Capítulo XXXV : Grandes medidas

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Desde el día en que empezaron sus sinsabores, don Felipe había vivido en una abstracción completa de toda clase de amistades y de visitas, pues había alejado de su casa a todos los parientes de su mujer, que eran los únicos que tenía en Lima.

Es verdad que con una destreza y una astucia admirablemente disimuladas bajo los rasgos austeros de su semblante, y que con aquella taciturnidad inalterable que hacía pensar que tuviese una alma de mármol, él había trabajado ardientemente en trasponer sus riquezas para burlar en esto al menos la saña de sus enemigos.

Don Felipe estaba muy lejos de ser un mal padre: amaba a su hija, anhelaba verla feliz sobre la tierra. Se contristaba con la idea de que quedaba despojada de los frutos de su habilidad para hacer fortuna. Pero su amor carecía de ternura exterior: las formas eran malas y no el fondo; y esto provenía de las tendencias dominantes en su época, de la educación, del espíritu social que hacían despótico al padre, eliminando de las relaciones con sus hijos la ternura y la intimidad, sin las cuales se pueden conservar el amor interno y el interés positivo por su suerte, pero no los encantos y las dulzuras del trato diario con ellos, que de cierto desaparecen para dejar sólo una vida doméstica, ceremoniosa y oficial, diremos así, en la que cada uno esconde su secreto y vive de reservas.

Don Felipe comprendió muy pronto que los tiros del Padre Andrés se dirigían a su fortuna, y allá en la reserva de su alma profunda y vigorosa resolvió burlar a su enemigo.

Don Bautista que tenía conocimiento perfecto del carácter del viejo español, quien a su vez le conocía también perfectamente, se le había ofrecido oportunamente para arribar a una combinación, cuyos primeros hilos se anudaron por medio de Mercedes. Don Bautista hizo completa revelación a don Felipe de su enemistad, con el padre Andrés, de las miras de éste, y de su deseo de servirle para contrarrestarlas. Ambos ancianos habían sido amigos antes de que su relación pudiera tener riesgos. Mas desde que don Felipe había vuelto, ambos habían hecho estudio en mantenerse a distancia, principalmente don Felipe, que fingía alejarse con resolución de la persona del boticario. Éste no había llevado tampoco sus revelaciones tan adelante, que hubiera impuesto al otro de sus maquinaciones con los ingleses, ni de los verdaderos objetos con que residía en Lima. Mas don Felipe había sabido en los últimos tiempos las estrechísimas y singulares relaciones del boticario con la casa de Jordán y Onetto de Cádiz.- por lo cual, sus sospechas habían llegado a suponerlo agente de contrabandos, que era el gran comercio que los genoveses hacían entonces en España.

Ésta era una mera deducción que él había sacado de la revelación que el mismo boticario le había hecho de sus relaciones con la casa mencionada, ofreciéndole bajo la ley del secreto, que por este medio le haría pasar a España con toda reserva sus fondos, mediante un interés de comisión algo considerable.

La coincidencia de esta oferta con el pacto que él mismo había celebrado con Drake, había despertado profundas sospechas en el ánimo del viejo español, tanto más, cuanto que don Bautista hacía años que vivía en Lima, sin que nadie le hubiese conocido más negocios que su botica; luego esa relación era vieja y cobijaba grandes misterios. D. Felipe era demasiado sagaz y apegado a su dinero para no aprovechar el medio que se le ofrecía de poner a salvo su fortuna con la seguridad impune que le brindaban aquellas circunstancias ignoradas por todos. Reflexionó también que si la operación que había hecho con Drake lo perdía, nada ganaba con rehusar la que le brindaba don Bautista, y no aventurar la salvación del resto de su fortuna.

Además de todo esto, el sistema de aquellos tiempos, se prestaba perfectamente a todas estas ocultaciones; porque el dinero giraba poco, y se iba amontonando en las manos del rico, que generalmente hacía entierros y depósitos secretos de grandes porciones de su fortuna: circunstancia de que daríamos infinitas pruebas históricas si no fuese de una notoriedad viva aún, en todos los rincones de Sudamérica.

Antes de prestarse a las insinuaciones de don Bautista, trató don Felipe de penetrar un poco más en el secreto de las relaciones de aquel con la casa de Jordán y Onetto. Pero el boticario rehusó darle todo otro esclarecimiento a este respecto, y don Felipe aceptó a ciegas la trasposición de sus caudales, confiando solo en el fondo de honradez, de energía y de altura moral que el alma de don Bautista revelaba a quien le sabía observar en las intimidades de su vida y en sus raras momentos de franqueza.

Desde el día en que se había convenido don Felipe, había cerrado su casa a todo trato exterior fingiéndose en un estado completo de misantropía y dolor; a términos, que parecía que no habitasen vivos en ella. No era esto tampoco cosa muy notable en los antiguos tiempos coloniales: desprovistos de movimiento mercantil los pueblos, y de aquella población flotante, diremos así, que hoy vive el día en las calles, éstas estaban siempre solas entonces; y casi todas las puertas de las casas permanecían cerradas a cerrojo como las tenemos hoy a la media noche: sólo después de la siesta y a las oraciones había en las calles principales alguna movilidad y bullicio.

Ayudado de un negro viejo, criado de la familia y especie de secretario íntimo del amo don Felipe, en el secreto de la siesta y de la noche, había removido algunas partes del suelo de su casa, y sacado grandes sumas de dinero, que había enviado a don Bautista parcialmente, por medio del referido negro y de su mujer dándoles salida por un hueco que tenía a los fondos de su casa.

Por consejo de don Bautista había dejado don Felipe enterradas en su casa unas mil y pico de onzas, y había escrito una memoria testamentaria declarando donde estaban, desheredando a su hija, e instituyendo a su sobrino don Manuel, joven de dieciocho años a lo más, y el más cercano de los parientes de su mujer, y diciendo por fin, que en el apresamiento del San Juan había perdido todo lo demás. Escrita y firmada esta memoria había ido él mismo a confesarse con el Arzobispo Morgrovejo, y le había dejado en depósito el papel, para que lo abriese y publicase en el caso que muriese, certificando que le había sido entregado por él mismo en persona.

Tales eran las medidas que este hombre había tomado para burlar la persecución de sus enemigos. En el entretanto había siempre manifestado a don Bautista en público la más profunda aversión; y hacía esfuerzo de todo género en España gastando grandes sumas de dinero para que aquellos tribunales abocasen la causa de su hija y lo llamasen a él también.

Don Bautista, como ya sabemos, no andaba por el mismo camino, pues fomentaba el proyecto de rapto concebido por Oxenhan y Henderson; cosa que don Felipe ni sospechaba siquiera, ni era posible que nadie imaginase allí.

Don Bautista estaba ya cerca del momento decisivo su principal interés era evadirse de Lima, donde ya se creía vigilado y bajo mal agüero, por las complicaciones que había traído el apresamiento del San Juan y los amores de María. El boticario quería pues escapar, pensando que ya había hecho cuanto podía esperarse de un hombre en contra de sus enemigos: quería sacudirse de las horribles inquietudes de ánimo en que pasaba su vida desde tantos años atrás y regresar a Europa donde su participación en las correrías de Drake lo aseguraba ya una fortuna considerable.

La fuerza de su alma se revelaba en los momentos críticos en que se hallaba en aquel día: nada bastó a quitarle la calma de sus ocupaciones de costumbre no obstante que su vida y su destino pendían de un hilo: era todo un hombre.

Entretanto, mientras que Mateo, burlando a su compañero de viaje, se dirigía con toda prisa a las ruinas de Pachacamac, el Padre Andrés había resuelto y vencido ya muchos de los obstáculos que le habían impedido anonadar a Mercedes, y se paseaba soberbio por su celda esperando ardientemente al fiscal Estaca, que en aquellos mismos instantes había ido a consumar un arreglo con el Virrey.

Fáciles de concebir el acceso de furia que don Francisco de Toledo tuvo cuando recibió la noticia que habían prendido y encerrado en la inquisición a la altiva doña Milagros, su queridísima comadre, y esposa además de su íntimo amigo el coronel de la artillería que era entonces un empleo de fuste en las colonias. Su pasión por la mencionada señora era grande y tierna como lo son todas las que se conciben después de los sesenta años. En el primer momento todo se lo quería llevar por delante porque creyó que la causa de la prisión había sido la cuestión sobre la alfombra con la señora Fiscala.

Mandó traer inmediatamente al Fiscal Estaca y hubo de destrozarlo entre sus manos. Mas cuando se convenció por la confesión misma del doctor que nada sabía todavía de semejante grezca mujeril, de que había causas más graves, y de que podía probársele a la señora el haber recibido dinero de un maricón por estorbar las justicias de la Iglesia, el pobre Virrey se quedó aterrado; y como sucede, generalmente a los hombres irascibles y ardientes pasó del exceso del enojo y de la soberbia al exceso del abatimiento.

El Legista, que vio el momento favorable para los intereses del Padre Andrés se ofreció de intermedio para una reconciliación entre las dos potestades: cosa que el Virrey aceptó a ciegas desde que la base fuese la excarcelación y absolución de su querida comadre.

En aquel día estaba para cerrarse el arreglo de paz entre ellos: y el padre Andrés esperaba ansioso por esta razón la vuelta de su compañero el Fiscal, porque deseaba echarse sobre Mercedes y vengarse de las grandes ansiedades que lo había ocasionado el encono tenaz de esta mujer. Brilló un rayo de luz y de esperanza en los ojos feroces del Guardián cuando oyó la tez doctoral del señor Estaca resonando por el claustro de la entrada y el compás grave de su marcha.

-¿Y bien, amigo? -le dijo adelantándose a abrirle la puerta.

-¡Consumatum est! -dijo el doctor-. ¡Pax vobiscum!

-¿Consintió?

-¡En todo!

-¡Veamos!

-Se ha comprometido, como lo verá S. P. en ese documento, a entregarnos los papeles en el momento en que la chola se los haga dar.

-¿Sin leerlos?

-¡Sin leerlos!... Me ha dicho que se los entregará mismo padre Cirilo, pero todo con la condición de que sea suelta al instante doña Milagros.

-¡Lo será!... ¿Y Anacleto?

-Ya ha dado la orden de ponerlo en libertad y de que se sobresea en toda esa causa, cuyos expedientes ha quedado en remitírmelos al momento para que los destruyamos nosotros mismos.

-¡Bravo!... Con eso nada más necesito para quedar satisfecho y obrar.

Apenas había dicho el padre Guardián estas palabras, cuando oyeron en la parte exterior del claustro un ruido extraño de pasos apresurados y la voz de un hombre que golpeaba la puerta del Guardián pidiendo pronto audiencia. Era el padre Sinforoso, que respirando apenas, tal era el estado de agitación en que venía, se inclinó humildemente delante del padre Guardián, y le besó los cordones del sayal.

-¿Que hay, padre, que viene V. P. en tan miserable estado?

-¡Ah... señor! ¡Una noticia!... He buscado en vano al R. P. Cirilo, y no lo he encontrado; por eso vengo a interrumpir los altos quehaceres de Su Reverencia.

-¿Traía usted alguna comisión del Padre Cirilo?

-¡Señor!... Yo... no traigo precisamente comisión pero el padre Cirilo me encargó... hace días... de vigilar a un cholo, llamado Mateo, que vive con una tal Mercedes...

-¡Bien!, ¡bien!..., ¿y?...

-¡Y bien, señor! Yo lo he cumplido hasta donde me ha sido posible... pero... un maldito rabioso...

-¿Un rabioso?

-Señor... ¡un hombre infernal!... Un rabioso...

-¿Está usted loco, padre? -le dijo enfadado el Guardián.

-¡No, señor! Un rabioso digo, un hombre que muerde y trasmite su horrible enfermedad...

-¡Al grano, padre! Y dejémonos de boberías.

-¿Y por qué se enfada V. R., señor Guardián? -dijo el Fiscal entrometiéndose en la conversación.

-¿No está V. S. viendo, doctor, que algún pillo ha mistificado a este pobre hombre?

-No veo por qué, señor Guardián: hay hidrófobo entre hombres también, como entre los perros.

-¡Toma si la hay! -dijo el padre Sinforoso-, ¡si yo mismo, señor doctor, lo he presenciado!

-¡Y bien, padre!, ¿qué tiene que ver todo eso con el encargo que le hizo a usted el padre Cirilo?

-Es, que el cholo, tocado de la mano invisible de Dios, estaba haciéndome una confesión general de su mala vida, cuando ese maldito rabioso nos interrumpió ¡y se empeñó en morderme, señor!

-¿Y su Paternidad huyó?

-Huí, Reverendo Padre Guardián; porque no tuve tiempo de fortificar mi alma, templándola para el martirio...

-¡Es usted un inocente, padre! Vaya a descansar a su celda que yo le diré al Padre Cirilo, que otra vez busque mejor sus hombres.

-Es, Reverendo señor -dijo el padre humilde y consternado-, que yo traía una noticia que creo interesante... El cholo me ha hecho revelaciones de cosas graves, mezclando el nombre de V. P., y diciéndome también, que los papeles que se buscan se hayan en un baulito.

Al oír esto, toda la curiosidad y el interés del padre Andrés, renacieron como una llamarada. El padre Sinforoso le refirió lo que el cholo le había dicho bajo la fe de confesión; y cuando el Guardián le oyó todo, le mandó otra vez retirarse a su celda y no hablar con nadie.

-Y bien, señor Fiscal, ¿ha oído V. P.? -le dijo el Guardián al doctor Estaca cuando se quedaron solos.

-He oído.

-¿Y qué piensa V. S?

-Yo, a la verdad, no entiendo bien este enredo. De lo que el cholo dijo a ese padre, se deduce que don Bautista ha trabajado por apoderarse de los papeles de Mercedes, quiero decir de V. R. que robó Mercedes, ergo no son fundadas las sugestiones del padre Cirilo.

-En eso mismo pensaba yo; y por esa razón creo, querido amigo, que debernos echarnos sobre la chola; sorprenderla, agarrarla de improviso y esperar a ver qué camino toma don Bautista, y qué explicaciones resultan para él.

-Que el boticario ha tratado de proteger a la Pérez, es para mí cosa indudable; pero eso puede haber nacido de afección personal: muy bien ha podido dejarse arrastrar en ese particular de esa afección, sin que por eso haya querido traicionaros en cuanto a los papeles; y así parece que ha sido, según lo que revela el cholo.

-Mire usted, doctor -dijo el padre Andrés reflexionando-, ¡quién sabe si toda esa confesión no es una mera pillería de ese cholo!

-Me parece que eso es llevar demasiado la sagacidad, no veo qué interés podría tener él en vindicar al boticario y dejar colgada a Mercedes... Pero todo esto es posible,... y será bueno estar alerta.

-Yo creo que veo claro lo que debo hacer; veamos si lo aprueba usted, doctor: según el cholo, Mercedes tiene esos papeles en su cuarto y esto es falso, pues lo que antes hemos creído es que los tenía en otras manos; según el cholo, don Bautista hasta ha intentado envenenar a Mercedes para obtener esos papeles, luego no son fundadas las sospechas que habíamos empezado a temer de que él fuese el depositario; pues, señor, salgamos de dudas. Hago prender ahora mismo a Mercedes; registrémosle todo en su cuarto, y si mañana no hemos encontrado nada todavía, prenderemos al boticario, y ¡a Roma por todo!

-¿No cree V. R. que eso será romper demasiado de pronto? -dijo el fiscal caviloso.

-Es que entiendo que estamos en la necesidad de hacerlo; porque desde que contamos con que el Virrey nos entregará esos papeles al momento que a él se le den, debemos poner a la india en el caso extremo. Usted sabe, señor doctor, que de un momento a otro llega el Excelentísimo señor conde del Villar a reemplazar al de Toledo; y que si aquel llega de nada nos serviría estar arreglados con éste, porque los papeles serían entregados al primero, al Virrey.

-Sí, pero V. R. sabe que el Conde del Villar viene de amigo, y por nuestros amigos; y que con su gobierno es probable que quede sólidamente deslindado el terreno de la potestad eclesiástica, y libre de las trabas que los libertinos le han puesto hasta aquí.

-Convengo, caro amigo: pero eso es también sujeto a emergencias y complicaciones... y los papeles... En fin, puesto que contamos con el que hoy es Virrey, que lo hemos rendido, y que no tiene más remedio que acceder a nuestro intento para salvar a su amiga, yo entiendo, doctor, que debemos obrar.

-Pues, señor Guardián, ¡al instante!

El padre Adres dio inmediatamente sus órdenes para que Mercedes fuese rigorosamente encarcelada en uno de los sótanos de la Inquisición que tenían su entrada secreta por el piso de la sala del consejo. El padre esperaba con ardor el resultado de la diligencia. Pero un momento después, volvió uno de los esbirros que habían ido a ejecutarla diciendo que el cuarto que ella habitaba se había encontrado solo y abandonado; y que los vecinos declaraban que hacía dos o tres días que no se le había visto por allí.

El padre Andrés se llevó las manos a la frente con un ademán de profunda desesperación, y exclamó: «¡Se habrá escapado!»

-¡Eso es imposible! -dijo al instante el Fiscal-. Necesariamente está oculta -agregó después de haber pensado un instante-; ¡y lo está en la casa de algún maricón! Dé órdenes V. R. en nombre del Santo Oficio, para que sean destapadas en las calles in mediata mente, todas las mujeres de saya y manto que se encuentren.

-¿Puedo hacerlo?

-Sí, señor.

-¡Pues que se haga! -dijo el Guardián; y sus esbirros salieron a cumplirlo.

-Haga, su Reverencia que me busquen al momento a un maricón llamado Miguelito, que vive en el barrio de Santa Rosa; que me lo traigan aquí al instante; porque es por él que lo vamos a averiguar todo.

El maricón de ese nombre, que ya otra vez hemos visto en conferencia con el Fiscal, fue traído en efecto. Aterrado con las amenazas de tortura que ambos inquisidores le hicieron, vil por naturaleza, desleal e infame, por hábito y carácter, seducido también por ofertas ventajosas, se comprometió a descubrir y denunciar el paradero de la malhadada Mercedes, y salió con ese objeto.

-Esto quiere decir, señor Fiscal, que el caballero Virrey se ha burlado de V. S., que ha querido engañarme a mí, al mismo tiempo que nos ofrecía todo, se rebajaba al papel de delator; pues él es necesariamente quien ha advertido a la chola de todo para que se esconda.

-¡Voy ahora mismo a verlo! -dijo el Fiscal irritado-, porque semejante conducta es intolerable: y le diré bien claro que doña Milagros sucumbirá si no se encuentra a esa Mercedes.

El Virrey se puso furioso de que se hubiese concebido contra el reproche tan infamante; y el Fiscal volvió a decir al padre Andrés que estaba convencido de que aquél era inocente.

El hecho es que el día se pasó sin que los esbirros de la Inquisición hubiesen podido encontrar a Mercedes. Por lo que el Fiscal Estaca, fatigado de la tarea tan larga que se había dado, se retiró a descansar, dejando al padre Andrés acompañado solo del padre Romea el antiguo novio de doña María, que había venido a ser hombre de las más íntimas confianzas del superior.

Eran ya como las once o más de la noche y crecían de más en más las ansiedades y el despecho del Guardián, cuando Miguelito todo apurado entró al convento por una puertecita falsa que quedaba abierta en las noches de grandes quehaceres.

No bien vio el Guardián al maricón, cuando corrió ansioso hacia él, y le preguntó:

-¿Y bien, hijo?..., y bien, ¿qué has logrado?

-¡Ah, santo padre!.... ¡Toda Lima he recorrido!... ¡He trabajado, señor!

-¿Y qué has logrado?

-¡Lo he logrado todo, santo señor!

-¿Sabes ya dónde está?

-Ya lo sé.

-¿Oculta?

-Oculta.

-¿Has estado con ella?

-No, señor; pero eso no importa, ¡es como si la hubiera visto!

-¡Gracias, hijo! -dijo el padre con un gusto infinito-. ¡Toma mi bendición! Veamos: ¿dos esbirros? -gritó el padre-, que vayan ahora mismo contigo, y que la lleven inmediatamente al Santo Oficio, al sótano designado: que cuando la pongan allí vengan a advertírmelo al instante para ir yo.

Eran ya las tres o cuatro de la mañana, cuando el padre Andrés, acompañado del padre Romea, salía de su celda y se dirigía a la casa del Santo Oficio, donde ya gemía aprisionada la infeliz descendiente de uno de los nobles más elevados del tiempo de los Huincas.

Antes de salir, el padre Guardián se tocó el pecho para ver si llevaba bien acomodado un agudo puñal de que se había armado.

-Es precaución necesaria -dijo el padre a su compañero- habiendo de haberlas con un demonio encarnado como esa bruja.

Don Antonio le respondió: «-Hace muy bien S. P.» Muy disimuladamente se llevó la mano al pecho, y empuñó también con fuerza otro puñal que llevaba escondido allí.