Capítulo XII: Un terrible abordaje

Apenas las seis balleneras mandadas por Morgan se separaron de El Rayo, se dirigieron lentamente hacia la nave española.

La profunda oscuridad que reinaba favorecía aquella audaz maniobra.

Para no correr el peligro de ser echados a pique, después de haber recorrido una milla, Morgan había dado la señal de detenerse.

La nave española sólo distaba siete u ochocientos metros, trecho cortísimo para aquellas rápidas balleneras, que podían cruzarlo en pocos minutos. Estando el mar en completa calma, Morgan podía oír distintamente las órdenes que se daban a bordo de la nave enemiga.

Una falsa alarma hubiera podido tener incalculables consecuencias para aquellas frágiles navecillas privadas de toda defensa.

Después de su inútil tentativa de fuga, como ya queda relatado, la fragata había aceptado resueltamente el combate.

Los filibusteros asistieron así al primer duelo de artillería más ruidoso que perjudicial (ya que las dos adversarios no podían distinguirse claramente) con la ansiedad natural de aquellos hombres, ya avezados a la sangre y al fragor de los combates.

Si no hubiera estado allí Morgan, que sabía contener el ardor de aquellos endemoniados, hubieran hecho fuerza de remos y se hubieran lanzado contra la fragata.

-¿Vamos, señor Morgan? -se oía preguntar en todas las balleneras-. ¡Ya no podemos contenernos más!

-¡Todavía no! -contestaba con voz tranquila el futuro conquistador de Panamá.

Cuando Morgan vio que la fragata estaba por completo envuelta por el humo, dio la señal de avanzar con la mayor velocidad posible y orden de no disparar sin que él lo mandase.

Era el momento oportuno para intentar el abordaje.

-¡Adelante! -repetía Morgan, que piloteaba la primera ballenera.

Los españoles, ocupados en responder a las incesantes andanadas de El Rayo, no se habían dado cuenta del gravísimo peligro que los amenazaba tanto más, cuanto que volvían la espalda a la flotilla.

El Rayo avanzaba en aquel momento para intentar abordarla; así que todos los españoles se habían reunido a estribor para rechazar el ataque.

Al llegar Morgan bajo la nave, se había puesto en pie con la espada en alto. Con la mano izquierda se agarró a un cable, y de un brinco se colocó en el reborde de la línea de flotación.

Los catorce hombres de su ballenera le habían seguido trepando como monos.

Ya iban a saltar sobre cubierta, cuando un gaviero de la fragata, que descendía de las crucetas, gritó:

-¡A las armas! ¡Nos abordan!

-¡Mis filibusteros! -gritó Morgan-. ¡Fuego los de esas dos chalupas!

Una descarga terrible cayó sobre los españoles, derribando a más de la mitad.

-¡Los filibusteros! ¡Los filibusteros! -se oía gritar.

El comandante de la fragata vio el peligro que corría, y sin perder su presencia de ánimo hizo girar sobre las cureñas los dos cañones de cubierta, ya cargados y que estaban para enfilar el puente de El Rayo, y gritó:

-¡Fuego a babor!

Un huracán de hierro y plomo destrozó la borda, arrancando jarcias y trozos de maniobra y destrozando dos botes que colgaban de sus grúas. Algunos filibusteros que ya estaban a caballo sobre la banda cayeron al mar, muertos o heridos; pero los otros, sin detenerse, escalaron la borda y saltaron al puente vociferando espantosamente.

Morgan, milagrosamente salvado de la metralla, estaba a su frente. Con la diestra empuñaba su espada, y con la siniestra, la pistola.

-¡A mí, hombres del mar! -gritaba.

Al oír los españoles los gritos de sus oficiales, se reunieron sobre cubierta y junto al castillo de popa para hacer frente al enemigo; pero su posición era peligrosísima, porque El Rayo avanzó para abordarlos por el lado opuesto.

Una lucha desesperada se trabó entre los filibusteros de Morgan y los españoles, mientras los cañones de ambas naves con creciente furor descargaban nubes de metralla y plomo. Los golpes de El Rayo ya no iban dirigidos sobre cubierta, para no herir a los hombres de Morgan; las balas caían en la carena y en los mástiles, rompiendo las entenas.

-¡Adelante! -gritó Morgan, siempre en primera fila.

El choque fue por demás sangriento. De ambas partes cayeron muchos hombres muertos o heridos.

De las escotillas del entrepuente salieron nuevos refuerzos. Los artilleros habían abandonado sus piezas, ya casi inútiles, y corrían para rechazar a los filibusteros de Morgan y el inminente abordaje de El Rayo...

Solamente las piezas de cubierta sonaban sin interrupción barriendo la cubierta de la nave filibustera.

Entre el palo mayor y el trinquete se combatía con furor.

La sangre corría a torrentes, formando junto a las bordas canalillos que por los agujeros desaguaban en el mar, los gemidos de los heridos, los disparos de mosquetes y de pistolas, los ¡hurras! de los filibusteros y los gritos de ¡viva España! de los españoles junto con el atronador estrépito de los cañones, formaban un ensordecedor y horrible estruendo.

Todos los hombres de las chalupas estaban ya en la toldilla de la fragata. Mientras los más valientes trataban de contener a los españoles disputándoles ferozmente el terreno palmo a palmo.

La lucha era, sin embargo, desigual. No obstante el valor desesperado de Morgan y de sus hombres, se vieron obligados a retroceder ante

el número, siempre creciente, de sus enemigos.

Un momento de retraso, y estaban perdidos. El Corsario Negro llegó en su socorro.

Hizo descargar sus cañones de cubierta sobre el castillo de proa y el casco de la fragata, y lanzó al Rayo al abordaje.

La filibustería, hábilmente guiada, empotró su bauprés en las jarcias del trinquete de la española, y, empujado por el viento, arremetió a la nave enemiga con sordo choque.

El Corsario Negro, abandonando la rueda del timón, saltó sobre cubierta espada en mano y gritó con voz de trueno:

-¡A mí, hombres de mar!

Los filibusteros le siguieron corriendo, prontos a dejarse matar por su capitán.

La terrible espada del Corsario Negro abrió sangriento surco en la masa de sus adversarios.

-¡Valor, valientes! -gritaba. ¡A mí, Morgan!

El terror que en aquella época inspiraban los corsarios de las islas Tortugas, reputados como hijos del Infierno y, por tanto, como hombres invencibles, era tal, que con frecuencia los enemigos se dejaban matar sin resistencia, creyendo inútil toda tentativa de lucha. Sin embargo, aún no se hablaba de rendirse. Por eso, aunque divididos por los filibusteros guiados por el Corsario Negro, oponían gran resistencia, concentrándose en el centro y en el castillo de proa para intentar el último esfuerzo.

Una segunda y más encarnizada lucha comenzó en el puente de la fragata.

A las intimaciones de rendición, los españoles contestaban con descargas de arcabuces; pero todos comprendían que la última hora iba a sonar vara el estandarte de España, que aún ondeaba glorioso sobre el coronamiento de popa.

Ya gran parte de los oficiales de la fragata habían caído bajo el infalible tiro de los hombres de Morgan, y hasta el comandante, después de heroica resistencia, estaba medio muerto al pie del palo de mesana, herido por la espada terrible del Corsario.

-¡Un esfuerzo aún! -gritaban por todas partes.

El Corsario Negro atacó a bordo a los españoles, decidido a arriar el estandarte de España.

El Corsario cortó el asta con un golpe de espada, y el estandarte de España cayó al mar, desapareciendo en las aguas del golfo de México.

-¡Se acabó! -dijo Morgan acercándose al Corsario Negro, que miraba con ojos de sombría tristeza los cadáveres que cubrían la toldilla de la fragata.

-¡Sí; pero cuánta sangre! murmuró dando un suspiro-. ¡Es terrible tener que matar hombres a quienes no se odia!

El Corsario inclinó la cabeza en silencio, y al cabo de algunos instantes, dijo:

-Sin embargo, todavía no hemos acabado.

-Una cuarentena de los nuestros han muerto, y quince están en la enfermería.

-Afortunadamente, encontraremos otros tantos sin tener que volver a las Tortugas.

-Ya sabéis que todos los filibusteros están deseando embarcarse en vuestro Rayo, y que aspiran a combatir bajo vuestras órdenes.

-Tratemos de evitar un nuevo derramamiento de sangre.

-¿Vuestras condiciones, señor?

-La vida a todos, y sin rescate.

-Perderéis, de seguro, veinte mil piastras.

El Corsario Negro se encogió de hombros y dijo:

-¡Dejad las piastras, y marchad a tratar la rendición!

Los filibusteros habían ocupado todas las salidas del cuadro y de la cámara de proa, a fin de impedir a los españoles hacer irrupción en la toldilla.

Éstos por su parte, habían tomado precauciones para evitar una sorpresa de los vencedores. Como el Corsario había previsto, presentaron algunos cañones hacia la extremidad de las escotillas y levantaron rápidamente una trinchera con sacos de serrín, barriles de balas, lastre de plomo, colchones y piezas de recambio.

Eran todavía unos ochenta, y, a pesar de la retirada, no habían abandonado las armas

Desgraciadamente, no habían pensado que sobre ellos se abría la escotilla mayor, desde la cual los filibusteros podían abrir un fuego infernal, y sobre aquella escotilla el Corsario Negro y Morgan tenían ya sus planes. El lugarteniente se guardó muy bien por el momento de parlamentar por aquella abertura. Bajó al cuadro, pero llegado al entrepuente, fue detenido por cuatro soldados, de guardia en la barricada, que le apuntaron con sus arcabuces.

-¡Abajo las armas! -gritó Morgan cruzando los brazos sobre el pecho-. No vengo como enemigo, sino como parlamentario.

-¿Qué queréis? -preguntó un soldado.

-Hablar con vuestro capitán.

Un teniente de navío que se ocultaba detrás de la barricada se levantó vivamente.

-¿Quién os envía aquí? -preguntó con acento de ira.

-El Corsario Negro -replicó Morgan.

-Sois su lugarteniente; ¿no es cierto?

-Tengo ese honor.

-¿Y qué deseáis?

-Vengo a intimaros la rendición en nombre del caballero de Ventimiglia.

-¡Decid al Corsario Negro que los españoles mueren, pero no se rinden jamás!

-Habéis ya combatido como bravos, y vuestro honor está en salvo -dijo Morgan-. También nosotros alguna vez, después de desafiar a la muerte, entregamos las armas.

-Estamos prontos a continuar la lucha, señor.

-Sois ya prisioneros.

-Aún tenemos nuestras armas.

-Os concedemos la vida sin rescate alguno pecuniario. Ningún filibustero hizo jamás proposición más generosa.

-Gracias; pero combatiremos hasta el fin -repuso altivamente el español.

-¡Entonces, os mataremos a todos! -replicó Morgan en tono amenazador.

-¡Os ametrallaremos!

-Probadlo.

-¡Basta, señor: retiraos, o mando hacer fuego!

Morgan abandonó el entrepuente y subió al cuadro. El Corsario le esperaba en la cubierta.

-¿Se niegan? -le dijo al verlo. -Sí, señor.

-Los admiro y, si no estuviese cierto de que me traicionarían, los dejaría libres.

-Irían enseguida a llevar la alarma a Veracruz.

-Ya lo sé, Morgan.

-Intentemos forzar el paso, capitán.

-Perderemos mucha gente, acaso sin resultado. Haced llevar al puente algunas cajas de granadas.

-¿Que luego vaciaremos por el escotillón?

-Sí; pero en el momento oportuno.

Y alzando la voz gritó:

-¡Valor, mis bravos! ¡Preparaos al combate!