Capítulo XXXIV : El viaje y el rabioso

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Mateo, que no había podido pegar sus ojos en toda la noche, tal era el miedo que tenía de haber caído en una trampa, presintió por decirlo así la venida de las primeras vislumbres del día y alzando su cabeza, llamó repetidas veces al padre Sinforoso. Este roncaba con el mismo ruido que hace el eje de una carreta cordobesa, y solo a duras penas y elevando su voz hasta hacerla formidable, fue que el cholo logró hacerse oír y despertarlo.

-¡Me ha mordido!, ¡me ha mordido! -exclamó a gritos el padre, incorporándose sobre su cama.

-¿Quién, Padre?, ¿quién, Padre? -le dijo el cholo fingiendo interés y sofocando con trabajo la gana de reír que le acometía.

-¡Ah!... -dijo el padre serenándose-, ¡estaba soñando con aquel maldito bandido... con aquel... rabioso!

-Mal hecho, padre, de pensar en eso: lo pasado, pisado, dice el refrán... Padre: ya va a ser de día: ya es hora de marcharnos.

-¿Cómo ha de ser hora, hombre, si todavía no han llamado la primer misa?

-¡Ahí la llaman, señor! -dijo Mateo apercibiendo las primeras campanadas.

-¡Sí!, pero es muy temprano.

-Padre: es preciso salir temprano. Si V. P. no quiere..., yo... me... voy solo -dijo el cholo haciendo ademán de salirse.

-No: ¡espérate!... Voy a prepararme.

El Padre, en efecto, se echó sus ropas, y tomando un grueso báculo, se puso al hombro sus alforjas y salió.

Cuando Mateo se vio en la calle, se encontró como el que respira después de una larga sofocación; y marchaba tan aprisa por alejarse del convento que el padre tuvo que reconvenirlo con seriedad, haciéndole presente que aquello era burlarse de su gordura o exponerlo a romper los resortes de su vida.

-¡Diablo! -le dijo-, ¡poca afición muestras a la casa de Dios, que es porta caeli! Tú le das la espalda, y huyes de ella como si para ti fuese porta... No me acuerdo bien lo que hay por infierno -porta inferni diremos... Es verdad: que con el saco de zapos y culebras que debes tener dentro, es más que probable que la Iglesia y los santos, sean para ti como para el diablo.

-¿Y por qué he de tener pecados de esos, Padre?

-¡Pues es buena!... ¡Lindas escuelas de santidad te he visto anoche...: un cuarto con una chola... y una casa de juego que hasta recibe rabiosos!

-¡Ésa es una casualidad, que puede suceder hasta en una iglesia!

-¡Calla, blasfemo!... ¿conque comparas a esa casa de prostitución y de crimen con la que es domus Dei?

-¡Dios me libre de tal maldad, Padre!... Pero si ese inmundo rabioso hubiera querido entrar a la Iglesia o al convento, y morder a diestro y siniestro allí... lo habría hecho.

-¡Mira, pícaro! ¡Que si no te callas, y no te desdices de esas herejías te puede costar caro!

-Yo no veo en qué...

-¡Calla!..., ¡yo tengo razón siempre!

-Yo hablaba, Padre, no por contradecirlo, sino porque V. R. empezó por decirme una cosa que realmente me ha tocado el alma.

-¿Cuál?

-¡Esa de los pecados!... Yo conozco que los tengo enormes: muchas veces he pensado en eso: y de veras que muchas veces he tenido gran deseo de enmendarme, me han dado ímpetus de echarme a los pies de un sacerdote, de abrirle toda mi alma, y...

El padre Sinforoso al oír esto, detuvo su paso, y mirando a Mateo con una repentina satisfacción -continúa, le dijo al ver que el cholo se detenía.

-Sí, señor -dijo el cholo-, de abrirle toda mi alma, de contarle minuto por minuto mis acciones: de revelarle las maquinaciones de mis malos amigos para perderme.

-¡Eso, eso es lo principal!

-Pero no lo he hecho.

-¿Porqué no lo has hecho, criatura infeliz? Hoy estarías rehabilitado: hoy estarías resucitado en espíritu: de entre la vil e infame podredumbre de la materia, habrías alzado tu espíritu a las regiones del cielo. ¡Dime por qué no lo has hecho!

-¡La verdad, Padre!..., porque nunca he encontrado un sacerdote de confianza con quien hacer un trato.

-¿Un trato?

-Sí, un trato; porque tengo miedo de la penitencia.

-¡Así serán los crímenes que callas!

-¡Tengo uno, padre, muy grande! ¡Ah! ¡Y es ese pícaro de boticario don Bautista quien me lo hizo cometer!

-¿Don Bautista? -dijo el buen padre lleno de agradable sorpresa-. A ver, hijo, cuéntamelo.

-No, Padre, no. ¡Es imposible! Sólo bajo el sigilo de la confesión lo diría yo;... porque el pícaro boticario me indujo a ese crimen, hablándome de un personaje muy respetable.

-¡Bien! ¡Entonces confiésate conmigo!

-¿Y la penitencia?

-¡Qué!... la penitencia... será una cosa suave.

-¿Pero cuál? Por ejemplo...

-Un rosario.

-¿Y nada más?

-Y nada más.

-¿Y con eso quedo ya absuelto?

-Quedas limpio como una patena.

-¡Caramba, Padre!... ¡S. R. me está tentando!..., ¡quedar puro, con todas mis cuentas chanceladas!, ¡es cosa linda!

-No soy yo, hijo, quien te tienta...

-¡Bueno, Padre!... ¡Un rosario!, y diga lo que diga, ¿nada más?

-¡Te lo prometo!

-¡Pues vamos al caso! Me voy a confesar con V. R... ¡Estoy resuelto!

-¡Ah, hijo mío!, el cielo te ha inspirado... ¿Cuál es ese crimen que has cometido con don Bautista?

-Tengo muchos, padre, que referirle antes; ése será el último.

-No, ¡que sea el primero!

-¡No puede ser!

-Yo lo quiero.

-¡Pues entonces no me confieso!... Yo pensaba que el pecador era el que ordenaba su confesión.

-De cierto que sí; pero como me has dicho que ése es tan principal pecado, absuelto tú de ése, los demás corren inclusive; y casi no se necesita oírlos... porque supongo que serán así, como veniales.

-Son..., pues, ya S. R. ha visto el cuarto..., la casa de juego...

-¡Sí, sí, ya comprendo!... Pues, así... basta..., no es decir que sean veniales; eso no son gordos: ¡son mortalísimos también! Pero... como ya me los indicas y señalas, podemos darlos por confesados y perdonados... vamos al grande... al...

-¡Ése, padre..., es enorme!..., ¡es una traición infame a todos mis deberes!

-¡Cáspita!

-¿Me absolverá V. R. si se lo digo?

-¡Pues no, hijo! Lo que yo quiero es que lo digas cuanto antes, para purgarte de la abominación en que él te envuelve.

-Voy a decírselo, padre.

-¡Pronto, hijo!, ¡pronto, hijo!

-¡Mire, padre! Estoy pensando en que V. P. tiene facultad para absolverme del pecado, pero no para perdonarme el crimen... porque yo creo que hay crimen también en lo que hice.

-¡Me estás impacientando, pícaro cholo!... Yo te perdono, por Dios, pecado y crimen, ¿lo oyes, Satanás?

-¿Y los jueces?

-Pero animal, ¿cómo van a saber los jueces lo que me digas bajo la fe de la confesión?

-Yo no había pensado en eso, padre: y veo ahora que es mejor que me calle...

-¿Que te calles?... No, pícaro, no es mejor, porque yo haré que te agarren, y que el tormento te haga desembuchar.

-¿Y la fe de la confesión bajo que yo he hablado?

-No has concluido: es así que tu confesión está incompleta: ergo, ¡esa fe está también incompleta! -dijo el fraile lleno de orgullo-, ¿te parece que yo no sé lógica y ética?

-¿Ética?... ¿que si creo que V. R. tiene ética?... No, señor; muy lejos de eso; un hombre tan corpulento no puede tener ética.

-¡Pues la tengo, como para revolcarte, insolente! Y ya ves como te he probado que puedo, bona fide, delatarte.

-Es decir, Padre, que no puedo salvarme sino confesándolo todo.

-¡No hay otro efugio, o el tormento!

-Pues, Padre, prefiero lo primero; y ya voy a empezar.

-¡Empieza!

-Dígame, padre: y vale la confesión, ¿así caminando?

-¿Es mejor que yo me siente, y que tú te hinques?

-¿Aquí en el camino?

-Eso no importa.

-¡No, padre, prefiero el tormento! -dijo el cholo con resolución.

-Pues bien -dijo el padre-, voy a pensar: si yo tengo la fortuna (reflexionó dentro de sí) de atrapar al boticario y detraer todo averiguado al convento, me haré un grande hombre para con mis superiores; pero si lo delato para que se lo saquen a tormento, habré sido solo un medio indirecto... ¡y esto no me conviene!... Por otra parte, ¿qué hace que la confesión se haga hincado o parado?... ¡Nada!... Mira -dijo volviéndose a Mateo-, es lo mismo que te confieses caminando; pero despáchate pronto porque si me sales con otro subterfugio, te declaro perdido, y me vuelvo al convento a delatarte en regla.

-Bueno: le diré, padre; pero sepa S. R. que el tormento me sacaría cosas espantosas para...

-¿Para qué?

-Para... un personaje..., un padre...

-¿Quién? ¡Hijo de p...!

-¡No se enfade, Padre, por Dios!

-Pero ¿cómo no me he de enfadar, si me pones en el disparador, pícaro?..., ¿para quién?

-¡Para el Reverendo Padre Andrés! -dijo el cholo despacio y estirando los labios.

-¡Chito!... ¿Cómo es eso?

-Sí, señor... ¡Fue con ese nombre venerable que don Bautista me indujo al crimen de que lo voy a hablar a Su Reverencia!... Él me dijo que Mercedes le tenía unos grandes papeles al Reverendo Padre Guardián (que Dios salve) y que se los descubriese.

El Padre Sinforoso entretanto bailaba de contento.

-¡Continúa! -dijo-, continúa, buen muchacho.

-Ha de saber su P., que Mercedes ha sido siempre mi protectora; ¡me ha mantenido; me ha curado en mis enfermedades; trabaja para mí; sufre todo por mí; y estoy cierto que daría la vida por mí!... Pues bien: ¡yo consentí en traicionarla!

-¿Traicionarla? ¡No, hijo!... El primero de todos tus deberes es matar tus pasiones mundanales, sofocar tus afecciones terrenales por obedecer a los mandatos superiores, y...

-¿Será posible, Padre?

-¡Sí! Continúa.

-Pues, señor, yo consentí en traicionar a Mercedes. Al principio tenía remordimientos horribles; pero esa arpía del boticario fue endureciendo mi alma de día en día, y...

-¿Y le robaste los papeles?... ¡Dámelos! ¿Dónde están?

-No se los pude robar por más que hice... pero descubrí el cajoncito en que Mercedes los tenía; y desesperando de poder robárselos, el boticario me encargó que...

-¿Qué te encargó?

-¡Es horrible!...

-¡Dilo! ¡No importa!

-¡Que la envenenase para apoderarnos de ese cajoncito!

-¿A Mercedes?

-¡A Mercedes! ¡Sí señor!

-¡No puede ser!

-¿Cómo que no puede ser? ¡Juro que sí, Padre mío!

-¡Pues, señor! -dijo el padre entre dientes; esto es un batiburrillo-, ¿pues cómo es, entonces, que me echan a espiar las intrigas del boticario contra el guardián?... ¡No entiendo jota!

-¡Éste es mi crimen, Padre!

-¿Y la has envenenado?

-¡Dos tentativas he hecho sin lograrlo!

El padre movió la cabeza y dijo despacio: «¡Hubiera sido mejor para ti lograrlo!»

Mateo mirando astutamente al padre, se decía interiormente también: «¡Ahora te conozco!»

-¡Ya ve V. R. que mi crimen es horrendo! -dijo contristado.

-Hijo: sobre eso hay mucho que hablar; habiendo circunstancias tan atenuantes como las que alegas; y andando mezclado en ello el nombre de un sujeto tan eminente como el Reverendo Inquisidor, no puedo opinar de pronto; tendré que consultar primero al lector de ética del convento.

-¡Pues estoy lindo!... ¿Es decir, que V. P. no me puede absolver?...

-¡Eso no!... Yo te absuelvo de todo corazón; y ya quedáis absuelto en el cielo. Pero... ¿y si tu acción no fuese pecado? ¿Si fuese por el contrario me...? ¡Ay Dios mío!!! ¡Ay Dios mío!!! -exclamó el Padre todo espantado-. ¿Qué es lo que veo, Santo Dios? ¡Mateo! ¡Mateo! ¡Sostenme, que me caigo muerto! -agregó el padre apoyándose en el hombro del cholo.

-¡Voto a bríos! -dijo el cholo fingiéndose profundamente contrariado-, ¡no hay duda!... ¡Es ese pícaro borracho!

-¡Calla, hijo, por Dios! ¡No lo hagas rabiar!...

-Tiene razón, Padre; es preciso no contradecirle, no exasperarlo..., ¡para que no le dé algún acseso!... y así que podamos lo haremos amarrar.

-¡Qué va a ser de mí, Virgen Santa!

El fanfarrón venía, en efecto, hacia ellos, los había distinguido desde la casa del tambo y había salido a encontrarlos: traía su sombrero tan ladeado, que parecía puesto sobre una oreja, no contribuyendo poco este accidente a realzar el aire siniestro y repugnante que era inherente a su persona toda.

-¡Oh! ¡Mi querido Padre! -gritó cuando estuvo cerca-, ¡venga un abrazo!... ¿Cómo es eso?... ¿Salta V. R. para atrás al verme como si yo fuese una culebra? ¡Voto a Baco!... ¡Que el que quiera despreciarme!...

-¡No tal, señor González! No lo crea usted: ¡lo abrazaré con la mejor gana del mundo! -dijo el fraile abriendo sus brazos con el ademán de la angustia y del terror; pero al ver al matón que ya se echaba en ellos volvió a dar otro salto enorme para atrás, y se puso en actitud de correr despavorido.

-¡Oiga usted, señor hermano! -dijo el matón-, ¡esto quiere decir mucho! Ya comprendo: este bribonazo de cholo me habrá calumniado para con V. R... ¡y voto al diablo que me las va a pagar todas!

-¡El Padre tiene razón, González! -le dijo Mateo con entereza-, porque tú eres un hombre de pecado, y sería para él una ignominia dejarse abrazar de ti. Yo apelo a tu razón y buen juicio.

-¿Y tú no eres hombre de pecado?

-Lo soy; pero yo no lo abrazo, ni trato de mancillarlo tampoco.

-Pues bueno, yo tampoco lo abrazaré; pero que me dé al menos la mano, si hemos de ser amigos.

-¡Sí, señor!, ¡Con mucho gusto! -dijo el Padre estirando la mano y recogiéndola, a medida que González se acercaba.

-¡Tráigala acá! -dijo el matón manotéandola.

-¡Ay! -gritó el fraile aterrado.

Pero el matón se la forzó y le imprimió en ella un fuerte beso, con el que le arrancó al padre otro ¡ay! de terror. Éste desasió al momento su mano y se la empezó a limpiar con una rapidez extraordinaria; y sin poderse contener, exclamó: «¡agua!, ¡un poco de agua!»

-¡Cómo es eso! -dijo González-, ¿para qué quiere usted agua? ¿Soy yo acaso algún leproso?

-Perdone usted, señor González: me equivoqué, ¡no quiero agua!, ¡ni verla quiero!

-¡Ni yo tampoco! Hable S. R. de vino: de buen vino; y almorzaremos juntos ¡sí señor! ¡Pero que vaya al infierno la agua, y todos los ríos que la fabrican!

-¡Es cierto, señor!... ¡Nada de agua por Dios!... ¡Mateo, que ni nos muestren agua, por Dios!

-Eso es, padre, el solo ver la agua, ya me da rabia.

-¡Ay, Dios mío!... -dijo el padre suspirando.

-En fin, ¿vamos a almorzar juntos, no es cierto, Padre?

-¡Con mucho gusto, señor González!

Y enganchando el matón al fraile por uno de sus brazos, se dirigió con él, arrastrándolo casi hacia la casita del tambo.

El pobre Padre iba más muerto que vivo. El matón entretanto se fue derecho a una piecita que servía como de comedor, amueblada con una pobreza extrema, y en la que no había más que una mesa coja, calzada con algunas piedras, y tres o cuatro sillas descuadrilladas.

-Parece -dijo González, con la voz ronca y neblinosa de los ebrios, examinando las sillas- que los borrachos que se juntan en este tambo no son muy amables con vosotras, y que os aporrean. ¡Eh!, ¡no tenéis de qué quejaros, porque ésa es siempre la suerte de la consorte del borracho! Veamos: ¡ven tú acá! -dijo eligiendo la mejor parada-. Quizás es la primera vez de tu vida que vas a besar tan de cerca la parte noble de un hombre honrado -y poniéndosela con fuerza al Padre le dijo; «¡Aquí, Padre! Siéntese V. R. que yo quiero tener el gusto de almorzar a su lado».

-¡Gracias, señor! Gracias... ¡yo no almorzaré!

-¿Qué está usted diciendo, padre? ¿Usted no almorzará?

-Me siento enfermo, señor González: sí..., no almorzaré.

-¿Y enfermo de qué, hombre?... ¡Va!... ¡Disparates! ¡Siéntese Padre, que Mateo nos va a pagar un opíparo almuerzo!... ¡He visto en la ramada un costillar de cerdo como para un Virrey! -dijo González dándose un beso fuerte en la punta de los dedos.

-¡Pues te has engañado, González!... Ni yo pido almuerzo, ni era nuestra intención almorzar aquí, sino más adelante para aprovechar el camino.

-¿Más adelante?... Pues vamos adelante, ¡qué diablos! A alguna hora hemos de almorzar; y yo no tengo muy buenas narices para perder un almuerzo con un Padre que anda de viaje. Ahora no más empiezan a llover los huevitos, las gallinitas, los pichoncitos... ¡Cáspita! Ya se me hace agua la boca. ¡Eh!, ¡vamos más adelante!

-¡Entendamos, González! -dijo Mateo.

-¿Sobre qué?..., ¿qué se te ocurre?

-Lo primero es saber a dónde vas tú, porque no es mi costumbre dejarme así seguir y mortificar por el primero que quiere juntárseme.

-¿Y qué te has pensado, cholo de porra, que yo me quiero juntar a vos? ¡Honrada compañía, por cierto, la tuya, para un hombre como yo, que hago temblar con solo mi mirada!... ¿Sabes lo que yo voy a hacer contigo?... ¡Sumirte debajo de tierra a trompadas, si me jeringas mucho! Yo me junto con el padre y no contigo -dijo el matón poniéndose cerca del padre-. Y no me hagas enfurecer; ¡no me hagas rabiar!, porque ya sabes que yo soy como un perro de presa... donde muerdo... ¡ni Cristo me hace largar!

-¡Ay, señor! -dijo el padre entre dientes-. Mateo, no contraríes, no hagas ra... No enfades al señor González; yo... ya... tú sabes que yo venía hasta aquí no más... por dar un paseo... y que será mejor que nos volvamos.

Mateo se hizo el desentendido, y dirigiéndose al matón, le dijo señalándole disimuladamente la dirección del camino:

-¿Para dónde vas, González?... Haznos el favor de decírnoslo.

-¡Yo... voy a Cuzco! Y el matón dio una vuelta garbosamente por el cuarto.

Aprovechándose el padre, se arrimó a Mateo y le preguntó despacio: «-¿Es otro camino?» «-¡No, es el mismo!» -le respondió Mateo como consternado.

-Bueno, González -dijo el cholo; es preciso que seas racional, y que no me provoques a una reyerta: vete por tu camino, porque vas lejos; nosotros hemos pasado mala noche, no hemos dormido y vamos a dormir aquí un poco.

-¿Dormir?... Hombre, me viene muy bien; justamente tenía ganas de dormir.

-¡González!...

-¡Mateo!

-¡Mira lo que haces!

-Por último: ¡so cholo!... ¡Porque ya también me va faltando la paciencia! (El matón pegó un terrible golpe sobre la mesa) ¿Crees tú, pariente del diablo, que yo te he salido de balde al camino?... ¿Te has olvidado de lo que hiciste anoche conmigo? ¿No me arrojaste a empujones de la timbirimba del Gato?..., ¿o te habías figurado que eso se había de quedar así no más?... ¡Ajo! Ahora te tengo y te he de seguir cielo y tierra, hasta que te troce en veinte pedazos, y te masque y te trituro entre mis dientes como un perro...

-¡Ah! ¡Acabáramos!..., ¡eso es otra cosa! -dijo Mateo fingiendo una gran calma-; ¿me quieres amedrentar?... Pues lo veremos.

El padre entretanto tiritaba de miedo.

-Pues para que veas el miedo que yo te tengo, ¡voy a ponerme a dormir! -y Mateo acomodó su poncho y sus alforjas en un rincón y se tiró en el suelo.

-¡No, hombre! -dijo González-; ¡no te apures! Si no es aquí tan cerca donde yo te he de pedir las cuentas.

-¡Será donde tú quieras, hombre! -le respondió el cholo con el más profundo desprecio.

-¡Bueno... Padre! -dijo el matón- duerma, aquí tiene mis ponchos... Traiga sus alforjas, traiga su manto, ¡verá que cama linda le hago yo! -y el matón, diciendo y haciendo, despojó al Padre de lo dicho, y le hizo una excelente almohada; cerró la puerta para quedarse a oscuras, y se acostó junto a ella, como para evitar que Mateo se le escapase.

El padre estaba en ansias mortales. Entre tanto, después de una media hora horrible, González y Mateo roncaban o fingían roncar como unos cerdos. El padre se incorporó con grandísimas precauciones, tomó sus ropas muy despacio, y dijo: «¡Mateo! ¡Mateo!», con una voz sepulcral.

El cholo estaba como un tronco, y como el matón hizo una especie de movimiento como si quisiera despertarse, el padre se tiró prontísimo otra vez al suelo. Mas, viendo que seguía roncando y tranquilo, volvió a incorporarse, se dirigió con exquisita cautela a una ventanita que tenía la pieza, la abrió y trató de salir por ella. Como era gordo, se atascó; y creyendo que iba a ser descubierto empezó a manotear y patalear con las ansias del terror, de modo que cuando zafó fue a rodar a un corralito lleno de barro que allí estaba. Él entonces recogió sus ropas, se asomó para ver si había sido descubierto, y como vio que ambos adversarios seguían dormidos, cerró muy quedito la ventanilla, quedándose del lado de afuera, y se echó a correr por esos caminos de Dios como un gamo despavorido.

Apenas se quedaron a oscuras otra vez, se incorporó Mateo, y el matón al momento mismo también; se apretaban ambos el estómago y temblaban de risa. Levantándose Mateo con la ligereza de un gato, fue corriendo a la ventanilla y mirando por la rendija vio al padre disparando como a media cuadra del tambo. Entonces prorrumpió en risotadas extraordinarias.

-¡Vamos a ver! -dijo González-, ¿mis tres onzas?

-Ahí están -le respondió Mateo entregándoselas y continuando sus carcajadas.

-Vengan -el matón las examinó bien; y después que las guardó -agregó-; ¡me debes tres pesos más!

-¿De qué?

-Los tres pesos que me quitaste anoche para dárselos a Martínez.

-Tú se los habías robado.

-¡Ésas no son cuentas tuyas! ¿Quién te había hecho juez?

-Es que me interesaba en que no se armaran disputas, y en que te fueses.

-¡Pues paga ese interés! Vengan mis tres pesos.

-¡Es una picardía!

-No sé nada: ¡mis tres pesos!

-Te los doy con una condición.

-¡Mis tres pesos, te digo!

-Vamos a hablar primero con el curaca del tambo.

-¡Mis tres pesos!

-Ven, hombre, te los daré.

-Eso es otra cosa... ¡Vamos!

Y saliendo de la pieza en que estaban, se dirigieron al indio viejo que manejaba aquel tambo. Mateo le instruyó bien de lo que debía decir, si alguien venía a buscarlo, porque Mateo temía que el fraile se dirigiese a alguna autoridad, o tomase algún otro medio de detenerlo. El indio del tambo quedó convenido en decir que había habido allí una pelea terrible entre Mateo y González: que el primero se había escapado por un cerco, y había huido; y que el segundo, loco de furia, echando espuma por la boca, se había echado al camino a buscar al cholo.

Arreglado así, el cholo despachó a González, recomendándole que se fuese por dos o tres días a Abancay, donde éste solía pasar semanas enteras; mientras él, tomando deprisa un camino muy excusado, se dirigió a las ruinas de Pachacamac.