gusev—. Me moriré, y ni siquiera lo sabrán.

—¿No han de saberlo? Cuando te mueras, avisarán a Odesa, a las autoridades militares, que a su vez escribirán a tu aldea.

Gusev está turbado por este diálogo. Deseos vagos, le atormentan. Bebe agua, mira por la ventanilla circular; pero nada de eso le calma. Ni aun los recuerdos de su aldea logran ya tranquilizarle. Le parece que si sigue un minuto más en la cámara se, ahogará.

—Sufro mucho, hermanos míos—dice—. No puedo estar aquí más tiempo... Quiero subir arriba... ¿Queréis ayudarme?

—Bueno—le contesta el soldado del brazo herido—. Voy a llevarte, puesto que no podrás andar solo. Cógete a mi cuello...

Gusev obedece. El soldado le sostiene con su mano sana, y sube con su carga viviente la escalerilla.

Arriba, el puente está lleno de soldados y marineros acostados. Son tan numerosos, que es difícil abrirse paso.

—¡Ponte en el suelo!—dice en voz baja el soldado—. Yo te sostendré.

No se ve bien. No hay luz alguna sobre el puente, ni sobre los mástiles, ni en la superficie del mar. Un centinela, de pie, en el extremo del barco, está tan inmóvil, que se le creería dormido. Diríase que el barco se halla abandonado a su propia voluntad y que nadie le marca el rumbo.

—Ahora tirarán al mar a Pavel Ivanich—murmura el soldado—. Le meterán en un saco y le lanzarán a las olas.

—Si—responde Gusev con suavidad—. Es el reglamento.

—Es mejor morir en tierra... La madre, de vez en cuando, viene a llorar sobre la tumba; mientras que aquí...

—Sí; yo también preferiría morir en mi casa, en la aldea...

Huele a forraje y a estiércol; en una especie de corraliza hay hasta ocho bueyes. Un poco más lejos hay un caballito. Gusev tiende la mano para acariciarlo, y el caballo sacude furiosamente la cabeza y le enseña los dientes, con la manifiesta intención da clavárselos en el brazo.

—¡Mala bestia!—protesta Gusev. El soldado y él se detienen junto a la balaustrada y miran en silencio, ora al mar, ora al cielo. Bajo la bóveda celeste, toda en calma y muda, reinan la inquietud y las tinieblas. Las olas se entrechocan ruidosas. Cada una trata de elevarse más arriba que las demás, y se atropellan, se empujan, furiosas y deformes, coronadas de blanca espuma.

El mar es despiadado. Si el barco no fuera tan grande y tan sólido, las olas le destrozarían sin misericordia, tragándose cruelmente a cuantos van en él, sin distinguir a los buenos de los malos. El barco mismo parece no menos cruel, no menos insensible. Semejante a una enorme bestia, corta con la quilla millones de olas; no teme ni a la noche, ni al viento, ni al espacio infinito, ni a la soledad; si la superficie del mar se hallase poblada de hombres, los partiría de igual modo, sin distinguir tampoco a los buenos de los malos.

—¿Dónde estamos ahora?—pregunta Gusev.

—No sé. Me parece que en el Océano.

—No se ve tierra.

—¡Ya lo creo! ¡Antes de ocho días no se verá!

Ambos siguen mirando la espuma blanca y fosforescente. Durante unos instantes miran en silencio. Cada uno está sumido en sus pensamientos. Gusev es el primero que habla.

—Yo no le tengo miedo al mar—dice—. Naturalmente, por la noche no se ve bien; pues, así y todo, si ahora me dijesen que me fuera en un bote a pescar con red, a cien kilómetros de aquí, me iría. O si, por ejemplo, hubiera que salvar a alguno que se hubiera caído al agua, yo me tiraría sin vacilar. Claro es que tratándose de un buen cristiano; por un alemán o por un chino, yo no arriesgaría la vida.

—¿Le tienes miedo a la muerte?

—Sí. Sobre todo cuando pienso en mi casa. Sin mi, todo se lo llevará el diablo. Mi hermano es una calamidad, un borracho que le pega a su mujer y no les tiene respeto a sus padres. Sí; sin mí todo irá mal. Mi familia se verá, tal vez, obligada a pedir limosna para no perecer de hambre.

Calla un instante, y dice:

—Vamos abajo; no puedo ya tenerme en pie. Además, el aire es muy pesado... Es hora de acostarse.
V

Gusev baja a la cámara-hospital y se acuesta. Como antes, vagos deseos que no puede explicar le inquietan. Siente un gran peso sobre el pecho y le duele la cabeza; su boca está seca de tal modo, que le cuesta trabajo mover la lengua. Se queda abstraído y no tarda, agotado por el calor y la densa atmósfera, en dormirse. Los sueños más fantásticos vuelven a empezar.

Duerme así dos días seguidos. Hacia la mitad del tercero, dos marineros bajan y cargan con él.

Le meten en un saco, en el que introducen también, para aumentar el peso, dos grandes pedazos de hierro. Metido en el saco, se asemeja un poco, ancho por la parte de la cabeza y estrecho por la de las piernas, a una zanahoria.

Antes de ponerse el sol le colocan así en el puente, tendido sobre una plancha apoyada por un extremo en la balaustrada y por el otro en un alto cajón de madera. En torno se reúnen los soldados y los marineros, todos descubiertos.

—Bendito sea Dios Todopoderoso por los siglos de los siglos—pronuncia con tono solemne el sacerdote.

—¡Amén!—responden algunos marineros. Todos se persignan y miran a las olas. Es un espectáculo extraño el de un hombre metido en un saco y a punto de ser lanzado al mar. ¡Y, sin embargo, todos están expuestos a esa suerte!

El sacerdote echa un poco de tierra sobre Gusev y hace una reverencia. Después se cantan las preces.

Uno de los marineros levanta un extremo de la plancha. Gusev se desliza, cabeza abajo, da una vuelta en el aire y cae al agua. Al principio se cubre dé espuma y parece envuelto en encajes; luego desaparece.

Desciende hacia el fondo del mar. ¿Llegará? Según los marineros, la profundidad del mar en estos parajes es de cuatro kilómetros.

A los veinte metros comienza a descender con más lentitud. Su cuerpo vacila, como si no se decidiese a continuar el viaje. Al fin, arrastrado por la corriente, se encamina más bien hacia adelante que hacia lo hondo.

No tarda en tropezar con todo un rebaño de pececillos que se llaman pilotos. Cuando perciben el gran saco se detienen al punto, asombrados, y, como obedeciendo a una orden, se vuelven todos a la vez y se alejan. Pero por poco tiempo; al cabo de algunos instantes reaparecen, caen, veloces como flechas, sobre Gusev y se agitan en torno suyo.

Minutos después se aproxima una enorme masa oscura. Es un tiburón. Lentamente, con flema, como si no se hubiera enterado de la presencia de Gusev, se coloca debajo del saco de manera que Gusev queda sobre su lomo. Da varias vueltas en el agua con un placer visible, y, sin apresurarse, abre la enorme boca, armada de dos filas de dientes. Los pilotos están encantados. Se mantienen un poco a distancia y contemplan con mirada atenta el espectáculo.

Habiéndose divertido un rato con el cuerpo de Gusev, el tiburón clava los dientes con suavidad en la tela del saco, que se desgarra en seguida de arriba abajo. Un pedazo de hierro cae sobre el lomo del tiburón, asusta a los pilotos y desciende rápido.

Mientras ocurre todo esto, en lo alto, en el cielo, allá donde se esconde el sol, se acumulan las nubes. Una de ellas parece un arco de triunfo; otra, un león; otra, unas tijeras. De detrás de las nubes parte, y llega a la mitad del cielo, un amplio rayo verde; a poco, junto a él, surge un rayo violeta, y después uno de oro, uno rosa. El cielo se torna de un color de lila muy pálido. Ante este cielo espléndido, el Océano se oscurece al principio; pero no tarda en teñirse, a su vez, de colores suaves, alegres, vivos y tan bellos, que no hay nombres para designarlos en nuestra pobre lengua humana.