La reina madre
En un pequeño lugar de la provincia de Córdoba vivía un pobre labrador, joven y guapo, cuya mujer era la más linda muchacha que había en cuarenta o cincuenta leguas a la redonda. Fresca y robusta, estaba rebosando salud. Y tenía tan apretadas carnes que, según afirmaba su marido, era difícil, cuando no imposible, pellizcarla. Su pelo era rubio como el oro, y sus mejillas parecían amasadas con leche y rosas.
Marido y mujer se idolatraban.
Hacía poco tiempo que estaban casados; siempre se estaban arrullando como dos tórtolos, pero aun no tenían hijos.
Ambos eran tan simpáticos, que contaban con multitud de amigos en la vecindad y aun en todo el pueblo.
Llegó el día en que el marido cumplía treinta años, y la mujer, de acuerdo con él, quiso celebrar la fiesta, agasajando a los vecinos más íntimos con un opíparo gaudeamus.
Aunque ellos eran pobres, no carecían de recursos para satisfacer tan generoso deseo.
Iba a terminar el mes de Noviembre y acababan de hacer la matanza de un cerdo. Tenían, pues, exquisitas morcillas y lomo fresco en adobo.
Habían criado y cebado además una magnífica pava. La mujer la preparó diestramente, le rellenó el buche con los menudillos, con castañas, alfónsigos, piñones y otros sabrosos condimentos y especias, y la asó, o más bien la frió en una enorme cazuela. Ya todo preparado para la cena, que debía ser a las nueve de la noche; acudieron con puntualidad los convidados y fueron recibidos por los gallardos y amables esposos, en la amplia cocina de la casa, que estaba en el piso bajo y que era también comedor y estrado o sala de recibimiento. La mesa se veía en el centro, cubierta de blancos y limpios manteles y aderezada con flores y frutas. Un resplandeciente velón de Lucena, con los cuatro mecheros encendidos, daba luz a la mesa. Y dos candiles de hierro, colgados de sendas tomizas, iluminaban el resto de la estancia, cuyas paredes tenían por adorno cabezas disecadas de ciervos y de lobos, algunas escopetas de caza, dos jaulas de perdices, una tablita con palillo y cimbel, y varios peroles y cacerolas de azófar y cobre, colgados de alcayatas, y tan fregados y lustrosos que relucían más que venecianos espejos.
La chimenea era de campana, de suerte que el hogar avanzaba bastante, y en él estaba la comida ya pronta, sobre el rescoldo, para que no se enfriase ni se quemase.
El joven matrimonio no tenía criado ni criada. Ellos mismos se servían.
La mujer había dejado apagar el fuego. Sólo había algunas brasas y cenizas, faltando el calor y la alegría de la llama.
Aquella noche hacía mucho frío y caía abundante nieve en la calle.
Los convidados habían llegado casi tiritando y con la ropa algo mojada.
Para mayor regalo y deleite, decidió entonces la mujer encender un buen fuego. Fue al corral y trajo algunos palos de olivo, sarmientos y pasta de orujo. Lo colocó todo en el hogar, muy bien dispuesto para que ardiese; pero todo estaba húmedo y no ardía.
La pobre mujer bregaba no poco, y en balde, para hacer arder la leña. Y como no tenía esportilla ni fuelle con que agitar el aire, se agachó y empezó a soplar furiosamente; pero nada, no conseguía que la llama se levantase.
Enojada entonces, sopló con triple furia, y aunque tenía buenos pulmones y salía de su boca como un vendaval, no lograba su objeto.
Apretó, por último, mucho más el soplo, y con el violento esfuerzo que hizo, se le extravió el aire, y tomó una dirección enteramente contraria. Por alguna parte había de salir, y el aire salió de súbito con tan tremenda sonoridad por muy distinto respiradero, que retumbó en la estancia como un cañonazo, aunque con acento tan claro, tan inimitable y tan propio, que con nada podía confundirse ni equivocarse.
Los tertulianos no pudieron menos de oír aquella música estrepitosa y de comprender el oculto instrumento que la producía. Así es que, sin acertar a contenerse, prorrumpieron en la más desaforada risa.
Fue entonces tan horrible la vergüenza de aquella excelente mujer, que exclamó desesperada:
-¡Ojalá se abra la tierra y me trague!
¡Oh, estupendo prodigio! La tierra se abrió en efecto y se tragó a la mujer.
La risa de los tertulianos se convirtió en asombro y en lamento.
El marido desolado, nuevo Orfeo de aquella Eurídice, buscaba a su mujer y no podía hallarla.
La mujer tragada por la tierra se encontró de repente a la puerta de una rica y populosa ciudad donde todo florecía, brillaba y era regocijado y ameno.
Los habitantes discurrían por calles y plazas, vestidos con suma elegancia y con trajes caprichosos y fantásticos. Suaves músicas sonaban por donde quiera. Era día claro, el sol brillaba casi en el cenit. Sus rayos doraban el aire, reverberando en las pintorescas fachadas, en los muros, en las esbeltas torres y en las graciosas cúpulas y gigantescos cimborrios de casas, alcázares y templos.
Se hallaba ya nuestra lugareña cordobesa en el centro de la ciudad y en medio de una magnífica plaza, cuando la gente empezó a agruparse formando círculo en torno de ella, con muestras de profundo respeto y de entrañable cariño.
Echaron luego los sombreros por el aire y empezaron a gritar con entusiasmo:
-¡Viva la reina madre! ¡Viva la reina madre!
Aparecieron de pronto muchos caballeros principales, soldados y gente de gala, y ciertos ministros o funcionarios, al parecer palaciegos, que venían con unas andas riquísimas y sobre las andas algo a manera de trono portátil o silla gestatoria.
Los más autorizados y pomposos de aquellos personajes rodearon a nuestra heroína, haciéndole mil reverencias, genuflexiones y otras señales de acatamiento, la revistieron de una preciosa túnica rozagante y de un manto de tela de oro y colocaron una corona real sobre su cabeza. La levantaron después hasta las andas, y sentada en la silla gestatoria, la llevaron en procesión al más hermoso palacio que en la ciudad había, y donde, como es natural, el Rey habitaba.
Subieron todos la monumental y amplia escalera, entre dos filas de coraceros de la guardia, recorrieron luego con gran prosopopeya larga serie de áureos salones, en los cuales resonaba agradable música de instrumentos de viento, y al fin se encontraron en el salón del trono, cuya disposición arquitectónica era inusitada y rarísima, porque la bóveda, que formaba el techo, no era una media naranja, sino dos, en medio de las cuales había una estrechura, y en medio de la estrechura, una hermosa claraboya redonda por donde entraba la luz cenital que todo lo iluminaba.
Imposible sería describir aquí el lujo y la gala de los señores de la Corte y de los altos dignatarios que rodeaban el Trono y de la deslumbradora riqueza de Trono mismo. Baste decir que en él estaba sentado, con corona y cetro, un joven Rey hermosísimo, rubio como las candelas, gracioso, robusto y alegre, el cual apenas vio entrar a nuestra heroína cordobesa cuando descendió del trono y casi con lágrimas de alegría, y con acento conmovido y sonoro, exclamó estrechándola entre sus brazos y cubriéndole el rostro de besos:
-¡Oh, adorada madre mía, en buena hora y en mejor sazón me concebiste en tus muy sanas y generosas entrañas y te dignaste lanzarme al mundo con tan poderoso aliento vital y con tamaña superioridad y excelencia entre todos los de mi casta que no han podido menos de reconocerme por amo y señor, de concederme el mero y el mixto imperio y de coronarme como Rey de toda esta dilatada, aérea y vaporosa Pordesarquía!
Después de este cariñoso desahogo de su majestad retumbante, la reina madre fue por él espléndidamente obsequiada con un regio banquete, donde se sirvieron palominos en abundancia, condimentados con diferentes salsas, y de postres deliciosos y ligeros suspiros de canela.
De sobremesa, y arrullada por una música dulce, la reina madre se quedó dormida.
Cuando se despertó se halló de nuevo en su casa, en su cama y al lado de su marido.
Cuanto había visto se le figuró entonces que era un sueño; pero pronto se convenció de que no había sido sueño, sino realidad.
Fue a la despensa a tomar habichuelas para guisarlas y almorzar aquel día. Más de dos fanegas de esta semilla tenía en grandes orzas, y había sido tan frecuente su alimentación de tan explosivo comestible que a él atribuía nuestra heroína el percance de la noche anterior. ¡Cuán grande no sería su sorpresa y cuán inesperado no sería su regocijo cuando al ir a tomar las habichuelas, que estaban en las orzas, se encontró con que eran todas de oro finísimo! Para mayor claridad, en cada orza había una planchita, de oro también y a modo de tarjeta, sobre la cual estaba escrito con letras de diamante: El Rey de Pordesarquía, Emperador de la Eolia occidental, en prueba de agradecimiento a su querida reina madre.
Inútil es encarecer el desahogo, el regalo y la opulencia con que de allí en adelante vivió el joven matrimonio de que trata esta historia.
Tenía la reina madre, ya que con este título la conocemos, una amiga de la infancia a quien amaba de corazón.
La amiga, sin embargo, era harto indigna de tan noble cariño. Eran no pocas sus faltas, despuntando entre ellas las de ser en extremo envidiosa y codiciosa.
Aunque la reina madre la hacía participar de su buenaventura regalándola y agasajándola, ella enflaquecía de envidia y se iba poniendo verdinegra y seca como un esparto.
Con villana astucia e infame disimulo logró al cabo que la reina madre le explicase el origen de su bienestar repentino.
No bien lo supo dijo para sus adentros:
-¡Pues yo no he de ser menos!
Y en efecto; convidó a la vecindad, preparó el festín, y cuando los convidados estuvieron reunidos, se agachó y se puso a soplar el fuego con no poco ímpetu; pero le sucedió al revés que a la reina madre. Levantó llama en el hogar, y aunque apretaba y se esforzaba no conseguía que el instrumento sonase.
Siguió apretando con violento y desesperado ahínco, y al cabo logró producir un sonido tenue, lánguido, atiplado y miserable.
Entonces dijo:
-¡Ojalá se abra la tierra y me trague!
¡Oh prodigio no menor que el realizado con la reina madre!
La tierra se abrió también y se tragó a su amiga.
Hasta aquí fue el suceso semejante; pero después, ¡cuán diferente!
La amiga envidiosa y codiciosa se encontró en la capital de Pordesarquía, pero se quedó extramuros. Los guardias que defendían la puerta de la ciudad la llamaron ruin, plebeya y haraposa y no le dieron entrada.
Un tropel de pordioseros, sucios y desharrapados, y de mendigos enfermos la cercaron, tratándola con furia y desprecio, y la llevaron a un inmundo muladar. Allí estaba postrada una criatura feísima, encanijada, diminuta y enfermiza, que inspiraba compasión y asco. Este pequeño monstruo, este abominable microbio se abalanzó a la amiga envidiosa, se le colgó al cuello y la besó con su boca sin dientes, cubriéndola de apestosas babas.
-¡Oh, ilusa madre mía! -le dijo- avergüénzate y humíllate al contemplar en mí el vil engendro de tu envidia y de tu codicia, por cuya virtud me has concebido en tus entrañas de víbora. Yo soy tu viborezno. Pronto tendrás lo que mereces.
Con la repugnancia y el susto la infeliz mujer cayó desmayada. Cuando volvió en sí se encontró en su casa de nuevo, pero se llenó de horror y tuvo ganas de huir de su casa. Mucha parte del muladar en que había visto a su hijo se había trasladado a su casa como por encanto. Y en aquella basura bullían, hervían y se agitaban millares de sapos y culebras y un negro ejército de curianas y de escarabajos peloteros que fabricaban y arrastraban hediondas bolitas.
Y aquí termina este cuento, que es muy moral, ya que el Dios Eolo supo premiar y premió la virtud y la sencillez de la reina madre, y supo castigar y castigó como es justo, los vicios vitandos de la envidia y de la codicia.